EL BIEN
MORAL COMO FIN DE LA VOLUNTAD :
LA VIDA FELIZ
La vida feliz como razón formal, ultima, universal y
necesaria del querer humano
La noción de fin último
o felicidad es el motivo o la razón formal universal a la que natural y necesariamente
responde en último termino todo querer deliberado. La felicidad o vida feliz es
el fin querido natural y necesariamente por todos y cada uno de los hombres.
Fin ultimo
significa bien querido por si mismo de modo absoluto, en razón del cual se quieren
todos los demás bienes.
La felicidad como razón
(ratio volendi) formal ultima y
natural del querer no es un bien concreto, de naturaleza material, espiritual o
ideal, que la persona se propone libremente como fin de sus actos, sino el
termino ultimo que corresponde, por naturaleza y no en virtud de una decisión
libre, a la intencionalidad básica y fundamental de todo el dinamismo
voluntario. Es el horizonte natural de la voluntad, al que queda necesariamente
referido todo lo que queremos y decidimos.
Hay una posibilidad
frente a la que no somos libres, a la que tendemos necesariamente porque en
cuanto posibilidad esta siempre incorporada. Esta posibilidad que “la voluntad
quiere por necesidad, con necesidad de inclinación natural” es la felicidad. La
felicidad en cuanto tal, esta siempre puesta en nosotros.
Santo Tomas la
describe con diversas expresiones: “ipsum
bonun absolute”, “bonum conveniens aprehensum”, “finis ultimus, ut beatitudo et
ea quate in ipsa includuntur”. “rationem appetibilitatis absolute”. Decir
que la vida feliz es el término de la inclinación natural de la voluntad,
significa que el hombre tiende, en virtud de su constitución tendencial
racional, no solo al bien, sino al bien completo y perfecto, a la plenitud del
bien.
La celebre definición
de Boecio dice que la felicidad es el “status
omnium bonorum aggregatione perfectus”. El objeto del deseo natural de la
voluntad es la consecución estable del bien totalmente perfecto, suficiente y
amable por si mismo, después del cual ningún bien queda por alcanzar.
La determinación de la esencia concreta de la vida
feliz y de su papel en la ética como problema filosófico
La “eudaimonia” aristotélica
Aristóteles puede
ser considerado sin duda como el más significativo representante del punto de
vista “antiguo” sobre la vida feliz.
Lo que Aristóteles
advierte es que todo arte, toda elección y toda acción mira siempre a algún
bien que nos parece digno de ser alcanzado o realizado. Surge la pregunta de si
existe un bien que sea, para la vida humana en cuanto tal, un fin. Si existiese
un bien tal, si existiese una obra propia del hombre en cuanto tal, su
realización seria lo que comúnmente se llama felicidad.
Aristóteles concibe
la felicidad no como un estado o una posibilidad de gozar el placer, sino como
una actividad perfecta buscada y realizada por si misma. La felicidad es la
vida feliz, la mejor, la más bella y la más agradable. Es preciso tener
presente su teoria de la acción inmanente que es en si misma fin o posesiva del
fin. La felicidad no es el producto de una actividad ni la consecuencia de una acción,
ni tampoco la conformidad de la acción con un criterio normativo externo. La
felicidad es la íntima esencia de un tipo de vida, la vida feliz, que es
concebida como posesión del bien humano, como actividad perfecta,
ininterrumpida y autosuficiente dentro de lo posible.
Aristóteles
considera que la vida feliz, en la medida en que depende de nosotros, es la
vida virtuosa, la vida conforme a la virtud. Puesto que lo que se llama vivir
bien, el bien humano y la vida feliz están en la perfección de la actividad
según la razón, que es lo que significa virtud,
“y si las virtudes son varias, según la mejor y la más perfecta”.
