De manera especial
se dirige a los jóvenes que están para emprender su camino hacia el matrimonio
y la familia, con el fin de abrirles nuevos horizontes, ayudándoles a descubrir
la belleza y la grandeza de la vocación al amor y al servicio de la vida.
El bien
precioso del matrimonio y de la familia
Está íntimamente
convencida de que sólo con la aceptación del Evangelio se realiza de manera
plena toda esperanza puesta legítimamente en el matrimonio y en la familia.
Queridos por Dios
con la misma creación,(3) matrimonio y familia están internamente ordenados a
realizarse en Cristo(4) y tienen necesidad de su gracia para ser curados de las
heridas del pecado(5) y ser devueltos «a su principio»,(6) es decir, al
conocimiento pleno y a la realización integral del designio de Dios.
En un momento
histórico en que la familia es objeto de muchas fuerzas que tratan de
destruirla o deformarla, la
Iglesia , consciente de que el bien de la sociedad y de sí
misma está profundamente vinculado al bien de la familia,(7) siente de manera
más viva y acuciante su misión de proclamar a todos el designio de Dios sobre
el matrimonio y la familia, asegurando su plena vitalidad, así como su
promoción humana y cristiana, contribuyendo de este modo a la renovación de la
sociedad y del mismo Pueblo de Dios.
Situación de la familia en el mundo de hoy
La situación en que
se halla la familia presenta aspectos positivos y aspectos negativos: signo,
los unos, de la salvación de Cristo operante en el mundo; signo, los otros, del
rechazo que el hombre opone al amor de Dios.
En efecto, por una
parte existe una conciencia más viva de la libertad personal y una mayor
atención a la calidad de las relaciones interpersonales en el matrimonio, a la
promoción de la dignidad de la mujer, a la procreación responsable, a la
educación de los hijos; se tiene además conciencia de la necesidad de
desarrollar relaciones entre las familias, en orden a una ayuda recíproca
espiritual y material, al conocimiento de la misión eclesial propia de la
familia, a su responsabilidad en la construcción de una sociedad más justa.
Por otra parte no
faltan, sin embargo, signos de preocupante degradación de algunos valores
fundamentales: una equivocada concepción teórica y práctica de la independencia
de los cónyuges entre sí; las graves ambigüedades acerca de la relación de
autoridad entre padres e hijos; las dificultades concretas que con frecuencia
experimenta la familia en la transmisión de los valores; el número cada vez
mayor de divorcios, la plaga del aborto, el recurso cada vez más frecuente a la
esterilización, la instauración de una verdadera y propia mentalidad
anticoncepcional.
En la base de estos
fenómenos negativos está muchas veces una corrupción de la idea y de la
experiencia de la libertad, concebida no como la capacidad de realizar la
verdad del proyecto de Dios sobre el matrimonio y la familia, sino como una
fuerza autónoma de autoafirmación, no raramente contra los demás, en orden al
propio bienestar egoísta.
Viviendo en un
mundo así, bajo las presiones derivadas sobre todo de los medios de
comunicación social, los fieles no siempre han sabido ni saben mantenerse
inmunes del oscurecerse de los valores fundamentales y colocarse como
conciencia crítica de esta cultura familiar y como sujetos activos de la
construcción de un auténtico humanismo familiar.
Entre los signos
más preocupantes de este fenómeno, los Padres Sinodales han señalado en
particular la facilidad del divorcio y del recurso a una nueva unión por parte
de los mismos fieles; la aceptación del matrimonio puramente civil, en
contradicción con la vocación de los bautizados a «desposarse en el Señor; la
celebración del matrimonio sacramento no movidos por una fe viva, sino por
otros motivos; el rechazo de las normas morales que guían y promueven el
ejercicio humano y cristiano de la sexualidad dentro del matrimonio
La educación de la
conciencia moral que hace a todo hombre capaz de juzgar y de discernir los
modos adecuados para realizarse según su verdad original, se convierte así en
una exigencia prioritaria e irrenunciable.
Es la alianza con la Sabiduría divina la que
debe ser más profundamente reconstituida en la cultura actual. De tal Sabiduría
todo hombre ha sido hecho partícipe por el mismo gesto creador de Dios. Y es
únicamente en la fidelidad a esta alianza como las familias de hoy estarán en
condiciones de influir positivamente en la construcción de un mundo más justo y
fraterno.
