lunes, 28 de julio de 2014

COMUNICADO OFICIAL DEL VATICANO SOBRE EL EXPERIMENTO DE CLONACION HUMANA (26 noviembre 2001)

La Santa Sede ha confirmado la “gravedad moral” del experimento de clonación anunciado por un laboratorio privado de Estados Unidos. Un comunicado explica que se hace necesaria la condena pública de este primer caso de clonación humana en defensa de la dignidad misma de la persona humana propia del embrión.

“El articulo original aparecido en la revista “The Journal of Regenerative Medicine”, el 26 de noviembre del 2001, muestra la gravedad del hecho que ha sido realizado: la producción de un embrión humano “in Vitro”, es mas, de varios embriones que se han desarrollado respectivamente hasta llegar al estadio de dos, cuatro, seis células. El acontecimiento esta documentado con claras imágenes a color al microscopio con escáner, poniendo de manifiesto las primeras fases del desarrollo de estas vidas humanas, a las que no se les ha dado inicio a través de la fecundación de un ovulo con un espermatozoide, sino activando óvulos con núcleos de células somáticas.

Los autores han subrayado que su intención no es la de dar origen a un individuo humano. Pero, eso que ellos denominan como científicos en su articulo “early embryo”, embrión en fase inicial, ¿qué es? De este modo vuelve con toda su actualidad el interrogante bioético nunca adormecido por la verdad: cuando es posible considerar el inicio de la vida humana. Mas allá del acontecimiento científico, sigue siendo este el tema del debate, quedando fuera de duda (por indicación misma de los científicos) que nos encontramos ante embriones humanos y no ante células, como alguno querría hacer creer.

El hecho nos lleva de manera prepotente a confirmar con fuerza que el inicio de la vida humana no puede ser fijado por convención en un cierto estadio del desarrollo del embrión; se sitúa en el primer instante de la existencia del embrión mismo. Esto se comprende mejor en el caso de la modalidad “humana” de la fecundación entre ovulo y espermatozoide, pero tenemos que aprender a reconocerlo también en el caso de una modalidad “inhumana”, como es la reprogramación de un núcleo somático en una célula: incluso con esta modalidad se puede dar origen a una nueva vida (como por desgracia ha demostrado el experimento anunciado), vida que conserva de todos modos su dignidad como cualquier otra vida humana.

Por esto, a pesar de las declaradas intenciones “humanísticas” de quien anuncia curaciones sorprendentes siguiendo este camino, que pasa a través de la industria de la clonación, es necesario un juicio objetivo pero firme, que muestre la gravedad moral de este proyecto y justifique su condena inequívoca. El principio que se introduce en nombre de la salud y del bienestar, sancionan una autentica discriminación entre los seres humanos, en virtud de su tiempo de desarrollo (de este modo un embrión vale menos que un feto, un feto menos que un niño, un niño menos que un adulto), trastrocando el imperativo moral que impone la máxima tutela y respeto precisamente de quienes no están en condiciones de defender y manifestar su dignidad intrínseca.

Por otra parte, las investigaciones sobre las células estaminales indican que pueden recorrerse otros caminos, lícitos moralmente y validos desde el punto de vista científico, como la utilización de las células estaminales extraídas, por ejemplo, de un individuo adulto, de la sangre materna o de los fetos que han sufrido un aborto natural. Este es el camino que todo científico honesto debe seguir con el objetivo de garantizar el máximo respeto del hombre, es decir, de sí mismo.


DECLARACION SOBRE FAMILIA, MATRIMONIO Y
UNIONES DE HECHO

Pontificio Consejo para la Familia

PRESENTACIÓN

Uno de los fenómenos más extensos que interpelan vivamente la conciencia de la comunidad cristiana, es el número creciente que las uniones de hecho están alcanzando en la sociedad, con la consiguiente desafección para la estabilidad del matrimonio. La Iglesia no puede dejar de iluminar esta realidad en su discernimiento de los “signos de los tiempos”.

El Pontificio Consejo para la Familia, consciente de las graves repercusiones de esta situación social y pastoral, ha organizado una serie de reuniones de estudio entre 1999 y el 2000, con la participación de personalidades y expertos de todo el mundo, para analizar este problema de tanta trascendencia para la Iglesia y el mundo. El presente documento es fruto de ello.

INTRODUCCIÓN

Las llamadas “uniones de hecho” están adquiriendo en la sociedad un especial relieve. Ciertas iniciativas insisten en su reconocimiento institucional e incluso su equiparación con las familias nacidas del compromiso matrimonial. Este Pontificio Consejo para la Familia se propone mediante las siguientes reflexiones, llamar la atención sobre el peligro que representaría tal reconocimiento y equiparación para la identidad de la unión matrimonial y el grave deterioro que ello implicaría para la familia y para el bien común de la sociedad.

Las consideraciones aquí expuestas no solo se dirigen a cuantos reconocen explícitamente en la Iglesia Católica la “Iglesia de Dios vivo, columna y fundamento de la verdad”  (1Tim 3, 15), sino a todos los cristianos de las diversas Iglesias y comunidades cristianas, así como a todos aquellos comprometidos con el bien precioso de la familia, célula fundamental de la sociedad.

I.       LAS “UNIONES DE HECHO”
ASPECTO SOCIAL DE LAS “UNIONES DE HECHO”

La expresión “unión de hecho” abarca un conjunto de múltiples y heterogéneas realidades humanas, cuyo elemento común es el de ser convivencias (de tipo sexual) que no son matrimonios. Se caracterizan por ignorar, postergar o aun rechazar el compromiso conyugal (unión matrimonial).

Con el matrimonio se asumen públicamente mediante el pacto de amor conyugal, todas las responsabilidades que nacen del vinculo establecido. De esta asunción pública de responsabilidades resulta un bien no solo para los propios cónyuges y los hijos en su crecimiento afectivo y formativo, sino pata los otros miembros de la familia. La familia fundada en el matrimonio es un bien fundamental y precioso para la sociedad entera, que se asienta sobre los valores que se despliegan en las relaciones familiares, que encuentran su garantía en el matrimonio estable. El bien generado es básico para la misma Iglesia, que reconoce en la familia la “Iglesia domestica”. Todo esto se ve comprometido con el abandono de la institución matrimonial implícito en las uniones de hecho.

Puede suceder que alguien desee y realice un uso de la sexualidad distinto del inscrito por Dios en la misma naturaleza humana y la finalidad específicamente humana de sus actos. Contraria con ello el lenguaje interpersonal del amor y compromete gravemente el verdadero dialogo de vida dispuesto por el Creador. Con el pretexto de regular un marco de convivencia social y jurídica, se intenta justificar el reconocimiento institucional de la s uniones de hecho. De este modo se convierten en institución y se sancionan legislativamente derechos y deberes en detrimento de la familia fundada en el matrimonio. Las uniones de hecho quedan en un nivel jurídico similar al matrimonio. Se califica públicamente de “bien” dicha convivencia, elevándola a una condición similar o incluso equiparándola al matrimonio, en perjuicio de la verdad y la justicia. Se contribuye al deterioro de esta institución natural, vital, básica v necesaria para todo el cuerpo social que es el matrimonio.

Elementos constitutivos de las uniones de hecho

No todas tienen el mismo alcance social ni las mismas motivaciones. Características:

-          carácter puramente fáctico de la relación
-          cohabitación acompañada de relación sexual
-          relativa tendencia a la estabilidad
-          no comportan derechos y deberes matrimoniales
-          no pretenden una estabilidad basada en el vinculo matrimonial
-          firme reivindicación de no haber asumido vinculo alguno
-          inestabilidad constante debida a la posibilidad de interrupción de la convivencia
-          cierto compromiso explicito de “fidelidad” reciproca mientras dure la relación

Algunas son consecuencia de una decidida elección. La unión de hecho “a prueba” es frecuente entre quienes tienen el proyecto de casarse en el futuro, una especie de “etapa condicionada”.

Otras veces se argumentan razones de tipo económico o para soslayar dificultades legales. Frecuentemente bajo esta clase de pretextos, subyace una mentalidad que valora poco la sexualidad. Esta influenciada por el pragmatismo y el hedonismo, y por una concepción del amor desligada de la responsabilidad. Se rehuye el compromiso de estabilidad, las responsabilidades, los derechos y deberes que el verdadero amor conyugal lleva consigo.

En otras ocasiones se establecen entre personas divorciadas anteriormente. Son una alternativa al matrimonio. Hay que resaltar la desconfianza hacia la institución matrimonial que nace en ocasiones de la experiencia negativa de las personas traumatizadas por un divorcio anterior o por el divorcio de sus padres.

Algunas personas que conviven manifiestan rechazar el matrimonio por motivos ideológicos. Se trata de la elección de una alternativa, un modo de vivir la propia sexualidad. El matrimonio es visto por tanto como algo rechazable, algo que se opone a la propia ideología.

No siempre las uniones de hecho son el resultado de una clara elección positiva; a veces las personas manifiestan tolerar o soportar esta situación. En muchos casos hay una desafección al matrimonio por falta de una formación adecuada de la responsabilidad, producto de la situación de pobreza y marginación del ambiente en el que se encuentran.
La falta de confianza en el matrimonio puede deberse también a condicionamientos familiares. Un factor a tener en cuenta son las situaciones de injusticia y las estructuras de pecado. El predominio cultural de actitudes machistas o racistas agrava estas situaciones de dificultad.

Los motivos personales y  el factor cultural

Es importante analizar los motivos profundos por los que la cultura contemporánea asiste a una crisis del matrimonio, tanto religioso como civil, y al intento de reconocimiento y equiparación de las uniones de hecho. Situaciones inestables aparecen situadas a un nivel similar al matrimonio, pero todas están en contraste con una verdadera y plena donación reciproca, estable y socialmente reconocida.

La disminución progresiva del numero de matrimonios y de familias reconocidas, el aumento del numero de parejas no casadas que conviven, no puede ser explicado únicamente por un movimiento cultural aislado y espontáneo, sino que responde a cambios históricos en las sociedades, en este momento cultural contemporáneo denominado “postmodernidad”.

Dentro de un proceso de gradual desestructuración cultural y humana de la institución matrimonial, no debe olvidarse la difusión de cierta ideología de “genero”. Ser hombre o mujer no estaría determinado fundamentalmente por el sexo sino por la cultura. Con ello se atacan las bases de la familia y de las relaciones interpersonales.

La persona adquiere progresivamente durante la infancia y la adolescencia conciencia de ser “sí mismo”, adquiere conciencia de su identidad. Esta conciencia se integra en un proceso de reconocimiento del propio ser y de la dimensión sexual del propio ser. Los expertos distinguen entre identidad sexual (conciencia de identidad psicobiológica del propio sexo y de diferencia respecto al otro sexo) e identidad genérica (conciencia de identidad psicosocial y cultural del papel que las personas de un determinado sexo desempeñan en la sociedad). En un proceso de integración armónico, ambas se complementan. La categoría de identidad genérica sexual es de orden psicosocial y cultural.

A partir de la década de 1960-1970, ciertas teorías “construccionistas” sostienen no solo que la identidad genérica sexual (genero) es el producto de una interacción entre la comunidad y el individuo, sino que dicha identidad genérica seria independiente de la identidad sexual personal, es decir, que los géneros masculino y femenino serian el producto exclusivo de factores sociales, sin relación con verdad ninguna de la dimensión sexual de la persona. Según esto, cualquier actitud sexual resultaría justificable, incluida la homosexualidad y es la sociedad la que debería cambiar para incluir junto al masculino y el femenino, otros géneros en el modo de configurar la vida social.

La ideología del “genero” ha encontrado en la antropología individualista del neo-liberalismo radical un ambiente favorable. La reivindicación de un estatuto similar, para el matrimonio como para las uniones de hecho, incluso homosexuales, suele hoy en día tratar de justificarse en base a categorías y términos procedentes de la ideología del género. Existe una cierta tendencia a designar como “familia” todo tipo de uniones consensuales, ignorando la natural inclinación de la libertad humana a la donación reciproca y sus características esenciales, que son la base de ese bien común de la humanidad que es el matrimonio.


II.     FAMILIA FUNDADA EN EL MATRIMONIO Y UNIONES DE HECHO
         FAMILIA, VIDA Y UNION DE HECHO

La comunidad familiar surge del pacto de unión de los cónyuges. El matrimonio que surge de este pacto de amor conyugal no es una creación del poder público, sino una institución natural y originaria que lo precede. En las uniones de hecho, se pone en común el recíproco afecto, pero al mismo tiempo falta el vínculo matrimonial de dimensión publica originaria, que fundamenta la familia. Familia y vida forman una verdadera unidad que debe ser protegida por la sociedad, pues es el núcleo vivo de la sucesión (procreación y educación) de las generaciones humanas.

En las sociedades democráticas de hoy día, el Estado y los poderes públicos no deben institucionalizar las uniones de hecho, atribuyéndoles un estatuto similar al matrimonio y la familia y menos equipararlas a la familia fundada en el matrimonio. Seria un uso arbitrario del poder que no contribuye al bien común, porque la naturaleza originaria del matrimonio y de la familia precede y excede, absoluta y radicalmente el poder soberano del Estado. La familia fundada en el matrimonio debe ser cuidadosamente protegida y promovida como factor esencial de existencia, estabilidad y paz social, en una amplia visión de futuro del interés común de la sociedad.

La igualdad ante la ley debe estar presidida por el principio de la justicia, lo que significa tratar lo igual como igual y lo diferente como diferente. Si la familia matrimonial y las uniones de hecho no son semejantes ni equivalentes en sus deberes, funciones y servicios a la sociedad, no pueden ser semejantes ni equivalentes en el estatuto jurídico.

La orientación de algunas comunidades políticas actuales a discriminar el matrimonio reconociendo a las uniones de hecho un estatuto institucional semejante  al matrimonio y la familia, es un grave signo de deterioro contemporáneo de la conciencia moral social.

El matrimonio y la familia revisten un interés publico y son núcleo fundamental de la sociedad y del Estado, y como tal deben ser reconocidos y protegidos. Las uniones de hecho son consecuencia de comportamientos privados y en este plano deberían permanecer. En el matrimonio se asumen compromisos y responsabilidades pública y formalmente, relevantes para la sociedad y exigibles en el ámbito jurídico.

Las uniones de hecho y el pacto conyugal

La atención exclusiva al sujeto, al individuo y sus intenciones y elecciones, sin hacer referencia a una dimensión social y objetiva de las mismas, orientada al bien común, es el resultado de un individualismo arbitrario e inaceptable, ciego a los valores objetivos, en contraste con la dignidad de la persona y nocivo al orden social. Es necesario promover una reflexión que ayude no solo a los creyentes, sino a todos los hombres de buena voluntad, a redescubrir el valor del matrimonio y de la familia.

En el Catecismo de la Iglesia Católica se puede leer:

“La familia es la célula original de la vida social. Es la sociedad natural en que el hombre y la mujer son llamados al don de sí en el amor y en el don de la vida. La autoridad, la estabilidad y la vida de relación en el seno de la familia constituyen los fundamentos de la libertad, de la seguridad, de la fraternidad en el seno de la sociedad. La razón, si escucha la ley moral inscrita en el corazón humano, puede llegar al redescubrimiento de la familia. Comunidad fundada y vivificada por el amor con la que un hombre y una mujer se entregan recíprocamente, convirtiéndose juntos en colaboradores de Dios en el don de la vida”

El Concilio Vaticano II señala que el llamado amor libre constituye un factor disolvente y destructor del matrimonio, al carecer del elemento constitutivo del amor conyugal, que se funda en el consentimiento personal e irrevocable por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente, dando origen así a un vinculo jurídico y a una unidad sellada por una dimensión publica de justicia. Lo que el Concilio denomina como “amor libre” era entonces y es ahora la semilla que engendra las uniones de hecho.

El problema de las uniones de hecho debe ser abordado desde la “recta razón”. El cristiano tiene una visión del matrimonio y la familia cuyo fundamento antropológico y teológico esta enraizado armónicamente en la verdad que procede de la Palabra de Dios, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia.

