GENERALIDADES
En la Declaración
sobre el Aborto Procurado de la Congregación para la Doctrina de la Fe, se
comienza por decir que el respeto del don de la vida no se impone sólo a los
cristianos, sino a toda persona razonable y de buena voluntad. Por ello,
comenzamos por destacar que la oposición al aborto no es un tema de religión o
impuesto por verdades de Fe, sino que es un tema biológico, social, político,
moral y jurídico.
Sin embargo, aunque
sentimos profundo respeto por todas las ideas y credos religiosos, consideramos
que pocos han sido tan claros y tan firmes en la defensa de la vida y en el
cuestionamiento del aborto, como la Iglesia Católica. Se destaca la existencia
de un Magisterio único, que se ha pronunciado repetidas veces sobre el
problema del aborto, configurando con el correr del tiempo – desde los Padres
de la Iglesia, pasando por la Edad Media y llegando hasta nuestros días – un
cuerpo doctrinario de gran solidez y profundidad. La máxima es que todo aborto
debe ser excluido absolutamente.
En el Catecismo de la Iglesia Católica
se condena con claridad el aborto: “desde el siglo I, la Iglesia afirma la
malicia moral de todo aborto provocado. Esta enseñanza no ha cambiado,
permanece invariable. El aborto directo, es decir, querido como fin o como
medio, es gravemente contrario a la ley natural”. Se señala que la cooperación
formal a un aborto constituye una falta grave. La Iglesia sanciona con pena
canónica de excomunión este delito contra la vida. Se establece que el derecho
inalienable de todo individuo humano inocente a la vida, constituye un elemento
constitutivo de la sociedad civil y de su legislación.
En el Concilio
Vaticano II, presidido por Pablo VI, se fue particularmente duro, con estas
expresiones: “ La vida debe ser salvaguardada con extremo cuidado. El aborto
y el infanticidio son crímenes abominables. Esta doctrina de la Iglesia es
inmutable”. Se aclara que el respeto a la vida no es sólo para los cristianos;
basta la razón y el buen sentido para admitirlo, pues el primero y más
importante de los derechos de una persona es su vida. La Ley Divina y la razón
humana excluyen todo derecho a matar directamente a un inocente.
La Sagrada
Congregación para la Doctrina de la Fe, el 18 de noviembre de 1974, aprobó
una “Declaración sobre el Aborto Provocado”. En dicho documento se
establece con claridad que si las razones aducidas para justificar un aborto
fueren claramente infundadas y faltas de peso o seriedad, el problema no sería
tan dramático: su gravedad estriba en que en algunos casos, más o menos
numerosos, rechazando el aborto se causa perjuicio a bienes importantes que es
normal tener en aprecio y que, incluso, pueden parecer prioritarios.
No se desconocen estas graves dificultades:
puede ser una cuestión grave de salud, muchas veces de vida o muerte para la
madre; la carga que supone un hijo más, sobre todo si existen buenas razones
para temer que será anormal o retrasado; la importancia que se da en distintos
medios sociales a consideraciones como el honor o el deshonor; una pérdida de
categoría, etc. Pero cuando de plantear prioridades se trata, debemos proclamar
absolutamente que ninguna de estas razones puede dar derecho a disponer de la
vida de los demás, ni siquiera en sus comienzos, y por lo que se refiere al
futuro desdichado del niño, nadie, ni siquiera el padre o la madre, pueden
ponerse en su lugar, aunque se halle todavía en estado de embrión, para
preferir el estado de muerte a la vida. Ni él mismo, en su edad madura, tendrá
jamás derecho a elegir el suicidio, y por supuesto, mientras no tenga edad para
decidir por sí mismo, tampoco sus padres tienen en modo alguno derecho a
decidir su muerte. La vida es un bien demasiado fundamental como para ponerlo
en la balanza frente a otros inconvenientes, incluso aunque parezcan más
graves.
Respecto a la
reivindicación de la mujer en cuanto a su derecho a
decidir, de emanciparse, o de reivindicar su libertad sexual, si de allí se
dedujere que el hombre y la mujer son libres para buscar el placer sexual hasta
la saciedad, sin tener en cuenta ninguna ley, ni la orientación esencial de la
vida sexual hacia los frutos de la comunidad, la idea –que por cierto no tiene
nada de ético ni de cristiano-, es indigna para cualquier hombre desde el punto
de vista de su propia naturaleza. No se trata de evitar dolores ni desdichas,
ni siquiera la pena tremenda de que se trate de un niño deficiente, pues se
aplica lo que ya decía Mateo 5.5: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos
serán consolados”. Sería volver las espaldas al Evangelio, medir la felicidad
por la ausencia de penas y miserias en este mundo. Y este quizá sea el aspecto
más difícil de entender en temas tan cruciales como el aborto.
Toda persona de
corazón, y ciertamente todo cristiano, debe estar dispuesto a hacer lo posible
para crear el remedio. No se puede jamás aceptar el aborto, pero hay que
combatir sus causas.
En la Carta
Encíclica Evangelium Vitae, se establece claramente que entre todos los
delitos que el hombre puede cometer contra la vida, el aborto provocado
presenta características que lo hacen particularmente grave e ignominioso. “Algunos
intentan justificar el aborto sosteniendo que el fruto de la concepción, al
menos hasta cierto número de días, no puede ser considerado como vida humana.