Aristóteles sostiene
con gran riqueza de argumentos que la felicidad perfecta es una actividad
contemplativa, la contemplación de las cosas “bellas y divinas”. Así es la
actividad de los dioses que sin obrar ni producir poseen la máxima
bienaventuranza con la sola contemplación. Así la vida de los dioses es toda
feliz; la de los hombres lo es en la medida en que tienen cierta semejanza de
la actividad divina; y de los demás seres vivos ninguno tiene la felicidad
porque no participan en modo alguno de la contemplación. Hasta donde se
extiende la contemplación se extiende la felicidad y los que tienen la facultad
de contemplar mas son los mas felices, no por accidente sino en razón de la
contemplación, pues esta de por si es preciosa. La felicidad consistirá en
contemplación.
Aristóteles
reconoce que la vida contemplativa “seria demasiado excelente para el hombre.
En cuanto hombre, no vivirá de esta manera, sino en cuanto hay en el algo
divino”. Aristóteles exhorta a cultivar ese elemento divino y a aspirar a inmortalizarnos,
pero habla enseguida de un tipo de vida feliz de “segunda clase” que es la vida
según las virtudes morales. Las actividades que a estas corresponden son
humanas. Esta segunda es una felicidad a medida humana, aunque Aristóteles
piensa que tampoco son muchos los que pueden alcanzarla ya que “la mayor parte de
los hombres viven a merced de sus pasiones, y de lo que es hermoso y
verdaderamente agradable no tienen noción”.
Aristóteles parece
pensar que la vida feliz contiene también elementos que no dependen enteramente
de la buena conducta del sujeto agente. La vida feliz es también un óptimo
ajuste entre hombre y mundo, comprendiendo este a las demás personas y a Dios.
Son precisos los bienes exteriores, la amistad y una actitud benévola de la divinidad
hacia los hombres, así como la disponibilidad de estos para acoger ese don.
Queda abierta la posibilidad de entender la vida feliz en un marco de
relaciones personales que obedecen a la lógica de la benevolencia y del amor.
La eudaimonia o vida feliz es la perfección
de la vida del ser racional. La felicidad es para Aristóteles la “intima
esencia de la praxis ética, es decir, según la recta razón”
El punto de vista de la "ética moderna"
La ética se elabora
desde el punto de vista del observador externo y del juez de las acciones
realizadas por otro; es una ética elaborada desde el punto de vista de la
tercera persona; aquella persona ha realizado tal acción, ¿esa acción es lícita
o ilícita? ¿Cómo justificamos que esa acción es lícita o ilícita, obligatoria o
prohibida?
Para la ética
moderna el problema de la vida feliz no se plantea, ni puede plantearse, porque
la vida feliz es un problema del sujeto agente en cuanto tal, cuyo razonamiento
es practico en cuanto que parte de un fin deseado. Pero la vida feliz no se
pone como problema al observador ni al juez del comportamiento externo de los demás.
El utilitarismo no
muestra interés por determinar de modo concreto que es la vida feliz, ni admite
en general que un cierto tipo de vida personal y privada pueda ser debido. Al
utilitarismo le interesa el concepto de felicidad solo en tanto que permite
justificar juicios sobre las acciones externas (utilitarismo de la acción) y
sobre las reglas de juicio (utilitarismo de la norma). Es una ética del juez,
en la que los criterios de juicio son justificados en virtud de un
procedimiento que hoy se llama teleológico o consecuentalista.
A las éticas
utilitaristas se contraponen las éticas deontologicas y de la justicia, que
permanecen igualmente dentro del punto de vista del observador. Tanto las primeras como a las segundas les interesa
únicamente fundamentar unas reglas para la convivencia civil, según las cuales
el hombre, como individuo libre y sujeto de deseos e intereses varios, pueda
conducir su vida y satisfacer sus necesidades sin dañar a los otros, o
perjudicando a unos pocos solo en la medida estrictamente necesaria para
obtener una situación social mejor para la mayoría. Lo que cada uno haga y el
tipo de vida que cada uno lleve dentro de los espacios que las reglas sociales
dejan libres, no interesa, no es un tema ético. Es un tema absolutamente
privado; cada uno es libre de concebir a su modo la felicidad y de dar a su
vida privada el rumbo que desee. La ética debe limitarse a determinar las
fronteras fuera de las cuales la actividad deja de ser privada.
