La armonía metafísica entre las nociones de ley moral, persona y libertad
Somos criaturas de Dios. Partir
de esta consideración lleva a una gran profundidad en el conocimiento de lo que
somos, a dónde vamos y como obramos. Implica ocuparse del hombre en cuanto Dios
lo ha creado, lo ha redimido y lo gobierna amorosamente, porque quiere que
todos sean salvos. No ignora nuestras limitaciones, pero tiene siempre presente
la sabiduría y la bondad con que Dios no sólo nos ha creado, sino que remedia
nuestras humanas insuficiencias.
a)
Ultimo fin, ley y libertad
El destino del hombre, como de todo el universo es
la glorificación de Dios. Dios ha creado el universo de la nada, con el fin de
hacer a otros partícipes de su Bondad. El sentido de cualquier criatura es
constituir una cierta semejanza participada de la Bondad divina. Mientras
Dios es bueno por sí mismo, las criaturas lo son por proceder de Dios y
ordenarse a su gloria.
Aunque el
hombre tiene en común con toda la creación que su fin sea la gloria de Dios, le
glorifica de un modo distinto: por el conocimiento y el amor.
La criatura racional, que
participa de la Bondad
divina conociéndola y amándola como tal, tiene una mayor semejanza con Dios que
las demás criaturas; por eso de éstas se dice que son vestigia Dei,
mientras del hombre y del ángel que son imago Dei, porque representan a
Dios también en sus operaciones de inteligencia y voluntad.
Las criaturas irracionales son
llevadas al último fin – la gloria de Dios – por el impulso natural y necesario
que les ha impreso el Creador; el hombre en cambio, debe dirigirse a El por sí
mismo, glorificándole en cada una de sus acciones libres por el conocimiento y
el amor.
La libertad es el poder de adherirnos a Dios como
último fin y la ley moral el modo en que el plan del gobierno divino, que todo
lo conduce al fin, está en la criatura racional, que se mueve no instintiva
sino libremente hacia El.
Lo constitutivo de la libertad es
el dominio sobre los propios actos, no la ausencia de necesidad moral. La
libertad no es indiferencia sino inclinación activa al bien. Sólo las buenas
obras llevan la libertad a su término, que es el bien: son ejercicio ordenado
de la libertad, de ese poder que Dios nos ha dado para que a través de nuestro
caminar terreno nos unamos a El, le alcancemos por el conocimiento y el amor.
Ser libres no significa salirse
del Gobierno de la
Providencia divina, sino estar gobernados por Dios de un modo
más alto y perfecto, como hijos, dándoles a conocer sus planes y otorgándoles
capacidad para cumplirlos, y así el gozo
de participar en la acción de su Providencia.
La mayor participación de la bondad divina de la
criatura espiritual- imago Dei-, implica un modo más perfecto de poseer la
semejanza divina, que se muestra en sus operaciones de conocimiento y amor
espirituales, que solo con Dios comparte, y por las que se ordena de un modo
más perfecto al fin, y posee la ley de modo más perfecto, no solo como regla
que la mide sino con la que mide sus actos.
b) Individuo, naturaleza y persona
La persona es el individuo de naturaleza racional,
lo que confiere al sujeto un grado supremo de individualización. Por poseer
naturaleza racional, cada hombre es persona, individuo de una naturaleza
superior.
La superioridad
de la persona, su especial singularidad arranca del grado de ser que le
corresponde por naturaleza. A la perfección de su ser, corresponde la de su
obrar. Sus actos son libres por poseer una naturaleza más perfecta que las
demás criaturas. La naturaleza física determina totalmente el movimiento que
hace nacer; la naturaleza espiritual es tal que, lejos de contrariar la
libertad, limitándola, es su causa y su principio.