II.          UNIONES DE HECHO EN EL CONJUNTO DE LA SOCIEDAD
DIMENSION SOCIAL Y POLITICA DEL PROBLEMA DE LA EQUIPARACION

Ciertos influjos culturales radicales (como la ideología del género), tiene como consecuencia el deterioro de la institución familiar. Es clara la tendencia a equiparar a la familia otras formas de convivencia diversas prescindiendo de consideraciones fundamentales de orden ético y antropológico. El valor y la exigencia de estabilidad en la relación matrimonial entre hombre y mujer, estabilidad que halla expresión y confirmación en un horizonte de procreación y educación de los hijos, resulta en beneficio del entero tejido social. Dicha estabilidad matrimonial y familiar no esta solo asentada en la buena voluntad de loas personas concretas sino que reviste un carácter institucional de reconocimiento público, por parte del Estado, de la elección de vida conyugal.

La exaltación indiferenciada de la libertad de elección de los individuos sin referencia a un orden de valores de relevancia social obedece a un planteamiento completamente individualista y privatista del matrimonio y la familia, ciego a su dimensión social objetiva. La procreación es principio “genético” de la sociedad y la educación de los hijos es lugar primario de transmisión y cultivo del tejido social, así como núcleo esencial de su configuración estructural.

El reconocimiento y equiparación de las uniones de hecho discrimina al matrimonio

Con el reconocimiento publico de las uniones de hecho, se establece un marco jurídico asimétrico: mientras la sociedad asume obligaciones respecto a los convivientes, estos no asumen para con la misma las obligaciones esenciales propias del matrimonio. La equiparación agrava esta situación. Se acepta una paradójica disociación que resulta en perjuicio de la institución familiar. Los recientes intentos legislativos de equiparar familia y uniones de hecho, incluso homosexuales, atentan contra el bien común y la verdad del hombre y presentan todas las características de disconformidad con la ley natural que las hacen incompatibles con la dignidad de ley. Donde la familia esta en crisis, la sociedad vacila.

La familia tiene derecho a ser protegida y promovida por la sociedad, como reconocen muchas Constituciones vigentes en todo el mundo. Es este un reconocimiento en justicia, de la función esencial que la familia fundad en el matrimonio representa para la sociedad. Afirmaba Juan Pablo II: “Es importante que los que están llamados a guiar el destino de las naciones reconozcan y afirmen la institución matrimonial; el matrimonio tiene una condición jurídica especifica, que reconoce derechos y deberes por parte de los esposos, de uno con respecto a otro y de ambos en relación con los hijos, y el papel de las familias en la sociedad, cuya perennidad aseguran, es primordial. La familia favorece la socialización de los jóvenes y contribuye a tajar los fenómenos de violencia mediante la transmisión de valores y mediante la experiencia de la fraternidad y de la solidaridad que permite vivir diariamente. No se la puede poner al mismo nivel de simples asociaciones o uniones. La familia fundada en el matrimonio, es comunidad de vida y amor estable, fruto de la entrega total y fiel de los esposos abierta a la vida”.

Si no existe ninguna verdad ultima que guía y orienta la acción política, entonces las ideas pueden ser fácilmente instrumentalizadas con fines de poder. El modo mas eficaz de velar por el interés publico no consiste en la cesión demagógica a grupos de presión que promueven las uniones de hecho sino la promoción enérgica y sistemática de políticas familiares orgánicas y que entiendan la familia fundada en el matrimonio como el centro y motor de la política social y que cubran el extenso ámbito de los derechos de la familia.

Presupuestos antropológicos  de la diferencia entre el matrimonio y las uniones de hecho

El matrimonio se asienta sobre presupuestos antropológicos definidos, que lo distinguen de otros tipos de unión y que lo enraízan en el mismo ser de la persona:

-          la igualdad entre el hombre y la mujer (ambos son persona, si bien lo son de modo diverso)
-          el carácter complementario de ambos sexos, del que nace la natural inclinación entre ellos impulsada por la tendencia a la generación de los hijos
-          la posibilidad de un amor al otro en cuanto sexualmente diverso y complementario; este amor se expresa y perfecciona con la acción propia del matrimonio
-          la posibilidad de establecer una relación estable y definitiva, debida en justicia
-          la dimensión social de la condición conyugal y familiar, que constituye el primer ámbito de educación y apertura a la sociedad a través de las relaciones de parentesco (contribuyen a la configuración de la identidad de la persona humana).

Si se acepta la posibilidad de un amor especifico entre varón y mujer, es obvio que tal amor inclina a una intimidad, a una determinada exclusividad, a la generación de la prole y a un proyecto común de vida; cuando se quiere eso y se quiere de modo que se le otorga al otro la capacidad de exigirlo, se produce la real entrega y aceptación de mujer y varón que constituye la comunión conyugal. Por tanto, el amor conyugal es esencialmente un compromiso con la otra persona, compromiso que se asume con un acto preciso de voluntad. Una vez dado y aceptado el compromiso por medio del consentimiento, el amor se convierte en conyugal, y nunca pierde este carácter. A esto, en la tradición histórica cristiana de occidente se le llama matrimonio.

Por tanto se tarta de un proyecto común estable que nace de la entrega libre y total del amor conyugal fecundo como algo debido en justicia. La dimensión de justicia, puesto que se funda una institución social originaria (y originante de la sociedad), es inherente a la conyugalidad misma.

Un amor para que sea amor conyugal verdadero y libre, debe ser transformado en un amor debido en justicia, mediante el acto libre del consentimiento matrimonial. A la luz de estos principios, dice el Papa, “puede establecerse y comprenderse la diferencia esencial que existe entre una mera unión de hecho, aunque se afirme que ha surgido por amor, y el matrimonio, en el que el amor se traduce en un compromiso no solo moral, sino también rigurosamente jurídico. El vinculo que se asume recíprocamente, desarrolla desde el principio una eficacia que corrobora el amor del que nace, favoreciendo su duración n beneficio del cónyuge, de la prole y de la misma sociedad”.

El matrimonio no es una forma de vivir la sexualidad en pareja. Tampoco es simplemente la expresión de un amor sentimental entre dos personas. El matrimonio es mas que eso: es una unión entre mujer y varón, en cuanto tales, y en la totalidad de su ser masculino y femenino. Tal unión solo puede ser establecida por un acto de voluntad libre de los contrayentes, pero su contenido específico viene determinado por la estructura del ser humano, mujer y varón, reciproca entrega y transmisión de la vida. A este don de si en toda la dimensión complementaria de mujer y varón con la voluntad de deberse en justicia al otro se le llama conyugalidad, y los contrayentes se constituyen entonces en cónyuges: “esta comunión conyugal hunde sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por eso tal comunión es el fruto y el signo de una exigencia profundamente humana”. (Juan Pablo II, Familiaris consortio)

Mayor gravedad de la equiparación del matrimonio a las relaciones homosexuales

La verdad sobre el amor conyugal, permite comprender las graves consecuencias sociales de la institucionalización de la relación homosexual: “se pone de manifiesto que incongruente es la pretensión de atribuir una realidad conyugal a la unión entre personas del mismo sexo. Ante todo se opone la imposibilidad objetiva de hacer fructificar el matrimonio mediante la trasmisión de la vida, según el proyecto inscrito por Dios en la misma estructura del ser humano. Además se opone la ausencia de los presupuestos para la complementariedad interpersonal querida por el Creador, en el plano físico-biológico y en el psicológico, entre el varón y la mujer”.

Las uniones de hecho entre homosexuales, constituyen una deplorable distorsión de lo que debería ser la comunión de amor y vida entre un hombre y una mujer, en reciproca donación abierta a la vida. Es mucho mas grave la pretensión de equiparar tales uniones a “matrimonio legal”, como algunos promueven. Los intentos de posibilitar legalmente la adopción de niños en el contexto de las relaciones homosexuales añaden a lo anterior un elemento de gran peligro. “No puede constituir una verdadera familia el vinculo entre dos hombres o de dos mujeres, y mucho menos se puede a esa unión atribuir el derecho de adoptar niños privados de familia” (Juan Pablo II). Recordar la trascendencia social de la verdad sobre el amor conyugal y, en consecuencia el grave error que supondría el reconocimiento o incluso la equiparación del matrimonio a las relaciones homosexuales no supone discriminar a estas personas. Es el mismo bien común de la sociedad el que exige que las leyes reconozcan, favorezcan y protejan la unión matrimonial como base de la familia, que se vería perjudicada.


III.   JUSTICIA Y BIEN SOCIAL DE LA FAMILIA
LA FAMILIA, BIEN SOCIAL A PROTEGER EN JUSTICIA

El matrimonio y la familia son un bien social de primer orden. Conviene hacer todos los esfuerzos posibles para que la familia sea reconocida como sociedad primordial y en cierto modo “soberana”. Su “soberanía” es indispensable para el bien de la sociedad.

Valores sociales objetivos a fomentar

El matrimonio y la familia constituyen un bien para la sociedad porque protegen un bien precioso para los cónyuges mismos, pues la familia, sociedad natural, existe antes que el Estado o cualquier otra comunidad, y posee unos derechos propios que son inalienables.

La dignidad de la persona humana exige que su origen provenga de los padres unidos en matrimonio; de la unión íntima, integra, mutua y permanente que proviene de ser esposos. Se trata de un bien para los hijos. Este origen es el único que salvaguarda adecuadamente el principio de identidad de los hijos, desde la perspectiva genética o biológica y desde la perspectiva biográfica o histórica. El matrimonio constituye el ámbito de por sí mas humano y humanizado para la acogida de los hijos, aquel que presta una seguridad afectiva, que garantiza mayor unidad y continuidad en el proceso de integración social y de educación. La unión entre madre y concebido y la función insustituible del padre requieren que el hijo sea acogido en una familia que le garantice la presencia de ambos padres.

Para los demás miembros de la familia la unión matrimonial como realidad social aporta un bien. En el seno de la familia nacida de un vínculo conyugal, no solo las nuevas generaciones son acogidas y aprenden a cooperar con lo que les es propio, sino también las generaciones anteriores tienen la oportunidad de contribuir al enriquecimiento común. La familia es el lugar donde se encuentran diferentes generaciones y donde se ayudan mutuamente a crecer en sabiduría humana y a armonizar los derechos individuales con las demás exigencias de la vida social.

La familia constituye, más que una unidad jurídica, social y económica, una comunidad de amor y de solidaridad, insustituible para la enseñanza y transmisión de los valores culturales, éticos, sociales, espirituales y religiosos, esenciales para el desarrollo y bienestar de sus propios miembros y de la sociedad.

La sociedad y el Estado deben proteger y promover la familia fundada en el matrimonio

El papel de la familia en la edificación de la cultura de la vida es determinante e insustituible. La experiencia de diferentes culturas a través de la historia ha mostrado la necesidad que tiene la sociedad de reconocer y defender la institución de la familia. La sociedad, el Estado y las Organizaciones Internacionales, debe proteger la familia con medidas de carácter político, económico, social y jurídico, que contribuyan a consolidar la unidad y la estabilidad de la familia para que pueda cumplir su función específica.

El valor institucional del matrimonio debe ser reconocido por las autoridades públicas; la situación de las parejas no casadas no debe ponerse al mismo nivel que el matrimonio debidamente contraído.



III.       MATRIMONIO CRISTIANO Y UNION DE HECHO
MATRIMONIO CRISTIANO Y PLURALISMO SOCIAL

La Iglesia ha manifestado su grave preocupación ante diversos atentados a la persona humana y su dignidad, haciendo notar algunos presupuestos ideológicos típicos de la cultura llamado “postmoderna”, que hacen difícil comprender y vivir los valores que exige la verdad acerca del ser humano. Partiendo de determinadas concepciones antropologizadas y éticas se pone en tela de juicio, de modo global y sistemático, el patrimonio moral. En la base se encuentra el influjo de corrientes de pensamiento que terminan por erradicar la libertad humana de su relación esencial y constitutiva con la verdad.

Cuando se produce esta desvinculación entre libertad y verdad, desaparece toda referencia a valores comunes y a una verdad absoluta para todos; la vida social se adentra en un relativismo absoluto. Entonces todo es pactable, todo es negociable, incluso el primero de los derechos fundamentales, el de la vida. Esto sucede cuando se acepta “una corrupción de la idea y de la experiencia de la libertad, concebida no como la capacidad de realizar la verdad del proyecto de Dios sobre el matrimonio y la familia, sino como una fuerza autónoma de autoafirmación, en orden al propio bienestar egoísta” (Juan Pablo II, Carta a las Familias).

La comunidad cristiana ha vivido desde el principio la constitución del matrimonio cristiano como signo real de la unión de Cristo con la Iglesia. El matrimonio ha sido elevado por Jesucristo a evento salvifico en el nuevo orden instaurado, el matrimonio es sacramento de la Nueva Alianza. El Magisterio de la Iglesia ha señalado con claridad que “el sacramento del matrimonio tiene la peculiaridad de ser el sacramento de una realidad que existe ya en la economía de la Creación; ser el mismo pacto conyugal instituido por el Creador al principio”.

En una sociedad descristianizada y alejada de los valores de la verdad de la persona humana, interesa subrayar el contenido de esa “alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, tal como fue instituido por Dios desde el principio, en el orden natural de la Creación.

El proceso de secularización de la familia en Occidente

En los comienzos del proceso de secularización de la institución matrimonial, lo primero y casi único que se secularizo fueron las nupcias o formas de celebración, al menos en los países occidentales de raíces católicas. Se mantuvo, durante un cierto tiempo, los principios básicos del matrimonio, tales como el valor precioso de la indisolubilidad y, especialmente de la indisolubilidad absoluta  del matrimonio sacramental, rato y consumado entre bautizados. La introducción generalizada en los ordenamientos legislativos de lo que el Concilio Vaticano II denomina “la epidemia del divorcio”, dio origen a un progresivo oscurecimiento en la conciencia social, sobre el valor de lo que constituyo durantes siglos una conquista para la humanidad. La Iglesia primitiva logro, no ya sacralizar o cristianizar la concepción romana del matrimonio, sino devolver esta institución a sus orígenes, de acuerdo con la explicita voluntad de Jesucristo. Lo primero que hace la Iglesia, guiada por el Evangelio y por las explicitas
 enseñanzas de Cristo, es reconducir al matrimonio a sus principios, consciente de que “el mismo Dios es el autor del matrimonio, al que ha dotado con bienes y fines varios”. Era consciente de que la importancia de esa institución natural “es muy grande para la continuación del género humano, para el bienestar personal de cada miembro de la familia y su suerte eterna, para la dignidad, estabilidad, paz y prosperidad de la misma familia y de toda la sociedad humana” (Gaudium et spes).

El matrimonio, institución del amor conyugal, ante otro tipo de uniones

La realidad natural del matrimonio esta contemplada en las leyes canónicas de la Iglesia. La ley canónica describe en sustancia el ser del matrimonio de los bautizados, tanto en su momento in fieri –el pacto conyugal- como en su condición de estado permanente en el que se ubican las relaciones conyugales y familiares. La jurisdicción eclesiástica sobre el matrimonio es decisiva y representa una autentica salvaguarda de los valores familiares.

Se habla con frecuencia del amor como base del matrimonio y de éste como una comunidad de vida y de amor, pero no se afirma claramente su condición de institución. El matrimonio es institución. No advertir esto puede generar un grave equivoco entre matrimonio cristiano y las uniones de hecho.

Dios ha querido que el pacto conyugal del principio, el matrimonio de la Creación, sea signo permanente de la unión de Cristo con la Iglesia y sea por ello verdadero sacramento de la Nueva Alianza. Esa sacramentalidad no es algo añadido o extrínseco al ser natural del matrimonio, sino que es el mismo matrimonio querido indisoluble por el Creador, el que es elevado a sacramento por la acción redentora de Cristo. Los bautizados no se presentan ante la Iglesia solo para celebrar una fiesta mediante unos ritos especiales, sino para contraer un matrimonio para toda la vida, que es un sacramento de la Nueva Alianza. Por este sacramento participan en el misterio de la unión con Cristo y la Iglesia y expresan su unión íntima e indisoluble.

