Comprende los
deberes de los inferiores con los superiores, y los deberes de quienes de algún
modo tienen autoridad con los que están bajo su jurisdicción.
Este mandamiento comprende
por tanto, no sólo los deberes de os hijos con sus padres, y de los inferiores
con los superiores, sino también los de los padres hacia los hijos y de los
superiores hacia los inferiores.
Todas estas
obligaciones constituyen una virtud, la piedad que, como explica Santo Tomás
(cfr.S. Th., II, q. 101, a. 3), es el hábito sobrenatural que inclina
a tributar a los padres, a la patria y a todos los que se relacionan con ellos,
el honor y el servicio debidos.
FUNDAMENTOS DE LA AUTORIDAD
El hombre está
destinado por Dios a vivir en sociedad, y donde varios viven juntos es
necesario que exista un orden; orden que supone que haya quien mande y quien
obedezca.
Al que manda se le llama
autoridad: en la vida familiar son los padres; en la vida civil los
gobernantes; en la Iglesia, la jerarquía eclesiástica.
La autoridad es
necesaria, sin ella no habría sociedad. Toda autoridad legítima viene
de Dios, pues siendo Dios el Creador
y Soberano Señor del universo, sólo a Él corresponde gobernar a los hombres.
Dios sin embargo,
no quiere hacer uso directamente de este derecho para mandar a los hombres en
su vida diaria, por eso se sirve de ellos mismos: delega en algunos su
autoridad y les confiere el poder de mandar a los demás;
los primeros en los que Dios delega su autoridad son los padres;
pero también se encuentran
investidos de poder todos los que, en la vida civil o eclesiástica, son
legítimos gobernantes.
Por eso nos dice con
claridad San pablo que “toda persona está sujeta a las autoridades superiores,
porque no hay potestad que no provenga de Dios, y Dios es el que ha establecido
las que hay en el mundo. Por lo cual, quien desobedece a las autoridades, a la
ordenación o voluntad de Dios desobedece” (Rom 13, 1-2).
Cabe aclarar que lo anterior
no significa que tal o cual gobernante sea enviado o representante de Dios,
sino que lo divino es la autoridad que ostenta, pues esa potestad que ejerce es
de ley natural.
DEBERES DE LOS HIJOS PARA CON LOS PADRES
1.
Obligaciones
Las obligaciones de los hijos con
sus padres pueden sintetizarse en el amor, el respeto, la obediencia y la ayuda
en sus necesidades.
Las razones por las que existe un
deber especial de los hijos hacia los padres son muy claras:
1)
de los padres recibieron la vida y muchos otros
beneficios;
2)
los padres, por ser la primera autoridad, representan a
Dios, y han sido encargados por El de educar a los hijos, ayudándolos a
conseguir su salvación.
a)
Amor
El primer deber de un hijo con sus padres es
amarlos, con un amor que se demuestre con obras.
Los hijos deben amar a sus padres con un amor que
ha de ser tanto interno como externo, es decir, no ha de limitarse a los hechos
sino que ha de proceder de lo profundo del corazón.
Vendido como esclavo por sus
hermanos, José estuvo cautivo en Egipto hasta que el Faraón lo elevó a la
dignidad de primer ministro del reino. Su anciano padre Jacob, creíale muerto
cuando le notificaron que su hijo vivía muy honrado y había salvado a Egipto
del hambre que asoló a la región. Salió Jacob de tierra de Canán y fue a Egipto
donde estaba su hijo. Premió José a su padre con la tierra de Gesén, y Jacob, a
la hora de su muerte, bendijo a su hijo. José gobernó a Egipto durante 80 años,
y fue la salvación de su familia y de su pueblo (cfr. Gen. 42-48).
Como en el
caso de José, el amor a los padres puede y debe crecer cada día a través de
pequeños detalles: el saludo por las mañanas y al final del día, al salir o al
llegar, informarlos de nuestras actividades, contarles con confianza nuestras
dificultades, conocer sus gustos y aficiones para complacerlos, y evitar todo
lo que les desagrada o entristece.
Otros detalles importante se
reflejan en las ayudas domésticas, prestando pequeños servicios, no aumentando
por desorden en lo personal el trabajo del hogar, etc.