En realidad, desde el momento en que el óvulo es fecundado se inaugura una
nueva vida que no es la del padre ni la de la madre, sino la del nuevo ser que
se desarrolla por sí mismo. Jamás llegará a ser humano si no lo ha sido desde
entonces. La genética moderna confirma este hecho... y no debemos más que
garantizar un respeto incondicional en su carácter de ser humano, en su
totalidad unificada de cuerpo y espíritu.
El ser humano debe
ser respetado como persona desde el instante de la concepción, y desde este
momento se le deben reconocer los derechos de la persona y en particular, el
derecho inviolable de todo ser humano inocente a la vida” (E.V., 60).
Luego, en este
mismo documento, Juan Pablo II afirma: “Declaro que el aborto directo, es decir,
querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave, en cuanto
eliminación deliberada de un ser humano inocente. Esta doctrina se fundamenta
en la ley natural”. Ante una situación tan grave, se requiere más que nunca
el valor de mirar de frente a la verdad y de llamar las cosas por su nombre,
sin ceder a compromisos de conveniencia o a la tentación de autoengaño. El
hecho de que se haya pretendido cambiar el término de aborto por el de
“interrupción del embarazo”, no debe dejar de lado la verdad: el aborto es la
eliminación deliberada y directa, como quiera que se realice, de un ser humano
en fase inicial de su existencia, que va desde la concepción al nacimiento. En
el ámbito de la responsabilidad del delito que implica abortar y terminar con
una vida humana, puede en la eventualidad estar involucrado, además de la madre
o el padre, también el propio médico que posibilita y asesora este tipo de
grave inmoralidad. Pero la responsabilidad implica también a los
legisladores que pueden llegar a promover y a aprobar leyes que amparen el
aborto; y, en la medida en que haya dependido de ellos, los administradores de
las estructuras sanitarias utilizadas para practicar abortos. Una
responsabilidad general, no menos grave, afecta también a quienes han promovido
la difusión de una mentalidad de permisivismo total y de menosprecio de la
maternidad, como a quienes debieron haber asegurado políticas familiares y
sociales en apoyo de la familia, especialmente de las numerosas o con
dificultades económicas y educativas.
No son menos
responsables las instituciones internacionales, fundaciones y asociaciones que
luchan sistemáticamente por la difusión y aprobación del aborto en el mundo. En
este sentido, como se afirma en la Encíclica Evangelium Vitae, el aborto
va más allá de las personas concretas y del daño que se les provoca, asumiendo
una dimensión fuertemente social: es una herida gravísima causada a nuestra
sociedad y a nuestra cultura, por quienes deberían ser sus consultores y
defensores.
Lo importante no es tanto decir no al
aborto, sino combatir sus causas, debiendo todos colaborar en la formación de
una nueva cultura a favor de la vida, comenzando por formar una conciencia
moral generalizada sobre el valor inconmensurable e inviolable de todas y cada
una de las vidas humanas (E.V., Nº 95-97)
CUESTIONAMIENTOS A LA POSICIÓN DE LA IGLESIA CATOLICA
¿Es admisible que
un cristiano esté en desacuerdo con la postura de la Iglesia por considerar
éste un tema opinable?. La respuesta es concreta: el respetar el valor infinito
de toda vida humana es esencial a toda moral cristiana. No se está ante algo
opinable sino ante una verdad objetivamente fundada. Se dice que la Iglesia al
oponerse a la anticoncepción, está obligando a las personas a abortar. La Iglesia
fomenta la paternidad responsable y acepta la regulación de los nacimientos por
métodos naturales. Esta acusación como dice la Evangelium Vitae
es “falaz”. La cultura abortista esta arraigada en los ambientes en que
prolifera la anticoncepción.
El aborto y la
anticoncepción suelen ser “fruto de la misma planta” o de una mentalidad afín a
la cultura de la muerte, que responde a una concepción hedonista e
irresponsable de lo que es y significa el acto sexual y donde la procreación se
ve como un obstáculo para el bienestar personal. No se acepta la anticoncepción
porque afecta algo que es natural al
acto sexual, que es el posible efecto procreativo; además la sexualidad humana
no es puro instinto sino que debe ser responsable y dominable; es ello lo que
dignifica a quien procrea y al procreado.
La libertad sexual
no se acepta como algo instintivo sino que es o debe ser expresión del amor
humano.
LA EXCOMUNIÓN
En el Código de
Derecho Canónico se establece que “quien procura el aborto, si éste se produce,
incurre en excomunión latae sententiae” (“ipso facto” en el que comete
el delito)
Los autores del
delito son todos aquellos que lo han realizado o que han colaborado para que
éste se produzca: la madre, el autor del acto abortivo...
Se consideran
coparticipes los coautores y los denominados cómplices necesarios, es decir,
todos aquellos sin cuya ayuda el delito concreto no se hubiere cometido.
Quienes con su voto auspician una ley que legaliza y facilita el aborto, pueden
llegar a ser considerados cómplices necesarios, pues facilitan, posibilitan o
promocionan la comisión del delito.
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