IV.       GUIAS CRISTIANAS DE ORIENTACION
PLANTEAMIENTO BASICO DEL PROBLEMA: “AL PRINCIPIO NO FUE ASI”

A la hora de efectuar una reflexión cristiana de los signos de los tiempos ante el aparente oscurecimiento, en el corazón de algunos de nuestros contemporáneos, de la verdad profunda del amor humano, conviene acercarse a las aguas puras del Evangelio.

“Y se le acercaron unos fariseos que para ponerle a prueba le dijeron: ¿puede uno repudiar a su  mujer por un motivo cualquiera? El respondió: ¿no habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y hembra y que dijo: por eso dejara el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne? De manera que ya no son dos sino una sola carne. Pues bien lo que Dios unió que no lo separe el hombre. Dícenle: “pues ¿Por qué Moisés prescribió dar acta de divorcio y repudiarla? Díceles: Moisés teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no fue así” (Mt 19, 3-8).

La concesión de Moisés traduce la presencia del pecado, que adopta la forma de una ·duritia cordis”. Hoy quizás mas que en otros tiempos es necesario tener en cuenta este obstáculo de la inteligencia, endurecimiento de la voluntad, fijación de las pasiones, que es la raíz escondida de muchos de los factores de fragilidad que influyen en la difusión de las uniones de hecho.



Uniones de hecho, factores de fragilidad y gracia sacramental

El matrimonio es una institución natural cuyas características esenciales pueden ser reconocidas por la inteligencia, más allá de las culturas. Este reconocimiento es también de orden moral. La naturaleza humana no siempre alcanza a reconocer con claridad las verdades inscritas por Dios en su corazón. De aquí que el testimonio cristiano en el mundo, la Iglesia y su Magisterio sean una enseñanza y un testimonio vivos en medio del mundo. Es también importante señalar la verdadera y propia necesidad de la gracia para que la vida matrimonial se desarrolle en su auténtica plenitud.

Hay que distinguir diversos elementos entre estos factores de fragilidad que dan origen a esas uniones de hecho, caracterizadas por el “amor libre”, que omite o excluye la vinculación propia y característica del amor conyugal. Hay que considerar a quienes son empujados a las uniones de hecho por la extrema ignorancia y pobreza, a veces por condicionamientos debidos a situaciones de injusticia o por una cierta inmadurez psicológica que les hace sentir la incertidumbre o el temor de ligarse con un vinculo estable y definitivo.

Cualesquiera que sean las causas que las originan, esas uniones comportan serios problemas pastorales, por las graves consecuencias religiosas y morales que se derivan (perdida del sentido religioso del matrimonio visto a la luz de la Alianza de Dios con su pueblo, privación de la gracia del sacramento, grave escándalo), así como también por las consecuencias sociales (destrucción del concepto de familia, disminución del sentido de fidelidad, traumas psicológicos en los hijos, reafirmación del egoísmo). La Iglesia se muestra sensible a la proliferacion de esos fenómenos de uniones no matrimoniales debido a la dimension moral y pastoral del problema.

Testimonio del matrimonio cristiano

Es preciso profundizar en los aspectos positivos del amor conyugal de modo que se vuelva a inculturar la verdad del Evangelio. El sujeto de esta nueva evangelización de la familia son las familias cristianas, porque son ellas las primeras evangelizadoras de la buena noticia del amor hermoso, no solo con su palabra sino con su testimonio personal. Urge redescubrir el valor social de la maravilla del amor conyugal.

“La familia cristiana esta inserta en la Iglesia, pueblo sacerdotal, mediante el sacramento del matrimonio, en el cual esta enraizada y de la que se alimenta, es vivificada continuamente por el Señor y es llamada e invitada al dialogo con Dios mediante la vida sacramental, el ofrecimiento de la propia vida y la oración. Este es el cometido sacerdotal que la familia cristiana puede y debe ejercer en íntima comunión con toda la Iglesia, a través de las realidades cotidianas de la vida conyugal y familiar. De esta manera la familia cristiana es llamada a santificarse y santificar a la comunidad eclesial y al mundo” (Juan Pablo II, Familiaris consortio).

La presencia de los matrimonios cristianos en los múltiples ambientes de la sociedad es un modo de mostrar al hombre contemporáneo la real posibilidad de reencuentro del ser humano consigo mismo, de ayudarle a comprender la realidad de una subjetividad plenamente realizada en el matrimonio en Cristo Señor. Es preciso poder responder: vengan y vean nuestro matrimonio, nuestra familia. En razón de una consciente elección de fe y vida, resultan en medio de sus contemporáneos, como el fermento en la masa, como la luz en medio de las tinieblas.

Adecuada preparación al matrimonio

El Magisterio de la Iglesia, sobre todo a partir del Concilio Vaticano II, se ha referido a la importancia e insustituibilidad de la preparación al matrimonio en la pastoral ordinaria. Esta preparación no puede reducirse a una mera información sobre lo que es el matrimonio para la Iglesia, sino que debe ser verdadero camino de formación de las personas, basado en la educación en la fe y en las virtudes. La preparación al matrimonio, a la vida conyugal y familiar es de gran importancia para el bien de la Iglesia. El sacramento del matrimonio tiene gran valor para toda la comunidad cristiana y en primer lugar para los esposos, cuya decisión no se puede dejar a la improvisacion o a elecciones apresuradas.

Hoy se asiste a una acentuada descomposición de la familia y a una cierta corrupción de los valores del matrimonio. El problema de la preparación para el sacramento del matrimonio y para la vida conyugal, surge como una gran necesidad pastoral. Por el bien de los esposos, para toda la comunidad cristiana y para la sociedad.

En la actualidad muchos jóvenes (en parte por una visión antropológica pesimista, desestructurante, disolvente de la subjetividad) ponen en duda la posibilidad misma de una donación real en el matrimonio que de origen a un vínculo fiel, fecundo e indisoluble. Fruto de esta visión es el rechazo de la institucion matrimonial como una realidad ilusoria, a la que solo podrían acceder personas con una preparación muy especial. De aquí la importancia de una educación cristiana en una noción recta y realista de la libertad en relación al matrimonio, como capacidad de escoger y encaminarse a ese bien que es la donación matrimonial.

Catequesis familiar

Es muy importante la acción de prevención mediante la catequesis familiar. El testimonio de las familias cristianas es insustituible, tanto con los propios hijos como en medio a la sociedad en la que viven. No solo los pastores deben defender a la familia sino las mismas familias que deben exigir el respeto de sus derechos y de su identidad. Debe subrayarse el importante lugar que en la pastoral familiar representan  las catequesis familiares, en las que de modo orgánico, completo y sistemático se afrontan las realidades familiares y, sometidas al criterio de la fe, esclarecidas con la Palabra de Dios interpretada eclesialmente en fidelidad al Magisterio de la Iglesia por pastores legítimos y competentes que contribuyan en un proceso catequetico, a la profundización de la verdad salvifica sobre el hombre. Se debe hacer un esfuerzo para mostrar la racionalidad y la credibilidad del Evangelio sobre el matrimonio y la familia, reestructurando el sistema educativo de la Iglesias.

Medios de comunicación

En nuestros días la crisis de los valores familiares y de la noción de familia en los ordenamientos estatales y en los medios de transmisión de la cultura hace necesario un especial esfuerzo de presencia d e los valores familiares en los medios de comunicación. Existe gran influencia de estos medios en la pérdida de sensibilidad social ante situaciones de adulterio, divorcio, uniones de hecho, así como la perniciosa deformación en los “valores” (disvalores) que dichos medios presentan como propuestas normales de vida.



Compromiso social

Para muchos cuya subjetividad ha sido ideológicamente demolida, el matrimonio resulta impensable, la realidad matrimonial no tiene ningún significado. La equiparación a la familia de las uniones de hecho supone una alteración del ordenamiento hacia el bien común de la sociedad y comporta un deterioro de la institución matrimonial fundada en el matrimonio. Es un mal para las personas, las familias y las sociedades. Lo políticamente posible y su evolución en el tiempo no puede resultar desvinculado de los principios últimos de la verdad sobre la persona humana, que tiene que inspirar actitudes, iniciativas concretas y programas de futuro. Resulta conveniente la crítica al “dogma” de la conexión indisociable entre democracia y relativismo ético que se encuentra en la base de muchas iniciativas legislativas que buscan la equiparación de las uniones de hecho con la familia.

Es hoy en día más necesario manifestar en testimonios creíbles, la interior credibilidad de la verdad sobre el hombre que esta en la base de la institución del amor conyugal. El matrimonio a diferencia de cuanto ocurre con los otros sacramentos, pertenece a la economía de la Creación, se inscribe en una dinámica natural en el género humano.

Atención y cercanía pastoral

Es legítima la comprensión por la problemática existencial de las personas que viven en uniones de hecho. Algunas de estas situaciones deben suscitar verdadera y propia compasión. El respeto por la dignidad de las personas no esta sometido a discusión, sin embargo, la comprensión de las circunstancias y el respeto de las personas no equivalen a una justificación. Se trata de subrayar que la verdad es un bien esencial de las personas y factor de autentica libertad, que de la afirmación de la verdad no resulte ofensa, sino sea forma de caridad y que se acompañe con la paciencia y la bondad de la cual el Señor mismo ha dado ejemplo en su trato con los hombres. Los cristianos deben tratar de comprender los motivos personales, sociales, culturales e ideológicos de la difusión de las uniones de hecho. Una pastoral inteligente y discreta puede en ciertas ocasiones favorecer la recuperación institucional de alguna de estas uniones. Las personas que se encuentran en estas situaciones deben ser tenidas en cuenta, de manera particularizada y prudente, en la pastoral ordinaria de la comunidad eclesial, una atención que comporta cercanía, atención  a los problemas y dificultades derivados, dialogo paciente y ayuda concreta, especialmente en relación a los hijos. La prevención es en este aspecto de la pastoral, una actitud prioritaria.

CONCLUSION

La sabiduría de los pueblos ha sabido reconocer a lo largo de los siglos el ser y la misión fundamental e insustituible de la familia fundada en el matrimonio. La familia es un bien necesario e imprescindible para la sociedad, que tiene un verdadero y propio derecho, en justicia, a ser reconocida, protegida y promovida por el conjunto de la sociedad. Ante el fenómeno social de las uniones de hecho, la mera y simple cancelación del problema mediante la falsa solución de su reconocimiento o incluso equiparándolas a las familias fundadas en el matrimonio, además de resultar en perjuicio del matrimonio, supone un profundo desconocimiento de la verdad antropológica del amor humano entre un hombre y una mujer y su indisociable aspecto de unidad estable y abierta a la vida. Este desconocimiento es aun mas grave cuando se ignora la esencial y profunda diferencia entre el amor conyugal del que surge la institución matrimonial y las relaciones homosexuales.

La inadecuada valoración del amor conyugal y de su intrínseca apertura a la vida, con la inestabilidad de la vida familiar que ello comporta es un fenómeno social que requiere un adecuado discernimiento por parte de todos los que se sienten comprometidos con el bien de la familia y especialmente por parte de los cristianos. Se trata de reconocer las verdaderas causas de tal estado de cosas y no de ceder ante presiones demagógicas de grupos de presión que no tienen en cuenta el bien común de la sociedad. La Iglesia Católica en su seguimiento de Cristo Jesús, reconoce en la familia y en el amor conyugal un don de comunión de Dios misericordioso con la humanidad, un tesoro precioso de santidad y gracia que resplandece en medio del mundo. Invita a cuantos luchan por la causa del hombre a unir esfuerzos en la promoción de la familia y de su intima fuente de vida que es la unión conyugal.


MENSAJE DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
PARA LA CELEBRACION DE LA JORNADA MUNDIAL POR LA PAZ
1 DE ENERO DEL 2001

DIALOGO NTRE LAS CULTURAS PARA UNA CIVILIZACION DEL AMOR Y LA PAZ

Al inicio de un nuevo milenio se hace mas viva la esperanza que las relaciones entre los hombres se inspiren cada vez más en el ideal de una fraternidad verdaderamente universal. El valor de la fraternidad esta proclamado por las grandes “cartas” de los derechos humanos, ha sido puesto de manifiesto por grandes instituciones internacionales, es particular la ONU, y es requerido ahora mas que nunca por el proceso de globalización que une los destinos de la economía, de la cultura y de la sociedad. En la revelación de Dios en Cristo, este principio esta expresado con extrema radicalidad: “Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1 Jn 4, 8).

La humanidad empieza esta nueva etapa de su historia con heridas aun abiertas; esta marcada en muchas regiones por sangrientos conflictos; conoce la dificultad de una solidaridad más difícil en las relaciones entre los hombres de diferentes culturas y civilizaciones, cada vez mas cercanas e interactivas sobre los mismos territorios. Cuan difícil es conciliar las razones d los contendientes cuando los ánimos están exasperados por antiguos odios. No menos peligrosa seria la incapacidad de afrontar con sabiduría los problemas suscitados por la nueva organización que la humanidad va asumiendo debido a la aceleración de los procesos migratorios y de la convivencia nueva que surge entre personas de diversas culturas y civilizaciones.

Me ha parecido urgente invitar a los creyentes en Cristo y a todos los hombres de buena voluntad, a reflexionar sobre el dialogo entre las diferentes culturas y tradiciones de los pueblos, indicando el camino necesario para la construcción de un mundo reconciliado, capaz de mirar con serenidad al propio futuro.

El hombre y sus diferentes culturas

Cada una de las culturas se diferencia de las otras por su específico itinerario histórico y por los consiguientes rasgos característicos que la hacen única, original y orgánica en su propia estructura. La cultura es expresión cualificada del hombre y de sus vicisitudes históricas, a nivel individual como colectivo.

Las culturas se caracterizan por algunos elementos estables y duraderos y por otros dinámicos y contingentes. En la mayor parte de los casos las culturas se desarrollan sobre territorios concretos, cuyos elementos geográficos, históricos y étnicos se entrelazan de modo original e irrepetible. Este “carácter típico” de cada cultura se refleja en las personas que la tienen, en un dinamismo continuo de influjos en cada uno de los sujetos humanos y de las aportaciones que estos según su capacidad y su genio, dan a la propia cultura. Ser hombre significa necesariamente, existir en una determinada cultura. Cada persona esta marcada por la cultura que respira a través de la familia y los grupos humanos con los que entra en contacto, por medio de los procesos educativos y las influencias ambientales mas diversas y de la misma relación fundamental que tiene con el territorio en el que vive. No hay ningún determinismo sino una constante dialéctica entre la fuerza de los condicionamientos y el dinamismo de la libertad.



Formación humana y pertenencia cultural

La acogida de la propia cultura como elemento configurador de la personalidad, especialmente en la primera fase del crecimiento, es un dato de experiencia universal. Sin este enraizamiento la persona correría el riesgo de verse expuesta a un exceso de estímulos contrastantes que no ayudarían al desarrollo  sereno y equilibrado. Sobre la base de esta relación fundamental con los propios orígenes – a nivel familiar, territorial, social y cultural – es donde se desarrolla en las personas el sentido de “patria”, y la cultura tiende a asumir una configuración “nacional”. Se trata de un proceso natural en el cual las instancias sociológicas y psicológicas actúan entre si, con  efectos normalmente positivos y constructivos. El amor patriótico es un valor a cultivar, pero sin restricciones de espíritu y evitando las manifestaciones patológicas que se dan cuando el sentido de pertenencia asume tonos de auto exaltación y de exclusión de la diversidad, desarrollándose en formas nacionalistas, racistas y xenófobas.

Para que el sentido de pertenencia cultural no se transforme en cerrazón, es importante el conocimiento sereno, no condicionado por prejuicios negativos, de las otras culturas. Frecuentemente las culturas muestran elementos comunes significativos. La Iglesia esta convencida de que por encima de todos los cambios a lo largo de la historia, hay muchas cosas que no cambian. Esta continuidad esta basada en características esenciales y universales del proyecto de Dios sobre el hombre. Las diferencias culturales han de ser comprendidas desde la perspectiva de la unidad del género humano, a la luz del cual es posible entender el significado profundo de las mismas diferencias.