No cumplen los
hijos con esta obligación primordial:
1)
Por falta de amor interno: si les tienen odio o los
menosprecian interiormente, si les desean males (por ejemplo, la muerte, para
vivir más libremente o recibir la herencia), si se regocijan en sus
adversidades, etc,.
2)
Por falta de amor externo: si los tratan con dureza, si
provocan su indignación o su ira, si les niegan el saludo o la palabra, si los
tratan con indiferencia, si no los honran con su comportamiento (al no estudiar
o trabajar lo debido, al entregarse a vicios o pecados), etc.
Es necesario también amarlos sobrenaturalmente, o
sea, deseando para ellos, los bienes eternos, la salvación de su alma.
Los hijos
tendrán, pues, obligación de rezar por sus padres, de procurarles los últimos
sacramentos, de aplicarles los sufragios debidos, etc.
No es infrecuente que haya
hijos que reciban más formación cristiana que sus padres, ya que estos no
tuvieron en su vida iguales oportunidades. En la medida de su edad y
posibilidades, tienen obligación de ayudarlos en su acercamiento a Dios.
b)
Respeto
El respeto a los padres se muestra en la sincera
veneración, cuando se habla con ellos y de ellos con reverencia. Sería una
falta de respeto despreciarlos, gritarles u ofenderlos de cualquier modo, o
avergonzarse de ellos.
Dice el Eclesiástico (3,9): “con obras, con
palabras y con toda paciencia honra a tu padre, para que venga sobre ti la
bendición”. TY el Deuteronomio (5,16): “honra a tu padre y a tu madre; maldito
sea quien no respete a su padre y a su madre”.
Ejemplo de respeto filial fue el de Salomón,
que al principio de su reinado lleno de esplendor, cuando fue a verlo su madre
Betsabeé, “el rey se levantó de su trono, le salió al encuentro, le hizo
profunda reverencia y sentóse en su trono; fue puesto un trono para la madre
del rey, que se sentó a su derecha” (III Re. 2,19).
Respetar a los padres es tratarlos con estima y
atención, demostrando nuestro cariño con hechos. No basta un respeto meramente
exterior, sino que es necesario que nuestros sentimientos interiores concuerden
con nuestras palabras y acciones.
Si advirtiéramos que tiene algún defecto o
rareza – particularmente cuando son mayores_, o que no hacen lo que deben,
debemos rezar, comprenderlos y disculparlos, ocultando sus defectos y tratando
de ayudarlos a superarlos, sin que jamás salga de nuestros labios una palabra
de critica.
No respeta a
sus padres el hijo que:
1)
habla mal de ellos o los desprecia;
2)
les echa en cara sus defectos;
3)
les dirige palabras altaneras, o bien los injuria o se
burla de ellos;
4)
los trata con palabras y acciones tales que les haría
parecer como iguales suyos, por la desfachatez o vulgaridad de las expresiones;
5)
no les da muestras usuales de cortesía.
c)
Obediencia
Mientras
permanezcan bajo la patria potestad, los hijos están en la obligación de
obedecer a sus padres en todo lo que
éstos puedan lícitamente mandarles. Así lo enseña explícitamente san
Pablo:”Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que esto es grato al Señor”
(Col 3,20).
Todo lo que los Evangelios
nos cuentan de la actitud de Jesús con sus padres puede resumirse en estas
palabras: “les estaba sujeto” (Lc 2,51); basta, además, recorrerlos con calma
para darnos cuenta de la gran abundancia de ejemplos y de enseñanzas que,
acerca de la obediencia, nos da el Señor: en la circuncisión, en la presentación
en el Templo, en la huida a Egipto, en el viaje a Jerusalén..., constante
sumisión de Nuestro señor a su Padre Eterno y a sus padres de la tierra.
La obediencia
debida a los padres obliga a cumplir sus órdenes, especialmente en lo referente
al cuidado de la propia salvación, y a la organización y orden de la casa.
Hay que obedecerles con
prontitud y diligencia, siempre que no sea pecado lo que mandan. La obediencia
exige esfuerzo porque es mucho más fácil ser “rebelde”, haciendo continuamente el
propio capricho. Para obedecer hace falta tener un corazón bueno y vencer el
egoísmo.