El hombre imagen de Dios Amor
Dios ha creado al
hombre a su imagen y semejanza: llamándolo a la existencia por amor, lo
ha llamado al mismo tiempo al amor.
Dios es amor y vive
en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Creándola a su imagen y
conservándola continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad del hombre
y de la mujer la vocación y consiguientemente la capacidad y la responsabilidad
del amor y de la comunión. El amor es por tanto la vocación fundamental e
innata de todo ser humano.
En cuanto espíritu
encarnado, es decir, alma que se expresa en el cuerpo informado por un espíritu
inmortal, el hombre está llamado al amor en esta su totalidad unificada. El
amor abarca también el cuerpo humano y el cuerpo se hace partícipe del amor
espiritual
En consecuencia, la
sexualidad, mediante la cual el hombre y la mujer se dan uno a otro con los
actos propios y exclusivos de los esposos, no es algo puramente biológico, sino
que afecta al núcleo íntimo de la persona humana en cuanto tal. Ella se realiza
de modo verdaderamente humano, solamente cuando es parte integral del amor con
el que el hombre y la mujer se comprometen totalmente entre sí hasta la muerte.
La donación física total sería un engaño si no fuese signo y fruto de una
donación en la que está presente toda la persona, incluso en su dimensión
temporal; si la persona se reservase algo o la posibilidad de decidir de otra
manera en orden al futuro, ya no se donaría totalmente.
Esta totalidad,
exigida por el amor conyugal, corresponde también con las exigencias de una
fecundidad responsable, la cual, orientada a engendrar una persona humana,
supera por su naturaleza el orden puramente biológico y toca una serie de
valores personales, para cuyo crecimiento armonioso es necesaria la
contribución perdurable y concorde de los padres.
El único «lugar»
que hace posible esta donación total es el matrimonio, es decir, el pacto de
amor conyugal o elección consciente y libre, con la que el hombre y la mujer
aceptan la comunidad íntima de vida y amor, querida por Dios mismo, que sólo
bajo esta luz manifiesta su verdadero significado. La institución matrimonial
no es una ingerencia indebida de la sociedad o de la autoridad ni la imposición
intrínseca de una forma, sino exigencia interior del pacto de amor conyugal que
se confirma públicamente como único y exclusivo, para que sea vivida así la
plena fidelidad al designio de Dios Creador. Esta fidelidad, lejos de rebajar
la libertad de la persona, la defiende contra el subjetivismo y relativismo, y
la hace partícipe de la
Sabiduría creadora.
En efecto, mediante
el bautismo, el hombre y la mujer son inseridos definitivamente en la Nueva y Eterna Alianza, en la Alianza esponsal de Cristo
con la Iglesia. Y
debido a esta inserción indestructible, la comunidad íntima de vida y de amor
conyugal, fundada por el Creador, es elevada y asumida en la caridad esponsal
de Cristo, sostenida y enriquecida por su fuerza redentora.
En virtud de la
sacramentalidad de su matrimonio, los esposos quedan vinculados uno a otro de
la manera más profundamente indisoluble. Su recíproca pertenencia es
representación real, mediante el signo sacramental, de la misma relación de
Cristo con la Iglesia.
Los esposos son por
tanto el recuerdo permanente, para la Iglesia , de lo que acaeció en la cruz; son el uno
para el otro y para los hijos, testigos de la salvación, de la que el
sacramento les hace partícipes. De este acontecimiento de salvación el
matrimonio, como todo sacramento, es memorial, actualización y profecía; «en
cuanto memorial, el sacramento les da la gracia y el deber de recordar las
obras grandes de Dios, así como de dar testimonio de ellas ante los hijos; en
cuanto actualización les da la gracia y el deber de poner por obra en el
presente, el uno hacia el otro y hacia los hijos, las exigencias de un amor que
perdona y que redime; en cuanto profecía les da la gracia y el deber de vivir y
de testimoniar la esperanza del futuro encuentro con Cristo»
Al igual que cada
uno de los siete sacramentos, el matrimonio es también un símbolo real del
acontecimiento de la salvación, pero de modo propio. «Los esposos participan en
cuanto esposos, los dos, como pareja, hasta tal punto que el efecto primario e
inmediato del matrimonio (res et sacramentum) no es la gracia
sobrenatural misma, sino el vínculo conyugal cristiano, una comunión en dos
típicamente cristiana, porque representa el misterio de la Encarnación de Cristo
y su misterio de Alianza.