Diversidad de culturas y respeto reciproco

Todavía hoy en diversas partes del mundo se constata la polémica consolidación de algunas identidades culturales contra otras culturas. Ante esta situación todo hombre de buena voluntad debe preguntarse sobre las orientaciones éticas fundamentales que caracterizan la experiencia cultural de una determinada comunidad. La autenticidad de cada cultura humana, la solidez de su orientación moral se pueden medir por su razón de ser a favor del hombre y en la promoción de su dignidad a cualquier nivel.

Si es preocupante la radicalización de las identidades culturales que se vuelven impermeables a cualquier influjo externo beneficioso, lo es también la servil aceptación de las culturas o de algunos de sus aspectos como modelos culturales del mundo occidental que desconectados de su ambiente cristiano, se inspiran en una concepción secularizada y atea de la vida y en formas de individualismo radical. Es un fenómeno sostenido por poderosas campañas de los medios de comunicación que proponen estilos de vida, proyectos sociales y económicos y una visión general de la realidad que erosiona internamente organizaciones culturales distintas y civilizaciones nobilísimas. Los modelos culturales de Occidente son fascinantes y atrayentes pero muestran un progresivo empobrecimiento humanístico, espiritual y moral. La cultura que los produce pretende realizar el bien del hombre prescindiendo de Dios, supremo Bien. “Sin  el Creador -advierte el Concilio Vaticano II- la criatura se diluye”. Una cultura que rechaza a Dios pierde la propia alma y se desorienta transformándose en una cultura de muerte.


Dialogo entre culturas

Las culturas elaboradas por los hombres y al servicio de los hombres, se modelan con los dinamismos típicos del dialogo y de la comunión. Sobre la base de la unidad de la familia humana, salida de las manos de Dios, que “creó, de un solo principio todo el linaje humano” (Hch 17, 26)

El dialogo entre las culturas surge como una exigencia intrínseca de la naturaleza misma del hombre y de la cultura. Las culturas encuentran en el dialogo la salvaguarda de su carácter peculiar y de la reciproca comprensión y comunión. El concepto de comunión, que en la revelación cristiana tiene su origen y modelo sublime en Dios uno y trino (Jn 17, 11.21), no supone un anularse en la uniformidad o una forzada asimilación; es mas bien expresión de la convergencia de una multiforme variedad y se convierte en signo de riqueza y promesa de desarrollo.

El diálogo lleva a reconocer la riqueza de la diversidad y dispone los ánimos a la reciproca aceptación, en la perspectiva de una autentica colaboración, que responde a la vocación a la unidad de toda la familia humana. El dialogo es un instrumento para realizar la civilización del amor y de la paz, “ideal en el que había que inspirar la vida cultural, social, política y económica de nuestro tiempo” (Paulo VI). Es urgente proponer de nuevo la vía del dialogo a un mundo marcado por conflictos y violencias, desalentado e incapaz de escrutar los horizontes de la esperanza y la paz.

Potencialidades y riesgos de la comunicación global

Se vive en la era de la comunicación global, que esta plasmando la sociedad según  nuevos modelos culturales. La información precisa y actualizada (imágenes y palabras) es prácticamente accesible a todos, en cualquier parte del mundo.

Este fenómeno ofrece múltiples potencialidades pero presenta algunos aspectos negativos y peligrosos. El hecho que un número reducido de países detente el monopolio de las “industrias” culturales, distribuyendo sus productos en cualquier lugar del mundo a un público cada vez mayor, puede ser un potente factor de erosión de las características culturales. Son productos que pueden provocar en los receptores efectos de expropiación y pérdida de identidad.

Desafío de las migraciones

El éxodo de grandes masas de una región a otra del planeta, tiene como consecuencia la mezcla de tradiciones y costumbres diferentes. La acogida a los migrantes y su capacidad de integrarse en el nuevo ambiente humano representan otras tantas medidas para valorar la calidad del dialogo entre las diferentes culturas.

No es fácil encontrar organizaciones y ordenamientos que garanticen, de manera equilibrada y ecuánime, los derechos y deberes, tanto de quien acoge como de quien es acogido.   Históricamente, los procesos migratorios han tenido lugar de maneras muy distintas y con resultados diversos.   Son muchas las civilizaciones que se han desarrollado y enriquecido precisamente por las aportaciones de la inmigración.   En otros casos, las diferencias culturales de autóctonos e inmigrados no se han integrado, sino que han mostrado la capacidad de convivir, a través del respeto recíproco de las personas y de la aceptación o tolerancia de las diferentes costumbres.   Lamentablemente perduran también situaciones en las que las dificultades de encuentro entre las diversas culturas no se han solucionado nunca y las tensiones han sido causa de conflictos periódicos.

En una materia tan compleja, no hay fórmulas “mágicas”; no obstante, es preciso indicar algunos principios éticos de fondo a los que hacer referencia.   Como primero entre todos se ha de recordar el principio según el cual los emigrantes han de ser tratados siempre con el respeto debido a la dignidad de toda persona humana.   A este principio ha de supeditarse incluso la debida consideración  al bien común cuando se trata de regular los flujos inmigratorios.   Se trata, pues, de conjugar la acogida que se debe a todos los seres humanos, en especial si son indigentes, con la consideración sobre las condiciones indispensables para una vida decorosa y pacífica, tanto para los habitantes originarios como para los emigrantes llevan consigo, han de ser respetadas y acogidas, en la medida en que no se contraponen a los valores éticos universales, inscritos en la ley natural, y a los derechos humanos fundamentales.

Respeto de las culturas y “fisonomía cultural” del territorio

Más difícil es determinar hasta dónde llega el derecho de los emigrantes al reconocimiento jurídico público de sus manifestaciones culturales específicas, cuando éstas no se acomodan fácilmente a las costumbres de la mayoría de los ciudadanos.   La solución de este problema, en el marco de una sustancial apertura, está vinculada a la valoración concreta del bien común en un determinado momento histórico y en una situación territorial y social concreta.   Mucho depende de que arraigue en todos una cultura de la acogida que, sin caer en la indiferencia sobre los valores, sepa conjugar las razones a favor de la identidad y del diálogo.
Por otro lado, como he indicado antes, se ha de valorar la importancia que tiene la cultura característica de un territorio para el crecimiento equilibrado de los que pertenecen a él por nacimiento, especialmente en sus fases evolutivas más delicadas.   Desde este punto de vista, puede considerarse plausible una orientación que tienda a garantizar en un determinado territorio un cierto “equilibrio cultural”, en correspondencia con la cultura predominante que lo ha caracterizado; un equilibrio que, aunque siempre abierto a las minorías y al respeto de sus derechos fundamentales, permita la permanencia y el desarrollo de una determinada “fisonomía cultural”, o sea, del patrimonio fundamental de lengua. Tradiciones y valores que generalmente se asocian a la experiencia de la nación y al sentido de la “patria”.

Es evidente que esta exigencia de “equilibrio”, respecto a la “fisonomía cultural” de un territorio no se puede lograr satisfactoriamente sólo con instrumentos legislativos, puesto que éstos carecerían de eficacia si no estuvieran fundados en el ethos de la población y, sobre todo, estarían destinados a cambiar naturalmente cuando una cultura perdiera de hecho su capacidad de animar un pueblo y un territorio, convirtiéndose en una simple herencia guardada en museos o monumentos artísticos y literarios.
En realidad, una cultura, en la medida en que es realmente vital, no tiene motivos para temer ser dominada, de igual manera que ninguna ley podrá mantenerla viva si ha muerto en el alma de un pueblo.   Por lo demás, en el plano del diálogo entre las culturas, no se puede impedir a uno que proponga a otro los valores en que cree, con tal de que se haga de manera respetuosa de la libertad y de la conciencia de las personas.   “La  verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra, con suavidad y firmeza a la vez, en las almas”



Conciencia de los valores comunes

El diálogo entre las culturas, instrumento privilegiado para construir la civilización del amor, se apoya en la certeza de que hay valores comunes a todas las culturas, porque están arraigados en la naturaleza de la persona.   En tales valores la humanidad expresa sus rasgos más auténticos e importantes.   Hace falta cultivar en las almas la conciencia de estos valores, dejando de lado prejuicios ideológicos y egoísmos partidarios, para alimentar ese humus cultural, universal por naturaleza, que hace posible el desarrollo fecundo de un diálogo constructivo.   También las diferentes religiones pueden y deben dar una contribución decisiva en este sentido.   La experiencia que he tenido tantas veces en el encuentro con representantes de otras religiones  - recuerdo en particular el encuentro de Asís de 1986 y el de la plaza San Pedro 1999 – me confirma en la confianza de que la recíproca apertura de los seguidores de las diversas religiones puede aportar muchos beneficios para la causa de la paz y del bien común de la humanidad.

El valor de la solidaridad

Ante las crecientes desigualdades existentes en el mundo, el primer valor que se debe promover cada vez más en las conciencias es ciertamente el de la solidaridad.   Toda sociedad se apoya sobre la base del vínculo originario de las personas entre sí, conformado por ámbitos relacionales cada vez más amplios  -  desde la familia y los demás grupos sociales intermedios – hasta los de la sociedad civil entera y de la comunidad estatal.   A su vez, los Estados no pueden prescindir de entrar en relación unos con otros.   La actual situación de interdependencia planetaria ayuda a percibir mejor el destino común de toda la familia humana, favoreciendo en toda persona reflexiva el aprecio por la virtud de la solidaridad

A este respecto, sin embargo, se debe notar que la progresiva interdependencia ha contribuido a poner al descubierto múltiples desigualdades, como el desequilibrio entre Países ricos y Países pobres; la distancia social, dentro de cada País, entre quien vive en la opulencia y quien ve ofendida su dignidad, porque le falta incluso lo necesario; el deterioro ambiental y humano, provocado y acelerado por el empleo irresponsable de los recursos naturales.   Tales desigualdades y diferencias sociales han ido aumentando en algunos casos, hasta llevar a los Países más pobres hacia una deriva imparable.

Una auténtica cultura de la solidaridad ha de tener, pues, como principal objetivo la promoción de la justicia.   No se trata sólo de dar lo superfluo a quien está necesitado, sino de “ayudar a pueblos enteros – que están excluidos o marginados -  a que entren en el círculo del desarrollo económico y humano.   Esto será posible no sólo utilizando  lo superfluo que nuestro mundo produce en abundancia, sino cambiando sobre todo los estilos de vida, los modelos de producción y de consumo, las estructuras consolidadas de poder que rigen hoy la sociedad.

El valor de la paz

La cultura de la solidaridad está estrechamente unida al valor de la paz, objetivo primordial de toda sociedad y de la convivencia nacional e internacional.   Sin embargo, en el camino hacia un mejor  acuerdo entre los pueblos son aún numerosos los desafíos que debe afrontar el mundo y que ponen a todos ante opciones inderogables.  El preocupante aumento de los armamentos, mientras no acaba de consolidarse el compromiso por la no proliferación de las armas nucleares, tiene el riesgo de alimentar y difundir una cultura de la competencia y la conflictualidad, que no implica solamente a los Estados, sino también a entidades no institucionales, como grupos paramilitares y organizaciones terroristas.
El mundo sigue sufriendo aún las consecuencias de guerras pasadas y presentes, las tragedias provocadas por el uso de minas antipersonales y por el recurso a las horribles armas químicas y biológicas.  ¿Y cómo olvidar el riesgo permanente de conflictos entre las naciones, de guerras civiles dentro de algunos Estados y de una violencia extendida, que las organizaciones internaciones y los gobiernos nacionales se ven casi impotentes para afrontar?  Ante tales amenazas, todos tienen  que sentir el deber moral de adoptar medidas concretas y apropiadas para promover la causa de la paz y la comprensión entre los hombres.

El valor de la vida

Un auténtico diálogo entre las culturas, además del sentimiento del mutuo respeto, no puede más que alimentar una viva sensibilidad por el valor de la vida.   La vida humana no puede ser considerada como un objeto del cual disponer arbitrariamente, sino como la realidad más sagrada e intangible que está presente en el escenario del mundo.   No puede haber paz cuando falta la defensa de este bien fundamental.   No se puede invocar la paz y despreciar la vida.   Nuestro tiempo es testigo de excelentes ejemplos de generosidad y entrega al servicio de la vida, pero también del triste escenario de millones de hombres entregados a la crueldad o a la indiferencia de un destino doloroso y brutal,   se trata de una trágica espiral de muerte que abarca homicidios, suicidios, abortos,  eutanasia, como también mutilaciones, torturas físicas y psicológicas, formas de coacción injusta, encarcelamiento arbitrario, recurso absolutamente innecesario a la pena de muerte, deportaciones, esclavitud, prostitución, compra-venta de mujeres y niños.  A esta relación se ha de añadir prácticas irresponsables de ingeniería genética, como la  clonación y la utilización de embriones humanos para la investigación, las cuales se quiere justificar con una ilegítima referencia a la libertad, al progreso de la cultura y a la promoción del desarrollo humano.   Cuando los sujetos más frágiles e indefensos de la sociedad sufren tales atrocidades, la misma noción de familia humana, basada en los valores de la persona,  de la confianza y del mutuo respeto y ayuda, es gravemente cercenada.   Una civilización basada en el amor y la paz debe oponerse a estos experimentos indignos del hombre

El valor de la educación

Para construir la civilización del amor, el diálogo entre las culturas debe tender a superar todo egoísmo etnocéntrico para conjugar la atención a la propia identidad con la comprensión de los demás y el respeto de la diversidad.   Es fundamental, a este respecto, la responsabilidad de la educación.   Ésta debe transmitir a los sujetos la conciencia de las propias raíces y ofrecerles puntos de referencia que les permitan encontrar su situación personal en el mundo.   Al mismo tiempo debe esforzarse por enseñar el respeto a las otras culturas.  Es necesario mirar más allá de la experiencia individual inmediata y aceptar las diferencias, descubriendo la riqueza de la historia de los demás y de sus valores.
El conocimiento de las otras culturas, llevado a cabo con el debido sentido crítico y con sólidos puntos de referencia ética, lleva a un mayor conocimiento de los valores y de los límites inherentes a la propia cultura y revela, a la vez, la existencia de una herencia común a todo el género humano.    Precisamente por esta amplitud de miras, la educación tiene una función particular en la construcción de un mundo más solidario y pacífico.   La educación puede contribuir a la consolidación del humanismo integral, abierto a la dimensión ética y religiosa, que atribuye la debida importancia al conocimiento y a la estima de las culturas y de los valores espirituales de las diversas civilizaciones.

El perdón y la reconciliación

Durante el Gran Jubileo la Iglesia ha vivido la llamada exigente de la reconciliación. El dialogo entre las culturas es a menudo difícil pues sobre el pesan guerras, conflictos, violencias y odios. Para superar estas barreras el camino es el del perdón y la reconciliación. En la perspectiva cristiana esta es la única vía para alcanzar la paz.

La mirada al Crucificado infunde la confianza de    que el perdón y la reconciliación pueden ser una práctica normal de la vida cotidiana y de toda la cultura, y una oportunidad para construir la paz y el futuro de la humanidad.

Una llamada a los jóvenes

Ustedes jóvenes son el futuro de la humanidad y las piedras vivas para construir la civilización del amor. En su energía y vitalidad y en su amor a Cristo se vislumbra un porvenir mas sereno y humano para el mundo.

Al sentirlos cerca, percibía un sentimiento profundo de gratitud al Señor por concederme contemplar el milagro de la universalidad de la Iglesia, de su catolicidad y de su unidad.

A través de ustedes he admirado la maravillosa conjunción de la diversidad en la unidad de la misma fe, de la misma esperanza y de la misma caridad como expresión de la esplendida realidad de la Iglesia, signo e instrumento de Cristo para la salvación del mundo y para la unidad del género humano.

El Evangelio los llama a reconstruir la originaria unidad de la familia humana, que tiene su fuente en dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Jóvenes los espera una tarea ardua y apasionante: ser hombres y mujeres capaces de solidaridad, de paz y de amor a la vida, en el respeto de todos.
Sed artífices de una nueva humanidad donde todos, miembros de una misma familia puedan vivir finalmente en paz.