Pecan contra
la obediencia debida a los padres:
1)
quienes rechazan formalmente una indicación justa,
simplemente por provenir de la autoridad paterna;
2)
los que desobedecen en las cosas referentes al buen
gobierno de la casa;
3)
quienes se exponen a cometer pecado graves por no
seguir sus órdenes;
4)
el que desprecia
sus mandatos, cuando prescriben la obediencia a las leyes de Dios.
Hay sin
embargo, dos casos, en los que los hijos pueden sin pecar desobedecer a sus
padres:
1)
cuando mandan cosas contrarias a la Ley de Dios: p.ej.
mentir, omitir la Misa del domingo, a asistir aun espectáculo inmoral, etc.;
2)
en relación a la elección del estado, ya sea
oponiéndose al que recta y lícitamente quieren tomar, o ya sea obligándolos a
elegir uno determinado, todos pueden disponer de su vida como les plazca.
d)
Ayuda en las necesidades
Así como en
los años de la infancia los hijos no pueden valerse sin ayuda de sus padres,
puede ocurrir que en los días de su ancianidad no puedan los padres valerse por
sí mismos sin ayuda de sus hijos. En estos casos, es de justicia que los hijos
los socorran en todo lo que hayan menester.
Esta ayuda
lleva a atenderlos con solicitud en sus necesidades espirituales y materiales,
y pecaría contra este deber quien:
1)
los abandone, obligándolos a ejercer un oficio indigno
de su condición social;
2)
no los atienda en sus enfermedades, no trate de
consolarlos en sus aflicciones, o los abandone en la soledad (p.ej. internándolos
en un asilo y olvidándose de ellos);
3)
no les procure los auxilios espirituales en sus
enfermedades, ni se preocupen de que reciban a tiempo los últimos sacramentos.
Dios no puede
sino maldecir a los hijos que no se preocupan de sus padres.
“cuán infame es el que a su
padre desampara, y cómo es maldito de Dios aquel que exaspera a su madre”
(Eclo. 3,18);
“quien hiera a su padre o a
su madre, muera sin remedio, el que maldijere a su padre o a su madre, sea sin
remisión castigado de muerte” (Ex 21, 15-17)
Tristes ejemplos confirman
que Dios castiga a los hijos que no quieren a sus padres:
Cam, hijo de Noé, se burló
de su padre; éste lo maldijo y su maldición recayó sobre toda su descendencia
(cfr. Gen 9, 20-27);
Absalón se sublevó contra su
padre David; en la batalla el infortunado hijo perdió la vida cuando huía
vergonzosamente de las tropas enemigas, comandadas por su propio padre (cfr. II
Re, 18).
2.
Pecados por exceso en el amor a los padres
Cabe pecar contra la piedad
familiar no sólo por defecto (falta de amor, respeto, obediencia y ayuda), sino
también por exceso, con un desordenado amor a los padres y parientes, que lleve
a dejar incumplidos deberes más importantes.
Santo Tomás de Aquino nos
hace notar (cfr. S. TH., II-II, q. 101, a. 4) que la piedad con los padres no
consiste en honrarlos más que a Dios, y por tanto, si nos impide cumplir
nuestros deberes relacionados con Dios no sería verdadero acto de piedad.
Por ejemplo, pecaría por
amor desordenado aquel que no levara a efecto la vocación divina que Dios le
señala, por apego excesivo a sus padres.
Lo mismo puede decirse de quien por amor excesivo a
sus padres descuida sus deberes de estado (p. ej., el marido o la mujer que va
con exceso a la casa paterna, anteponiéndola a la suya propia; el estudiante
que por falta de fortaleza no resuelve por sí mismo sus problemas, sino que se
refugia en sus padres, etc.). podría decirse que, en estos casos, se padece del
vicio llamado vulgarmente “familitis”.
DEBERES DE LOS PADRES CON LOS HIJOS
1.
Deberes en general
Por derecho natural y
divino-positivo los padres tienen obligación de amar a sus hijos, atenderlos
corporal y espiritualmente, y procurarles un porvenir humano proporcionado su estado y condición.