Este enfoque recibe
un ulterior refuerzo por el hecho de que la sociedad es pluralista y en ella
conviven y cooperan individuos y grupos que tienen una concepción muy diferente
de lo que es la vida feliz. La disolución de la felicidad como tema ético esta
relacionada con la ideología del liberalismo, para la que la moral se
identifica con la moral social, con la justicia o con la acción externa
publica. Para ella la virtud es únicamente la disposición de acatar las reglas
sociales vigentes, deontológica o teleologicamente fundamentadas, cuyo fin no
es tanto contribuir a la felicidad del hombre cuanto limitar las consecuencias
negativas de la actual condición humana.
La “ética moderna”
pone de manifiesto dos problemas reales e importantes: el hecho de que elegir
el rumbo de la propia vida es por excelencia la tarea de la libertad y
responsabilidad personales, y el hecho de que la convivencia en una sociedad pluralista requiere un
conjunto de condiciones jurídicas de libertad que han de ser determinadas con
mucho cuidado. La ética es una disciplina filosófica que reflexiona, ante todo,
sobre lo que la persona delibera consigo misma cuando obra, sea en público o en
privado. En ambos casos lo importante es que la persona decide libremente. La ética
existe y tiene razón de ser porque en el ámbito de los fines y motivos y en el
de las cualidades del proceso deliberativo y decisional existe el bien y el
mal, la virtud y el vicio, como lo testimonia la experiencia moral.
Los problemas del “eudemonismo” según la ética moderna
La tesis del
liberalismo se apoya frecuentemente sobre una concepción subjetivista de la
felicidad. Su idea fundamental es que el juicio subjetivo, con el que la
persona considera si es feliz o no lo es, constituye una instancia ultima e
inapelable, porque sea lo que sea lo que nosotros pensaríamos si estuviésemos
en su lugar, cada hombre es el mejor y mas competente juez sobre la propia
felicidad. Esta tesis depende a su vez de otra, derivada del empirismo, según
la cual la felicidad es una realidad exclusivamente hedónica, es decir, la felicidad es la experiencia sensible de
“sentirse feliz”, de sentir satisfechas las propias necesidades y los propios
deseos.
Kant considera por
una parte, que la felicidad es un concepto indeterminado, un ideal de la
imaginación, que significa algo así como la suma de todos los placeres
sensibles. En cuanto indeterminado, no podría dar lugar a preceptos morales
objetivos y universalmente validos; en cuanto sensible, haría que la ética que
lo admitiese como principio de la decisión voluntaria fuese una ética
hedonista. Por otra parte, la felicidad así concebida es el termino de una
inclinación natural y necesaria de todo ser dotado de sensibilidad, y como tal
queda fuera del ámbito de lo moral y de lo meritorio, que consiste en referir
las acciones libres al deber y solo al deber. La conclusión que Kant extrae es que
la moralidad y felicidad son dos realidades heterogéneas y como tales deben ser
tenidas. Plantear el problema moral en términos de vida feliz llevara inevitablemente
a degradar la pureza y la universalidad del valor moral. La existencia de una
síntesis final entre esas dos realidades de diverso orden, moralidad y
felicidad, es vista por Kant como una necesidad racional. Y objetiva, en virtud
de la cual postula la existencia de Dios Remunerador y de la inmortalidad del
alma.
La concepción
kantiana de la relación entre felicidad y moralidad esta fuertemente
condicionada por la antropología sensualista del empirismo. La reacción
kantiana frente al sensualismo, justa y necesaria, tiene el defecto de separar
el bien del ser, y de tachar de hedonismo no solo a todo posible concepto de
felicidad, sino a toda ética “material”.