Vaticano 8 Diciembre 2000 















DOCUMENTOS




















COMUNICADO OFICIAL DEL VATICANO SOBRE EL EXPERIMENTO DE CLONACION HUMANA (26 noviembre 2001)

La Santa Sede ha confirmado la “gravedad moral” del experimento de clonación anunciado por un laboratorio privado de Estados Unidos. Un comunicado explica que se hace necesaria la condena pública de este primer caso de clonación humana en defensa de la dignidad misma de la persona humana propia del embrión.

“El articulo original aparecido en la revista “The Journal of Regenerative Medicine”, el 26 de noviembre del 2001, muestra la gravedad del hecho que ha sido realizado: la producción de un embrión humano “in Vitro”, es mas, de varios embriones que se han desarrollado respectivamente hasta llegar al estadio de dos, cuatro, seis células. El acontecimiento esta documentado con claras imágenes a color al microscopio con escáner, poniendo de manifiesto las primeras fases del desarrollo de estas vidas humanas, a las que no se les ha dado inicio a través de la fecundación de un ovulo con un espermatozoide, sino activando óvulos con núcleos de células somáticas.

Los autores han subrayado que su intención no es la de dar origen a un individuo humano. Pero, eso que ellos denominan como científicos en su articulo “early embryo”, embrión en fase inicial, ¿qué es? De este modo vuelve con toda su actualidad el interrogante bioético nunca adormecido por la verdad: cuando es posible considerar el inicio de la vida humana. Mas allá del acontecimiento científico, sigue siendo este el tema del debate, quedando fuera de duda (por indicación misma de los científicos) que nos encontramos ante embriones humanos y no ante células, como alguno querría hacer creer.

El hecho nos lleva de manera prepotente a confirmar con fuerza que el inicio de la vida humana no puede ser fijado por convención en un cierto estadio del desarrollo del embrión; se sitúa en el primer instante de la existencia del embrión mismo. Esto se comprende mejor en el caso de la modalidad “humana” de la fecundación entre ovulo y espermatozoide, pero tenemos que aprender a reconocerlo también en el caso de una modalidad “inhumana”, como es la reprogramación de un núcleo somático en una célula: incluso con esta modalidad se puede dar origen a una nueva vida (como por desgracia ha demostrado el experimento anunciado), vida que conserva de todos modos su dignidad como cualquier otra vida humana.

Por esto, a pesar de las declaradas intenciones “humanísticas” de quien anuncia curaciones sorprendentes siguiendo este camino, que pasa a través de la industria de la clonación, es necesario un juicio objetivo pero firme, que muestre la gravedad moral de este proyecto y justifique su condena inequívoca. El principio que se introduce en nombre de la salud y del bienestar, sancionan una autentica discriminación entre los seres humanos, en virtud de su tiempo de desarrollo (de este modo un embrión vale menos que un feto, un feto menos que un niño, un niño menos que un adulto), trastrocando el imperativo moral que impone la máxima tutela y respeto precisamente de quienes no están en condiciones de defender y manifestar su dignidad intrínseca.

Por otra parte, las investigaciones sobre las células estaminales indican que pueden recorrerse otros caminos, lícitos moralmente y validos desde el punto de vista científico, como la utilización de las células estaminales extraídas, por ejemplo, de un individuo adulto, de la sangre materna o de los fetos que han sufrido un aborto natural. Este es el camino que todo científico honesto debe seguir con el objetivo de garantizar el máximo respeto del hombre, es decir, de sí mismo.

DECLARACION SOBRE FAMILIA, MATRIMONIO Y
UNIONES DE HECHO

Pontificio Consejo para la Familia

PRESENTACIÓN

Uno de los fenómenos más extensos que interpelan vivamente la conciencia de la comunidad cristiana, es el número creciente que las uniones de hecho están alcanzando en la sociedad, con la consiguiente desafección para la estabilidad del matrimonio. La Iglesia no puede dejar de iluminar esta realidad en su discernimiento de los “signos de los tiempos”.

El Pontificio Consejo para la Familia, consciente de las graves repercusiones de esta situación social y pastoral, ha organizado una serie de reuniones de estudio entre 1999 y el 2000, con la participación de personalidades y expertos de todo el mundo, para analizar este problema de tanta trascendencia para la Iglesia y el mundo. El presente documento es fruto de ello.

INTRODUCCIÓN

Las llamadas “uniones de hecho” están adquiriendo en la sociedad un especial relieve. Ciertas iniciativas insisten en su reconocimiento institucional e incluso su equiparación con las familias nacidas del compromiso matrimonial. Este Pontificio Consejo para la Familia se propone mediante las siguientes reflexiones, llamar la atención sobre el peligro que representaría tal reconocimiento y equiparación para la identidad de la unión matrimonial y el grave deterioro que ello implicaría para la familia y para el bien común de la sociedad.

Las consideraciones aquí expuestas no solo se dirigen a cuantos reconocen explícitamente en la Iglesia Católica la “Iglesia de Dios vivo, columna y fundamento de la verdad”  (1Tim 3, 15), sino a todos los cristianos de las diversas Iglesias y comunidades cristianas, así como a todos aquellos comprometidos con el bien precioso de la familia, célula fundamental de la sociedad.

I.       LAS “UNIONES DE HECHO”
ASPECTO SOCIAL DE LAS “UNIONES DE HECHO”

La expresión “unión de hecho” abarca un conjunto de múltiples y heterogéneas realidades humanas, cuyo elemento común es el de ser convivencias (de tipo sexual) que no son matrimonios. Se caracterizan por ignorar, postergar o aun rechazar el compromiso conyugal (unión matrimonial).

Con el matrimonio se asumen públicamente mediante el pacto de amor conyugal, todas las responsabilidades que nacen del vinculo establecido. De esta asunción pública de responsabilidades resulta un bien no solo para los propios cónyuges y los hijos en su crecimiento afectivo y formativo, sino pata los otros miembros de la familia. La familia fundada en el matrimonio es un bien fundamental y precioso para la sociedad entera, que se asienta sobre los valores que se despliegan en las relaciones familiares, que encuentran su garantía en el matrimonio estable. El bien generado es básico para la misma Iglesia, que reconoce en la familia la “Iglesia domestica”. Todo esto se ve comprometido con el abandono de la institución matrimonial implícito en las uniones de hecho.

Puede suceder que alguien desee y realice un uso de la sexualidad distinto del inscrito por Dios en la misma naturaleza humana y la finalidad específicamente humana de sus actos. Contraria con ello el lenguaje interpersonal del amor y compromete gravemente el verdadero dialogo de vida dispuesto por el Creador. Con el pretexto de regular un marco de convivencia social y jurídica, se intenta justificar el reconocimiento institucional de la s uniones de hecho. De este modo se convierten en institución y se sancionan legislativamente derechos y deberes en detrimento de la familia fundada en el matrimonio. Las uniones de hecho quedan en un nivel jurídico similar al matrimonio. Se califica públicamente de “bien” dicha convivencia, elevándola a una condición similar o incluso equiparándola al matrimonio, en perjuicio de la verdad y la justicia. Se contribuye al deterioro de esta institución natural, vital, básica v necesaria para todo el cuerpo social que es el matrimonio.

Elementos constitutivos de las uniones de hecho

No todas tienen el mismo alcance social ni las mismas motivaciones. Características:

-          carácter puramente fáctico de la relación
-          cohabitación acompañada de relación sexual
-          relativa tendencia a la estabilidad
-          no comportan derechos y deberes matrimoniales
-          no pretenden una estabilidad basada en el vinculo matrimonial
-          firme reivindicación de no haber asumido vinculo alguno
-          inestabilidad constante debida a la posibilidad de interrupción de la convivencia
-          cierto compromiso explicito de “fidelidad” reciproca mientras dure la relación

Algunas son consecuencia de una decidida elección. La unión de hecho “a prueba” es frecuente entre quienes tienen el proyecto de casarse en el futuro, una especie de “etapa condicionada”.

Otras veces se argumentan razones de tipo económico o para soslayar dificultades legales. Frecuentemente bajo esta clase de pretextos, subyace una mentalidad que valora poco la sexualidad. Esta influenciada por el pragmatismo y el hedonismo, y por una concepción del amor desligada de la responsabilidad. Se rehuye el compromiso de estabilidad, las responsabilidades, los derechos y deberes que el verdadero amor conyugal lleva consigo.

En otras ocasiones se establecen entre personas divorciadas anteriormente. Son una alternativa al matrimonio. Hay que resaltar la desconfianza hacia la institución matrimonial que nace en ocasiones de la experiencia negativa de las personas traumatizadas por un divorcio anterior o por el divorcio de sus padres.

Algunas personas que conviven manifiestan rechazar el matrimonio por motivos ideológicos. Se trata de la elección de una alternativa, un modo de vivir la propia sexualidad. El matrimonio es visto por tanto como algo rechazable, algo que se opone a la propia ideología.

No siempre las uniones de hecho son el resultado de una clara elección positiva; a veces las personas manifiestan tolerar o soportar esta situación. En muchos casos hay una desafección al matrimonio por falta de una formación adecuada de la responsabilidad, producto de la situación de pobreza y marginación del ambiente en el que se encuentran.
La falta de confianza en el matrimonio puede deberse también a condicionamientos familiares. Un factor a tener en cuenta son las situaciones de injusticia y las estructuras de pecado. El predominio cultural de actitudes machistas o racistas agrava estas situaciones de dificultad.

Los motivos personales y  el factor cultural

Es importante analizar los motivos profundos por los que la cultura contemporánea asiste a una crisis del matrimonio, tanto religioso como civil, y al intento de reconocimiento y equiparación de las uniones de hecho. Situaciones inestables aparecen situadas a un nivel similar al matrimonio, pero todas están en contraste con una verdadera y plena donación reciproca, estable y socialmente reconocida.

La disminución progresiva del numero de matrimonios y de familias reconocidas, el aumento del numero de parejas no casadas que conviven, no puede ser explicado únicamente por un movimiento cultural aislado y espontáneo, sino que responde a cambios históricos en las sociedades, en este momento cultural contemporáneo denominado “postmodernidad”.

Dentro de un proceso de gradual desestructuración cultural y humana de la institución matrimonial, no debe olvidarse la difusión de cierta ideología de “genero”. Ser hombre o mujer no estaría determinado fundamentalmente por el sexo sino por la cultura. Con ello se atacan las bases de la familia y de las relaciones interpersonales.

La persona adquiere progresivamente durante la infancia y la adolescencia conciencia de ser “sí mismo”, adquiere conciencia de su identidad. Esta conciencia se integra en un proceso de reconocimiento del propio ser y de la dimensión sexual del propio ser. Los expertos distinguen entre identidad sexual (conciencia de identidad psicobiológica del propio sexo y de diferencia respecto al otro sexo) e identidad genérica (conciencia de identidad psicosocial y cultural del papel que las personas de un determinado sexo desempeñan en la sociedad). En un proceso de integración armónico, ambas se complementan. La categoría de identidad genérica sexual es de orden psicosocial y cultural.

A partir de la década de 1960-1970, ciertas teorías “construccionistas” sostienen no solo que la identidad genérica sexual (genero) es el producto de una interacción entre la comunidad y el individuo, sino que dicha identidad genérica seria independiente de la identidad sexual personal, es decir, que los géneros masculino y femenino serian el producto exclusivo de factores sociales, sin relación con verdad ninguna de la dimensión sexual de la persona. Según esto, cualquier actitud sexual resultaría justificable, incluida la homosexualidad y es la sociedad la que debería cambiar para incluir junto al masculino y el femenino, otros géneros en el modo de configurar la vida social.

La ideología del “genero” ha encontrado en la antropología individualista del neo-liberalismo radical un ambiente favorable. La reivindicación de un estatuto similar, para el matrimonio como para las uniones de hecho, incluso homosexuales, suele hoy en día tratar de justificarse en base a categorías y términos procedentes de la ideología del género. Existe una cierta tendencia a designar como “familia” todo tipo de uniones consensuales, ignorando la natural inclinación de la libertad humana a la donación reciproca y sus características esenciales, que son la base de ese bien común de la humanidad que es el matrimonio.

II.     FAMILIA FUNDADA EN EL MATRIMONIO Y UNIONES DE HECHO
         FAMILIA, VIDA Y UNION DE HECHO

La comunidad familiar surge del pacto de unión de los cónyuges. El matrimonio que surge de este pacto de amor conyugal no es una creación del poder público, sino una institución natural y originaria que lo precede. En las uniones de hecho, se pone en común el recíproco afecto, pero al mismo tiempo falta el vínculo matrimonial de dimensión publica originaria, que fundamenta la familia. Familia y vida forman una verdadera unidad que debe ser protegida por la sociedad, pues es el núcleo vivo de la sucesión (procreación y educación) de las generaciones humanas.

En las sociedades democráticas de hoy día, el Estado y los poderes públicos no deben institucionalizar las uniones de hecho, atribuyéndoles un estatuto similar al matrimonio y la familia y menos equipararlas a la familia fundada en el matrimonio. Seria un uso arbitrario del poder que no contribuye al bien común, porque la naturaleza originaria del matrimonio y de la familia precede y excede, absoluta y radicalmente el poder soberano del Estado. La familia fundada en el matrimonio debe ser cuidadosamente protegida y promovida como factor esencial de existencia, estabilidad y paz social, en una amplia visión de futuro del interés común de la sociedad.

La igualdad ante la ley debe estar presidida por el principio de la justicia, lo que significa tratar lo igual como igual y lo diferente como diferente. Si la familia matrimonial y las uniones de hecho no son semejantes ni equivalentes en sus deberes, funciones y servicios a la sociedad, no pueden ser semejantes ni equivalentes en el estatuto jurídico.

La orientación de algunas comunidades políticas actuales a discriminar el matrimonio reconociendo a las uniones de hecho un estatuto institucional semejante  al matrimonio y la familia, es un grave signo de deterioro contemporáneo de la conciencia moral social.

El matrimonio y la familia revisten un interés publico y son núcleo fundamental de la sociedad y del Estado, y como tal deben ser reconocidos y protegidos. Las uniones de hecho son consecuencia de comportamientos privados y en este plano deberían permanecer. En el matrimonio se asumen compromisos y responsabilidades pública y formalmente, relevantes para la sociedad y exigibles en el ámbito jurídico.

Las uniones de hecho y el pacto conyugal

La atención exclusiva al sujeto, al individuo y sus intenciones y elecciones, sin hacer referencia a una dimensión social y objetiva de las mismas, orientada al bien común, es el resultado de un individualismo arbitrario e inaceptable, ciego a los valores objetivos, en contraste con la dignidad de la persona y nocivo al orden social. Es necesario promover una reflexión que ayude no solo a los creyentes, sino a todos los hombres de buena voluntad, a redescubrir el valor del matrimonio y de la familia.

En el Catecismo de la Iglesia Católica se puede leer:

“La familia es la célula original de la vida social. Es la sociedad natural en que el hombre y la mujer son llamados al don de sí en el amor y en el don de la vida. La autoridad, la estabilidad y la vida de relación en el seno de la familia constituyen los fundamentos de la libertad, de la seguridad, de la fraternidad en el seno de la sociedad. La razón, si escucha la ley moral inscrita en el corazón humano, puede llegar al redescubrimiento de la familia. Comunidad fundada y vivificada por el amor con la que un hombre y una mujer se entregan recíprocamente, convirtiéndose juntos en colaboradores de Dios en el don de la vida”

El Concilio Vaticano II señala que el llamado amor libre constituye un factor disolvente y destructor del matrimonio, al carecer del elemento constitutivo del amor conyugal, que se funda en el consentimiento personal e irrevocable por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente, dando origen así a un vinculo jurídico y a una unidad sellada por una dimensión publica de justicia. Lo que el Concilio denomina como “amor libre” era entonces y es ahora la semilla que engendra las uniones de hecho.

El problema de las uniones de hecho debe ser abordado desde la “recta razón”. El cristiano tiene una visión del matrimonio y la familia cuyo fundamento antropológico y teológico esta enraizado armónicamente en la verdad que procede de la Palabra de Dios, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia.