Sabiéndose Tobías al final
de su vida, y para cumplir con su deber de padre, llamó a su hijo y le dijo:
“oye, hijo mío, las palabras de mi boca y asiéntalas como cimiento en tu
corazón. Luego que Dios hubiere recibido mi alma, da sepultura a mi cuerpo;
honra a tu madre todos los días de tu vida; ten a Dios en tu entendimiento toda
tu vida y guárdate de consentir jamás un pecado; da limosna de tu dinero; sé
misericordioso; nunca permitas que la soberbia reine en tu corazón ni en tus
palabras; a cualquiera que haya trabajado alguna cosa para ti, dale luego su
paga; guárdate de hacer a otro lo que no quisieras que otros te hagan a ti;
busca siembre el consejo del hombre sabio; alaba siempre en todo tiempo al
Señor” (Tob. 4, 3-5). Así Tobías cumplía con sus deberes de padre.
2.
Deberes en relación a la vida cristiana de los
hijos
Los padres no se han de limitar a
cuidar de las necesidades materiales de los hijos, sino sobre todo deben darles
una sólida formación humana y cristiana.
Para conseguirlo, además de rezar
por ellos, deben poner los medios eficaces: el ejemplo propio, los buenos
consejos, elección de escuelas apropiadas, vigilar discretamente las compañías,
etc.
Su deber se inicia con la
obligación de hacer que sean bautizados en las primeras semanas (CIC, c. 867
& 1), y se continúa, con la enseñanza de la fe y de la moral cristianas.
Cuando la mente infantil
comienza a abrirse, surge el deber de hablarles de Dios, de su bondad, su
providencia amorosa y de la obediencia que le debemos. En cuanto comienzan a
hablar hay que enseñarles a rezar, mucho antes que tengan edad de ir a la
escuela.
Actúan con desidia los
padres que pretenden delegar absolutamente en la escuela o en la parroquia la
formación cristiana de sus hijos. Corresponde a ellos la obligación fundamental
de proporcionar esta formación: “vuestro primer deber y vuestro mayor
privilegio como padres es el trasmitir a vuestros hijos la fe que vosotros
recibisteis de vuestros padres. El hogar debería ser la primera escuela de
oración” (Juan Pablo II, Homilía, 1-X-1979).
En virtud de este deber, el
episcopado latinoamericano no ha dudado en afirmar que la familia cristiana ha
de ser el “primer centro de evangelización” (Documento de Puebla, n. 617).
a)
El valor del ejemplo
Los padres
tienen del deber de no dar a sus hijos ningún mal ejemplo y sí en cambio de dar
ejemplo de virtud, convencidos de que en los niños, el ejemplo es más eficaz
que las palabras.
Cuiden de modo especial dar
buen ejemplo con su conducta moral, la templanza en la comida y en la bebida,
la prudencia y la delicadeza en el trato con los de la casa, el trabajo e
intenso aprovechamiento del tiempo, y la práctica de las normas de piedad.
Las virtudes que los padres
desean ver en sus hijos – diligencia, fortaleza, laboriosidad, etc. – han de
exigirlas yendo ellos mismos por delante. En un ambiente muelle y de excesos de
bienes materiales los hijos no pueden sino resultar carentes de virtudes
humanas. La mejor escuela católica no
puede suplir nunca el daño que causa un hogar laxo.
b)
La elección de estado
Otro
importante deber de los padres es el relacionado con la elección del estado de
vida por parte de los hijos.
Las decisiones que
determinan el rumbo de una vida ha de tomarlas cada uno personalmente con
libertad, sin coacción ni presión de ningún tipo. Esto no quiere decir que no
haga falta acudir al consejo de otras personas. Una parte de la prudencia
consiste precisamente en pedir consejo, para después actuar con
responsabilidad.
Los padres pueden y deben
prestar a sus hijos una ayuda preciosa, para que tomen las decisiones que los
van a hacer felices; unas veces los ayudarán con su consejo personal; otras,
animándolos a acudir a personas competentes.
Sin embargo su
intervención no ha de quitar la libertad de elección, ya que es un derecho
personal inalienable.
Señalaba al respecto Mons.
Escrivá de Balaguer: “los padres han de guardarse de la tentación de querer
proyectarse en sus hijos – de instruirlos según sus propias preferencias - han
de respetar las inclinaciones y aptitudes de cada uno” (Conversaciones, n 104).