El contenido de la
participación en la vida de Cristo es también específico: el amor conyugal
comporta una totalidad en la que entran todos los elementos de la persona
—reclamo del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y de la afectividad,
aspiración del espíritu y de la voluntad—; mira a una unidad profundamente
personal que, más allá de la unión en una sola carne, conduce a no hacer más
que un solo corazón y una sola alma; exige la indisolubilidad y fidelidad de la
donación reciproca definitiva y se abre a la fecundidad (cfr. Humanae vitae,
9).
En una palabra, se
trata de características normales de todo amor conyugal natural, pero con un
significado nuevo que no sólo las purifica y consolida, sino que las eleva
hasta el punto de hacer de ellas la expresión de valores propiamente cristiano.
Los hijos, don preciosísimo del matrimonio
Según el designio
de Dios, el matrimonio es el fundamento de la comunidad más amplia de la
familia, ya que la institución misma del matrimonio y el amor conyugal están
ordenados a la procreación y educación de la prole, en la que encuentran su
coronación.
En su realidad más
profunda, el amor es esencialmente don y el amor conyugal, a la vez que conduce
a los esposos al recíproco «conocimiento» que les hace «una sola carne»,(35) no
se agota dentro de la pareja, ya que los hace capaces de la máxima donación
posible, por la cual se convierten en cooperadores de Dios en el don de la vida
a una nueva persona humana. De este modo los cónyuges, a la vez que se dan
entre sí, dan más allá de sí mismos la realidad del hijo, reflejo viviente de
su amor, signo permanente de la unidad conyugal y síntesis viva e inseparable
del padre y de la madre.
Al hacerse padres,
los esposos reciben de Dios el don de una nueva responsabilidad. Su amor
paterno está llamado a ser para los hijos el signo visible del mismo amor de
Dios, «del que proviene toda paternidad en el cielo y en la tierra».
Sin embargo, no se
debe olvidar que incluso cuando la procreación no es posible, no por esto
pierde su valor la vida conyugal. La esterilidad física, en efecto, puede dar
ocasión a los esposos para otros servicios importantes a la vida de la persona
humana, como por ejemplo la adopción, la diversas formas de obras educativas,
la ayuda a otras familias, a los niños pobres o minusválido
Matrimonio y virginidad
La virginidad y el
celibato por el Reino de Dios no sólo no contradicen la dignidad del
matrimonio, sino que la presuponen y la confirman. El matrimonio y la
virginidad son dos modos de expresar y de vivir el único Misterio de la Alianza de Dios con su
pueblo. Cuando no se estima el matrimonio, no puede existir tampoco la
virginidad consagrada; cuando la sexualidad humana no se considera un gran
valor donado por el Creador, pierde significado la renuncia por el Reino de los
cielos.
En efecto, dice
acertadamente San Juan Crisóstomo: «Quien condena el matrimonio, priva también
la virginidad de su gloria; en cambio, quien lo alaba, hace la virginidad más
admirable y luminosa. Lo que aparece un bien solamente en comparación con un
mal, no es un gran bien; pero lo que es mejor aún que bienes por todos
considerados tales, es ciertamente un bien en grado superlativo».
En la virginidad el
hombre está a la espera, incluso corporalmente, de las bodas escatológicas de
Cristo con la Iglesia ,
dándose totalmente a la
Iglesia con la esperanza de que Cristo se dé a ésta en la
plena verdad de la vida eterna. La persona virgen anticipa así en su carne el
mundo nuevo de la resurrección futura.
En virtud de este
testimonio, la virginidad mantiene viva en la Iglesia la conciencia del
misterio del matrimonio y lo defiende de toda reducción y empobrecimiento.
Haciendo libre de
modo especial el corazón del hombre,(40) «hasta encenderlo mayormente de
caridad hacia Dios y hacia todos los hombres»,(41) la virginidad testimonia que
el Reino de Dios y su justicia son la perla preciosa que se debe preferir a
cualquier otro valor aunque sea grande, es más, que hay que buscarlo como el
único valor definitivo.
Por esto, la Iglesia , durante toda su
historia, ha defendido siempre la superioridad de este carisma frente al del
matrimonio, por razón del vínculo singular que tiene con el Reino de Dios.
Aun habiendo
renunciado a la fecundidad física, la persona virgen se hace espiritualmente
fecunda, padre y madre de muchos, cooperando a la realización de la familia
según el designio de Dios.