II.          UNIONES DE HECHO EN EL CONJUNTO DE LA SOCIEDAD
DIMENSION SOCIAL Y POLITICA DEL PROBLEMA DE LA EQUIPARACION

Ciertos influjos culturales radicales (como la ideología del género), tiene como consecuencia el deterioro de la institución familiar. Es clara la tendencia a equiparar a la familia otras formas de convivencia diversas prescindiendo de consideraciones fundamentales de orden ético y antropológico. El valor y la exigencia de estabilidad en la relación matrimonial entre hombre y mujer, estabilidad que halla expresión y confirmación en un horizonte de procreación y educación de los hijos, resulta en beneficio del entero tejido social. Dicha estabilidad matrimonial y familiar no esta solo asentada en la buena voluntad de loas personas concretas sino que reviste un carácter institucional de reconocimiento público, por parte del Estado, de la elección de vida conyugal.

La exaltación indiferenciada de la libertad de elección de los individuos sin referencia a un orden de valores de relevancia social obedece a un planteamiento completamente individualista y privatista del matrimonio y la familia, ciego a su dimensión social objetiva. La procreación es principio “genético” de la sociedad y la educación de los hijos es lugar primario de transmisión y cultivo del tejido social, así como núcleo esencial de su configuración estructural.

El reconocimiento y equiparación de las uniones de hecho discrimina al matrimonio

Con el reconocimiento publico de las uniones de hecho, se establece un marco jurídico asimétrico: mientras la sociedad asume obligaciones respecto a los convivientes, estos no asumen para con la misma las obligaciones esenciales propias del matrimonio. La equiparación agrava esta situación. Se acepta una paradójica disociación que resulta en perjuicio de la institución familiar. Los recientes intentos legislativos de equiparar familia y uniones de hecho, incluso homosexuales, atentan contra el bien común y la verdad del hombre y presentan todas las características de disconformidad con la ley natural que las hacen incompatibles con la dignidad de ley. Donde la familia esta en crisis, la sociedad vacila.

La familia tiene derecho a ser protegida y promovida por la sociedad, como reconocen muchas Constituciones vigentes en todo el mundo. Es este un reconocimiento en justicia, de la función esencial que la familia fundad en el matrimonio representa para la sociedad. Afirmaba Juan Pablo II: “Es importante que los que están llamados a guiar el destino de las naciones reconozcan y afirmen la institución matrimonial; el matrimonio tiene una condición jurídica especifica, que reconoce derechos y deberes por parte de los esposos, de uno con respecto a otro y de ambos en relación con los hijos, y el papel de las familias en la sociedad, cuya perennidad aseguran, es primordial. La familia favorece la socialización de los jóvenes y contribuye a tajar los fenómenos de violencia mediante la transmisión de valores y mediante la experiencia de la fraternidad y de la solidaridad que permite vivir diariamente. No se la puede poner al mismo nivel de simples asociaciones o uniones. La familia fundada en el matrimonio, es comunidad de vida y amor estable, fruto de la entrega total y fiel de los esposos abierta a la vida”.

Si no existe ninguna verdad ultima que guía y orienta la acción política, entonces las ideas pueden ser fácilmente instrumentalizadas con fines de poder. El modo mas eficaz de velar por el interés publico no consiste en la cesión demagógica a grupos de presión que promueven las uniones de hecho sino la promoción enérgica y sistemática de políticas familiares orgánicas y que entiendan la familia fundada en el matrimonio como el centro y motor de la política social y que cubran el extenso ámbito de los derechos de la familia.

Presupuestos antropológicos  de la diferencia entre el matrimonio y las uniones de hecho

El matrimonio se asienta sobre presupuestos antropológicos definidos, que lo distinguen de otros tipos de unión y que lo enraízan en el mismo ser de la persona:

-          la igualdad entre el hombre y la mujer (ambos son persona, si bien lo son de modo diverso)
-          el carácter complementario de ambos sexos, del que nace la natural inclinación entre ellos impulsada por la tendencia a la generación de los hijos
-          la posibilidad de un amor al otro en cuanto sexualmente diverso y complementario; este amor se expresa y perfecciona con la acción propia del matrimonio
-          la posibilidad de establecer una relación estable y definitiva, debida en justicia
-          la dimensión social de la condición conyugal y familiar, que constituye el primer ámbito de educación y apertura a la sociedad a través de las relaciones de parentesco (contribuyen a la configuración de la identidad de la persona humana).

Si se acepta la posibilidad de un amor especifico entre varón y mujer, es obvio que tal amor inclina a una intimidad, a una determinada exclusividad, a la generación de la prole y a un proyecto común de vida; cuando se quiere eso y se quiere de modo que se le otorga al otro la capacidad de exigirlo, se produce la real entrega y aceptación de mujer y varón que constituye la comunión conyugal. Por tanto, el amor conyugal es esencialmente un compromiso con la otra persona, compromiso que se asume con un acto preciso de voluntad. Una vez dado y aceptado el compromiso por medio del consentimiento, el amor se convierte en conyugal, y nunca pierde este carácter. A esto, en la tradición histórica cristiana de occidente se le llama matrimonio.

Por tanto se tarta de un proyecto común estable que nace de la entrega libre y total del amor conyugal fecundo como algo debido en justicia. La dimensión de justicia, puesto que se funda una institución social originaria (y originante de la sociedad), es inherente a la conyugalidad misma.

Un amor para que sea amor conyugal verdadero y libre, debe ser transformado en un amor debido en justicia, mediante el acto libre del consentimiento matrimonial. A la luz de estos principios, dice el Papa, “puede establecerse y comprenderse la diferencia esencial que existe entre una mera unión de hecho, aunque se afirme que ha surgido por amor, y el matrimonio, en el que el amor se traduce en un compromiso no solo moral, sino también rigurosamente jurídico. El vinculo que se asume recíprocamente, desarrolla desde el principio una eficacia que corrobora el amor del que nace, favoreciendo su duración n beneficio del cónyuge, de la prole y de la misma sociedad”.

El matrimonio no es una forma de vivir la sexualidad en pareja. Tampoco es simplemente la expresión de un amor sentimental entre dos personas. El matrimonio es mas que eso: es una unión entre mujer y varón, en cuanto tales, y en la totalidad de su ser masculino y femenino. Tal unión solo puede ser establecida por un acto de voluntad libre de los contrayentes, pero su contenido específico viene determinado por la estructura del ser humano, mujer y varón, reciproca entrega y transmisión de la vida. A este don de si en toda la dimensión complementaria de mujer y varón con la voluntad de deberse en justicia al otro se le llama conyugalidad, y los contrayentes se constituyen entonces en cónyuges: “esta comunión conyugal hunde sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por eso tal comunión es el fruto y el signo de una exigencia profundamente humana”. (Juan Pablo II, Familiaris consortio)

Mayor gravedad de la equiparación del matrimonio a las relaciones homosexuales

La verdad sobre el amor conyugal, permite comprender las graves consecuencias sociales de la institucionalización de la relación homosexual: “se pone de manifiesto que incongruente es la pretensión de atribuir una realidad conyugal a la unión entre personas del mismo sexo. Ante todo se opone la imposibilidad objetiva de hacer fructificar el matrimonio mediante la trasmisión de la vida, según el proyecto inscrito por Dios en la misma estructura del ser humano. Además se opone la ausencia de los presupuestos para la complementariedad interpersonal querida por el Creador, en el plano físico-biológico y en el psicológico, entre el varón y la mujer”.

Las uniones de hecho entre homosexuales, constituyen una deplorable distorsión de lo que debería ser la comunión de amor y vida entre un hombre y una mujer, en reciproca donación abierta a la vida. Es mucho mas grave la pretensión de equiparar tales uniones a “matrimonio legal”, como algunos promueven. Los intentos de posibilitar legalmente la adopción de niños en el contexto de las relaciones homosexuales añaden a lo anterior un elemento de gran peligro. “No puede constituir una verdadera familia el vinculo entre dos hombres o de dos mujeres, y mucho menos se puede a esa unión atribuir el derecho de adoptar niños privados de familia” (Juan Pablo II). Recordar la trascendencia social de la verdad sobre el amor conyugal y, en consecuencia el grave error que supondría el reconocimiento o incluso la equiparación del matrimonio a las relaciones homosexuales no supone discriminar a estas personas. Es el mismo bien común de la sociedad el que exige que las leyes reconozcan, favorezcan y protejan la unión matrimonial como base de la familia, que se vería perjudicada.

III.   JUSTICIA Y BIEN SOCIAL DE LA FAMILIA
LA FAMILIA, BIEN SOCIAL A PROTEGER EN JUSTICIA

El matrimonio y la familia son un bien social de primer orden. Conviene hacer todos los esfuerzos posibles para que la familia sea reconocida como sociedad primordial y en cierto modo “soberana”. Su “soberanía” es indispensable para el bien de la sociedad.

Valores sociales objetivos a fomentar

El matrimonio y la familia constituyen un bien para la sociedad porque protegen un bien precioso para los cónyuges mismos, pues la familia, sociedad natural, existe antes que el Estado o cualquier otra comunidad, y posee unos derechos propios que son inalienables.

La dignidad de la persona humana exige que su origen provenga de los padres unidos en matrimonio; de la unión íntima, integra, mutua y permanente que proviene de ser esposos. Se trata de un bien para los hijos. Este origen es el único que salvaguarda adecuadamente el principio de identidad de los hijos, desde la perspectiva genética o biológica y desde la perspectiva biográfica o histórica. El matrimonio constituye el ámbito de por sí mas humano y humanizado para la acogida de los hijos, aquel que presta una seguridad afectiva, que garantiza mayor unidad y continuidad en el proceso de integración social y de educación. La unión entre madre y concebido y la función insustituible del padre requieren que el hijo sea acogido en una familia que le garantice la presencia de ambos padres.

Para los demás miembros de la familia la unión matrimonial como realidad social aporta un bien. En el seno de la familia nacida de un vínculo conyugal, no solo las nuevas generaciones son acogidas y aprenden a cooperar con lo que les es propio, sino también las generaciones anteriores tienen la oportunidad de contribuir al enriquecimiento común. La familia es el lugar donde se encuentran diferentes generaciones y donde se ayudan mutuamente a crecer en sabiduría humana y a armonizar los derechos individuales con las demás exigencias de la vida social.

La familia constituye, más que una unidad jurídica, social y económica, una comunidad de amor y de solidaridad, insustituible para la enseñanza y transmisión de los valores culturales, éticos, sociales, espirituales y religiosos, esenciales para el desarrollo y bienestar de sus propios miembros y de la sociedad.

La sociedad y el Estado deben proteger y promover la familia fundada en el matrimonio

El papel de la familia en la edificación de la cultura de la vida es determinante e insustituible. La experiencia de diferentes culturas a través de la historia ha mostrado la necesidad que tiene la sociedad de reconocer y defender la institución de la familia. La sociedad, el Estado y las Organizaciones Internacionales, debe proteger la familia con medidas de carácter político, económico, social y jurídico, que contribuyan a consolidar la unidad y la estabilidad de la familia para que pueda cumplir su función específica.

El valor institucional del matrimonio debe ser reconocido por las autoridades públicas; la situación de las parejas no casadas no debe ponerse al mismo nivel que el matrimonio debidamente contraído.


III.       MATRIMONIO CRISTIANO Y UNION DE HECHO
MATRIMONIO CRISTIANO Y PLURALISMO SOCIAL

La Iglesia ha manifestado su grave preocupación ante diversos atentados a la persona humana y su dignidad, haciendo notar algunos presupuestos ideológicos típicos de la cultura llamado “postmoderna”, que hacen difícil comprender y vivir los valores que exige la verdad acerca del ser humano. Partiendo de determinadas concepciones antropologizadas y éticas se pone en tela de juicio, de modo global y sistemático, el patrimonio moral. En la base se encuentra el influjo de corrientes de pensamiento que terminan por erradicar la libertad humana de su relación esencial y constitutiva con la verdad.

Cuando se produce esta desvinculación entre libertad y verdad, desaparece toda referencia a valores comunes y a una verdad absoluta para todos; la vida social se adentra en un relativismo absoluto. Entonces todo es pactable, todo es negociable, incluso el primero de los derechos fundamentales, el de la vida. Esto sucede cuando se acepta “una corrupción de la idea y de la experiencia de la libertad, concebida no como la capacidad de realizar la verdad del proyecto de Dios sobre el matrimonio y la familia, sino como una fuerza autónoma de autoafirmación, en orden al propio bienestar egoísta” (Juan Pablo II, Carta a las Familias).

La comunidad cristiana ha vivido desde el principio la constitución del matrimonio cristiano como signo real de la unión de Cristo con la Iglesia. El matrimonio ha sido elevado por Jesucristo a evento salvifico en el nuevo orden instaurado, el matrimonio es sacramento de la Nueva Alianza. El Magisterio de la Iglesia ha señalado con claridad que “el sacramento del matrimonio tiene la peculiaridad de ser el sacramento de una realidad que existe ya en la economía de la Creación; ser el mismo pacto conyugal instituido por el Creador al principio”.

En una sociedad descristianizada y alejada de los valores de la verdad de la persona humana, interesa subrayar el contenido de esa “alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, tal como fue instituido por Dios desde el principio, en el orden natural de la Creación.

El proceso de secularización de la familia en Occidente

En los comienzos del proceso de secularización de la institución matrimonial, lo primero y casi único que se secularizo fueron las nupcias o formas de celebración, al menos en los países occidentales de raíces católicas. Se mantuvo, durante un cierto tiempo, los principios básicos del matrimonio, tales como el valor precioso de la indisolubilidad y, especialmente de la indisolubilidad absoluta  del matrimonio sacramental, rato y consumado entre bautizados. La introducción generalizada en los ordenamientos legislativos de lo que el Concilio Vaticano II denomina “la epidemia del divorcio”, dio origen a un progresivo oscurecimiento en la conciencia social, sobre el valor de lo que constituyo durantes siglos una conquista para la humanidad. La Iglesia primitiva logro, no ya sacralizar o cristianizar la concepción romana del matrimonio, sino devolver esta institución a sus orígenes, de acuerdo con la explicita voluntad de Jesucristo. Lo primero que hace la Iglesia, guiada por el Evangelio y por las explicitas
 enseñanzas de Cristo, es reconducir al matrimonio a sus principios, consciente de que “el mismo Dios es el autor del matrimonio, al que ha dotado con bienes y fines varios”. Era consciente de que la importancia de esa institución natural “es muy grande para la continuación del género humano, para el bienestar personal de cada miembro de la familia y su suerte eterna, para la dignidad, estabilidad, paz y prosperidad de la misma familia y de toda la sociedad humana” (Gaudium et spes).

El matrimonio, institución del amor conyugal, ante otro tipo de uniones

La realidad natural del matrimonio esta contemplada en las leyes canónicas de la Iglesia. La ley canónica describe en sustancia el ser del matrimonio de los bautizados, tanto en su momento in fieri –el pacto conyugal- como en su condición de estado permanente en el que se ubican las relaciones conyugales y familiares. La jurisdicción eclesiástica sobre el matrimonio es decisiva y representa una autentica salvaguarda de los valores familiares.

Se habla con frecuencia del amor como base del matrimonio y de éste como una comunidad de vida y de amor, pero no se afirma claramente su condición de institución. El matrimonio es institución. No advertir esto puede generar un grave equivoco entre matrimonio cristiano y las uniones de hecho.

Dios ha querido que el pacto conyugal del principio, el matrimonio de la Creación, sea signo permanente de la unión de Cristo con la Iglesia y sea por ello verdadero sacramento de la Nueva Alianza. Esa sacramentalidad no es algo añadido o extrínseco al ser natural del matrimonio, sino que es el mismo matrimonio querido indisoluble por el Creador, el que es elevado a sacramento por la acción redentora de Cristo. Los bautizados no se presentan ante la Iglesia solo para celebrar una fiesta mediante unos ritos especiales, sino para contraer un matrimonio para toda la vida, que es un sacramento de la Nueva Alianza. Por este sacramento participan en el misterio de la unión con Cristo y la Iglesia y expresan su unión íntima e indisoluble.