Después de los consejos y las consideraciones oportunas, “han de retirarse con
delicadeza para que nada perjudique el gran bien de la libertad, que hace al
hombre capaz de amar y servir a Dios” (Ibid).
Estos criterios se han de aplicar especialmente
cuando los hijos toman la decisión de emplearse en el servicio de la Iglesia y
de las almas. En estos casos la actitud de los padres ha de ser todavía más
respetuosa. Además, en las familias cristianas, la vocación de entrega total a
Dios arraiga como consecuencia del ambiente sobrenatural de esa familia, y
siempre se ha recibido con alegría y con agradecimiento, no como una renuncia.
Los padres que
descuidan estos deberes pecan gravemente: se hacen cómplices de los pecados de
sus hijos y pueden llegar a ser causa de
su desgracia terrena y de su condenación eterna.
Ellos responderían a Dios
por los hijos que les confió. Deben, pues, pesar esa responsabilidad y meditar
las palabras de San Pablo: “si alguno no cuida a los suyos, es especial a los
de su casa, éste ha negado la fe y es peor que in infiel” (I Tim. 5,8); es
decir, falta a una obligación natural que los mismos infieles cumplen.
3.
Pecados por exceso
Rara vez pecan los padres contra el amor debido a sus
hijos por despego y odio interior; es más frecuente que pequen por exceso de
cariño – amor desordenado, no subordinado al amor de Dios – que representa
grave peligro para el armónico desarrollo de la personalidad del hijo.
Los mimos excesivos, la falta de autoridad y la
abundancia de medios materiales vuelven egoístas a los hijos, enervan su vigor natural y los
hace incapaces para afrontar y superar las dificultades que ofrece la vida.
OTROS DEBERES QUE IMPONE ESTE MANDAMIENTO
Dentro de este mandamiento se incluyen otras personas a
las que se debe obediencia, amor y respeto de forma especial:
a)
los hermanos: es de particular importancia entre
hermanos esforzarse en las virtudes de la convivencia, evitando enojos,
discusiones, envidias; el egoísmo es una palabra.
b)
familiares y amigos: el amor y respeto a la
familia alcanza d modo particular a los abuelos, tíos, primos y a los amigos.
c)
los maestros: que en la escuela hacen las veces
de padres; los alumnos les deben respeto, cariño, docilidad y agradecimiento.
Pecan contra este precepto los discípulos que desobedecen, se dejan llevar por
la pereza, murmuran o calumnian a sus maestros, o se manifiestan irrespetuosos.
d)
los pastores de la Iglesia: porque somos hijos
de la Iglesia, tenemos la obligación de amar a los que la gobiernan, rezar por
ellos y obedecer sus indicaciones. Además la lealtad nos pide no murmurar
nunca.
e)
la patria y las autoridades civiles: como toda
autoridad viene de Dios, debemos amar y servir a la patria, nuestra madre
común, respetar y obedecer a las autoridades civiles, y cumplir las leyes,
siempre que sean justas.
1. La
piedad con la Patria
La persona humana por su misma naturaleza tiene necesidad
de la vida social. En el terreno puramente humano, nada puede hacer el hombre
sin la comunidad en la que vive:
-
de la familia recibió la existencia
-
de la patria, la tradición y la cultura, el
ambiente que hace posible su realización plena.
a)
Virtud del patriotismo
Cada individuo debe mucho a al sociedad, y en concreto a
su propia patria. De ahí que la misma naturaleza de las cosas le exige vivir el
patriotismo. El patriotismo es la virtud que lleva a buscar el bien de la
comunidad nacional a la que pertenecemos, a través del ejercicio de los deberes
y derechos cívicos.