La vocación
cristiana no turba esta armonía entre la naturaleza de la persona, su modo de
estar ordenada al fin y sus potencias operativas, antes las confirma. La gracia
es como una recreación del hombre, que le convierte en hijo de Dios, respetando
y elevando su dinamismo natural. La vocación cristiana, es el mismo don de la
gracia, esa participación en la naturaleza divina, que nos convierte en hijos
de Dios y que eleva a la vez la acción de nuestras potencias operativas para
que alcancemos con nuestros actos, de un modo mas perfecto nuestro último fin,
que es Dios.
c) La dignidad de
la persona humana fundada en el modo en que, por naturaleza, se ordena al fin y posee la ley
Cada persona ha sido creada para conocer y amar a
Dios. Esta dignidad implica que cada hombre ha sido querido por sí mismo, en su
singularidad; su alma no es corruptible. Creada por Dios, gozará eternamente en
el Cielo. La dignidad del hombre radica en que tiene un destino eterno y lo ha
de decidir en esta vida, a través de cada un de sus diarias y concretas
decisiones.
Los animales
no son capaces de vida moral, que es sólo posible en la criatura espiritual,
dueña de su destino. La moralidad es la relación de nuestros actos libres a
Dios. La dignidad de la persona y de su obrar radica, en esta dimensión moral
de todos sus actos; cada una de nuestras acciones libres en algún modo nos
acerca a Dios o nos aleja de El.
Todo es
perfectamente armónico en la obra de la creación, que procede de la divina
sabiduría. Dios resalta su Providencia sobre el más mínimo de nuestros actos,
ya que todo lo que nos ocurre, y hay en nosotros, lo ha ordenada a nuestro bien
y provee sobre ello.
La grandeza de
la persona se asienta en que Dios mismo es su fin, y todos deben respetar lo
que Dios se reserva directamente para sí. Cada hombre, cada persona, entra en
el orden de la ley eterna de una doble manera: en cuanto gobernada por Dios y
en cuanto capaz y responsable de gobernarse a sí misma rectamente.
La persona
mantiene su nobleza en la medida que busca conocer y amar el orden de la ley
divina. Se protege la dignidad de la persona procurando la enseñanza de la
verdad, la represión de las malas costumbres, la condena del error, el favor a
la educación cristiana, la protección a la familia como primer y esencial
elemento de la educación en la fe y en las buenas costumbres.
d) El orden divino y la singularidad de la
persona
La ley divina constituye una medida radical e
intrínseca de nuestros actos. A diferencia de las leyes de los hombres, la ley
de Dios ordena los actos humanos interiormente y con absoluta perfección. La
norma suprema de la vida humana es la propia ley divina, por la que Dios ordena
y gobierna todo el universo, y los caminos que deben recorrer los hombres según
el designio de su sabiduría y de su amor. Sólo cumpliendo esa ley nos unimos a
Dios y encontramos la felicidad.
Dios lo gobierna todo en su
singularidad, y según la diversa naturaleza de las criaturas. Nada escapa a la
ley eterna, que siempre es adecuada a las necesidades de cada criatura, según
su propia y peculiar dignidad natural.
La ley moral no es más que una manifestación del
modo en que Dios inclina y mueve la libertad al bien. Dios es Padre y no otorga
una libertad angustiosa y sin guía, sino bien regida por su Providencia, en la
singularidad de todas nuestras acciones. Todos los actos por los que el hombre
es llevado al conocimiento y amor de Dios son rectos, los que le apartan de El
son naturalmente malos. Sólo Dios es capaz de darnos esa madurez interior, para
mandarnos luego con plena libertad.
La ley divina es intrínseca a
nuestro ser, nos proporciona la inclinación y las fuerzas convenientes para
cumplirla, es nuestra más profunda aspiración y fuente de todas nuestras
energías, seguirla nos llena de plenitud.
e) La ley de Cristo y su adecuación a la
condición humana
La ley escrita está dada por Dios para facilitar el
conocimiento y amor de aquel bien al que estamos interiormente inclinados por
la naturaleza y la gracia: la ley divina propone los preceptos sobre todas
aquellas cosas por las que los hombres se disponen adecuadamente a la unión y
comunicación con Dios.
Las leyes
humanas, cuando son justas, imitan en lo posible a la ley divina: facilitan
mediante sus preceptos escritos, el conocimiento del bien, y tienden a mover la
voluntad con el imperio de sus mandatos y la amenaza de la sanción. Pero el
legislador humano es incapaz de más. En cambio Dios, al darnos la Nueva Ley , interior y
escrita, que confirma los preceptos de la ley natural y los perfecciona con
otros más altos, comienza por aumentar la luz de nuestra inteligencia (con la
fe) y la fuerza de nuestra voluntad (por la caridad). La gracia infundida por
Dios en el alma transforma desde dentro la inteligencia y la voluntad.