IV.       GUIAS CRISTIANAS DE ORIENTACION
PLANTEAMIENTO BASICO DEL PROBLEMA: “AL PRINCIPIO NO FUE ASI”

A la hora de efectuar una reflexión cristiana de los signos de los tiempos ante el aparente oscurecimiento, en el corazón de algunos de nuestros contemporáneos, de la verdad profunda del amor humano, conviene acercarse a las aguas puras del Evangelio.

“Y se le acercaron unos fariseos que para ponerle a prueba le dijeron: ¿puede uno repudiar a su  mujer por un motivo cualquiera? El respondió: ¿no habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y hembra y que dijo: por eso dejara el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne? De manera que ya no son dos sino una sola carne. Pues bien lo que Dios unió que no lo separe el hombre. Dícenle: “pues ¿Por qué Moisés prescribió dar acta de divorcio y repudiarla? Díceles: Moisés teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no fue así” (Mt 19, 3-8).

La concesión de Moisés traduce la presencia del pecado, que adopta la forma de una ·duritia cordis”. Hoy quizás mas que en otros tiempos es necesario tener en cuenta este obstáculo de la inteligencia, endurecimiento de la voluntad, fijación de las pasiones, que es la raíz escondida de muchos de los factores de fragilidad que influyen en la difusión de las uniones de hecho.


Uniones de hecho, factores de fragilidad y gracia sacramental

El matrimonio es una institución natural cuyas características esenciales pueden ser reconocidas por la inteligencia, más allá de las culturas. Este reconocimiento es también de orden moral. La naturaleza humana no siempre alcanza a reconocer con claridad las verdades inscritas por Dios en su corazón. De aquí que el testimonio cristiano en el mundo, la Iglesia y su Magisterio sean una enseñanza y un testimonio vivos en medio del mundo. Es también importante señalar la verdadera y propia necesidad de la gracia para que la vida matrimonial se desarrolle en su auténtica plenitud.

Hay que distinguir diversos elementos entre estos factores de fragilidad que dan origen a esas uniones de hecho, caracterizadas por el “amor libre”, que omite o excluye la vinculación propia y característica del amor conyugal. Hay que considerar a quienes son empujados a las uniones de hecho por la extrema ignorancia y pobreza, a veces por condicionamientos debidos a situaciones de injusticia o por una cierta inmadurez psicológica que les hace sentir la incertidumbre o el temor de ligarse con un vinculo estable y definitivo.

Cualesquiera que sean las causas que las originan, esas uniones comportan serios problemas pastorales, por las graves consecuencias religiosas y morales que se derivan (perdida del sentido religioso del matrimonio visto a la luz de la Alianza de Dios con su pueblo, privación de la gracia del sacramento, grave escándalo), así como también por las consecuencias sociales (destrucción del concepto de familia, disminución del sentido de fidelidad, traumas psicológicos en los hijos, reafirmación del egoísmo). La Iglesia se muestra sensible a la proliferacion de esos fenómenos de uniones no matrimoniales debido a la dimension moral y pastoral del problema.

Testimonio del matrimonio cristiano

Es preciso profundizar en los aspectos positivos del amor conyugal de modo que se vuelva a inculturar la verdad del Evangelio. El sujeto de esta nueva evangelización de la familia son las familias cristianas, porque son ellas las primeras evangelizadoras de la buena noticia del amor hermoso, no solo con su palabra sino con su testimonio personal. Urge redescubrir el valor social de la maravilla del amor conyugal.

“La familia cristiana esta inserta en la Iglesia, pueblo sacerdotal, mediante el sacramento del matrimonio, en el cual esta enraizada y de la que se alimenta, es vivificada continuamente por el Señor y es llamada e invitada al dialogo con Dios mediante la vida sacramental, el ofrecimiento de la propia vida y la oración. Este es el cometido sacerdotal que la familia cristiana puede y debe ejercer en íntima comunión con toda la Iglesia, a través de las realidades cotidianas de la vida conyugal y familiar. De esta manera la familia cristiana es llamada a santificarse y santificar a la comunidad eclesial y al mundo” (Juan Pablo II, Familiaris consortio).

La presencia de los matrimonios cristianos en los múltiples ambientes de la sociedad es un modo de mostrar al hombre contemporáneo la real posibilidad de reencuentro del ser humano consigo mismo, de ayudarle a comprender la realidad de una subjetividad plenamente realizada en el matrimonio en Cristo Señor. Es preciso poder responder: vengan y vean nuestro matrimonio, nuestra familia. En razón de una consciente elección de fe y vida, resultan en medio de sus contemporáneos, como el fermento en la masa, como la luz en medio de las tinieblas.

Adecuada preparación al matrimonio

El Magisterio de la Iglesia, sobre todo a partir del Concilio Vaticano II, se ha referido a la importancia e insustituibilidad de la preparación al matrimonio en la pastoral ordinaria. Esta preparación no puede reducirse a una mera información sobre lo que es el matrimonio para la Iglesia, sino que debe ser verdadero camino de formación de las personas, basado en la educación en la fe y en las virtudes. La preparación al matrimonio, a la vida conyugal y familiar es de gran importancia para el bien de la Iglesia. El sacramento del matrimonio tiene gran valor para toda la comunidad cristiana y en primer lugar para los esposos, cuya decisión no se puede dejar a la improvisacion o a elecciones apresuradas.

Hoy se asiste a una acentuada descomposición de la familia y a una cierta corrupción de los valores del matrimonio. El problema de la preparación para el sacramento del matrimonio y para la vida conyugal, surge como una gran necesidad pastoral. Por el bien de los esposos, para toda la comunidad cristiana y para la sociedad.

En la actualidad muchos jóvenes (en parte por una visión antropológica pesimista, desestructurante, disolvente de la subjetividad) ponen en duda la posibilidad misma de una donación real en el matrimonio que de origen a un vínculo fiel, fecundo e indisoluble. Fruto de esta visión es el rechazo de la institucion matrimonial como una realidad ilusoria, a la que solo podrían acceder personas con una preparación muy especial. De aquí la importancia de una educación cristiana en una noción recta y realista de la libertad en relación al matrimonio, como capacidad de escoger y encaminarse a ese bien que es la donación matrimonial.

Catequesis familiar

Es muy importante la acción de prevención mediante la catequesis familiar. El testimonio de las familias cristianas es insustituible, tanto con los propios hijos como en medio a la sociedad en la que viven. No solo los pastores deben defender a la familia sino las mismas familias que deben exigir el respeto de sus derechos y de su identidad. Debe subrayarse el importante lugar que en la pastoral familiar representan  las catequesis familiares, en las que de modo orgánico, completo y sistemático se afrontan las realidades familiares y, sometidas al criterio de la fe, esclarecidas con la Palabra de Dios interpretada eclesialmente en fidelidad al Magisterio de la Iglesia por pastores legítimos y competentes que contribuyan en un proceso catequetico, a la profundización de la verdad salvifica sobre el hombre. Se debe hacer un esfuerzo para mostrar la racionalidad y la credibilidad del Evangelio sobre el matrimonio y la familia, reestructurando el sistema educativo de la Iglesias.

Medios de comunicación

En nuestros días la crisis de los valores familiares y de la noción de familia en los ordenamientos estatales y en los medios de transmisión de la cultura hace necesario un especial esfuerzo de presencia d e los valores familiares en los medios de comunicación. Existe gran influencia de estos medios en la pérdida de sensibilidad social ante situaciones de adulterio, divorcio, uniones de hecho, así como la perniciosa deformación en los “valores” (disvalores) que dichos medios presentan como propuestas normales de vida.


Compromiso social

Para muchos cuya subjetividad ha sido ideológicamente demolida, el matrimonio resulta impensable, la realidad matrimonial no tiene ningún significado. La equiparación a la familia de las uniones de hecho supone una alteración del ordenamiento hacia el bien común de la sociedad y comporta un deterioro de la institución matrimonial fundada en el matrimonio. Es un mal para las personas, las familias y las sociedades. Lo políticamente posible y su evolución en el tiempo no puede resultar desvinculado de los principios últimos de la verdad sobre la persona humana, que tiene que inspirar actitudes, iniciativas concretas y programas de futuro. Resulta conveniente la crítica al “dogma” de la conexión indisociable entre democracia y relativismo ético que se encuentra en la base de muchas iniciativas legislativas que buscan la equiparación de las uniones de hecho con la familia.

Es hoy en día más necesario manifestar en testimonios creíbles, la interior credibilidad de la verdad sobre el hombre que esta en la base de la institución del amor conyugal. El matrimonio a diferencia de cuanto ocurre con los otros sacramentos, pertenece a la economía de la Creación, se inscribe en una dinámica natural en el género humano.

Atención y cercanía pastoral

Es legítima la comprensión por la problemática existencial de las personas que viven en uniones de hecho. Algunas de estas situaciones deben suscitar verdadera y propia compasión. El respeto por la dignidad de las personas no esta sometido a discusión, sin embargo, la comprensión de las circunstancias y el respeto de las personas no equivalen a una justificación. Se trata de subrayar que la verdad es un bien esencial de las personas y factor de autentica libertad, que de la afirmación de la verdad no resulte ofensa, sino sea forma de caridad y que se acompañe con la paciencia y la bondad de la cual el Señor mismo ha dado ejemplo en su trato con los hombres. Los cristianos deben tratar de comprender los motivos personales, sociales, culturales e ideológicos de la difusión de las uniones de hecho. Una pastoral inteligente y discreta puede en ciertas ocasiones favorecer la recuperación institucional de alguna de estas uniones. Las personas que se encuentran en estas situaciones deben ser tenidas en cuenta, de manera particularizada y prudente, en la pastoral ordinaria de la comunidad eclesial, una atención que comporta cercanía, atención  a los problemas y dificultades derivados, dialogo paciente y ayuda concreta, especialmente en relación a los hijos. La prevención es en este aspecto de la pastoral, una actitud prioritaria.

CONCLUSION

La sabiduría de los pueblos ha sabido reconocer a lo largo de los siglos el ser y la misión fundamental e insustituible de la familia fundada en el matrimonio. La familia es un bien necesario e imprescindible para la sociedad, que tiene un verdadero y propio derecho, en justicia, a ser reconocida, protegida y promovida por el conjunto de la sociedad. Ante el fenómeno social de las uniones de hecho, la mera y simple cancelación del problema mediante la falsa solución de su reconocimiento o incluso equiparándolas a las familias fundadas en el matrimonio, además de resultar en perjuicio del matrimonio, supone un profundo desconocimiento de la verdad antropológica del amor humano entre un hombre y una mujer y su indisociable aspecto de unidad estable y abierta a la vida. Este desconocimiento es aun mas grave cuando se ignora la esencial y profunda diferencia entre el amor conyugal del que surge la institución matrimonial y las relaciones homosexuales.

La inadecuada valoración del amor conyugal y de su intrínseca apertura a la vida, con la inestabilidad de la vida familiar que ello comporta es un fenómeno social que requiere un adecuado discernimiento por parte de todos los que se sienten comprometidos con el bien de la familia y especialmente por parte de los cristianos. Se trata de reconocer las verdaderas causas de tal estado de cosas y no de ceder ante presiones demagógicas de grupos de presión que no tienen en cuenta el bien común de la sociedad. La Iglesia Católica en su seguimiento de Cristo Jesús, reconoce en la familia y en el amor conyugal un don de comunión de Dios misericordioso con la humanidad, un tesoro precioso de santidad y gracia que resplandece en medio del mundo. Invita a cuantos luchan por la causa del hombre a unir esfuerzos en la promoción de la familia y de su intima fuente de vida que es la unión conyugal.

MENSAJE DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
PARA LA CELEBRACION DE LA JORNADA MUNDIAL POR LA PAZ
1 DE ENERO DEL 2001

DIALOGO NTRE LAS CULTURAS PARA UNA CIVILIZACION DEL AMOR Y LA PAZ

Al inicio de un nuevo milenio se hace mas viva la esperanza que las relaciones entre los hombres se inspiren cada vez más en el ideal de una fraternidad verdaderamente universal. El valor de la fraternidad esta proclamado por las grandes “cartas” de los derechos humanos, ha sido puesto de manifiesto por grandes instituciones internacionales, es particular la ONU, y es requerido ahora mas que nunca por el proceso de globalización que une los destinos de la economía, de la cultura y de la sociedad. En la revelación de Dios en Cristo, este principio esta expresado con extrema radicalidad: “Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1 Jn 4, 8).

La humanidad empieza esta nueva etapa de su historia con heridas aun abiertas; esta marcada en muchas regiones por sangrientos conflictos; conoce la dificultad de una solidaridad más difícil en las relaciones entre los hombres de diferentes culturas y civilizaciones, cada vez mas cercanas e interactivas sobre los mismos territorios. Cuan difícil es conciliar las razones d los contendientes cuando los ánimos están exasperados por antiguos odios. No menos peligrosa seria la incapacidad de afrontar con sabiduría los problemas suscitados por la nueva organización que la humanidad va asumiendo debido a la aceleración de los procesos migratorios y de la convivencia nueva que surge entre personas de diversas culturas y civilizaciones.

Me ha parecido urgente invitar a los creyentes en Cristo y a todos los hombres de buena voluntad, a reflexionar sobre el dialogo entre las diferentes culturas y tradiciones de los pueblos, indicando el camino necesario para la construcción de un mundo reconciliado, capaz de mirar con serenidad al propio futuro.

El hombre y sus diferentes culturas

Cada una de las culturas se diferencia de las otras por su específico itinerario histórico y por los consiguientes rasgos característicos que la hacen única, original y orgánica en su propia estructura. La cultura es expresión cualificada del hombre y de sus vicisitudes históricas, a nivel individual como colectivo.

Las culturas se caracterizan por algunos elementos estables y duraderos y por otros dinámicos y contingentes. En la mayor parte de los casos las culturas se desarrollan sobre territorios concretos, cuyos elementos geográficos, históricos y étnicos se entrelazan de modo original e irrepetible. Este “carácter típico” de cada cultura se refleja en las personas que la tienen, en un dinamismo continuo de influjos en cada uno de los sujetos humanos y de las aportaciones que estos según su capacidad y su genio, dan a la propia cultura. Ser hombre significa necesariamente, existir en una determinada cultura. Cada persona esta marcada por la cultura que respira a través de la familia y los grupos humanos con los que entra en contacto, por medio de los procesos educativos y las influencias ambientales mas diversas y de la misma relación fundamental que tiene con el territorio en el que vive. No hay ningún determinismo sino una constante dialéctica entre la fuerza de los condicionamientos y el dinamismo de la libertad.


Formación humana y pertenencia cultural

La acogida de la propia cultura como elemento configurador de la personalidad, especialmente en la primera fase del crecimiento, es un dato de experiencia universal. Sin este enraizamiento la persona correría el riesgo de verse expuesta a un exceso de estímulos contrastantes que no ayudarían al desarrollo  sereno y equilibrado. Sobre la base de esta relación fundamental con los propios orígenes – a nivel familiar, territorial, social y cultural – es donde se desarrolla en las personas el sentido de “patria”, y la cultura tiende a asumir una configuración “nacional”. Se trata de un proceso natural en el cual las instancias sociológicas y psicológicas actúan entre si, con  efectos normalmente positivos y constructivos. El amor patriótico es un valor a cultivar, pero sin restricciones de espíritu y evitando las manifestaciones patológicas que se dan cuando el sentido de pertenencia asume tonos de auto exaltación y de exclusión de la diversidad, desarrollándose en formas nacionalistas, racistas y xenófobas.

Para que el sentido de pertenencia cultural no se transforme en cerrazón, es importante el conocimiento sereno, no condicionado por prejuicios negativos, de las otras culturas. Frecuentemente las culturas muestran elementos comunes significativos. La Iglesia esta convencida de que por encima de todos los cambios a lo largo de la historia, hay muchas cosas que no cambian. Esta continuidad esta basada en características esenciales y universales del proyecto de Dios sobre el hombre. Las diferencias culturales han de ser comprendidas desde la perspectiva de la unidad del género humano, a la luz del cual es posible entender el significado profundo de las mismas diferencias.