“En el amor a la patria y en el fiel cumplimiento de
los deberes cívicos, siéntanse obligados los católicos a promover el verdadero
bien común, y hagan pesar de esa forma su opinión para que el poder civil se
ejerza justamente y para que las leyes respondan a los principios morales”
(Conc. Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, n. 14)
Esta virtud implica:
1)
respeto a la autoridad competente y la obligación a sus
mandatos legítimos;
2)
el amor de predilección hacia la propia tierra;
3)
el respeto a la memoria de los hombres beneméritos de
la patria;
4)
la participación – en la medida de las posibilidades - en la vida ciudadana, a través de las
aportaciones personales y cumpliendo los deberes cívicos.
b)
Pecados contra el patriotismo
La piedad con la patria puede ser transgredida:
1. Por
exceso, con el nacionalismo exagerado
El Magisterio de la Iglesia enseña que los ciudadanos
deben cultivar la piedad hacia la patria con magnanimidad y fidelidad, pero sin
estrechez de espíritu; es decir, de tal manera que también tienda siempre su ánimo al bien de toda la familia
humana que está unida por vínculos diversos entre razas, pueblos y naciones
(Conc. Vat. II, Const. Gaudium
et spes, n. 75).
Hay, en efecto, vínculos más fuertes que los
nacionales, con ser éstos tan nobles. Incluso en el orden natural, la unidad
del género humano, la igualdad entre las naciones, la ayuda a los necesitados
de cualquier raza, clase o condición, son motivos que llevan a considerar los
acontecimientos de la vida del mundo por encima de los intereses particulares
del propio país.
Se pecaría por exceso de nacionalismo al negar la igualdad
jurídica de todas las naciones; con el egoísmo económico en perjuicio de los
demás pueblos; con la deificación d la patria, etc. el nacionalismo, cuando se
identifica con la deificación de la raza s llama racismo.
2. Por
defecto se puede pecar:
Con el incumplimiento de los deberes que implica esta
virtud; con traiciones al propio país; con el pecado llamado “cosmopolismo”,
que incluye las difamaciones o críticas a la propia patria, el no
reconocimiento de los bienes nacionales (el así llamado “malinchismo”), el
internacionalismo económico (ubi bene, ibi patria, - donde están los
bienes, ahí está la patria - ), y el internacionalismo comunista.
c)
Derechos políticos y deberes cívicos
1. El
hombre, unido a otros hombres en una comunidad social, debe ser en ella un
miembro activo, corresponsable con los demás del bien común. Esto supone que
cada hombre es ante el estado sujeto de derechos naturales que le
corresponden por ser miembro de la comunidad.
El
derecho más general es el que tiene todo ciudadano de participar activamente
en la vida de la comunidad; de él se derivan diversas manifestaciones:
-
libertad de opinión sobre la vida política;
-
derecho de reunión asociación con fines políticos o sociales;
-
derecho a participar, mediante elecciones, en el gobierno del país;
-
derecho
a ser escuchados por los gobernantes.
Otros derechos políticos, de
los que no se puede privar arbitrariamente a ningún hombre, son:
-
derecho a la nacionalidad
-
derecho a circular libremente dentro y fuera del país, a elegir lugar
de residencia;
-
el derecho a la protección del estado, y en caso de delito a ser oído
por una
autoridad judicial con garantías de imparcialidad, a
la defensa y a no recibir tratos cueles o degradantes;
-
el derecho a la elección de estado, a la libertad de las conciencias, a
la libertad religiosa, a la propiedad, la enseñanza, etc.
Todos estos derechos políticos,
sin embargo, no son absolutos: están limitados por los derechos de los demás,
la moral y el orden públicos (cfr. Decl. Dignitatis humanae del Concilio
Vaticano II, n. 7)
2.
El ciudadano es corresponsable del bien común y tiene
por tanto deberes cívicos de los que el más básico es el cumplimiento
de las leyes. Esta es una obligación primordial de la justicia legal,
porque las leyes marcan el orden en las relaciones sociales y la parte que a
cada uno le corresponde en la obtención del bien común.
Otros deberes que el hombre
tiene, cuando lo exige el bien común y según lo marcado por las leyes o
costumbres legítimas son:
-
dar prestaciones personales (p. ej., defender a la patria en caso de
agresión externa) y contribuir a los gastos del estado mediante el pago de
impuestos (el fraude fiscal es contrario a la ley natural y, por tanto, pecado
(Ver 13.3.1 D);
-
participar activamente en la vida pública (p. ej., votando o accediendo
a las funciones públicas) sobretodo cuando no hacerlo puede ocasionar daños al
bien común
3.