Los esposos
cristianos tienen pues el derecho de esperar de las personas vírgenes el buen
ejemplo y el testimonio de la fidelidad a su vocación hasta la muerte. Así como
para los esposos la fidelidad se hace a veces difícil y exige sacrificio,
mortificación y renuncia de sí, así también puede ocurrir a las personas
vírgenes. La fidelidad de éstas incluso ante eventuales pruebas, debe edificar
la fidelidad de aquéllos.
Estas reflexiones
sobre la virginidad pueden iluminar y ayudar a aquellos que por motivos
independientes de su voluntad no han podido casarse y han aceptado
posteriormente su situación en espíritu de servicio.
MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA
¡Familia, sé
lo que eres!
En este sentido,
partiendo del amor y en constante referencia a él, el reciente Sínodo ha puesto
de relieve cuatro cometidos generales de la familia:
1) Formación de una comunidad de personas;
2) Servicio a la vida;
3) Participación en el desarrollo de la sociedad;
4) Participación en la vida y misión dela Iglesia
2) Servicio a la vida;
3) Participación en el desarrollo de la sociedad;
4) Participación en la vida y misión de
El amor entre el
hombre y la mujer en el matrimonio y, de forma derivada y más amplia, el amor
entre los miembros de la misma familia —entre padres e hijos, entre hermanos y
hermanas, entre parientes y familiares— está animado e impulsado por un
dinamismo interior e incesante que conduce la familia a una comunión
cada vez más profunda e intensa, fundamento y alma de la comunidad
conyugal y familiar.
Unidad indivisible de la comunión conyugal
La comunión primera
es la que se instaura y se desarrolla entre los cónyuges; en virtud del pacto
de amor conyugal, el hombre y la mujer «no son ya dos, sino una sola carne» y
están llamados a crecer continuamente en su comunión a través de la fidelidad
cotidana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total.
Una comunión indisoluble
La comunión
conyugal se caracteriza no sólo por su unidad, sino también por su
indisolubilidad: «Esta unión íntima, en cuanto donación mutua de dos personas,
lo mismo que el bien de los hijos, exigen la plena fidelidad de los cónyuges y
reclaman su indisoluble unidad».
Es deber
fundamental de la Iglesia
reafirmar con fuerza —como han hecho los Padres del Sínodo— la doctrina de la
indisolubilidad del matrimonio; a cuantos, en nuestros días, consideran difícil
o incluso imposible vincularse a una persona por toda la vida y a cuantos son
arrastrados por una cultura que rechaza la indisolubilidad matrimonial y que se
mofa abiertamente del compromiso de los esposos a la fidelidad, es necesario
repetir el buen anuncio de la perennidad del amor conyugal que tiene en Cristo
su fundamento y su fuerza.
Enraizada en la
donación personal y total de los cónyuges y exigida por el bien de los hijos,
la indisolubilidad del matrimonio halla su verdad última en el designio que
Dios ha manifestado en su Revelación: Él quiere y da la indisolubilidad del
matrimonio como fruto, signo y exigencia del amor absolutamente fiel que Dios
tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su Iglesia
Cooperadores del amor de Dios Creador
La fecundidad es el
fruto y el signo del amor conyugal, el testimonio vivo de la entrega plena y
recíproca de los esposos: «El cultivo auténtico del amor conyugal y toda la
estructura de la vida familiar que de él deriva, sin dejar de lado los demás
fines del matrimonio, tienden a capacitar a los esposos para cooperar con
fortaleza de espíritu con el amor del Creador y del Salvador, quien por medio
de ellos aumenta y enriquece diariamente su propia familia».
La fecundidad del
amor conyugal no se reduce sin embargo a la sola procreación de los hijos,
aunque sea entendida en su dimensión específicamente humana: se amplía y se
enriquece con todos los frutos de vida moral, espiritual y sobrenatural que el
padre y la madre están llamados a dar a los hijos y, por medio de ellos, a la Iglesia y al mundo.
Pero la Iglesia cree firmemente
que la vida humana, aunque débil y enferma, es siempre un don espléndido del
Dios de la bondad. Contra el pesimismo y el egoísmo, que ofuscan el mundo, la Iglesia está en favor de
la vida: y en cada vida humana sabe descubrir el esplendor de aquel «Sí», de
aquel «Amén» que es Cristo mismo.(84) Al «no» que invade y aflige al mundo,
contrapone este «Sí» viviente, defendiendo de este modo al hombre y al mundo de
cuantos acechan y rebajan la vida.