Diversidad de culturas y respeto reciproco

Todavía hoy en diversas partes del mundo se constata la polémica consolidación de algunas identidades culturales contra otras culturas. Ante esta situación todo hombre de buena voluntad debe preguntarse sobre las orientaciones éticas fundamentales que caracterizan la experiencia cultural de una determinada comunidad. La autenticidad de cada cultura humana, la solidez de su orientación moral se pueden medir por su razón de ser a favor del hombre y en la promoción de su dignidad a cualquier nivel.

Si es preocupante la radicalización de las identidades culturales que se vuelven impermeables a cualquier influjo externo beneficioso, lo es también la servil aceptación de las culturas o de algunos de sus aspectos como modelos culturales del mundo occidental que desconectados de su ambiente cristiano, se inspiran en una concepción secularizada y atea de la vida y en formas de individualismo radical. Es un fenómeno sostenido por poderosas campañas de los medios de comunicación que proponen estilos de vida, proyectos sociales y económicos y una visión general de la realidad que erosiona internamente organizaciones culturales distintas y civilizaciones nobilísimas. Los modelos culturales de Occidente son fascinantes y atrayentes pero muestran un progresivo empobrecimiento humanístico, espiritual y moral. La cultura que los produce pretende realizar el bien del hombre prescindiendo de Dios, supremo Bien. “Sin  el Creador -advierte el Concilio Vaticano II- la criatura se diluye”. Una cultura que rechaza a Dios pierde la propia alma y se desorienta transformándose en una cultura de muerte.

Dialogo entre culturas

Las culturas elaboradas por los hombres y al servicio de los hombres, se modelan con los dinamismos típicos del dialogo y de la comunión. Sobre la base de la unidad de la familia humana, salida de las manos de Dios, que “creó, de un solo principio todo el linaje humano” (Hch 17, 26)

El dialogo entre las culturas surge como una exigencia intrínseca de la naturaleza misma del hombre y de la cultura. Las culturas encuentran en el dialogo la salvaguarda de su carácter peculiar y de la reciproca comprensión y comunión. El concepto de comunión, que en la revelación cristiana tiene su origen y modelo sublime en Dios uno y trino (Jn 17, 11.21), no supone un anularse en la uniformidad o una forzada asimilación; es mas bien expresión de la convergencia de una multiforme variedad y se convierte en signo de riqueza y promesa de desarrollo.

El diálogo lleva a reconocer la riqueza de la diversidad y dispone los ánimos a la reciproca aceptación, en la perspectiva de una autentica colaboración, que responde a la vocación a la unidad de toda la familia humana. El dialogo es un instrumento para realizar la civilización del amor y de la paz, “ideal en el que había que inspirar la vida cultural, social, política y económica de nuestro tiempo” (Paulo VI). Es urgente proponer de nuevo la vía del dialogo a un mundo marcado por conflictos y violencias, desalentado e incapaz de escrutar los horizontes de la esperanza y la paz.

Potencialidades y riesgos de la comunicación global

Se vive en la era de la comunicación global, que esta plasmando la sociedad según  nuevos modelos culturales. La información precisa y actualizada (imágenes y palabras) es prácticamente accesible a todos, en cualquier parte del mundo.

Este fenómeno ofrece múltiples potencialidades pero presenta algunos aspectos negativos y peligrosos. El hecho que un número reducido de países detente el monopolio de las “industrias” culturales, distribuyendo sus productos en cualquier lugar del mundo a un público cada vez mayor, puede ser un potente factor de erosión de las características culturales. Son productos que pueden provocar en los receptores efectos de expropiación y pérdida de identidad.

Desafío de las migraciones

El éxodo de grandes masas de una región a otra del planeta, tiene como consecuencia la mezcla de tradiciones y costumbres diferentes. La acogida a los migrantes y su capacidad de integrarse en el nuevo ambiente humano representan otras tantas medidas para valorar la calidad del dialogo entre las diferentes culturas.

No es fácil encontrar organizaciones y ordenamientos que garanticen, de manera equilibrada y ecuánime, los derechos y deberes, tanto de quien acoge como de quien es acogido.   Históricamente, los procesos migratorios han tenido lugar de maneras muy distintas y con resultados diversos.   Son muchas las civilizaciones que se han desarrollado y enriquecido precisamente por las aportaciones de la inmigración.   En otros casos, las diferencias culturales de autóctonos e inmigrados no se han integrado, sino que han mostrado la capacidad de convivir, a través del respeto recíproco de las personas y de la aceptación o tolerancia de las diferentes costumbres.   Lamentablemente perduran también situaciones en las que las dificultades de encuentro entre las diversas culturas no se han solucionado nunca y las tensiones han sido causa de conflictos periódicos.

En una materia tan compleja, no hay fórmulas “mágicas”; no obstante, es preciso indicar algunos principios éticos de fondo a los que hacer referencia.   Como primero entre todos se ha de recordar el principio según el cual los emigrantes han de ser tratados siempre con el respeto debido a la dignidad de toda persona humana.   A este principio ha de supeditarse incluso la debida consideración  al bien común cuando se trata de regular los flujos inmigratorios.   Se trata, pues, de conjugar la acogida que se debe a todos los seres humanos, en especial si son indigentes, con la consideración sobre las condiciones indispensables para una vida decorosa y pacífica, tanto para los habitantes originarios como para los emigrantes llevan consigo, han de ser respetadas y acogidas, en la medida en que no se contraponen a los valores éticos universales, inscritos en la ley natural, y a los derechos humanos fundamentales.

Respeto de las culturas y “fisonomía cultural” del territorio

Más difícil es determinar hasta dónde llega el derecho de los emigrantes al reconocimiento jurídico público de sus manifestaciones culturales específicas, cuando éstas no se acomodan fácilmente a las costumbres de la mayoría de los ciudadanos.   La solución de este problema, en el marco de una sustancial apertura, está vinculada a la valoración concreta del bien común en un determinado momento histórico y en una situación territorial y social concreta.   Mucho depende de que arraigue en todos una cultura de la acogida que, sin caer en la indiferencia sobre los valores, sepa conjugar las razones a favor de la identidad y del diálogo.
Por otro lado, como he indicado antes, se ha de valorar la importancia que tiene la cultura característica de un territorio para el crecimiento equilibrado de los que pertenecen a él por nacimiento, especialmente en sus fases evolutivas más delicadas.   Desde este punto de vista, puede considerarse plausible una orientación que tienda a garantizar en un determinado territorio un cierto “equilibrio cultural”, en correspondencia con la cultura predominante que lo ha caracterizado; un equilibrio que, aunque siempre abierto a las minorías y al respeto de sus derechos fundamentales, permita la permanencia y el desarrollo de una determinada “fisonomía cultural”, o sea, del patrimonio fundamental de lengua. Tradiciones y valores que generalmente se asocian a la experiencia de la nación y al sentido de la “patria”.

Es evidente que esta exigencia de “equilibrio”, respecto a la “fisonomía cultural” de un territorio no se puede lograr satisfactoriamente sólo con instrumentos legislativos, puesto que éstos carecerían de eficacia si no estuvieran fundados en el ethos de la población y, sobre todo, estarían destinados a cambiar naturalmente cuando una cultura perdiera de hecho su capacidad de animar un pueblo y un territorio, convirtiéndose en una simple herencia guardada en museos o monumentos artísticos y literarios.
En realidad, una cultura, en la medida en que es realmente vital, no tiene motivos para temer ser dominada, de igual manera que ninguna ley podrá mantenerla viva si ha muerto en el alma de un pueblo.   Por lo demás, en el plano del diálogo entre las culturas, no se puede impedir a uno que proponga a otro los valores en que cree, con tal de que se haga de manera respetuosa de la libertad y de la conciencia de las personas.   “La  verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra, con suavidad y firmeza a la vez, en las almas”


Conciencia de los valores comunes

El diálogo entre las culturas, instrumento privilegiado para construir la civilización del amor, se apoya en la certeza de que hay valores comunes a todas las culturas, porque están arraigados en la naturaleza de la persona.   En tales valores la humanidad expresa sus rasgos más auténticos e importantes.   Hace falta cultivar en las almas la conciencia de estos valores, dejando de lado prejuicios ideológicos y egoísmos partidarios, para alimentar ese humus cultural, universal por naturaleza, que hace posible el desarrollo fecundo de un diálogo constructivo.   También las diferentes religiones pueden y deben dar una contribución decisiva en este sentido.   La experiencia que he tenido tantas veces en el encuentro con representantes de otras religiones  - recuerdo en particular el encuentro de Asís de 1986 y el de la plaza San Pedro 1999 – me confirma en la confianza de que la recíproca apertura de los seguidores de las diversas religiones puede aportar muchos beneficios para la causa de la paz y del bien común de la humanidad.

El valor de la solidaridad

Ante las crecientes desigualdades existentes en el mundo, el primer valor que se debe promover cada vez más en las conciencias es ciertamente el de la solidaridad.   Toda sociedad se apoya sobre la base del vínculo originario de las personas entre sí, conformado por ámbitos relacionales cada vez más amplios  -  desde la familia y los demás grupos sociales intermedios – hasta los de la sociedad civil entera y de la comunidad estatal.   A su vez, los Estados no pueden prescindir de entrar en relación unos con otros.   La actual situación de interdependencia planetaria ayuda a percibir mejor el destino común de toda la familia humana, favoreciendo en toda persona reflexiva el aprecio por la virtud de la solidaridad

A este respecto, sin embargo, se debe notar que la progresiva interdependencia ha contribuido a poner al descubierto múltiples desigualdades, como el desequilibrio entre Países ricos y Países pobres; la distancia social, dentro de cada País, entre quien vive en la opulencia y quien ve ofendida su dignidad, porque le falta incluso lo necesario; el deterioro ambiental y humano, provocado y acelerado por el empleo irresponsable de los recursos naturales.   Tales desigualdades y diferencias sociales han ido aumentando en algunos casos, hasta llevar a los Países más pobres hacia una deriva imparable.

Una auténtica cultura de la solidaridad ha de tener, pues, como principal objetivo la promoción de la justicia.   No se trata sólo de dar lo superfluo a quien está necesitado, sino de “ayudar a pueblos enteros – que están excluidos o marginados -  a que entren en el círculo del desarrollo económico y humano.   Esto será posible no sólo utilizando  lo superfluo que nuestro mundo produce en abundancia, sino cambiando sobre todo los estilos de vida, los modelos de producción y de consumo, las estructuras consolidadas de poder que rigen hoy la sociedad.

El valor de la paz

La cultura de la solidaridad está estrechamente unida al valor de la paz, objetivo primordial de toda sociedad y de la convivencia nacional e internacional.   Sin embargo, en el camino hacia un mejor  acuerdo entre los pueblos son aún numerosos los desafíos que debe afrontar el mundo y que ponen a todos ante opciones inderogables.  El preocupante aumento de los armamentos, mientras no acaba de consolidarse el compromiso por la no proliferación de las armas nucleares, tiene el riesgo de alimentar y difundir una cultura de la competencia y la conflictualidad, que no implica solamente a los Estados, sino también a entidades no institucionales, como grupos paramilitares y organizaciones terroristas.
El mundo sigue sufriendo aún las consecuencias de guerras pasadas y presentes, las tragedias provocadas por el uso de minas antipersonales y por el recurso a las horribles armas químicas y biológicas.  ¿Y cómo olvidar el riesgo permanente de conflictos entre las naciones, de guerras civiles dentro de algunos Estados y de una violencia extendida, que las organizaciones internaciones y los gobiernos nacionales se ven casi impotentes para afrontar?  Ante tales amenazas, todos tienen  que sentir el deber moral de adoptar medidas concretas y apropiadas para promover la causa de la paz y la comprensión entre los hombres.

El valor de la vida

Un auténtico diálogo entre las culturas, además del sentimiento del mutuo respeto, no puede más que alimentar una viva sensibilidad por el valor de la vida.   La vida humana no puede ser considerada como un objeto del cual disponer arbitrariamente, sino como la realidad más sagrada e intangible que está presente en el escenario del mundo.   No puede haber paz cuando falta la defensa de este bien fundamental.   No se puede invocar la paz y despreciar la vida.   Nuestro tiempo es testigo de excelentes ejemplos de generosidad y entrega al servicio de la vida, pero también del triste escenario de millones de hombres entregados a la crueldad o a la indiferencia de un destino doloroso y brutal,   se trata de una trágica espiral de muerte que abarca homicidios, suicidios, abortos,  eutanasia, como también mutilaciones, torturas físicas y psicológicas, formas de coacción injusta, encarcelamiento arbitrario, recurso absolutamente innecesario a la pena de muerte, deportaciones, esclavitud, prostitución, compra-venta de mujeres y niños.  A esta relación se ha de añadir prácticas irresponsables de ingeniería genética, como la  clonación y la utilización de embriones humanos para la investigación, las cuales se quiere justificar con una ilegítima referencia a la libertad, al progreso de la cultura y a la promoción del desarrollo humano.   Cuando los sujetos más frágiles e indefensos de la sociedad sufren tales atrocidades, la misma noción de familia humana, basada en los valores de la persona,  de la confianza y del mutuo respeto y ayuda, es gravemente cercenada.   Una civilización basada en el amor y la paz debe oponerse a estos experimentos indignos del hombre

El valor de la educación

Para construir la civilización del amor, el diálogo entre las culturas debe tender a superar todo egoísmo etnocéntrico para conjugar la atención a la propia identidad con la comprensión de los demás y el respeto de la diversidad.   Es fundamental, a este respecto, la responsabilidad de la educación.   Ésta debe transmitir a los sujetos la conciencia de las propias raíces y ofrecerles puntos de referencia que les permitan encontrar su situación personal en el mundo.   Al mismo tiempo debe esforzarse por enseñar el respeto a las otras culturas.  Es necesario mirar más allá de la experiencia individual inmediata y aceptar las diferencias, descubriendo la riqueza de la historia de los demás y de sus valores.
El conocimiento de las otras culturas, llevado a cabo con el debido sentido crítico y con sólidos puntos de referencia ética, lleva a un mayor conocimiento de los valores y de los límites inherentes a la propia cultura y revela, a la vez, la existencia de una herencia común a todo el género humano.    Precisamente por esta amplitud de miras, la educación tiene una función particular en la construcción de un mundo más solidario y pacífico.   La educación puede contribuir a la consolidación del humanismo integral, abierto a la dimensión ética y religiosa, que atribuye la debida importancia al conocimiento y a la estima de las culturas y de los valores espirituales de las diversas civilizaciones.

El perdón y la reconciliación

Durante el Gran Jubileo la Iglesia ha vivido la llamada exigente de la reconciliación. El dialogo entre las culturas es a menudo difícil pues sobre el pesan guerras, conflictos, violencias y odios. Para superar estas barreras el camino es el del perdón y la reconciliación. En la perspectiva cristiana esta es la única vía para alcanzar la paz.

La mirada al Crucificado infunde la confianza de    que el perdón y la reconciliación pueden ser una práctica normal de la vida cotidiana y de toda la cultura, y una oportunidad para construir la paz y el futuro de la humanidad.

Una llamada a los jóvenes

Ustedes jóvenes son el futuro de la humanidad y las piedras vivas para construir la civilización del amor. En su energía y vitalidad y en su amor a Cristo se vislumbra un porvenir mas sereno y humano para el mundo.

Al sentirlos cerca, percibía un sentimiento profundo de gratitud al Señor por concederme contemplar el milagro de la universalidad de la Iglesia, de su catolicidad y de su unidad.

A través de ustedes he admirado la maravillosa conjunción de la diversidad en la unidad de la misma fe, de la misma esperanza y de la misma caridad como expresión de la esplendida realidad de la Iglesia, signo e instrumento de Cristo para la salvación del mundo y para la unidad del género humano.

El Evangelio los llama a reconstruir la originaria unidad de la familia humana, que tiene su fuente en dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Jóvenes los espera una tarea ardua y apasionante: ser hombres y mujeres capaces de solidaridad, de paz y de amor a la vida, en el respeto de todos.
Sed artífices de una nueva humanidad donde todos, miembros de una misma familia puedan vivir finalmente en paz.


Vaticano 8 Diciembre 2000

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