En cuanto al
elemento externo contribuye a la seguridad de nuestro conocimiento el que las
verdades espirituales se nos manifiesten por signos sensibles, debido a que si
bien la inteligencia y la imaginación
son potencias más altas que los sentidos, como el principio del conocimiento
humano son los sentidos, la máxima certeza proviene de lo que conocemos a
partir de ellos.
La generalidad
de la ley humana escrita implica desconocimiento de situaciones personales, que
exigen interpretación. Con Dios no ocurre esto, conoce perfectamente todos los
casos singulares y es capaz de expresarlos con una fórmula que los abarque a
todos perfectamente.
El Espíritu
Santo, al inspirar los libros sagrados, tenía presente a todos los hombres de
todos los tiempos, y hablaba para llevar la única verdad al corazón de cada alma, en sus concretas características y
circunstancias. En la sagrada Escritura cada hombre encuentra siempre, si está
bien dispuesto, las luces convenientes
dichas pensando en el.
Dios ha
querido además asegurar esta unidad entre letra y espíritu, a través de una
continuidad de su presencia visible en la Iglesia , mediante los sacramentos y el
magisterio.
La progresiva contraposición entre ley y libertad
El análisis de las nociones de último fin, libertad,
ley, naturaleza, persona, bien, desde la realidad de la creación, convence de
la armonía entre persona y naturaleza, libertad y ley.
Perdida la
comprensión profunda de las exigencias de la creación, confundido el ser con el
hecho bruto de la existencia, las nociones que expresan nuestras relaciones con
Dios se fueron vaciando de contenido. Se introdujo un olvido práctico de la Providencia ordinaria,
como si Dios sólo interviniera en la vida de los hombres con fenómenos
extraordinarios. Unido a esto está la concepción extrinsecista de la ley
divina, por la que aun cuando se considera a Dios como último fin y Supremo
legislador, se desconoce la inmediatez con que es principio único de todo buen
obrar, que continuamente, comunica las fuerzas necesarias para cumplir sus
mandatos.
La libertad
deja de verse como inclinación al bien, que Dios nos da, para verla como
indiferencia de la voluntad respecto de sus actos. La ley, el precepto, sería
un límite a la libertad.
A la tensión entre ley y libertad
se añade la desvinculación de la norma respecto al Creador, con la idea de un
Derecho natural válido aunque Dios no existiera. El derecho natural queda así
reducido a un conjunto de concepciones que los hombres reconocen acerca de sus
deberes: la ley divina sería solo un precepto exterior. El origen divino que se
asigna a la ley natural es una afirmación superpuesta, pues valdría aunque Dios
no existiera. Se comprende entonces que la ley natural se contemple con el
mismo recelo que se miran las leyes de los hombres.
Puede penetrar en la moral cristiana la idea
kantiana del imperativo categórico. La libertad es indiferencia, la ley un
límite extrínseco a ese radical poder por una vacía y absoluta alternativa. El
hombre, para considerarse poseedor de esa libertad autónoma, no puede admitir
otra obligación ni ley que la que se autoimponga. Con Kant, el hombre olvida la
guía de Dios y la sustituye por una autorregulación de la propia conciencia: la
moralidad se reduce a una relación de las acciones con la autonomía de la
voluntad.
Símbolo póstumo pueden representarlo las
conclusiones de la llamada moral teleológica, donde el intento de asegurar al
hombre la necesaria autonomía normativa, para salvaguardar su dignidad
personal, lleva a afirmaciones como: en el campo de las virtudes morales no
puede haber actos que siempre son buenos o malos, independientemente de sus
consecuencias.
Una razón más para actuar con
valentía en la exposición de la doctrina católica: veinte siglos de sabiduría
inspirada y santidad no pueden temer a esas teologías descompuestas. Hay que
repetir al mundo y a la ciencia las palabras con que su Santidad Juan Pablo II
inauguraba el pontificado: “¡no tengáis miedo: abrid las puertas a Cristo! Sólo
El tiene la verdad sobre el hombre.
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