Por esto la Iglesia condena, como
ofensa grave a la dignidad humana y a la justicia, todas aquellas actividades
de los gobiernos o de otras autoridades públicas, que tratan de limitar de
cualquier modo la libertad de los esposos en la decisión sobre los hijos. Por
consiguiente, hay que condenar totalmente y rechazar con energía cualquier
violencia ejercida por tales autoridades en favor del anticoncepcionismo e
incluso de la esterilización y del aborto procurado.
Al mismo tiempo,
hay que rechazar como gravemente injusto el hecho de que, en las relaciones
internacionales, la ayuda económica concedida para la promoción de los pueblos
esté condicionada a programas de anticoncepcionismo, esterilización y aborto
procurado.
Madre, la Iglesia se hace cercana a
muchas parejas de esposos que se encuentran en dificultad sobre este importante
punto de la vida moral; conoce bien su situación, a menudo muy ardua y a veces
verdaderamente atormentada por dificultades de todo tipo, no sólo individuales
sino también sociales; sabe que muchos esposos encuentran dificultades no sólo
para la realización concreta, sino también para la misma comprensión de los
valores inherentes a la norma moral.
Pero la misma y
única Iglesia es a la vez Maestra y Madre. Por esto, la Iglesia no cesa nunca de
invitar y animar, a fin de que las eventuales dificultades conyugales se
resuelvan sin falsificar ni comprometer jamás la verdad.
Matrimonio y Eucaristía
El deber de
santificación de la familia cristiana tiene su primera raíz en el bautismo y su
expresión máxima en la
Eucaristía , a la que está íntimamente unido el matrimonio
cristiano. El Concilio Vaticano II ha querido poner de relieve la especial
relación existente entre la
Eucaristía y el matrimonio, pidiendo que habitualmente éste
se celebre «dentro de la Misa ».
Volver a encontrar
y profundizar tal relación es del todo necesario, si se quiere comprender y
vivir con mayor intensidad la gracia y las responsabilidades del matrimonio y
de la familia cristiana.
En cuanto
representación del sacrificio de amor de Cristo por su Iglesia, la Eucaristía es manantial
de caridad. Y en el don eucarístico de la caridad la familia cristiana halla el
fundamento y el alma de su «comunión» y de su «misión», ya que el Pan
eucarístico hace de los diversos miembros de la comunidad familiar un único
cuerpo, revelación y participación de la más amplia unidad de la Iglesia ; además, la
participación en el Cuerpo «entregado» y en la Sangre «derramada» de
Cristo se hace fuente inagotable del dinamismo misionero y apostólico de la
familia cristiana.
El futuro de la
humanidad se fragua en la familia!
Por consiguiente es
indispensable y urgente que todo hombre de buena voluntad se esfuerce por
salvar y promover los valores y exigencias de la familia.
A este respecto,
siento el deber de pedir un empeño particular a los hijos de la Iglesia. Ellos , que
mediante la fe conocen plenamente el designio maravilloso de Dios, tienen una
razón de más para tomar con todo interés la realidad de la familia en este
tiempo de prueba y de gracia.
Deben amar de manera
particular a la familia. Se trata de una consigna concreta y exigente.
Amar a la familia
significa saber estimar sus valores y posibilidades, promoviéndolos siempre.
Amar a la familia significa individuar los peligros y males que la amenazan,
para poder superarlos. Amar a la familia significa esforzarse por crear un
ambiente que favorezca su desarrollo.
Finalmente, una
forma eminente de amor es dar a la familia cristiana de hoy, con frecuencia
tentada por el desánimo y angustiada por las dificultades crecientes, razones
de confianza en sí misma, en las propias riquezas de naturaleza y gracia, en la
misión que Dios le ha confiado: «Es necesario que las familias de nuestro
tiempo vuelvan a remontarse más alto. Es necesario que sigan a Cristo».
Corresponde también
a los cristianos el deber de anunciar con alegría y convicción la «buena
nueva» sobre la familia, que tiene absoluta necesidad de escuchar siempre
de nuevo y de entender cada vez mejor las palabras auténticas que le revelan su
identidad, sus recursos interiores, la importancia de su misión en la Ciudad de los hombres y en
la de Dios.
Porque es a través
de ella como la familia puede llegar a la plenitud de su ser y a la perfección
del amor.
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