Cuando la autoridad es ilegítima en su origen
(se habla entonces de usurpación y usurpador) , no existe la obligación de
acatar y respetar el poder constituido. A veces el bien común, sin embargo,
obliga a obedecer sus disposiciones -cuando no son moralmente ilícitas o
injustas- en la medida en que lo exijan la seguridad y el orden públicos.
Cuando el poder es legítimo en
su origen pero ejercido ilegalmente (mandatos injustos o moralmente
ilícitos), la norma es clara: debe obedecerse a Dios antes que a los hombres
(crf. Hechos 5, 29). Además, en la medida en que sea posible habrá que buscar
medios legales para evitar y rechazar esos actos o situaciones ilícitos.
4. Teniendo
en cuenta que el principio fundamental que debe regular las relaciones
políticas es el de la paz social, el recurso a la violencia deber ser
rechazado ordinariamente. Sin embargo, en el caso de una autoridad ilegítima en
su origen o que ejerce injusta y abusivamente el poder, caben la resistencia
activa y pasiva, el pronunciamiento y la revolución, porque el pueblo tiene
derecho a la legítima defensa (cfr. El Decr. Dignitatis humanae, n. 11 y
la Const. Gaudium et spes, n. 74).
-
Resistencia activa: empleo de medidas de fuerza
contra el gobierno; p. ej. Mítines, manifestaciones, ocupaciones, huelgas,
enfrentamientos con la fuerza pública, etc.
-
Pronunciamiento: rebelión o golpe de fuerza
llevado a cabo por los militares. No basta, sin embargo, que sea manifgestación
de la voluntad de un grupo militar movido por causas razonables: ha de ser el
único camino para acabar con una situación muy grave de opresión al pueblo.
-
Revolución: derrocamiento violento por parte del
pueblo de un gobierno injusto e ilegítimo; será lícita en caso de extrema
necesidad, cuando hay razonables perspectivas de éxito y debida proporción
entre los beneficios que se van a obtener y los males que la rebelión provoca.
- no se trata, pues, de la revolución postulada por
los liberales, que sostienen que el pueblo puede, arbitrariamente, derrocar por
la fuerza a un sistema de gobierno;
- ni del recurso a la revolución sostenido y
generalizado por los sistemas ideológicos marxistas, que la consideran como
medio necesario para el cambio político. En estos casos la revolución es
inmoral porque la paz es parte del bien común, y los medios normales para el
progreso, la reforma y el cambio político y social son los pacíficos.
2.
Deberes de piedad con las personas de servicio
El cuarto mandamiento abarca los deberes y derechos de las
personas de servicio que suelen ser dentro de muchas familias, un elemento
integrante:
a)
sus deberes se reducen a la ejecución fiel de su
contrato de trabajo y al respeto hacia los dueños del hogar
b)
sus derechos van más allá que los de un simple
empleado, pues su convivencia con la familia, a la que ayuda con su trabajo y
de la que cuidan sus menesteres más fatigosos, hace que deban ser considerados
como personas de la familia.
En consecuencia:
-
les corresponde con todo rigor un salario justo;
-
pero no basta el salario, ni aunque sea abundante.
Los dueños de la casa han de preocuparse por su bienestar,
su descanso, la seguridad de su futuro, la posibilidad de facilitarles medios
para que estudien, de que consigan la elección de estado a que se inclinan, y
principalmente de que reciban la necesaria formación y los auxilios
convenientes para su vida espiritual.
Buen ejemplo nos da el centurión que tenía un siervo
enfermo y fue a ver a Jesús para pedirle su curación: “Señor, yo no soy digno
que entres en mi casa, pero mándalo con tu palabra y mi siervo quedará curado”
(Mt. 8,8).
Yahvé señala en el libro del Eclesiástico: “no
trates mal al siervo que trabaja con fidelidad, ni al jornalero que por ti
consume su vida. Al siervo juicioso, ámalo como a tu misma alma; no le niegues
la libertad, ni lo despidas dejándolo en la miseria” (Ecl 7, 22-23).
Pecan contra un deber especial de piedad quienes no se
preocupan de la moralidad de sus empleados, no les aconsejan con rectitud, no
los animan en sus deberes cristianos, o
les dan mal ejemplo. Gravemente pecan si con su conducta y con sus
palabras constituyen para sus almas ocasión de perversión y de ofensa a Dios.
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