Kant alude algunos
problemas importantes. El primero es la indeterminación del concepto de
felicidad. Lo que Kant quiere afirmar es que la vida feliz no es susceptible de
una determinación verdadera y que por ello, no puede constituir el punto de
referencia de una moral que pretenda escapar al subjetivismo. Kant sostiene que
el ámbito moral resulta posible determinar lo que se debe hacer, pero no hay
reglas de conducta de validez universal para la consecución de la felicidad. No
es posible determinar universalmente que acciones son buenas para mí, para mi bienestar. La felicidad
como bienestar no tiene otra medida que el bienestar mismo, medida que es empírica
y siempre a posteriori.
El segundo problema
consiste en que referir las acciones morales a la felicidad haría que el hombre
consintiese al bien en cuanto “medio para”, y no porque es bueno, con lo que el
valor moral seria tratado instrumentalmente. Además las exigencias éticas quedarían
supeditadas a una condición subjetiva: si quieres alcanzar la felicidad compórtate
moralmente. La objeción depende enteramente de un concepto inexacto de felicidad.
La felicidad es la vida buena y feliz y no una meta externa o un resultado de
carácter extra-ético.
El tercer
problema es planteado por autores que no
dependen de Kant, y que acusan indiscriminadamente a todas las éticas que
hablan de la felicidad, de poner en ella el elemento constitutivo de la
eticidad de la acción humana, considerada desde el punto de vista del
observador. Estos autores entienden la felicidad como satisfacción integral del
sujeto, satisfacción que bien podría ser del orden espiritual. Consideran que
el concepto de felicidad, haría consistir el fundamento objetivo del valor
moral en la resonancia subjetiva del bien adquirido, erigida prácticamente en
valor absoluto, con lo que la vida moral quedaría viciada por el amor propio que,
en el mejor de los casos, seria amor propio espiritual (placer de la buena
conciencia, alegría del buen obrar buscada por si misma).
En resumen, la
moral kantiana es positiva si se la considera como reacción al concepto
indeterminado y hedónico de felicidad propio del utilitarismo, pero resulta
desenfocada con relación al concepto aristotélico de vida feliz.
La felicidad en la ética cristiana
La enseñanza de la
religión cristiana es que Dios ama al hombre, y lo ama hasta llegar a los
extremos de la Encarnación. Lo
ha creado por amor y lo ha destinado al amor (comunión de amor con Dios), a
participar en el amor divino que es beatificante. El cristiano esta llamado a
amar lo que Dios ama, a amar como Dios ama, a amar con el mismo amor con el que
Dios ama y a ser bienaventurado participando en la misma bienaventuranza de
Dios.
Es importante
distinguir entre la vida ultraterrena que realiza perfectamente la razón formal
de felicidad, y la vida terrena, que la realiza de manera imperfecta
(participativa e incoativa).
La enseñanza
cristiana acerca de la posibilidad y esencia de una perfecta felicidad
ultraterrena es conocida. Escribe Pablo: “Sabemos, que si la tienda de nuestra
mansión terrena se deshace, tenemos un edificio que es de Dios, una casa no hecha
por mano de hombre, sino eterna, en los cielos”. Interesa subrayar tres
elementos:
1)
La beatitud consiste en la visión
de Dios, visión amorosa, entrega de Dios al hombre y del hombre a Dios,
instante eterno en el que la fe y la esperanza quedan superadas, pero no así la
caridad, amor que vincula al hombre con la Bondad y Santidad Suma de Dios. Es la unión con la Santidad misma, unión que
supera toda bondad y moralidad que en la tierra es posible realizar.
2)
Dios es quien “ha preparado al
hombre para este fin”. La beatitud cristiana no es producto o resultado
exterior de la actividad humana; es una vida, la vida en Dios que El ha querido
donar libremente al hombre, destinándole a ella. Con lo que lo eleva por encima
de todas las posibilidades humanas.
3)
Vivirá esa vida quien entonces “se
encontrara vestido y no desnudo”. Esa vida feliz supera todo lo que el hombre
puede hacer, pero con sus acciones terrenas ha de hacerse digno de ella, ha de
merecerla. La merece creyendo a Dios, esperando en El y amándole debidamente, a
la vez que colabora con Dios para que ese amor inspire la vida terrena según la
virtud.
La ética cristiana
habla también de una felicidad terrena. La vida cristiana en la tierra es una
vida feliz en Cristo, aunque imperfectamente feliz si se la compara con la vida
del mas allá. La vida feliz en la tierra es la vida virtuosa. El cristianismo
opera una profunda transformación, al sostener que la máxima unión con Dios y
la máxima felicidad posible en la tierra consisten en el amor y en la especial
contemplación de Dios a El ligada. La
caridad, como perfección del amor, constituye la intima esencia de la vida
feliz terrena y con ella están conectadas las demás virtudes.
El amor cristiano
comporta el amor a los que yerran y a los que nos ofenden, el perdón. El perdón
y la caridad cristiana suponen una revolución del concepto de bien humano. Este
esta en el ser hijo del mismo Dios y en
el estar destinado a la misma vida en Dios. El hecho de que la más íntima
esencia de la vida feliz consista en el amor, en la caridad, hace posible la redención
final de una vida que parecía incorregible.
Para la ética
cristiana, el mal moral, “expresa un desafío a la ley divina y a la ley humana,
en tanto que esta es espejo de la ley divina; en consecuencia, consentir el mal
es querer ofender la ley”. El bien humano según la ética cristiana, consiste
esencialmente en el comportamiento moral, y solo por este se alcanza o se
pierde.
La vida buena no es
un asunto meramente humano, porque responde también a una llamada, a una
ordenación, que nace del amor divino y que al amor divino conduce: la vida
feliz en Dios. La ley de Dios que es amor exige una respetuosa respuesta y su transgresión
comporta una nueva responsabilidad, expresada a través de la noción de pecado. La vida feliz en Dios representa
lo mejor para el hombre, lo que en el fondo este siempre quiere. Pero a la vez,
es objetivamente digna de ser querida, en si misma y como contenido de la
llamada de Dios y por ello es también debida,
constituye un deber.
La vida feliz es la
vida mejor, e incluye la contemplación, la virtud (principalmente el amor) y de
modo consecuente el gozo.
Considerada en su relación
con la realización perfecta de la vida feliz, tal y como la concibe la ética
cristiana, la vida moral terrena aparece no solo como una disposición necesaria
para alcanzar la felicidad perfecta, sino como una participación que ya tenemos
en ella. Existe una relación intrínseca de participación entre la moralidad y
la felicidad. La vida feliz incluye dentro de si a las virtudes y es
inseparable de ellas, y la vez la vida moral es una vida feliz, tanto más feliz
cuanto la moralidad es masa excelente. Pues si es verdad que la vida moral no
exime de los sufrimientos y males de diverso orden (enfermedades, desgracias,
males, etc.) también es verdad que la virtud poseída en grado elevado hace que
la repercusión subjetiva de esos males sea la menor posible, limitándola a un
nivel periférico. Esto no implica necesariamente disminución del dolor, pero si
consigue dar un sentido positivo al dolor, sin degenerar en estados profundos y
centrales de desesperación, de fuga del mundo, de apreciación negativa de la
propia existencia, etc. La vida moralmente excelente es buena y perfecta en lo
principal (en la caridad y en las demás
virtudes), por lo que la resonancia subjetiva y consecuente de esa vida será,
en lo principal, de signo positivo, y no podría ser de otro modo. La moralidad
(la caridad, la contemplación a ella ligada, y las demás virtudes), y no el
sentimiento, es la causa y la medida objetiva de la vida feliz.
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