lunes, 28 de julio de 2014

ÉTICA DEL TRATAMIENTO DEL SIDA

El SIDA se ha convertido en la más peligrosa de las amenazas actuales contra la vida y la salud. El primer caso fue descrito en Nueva York en 1979, pero el origen viral de la enfermedad no se estableció hasta 1983-1984 por Luc Montagnier en el Instituto Pasteur de París.
La Organización Mundial de la Salud estimaba para 1995 que en el mundo había más de 15 millones de adultos y 1.5 millones de niños infectados por el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH).  Las mujeres son más afectadas por el avance de la enfermedad, con 3,000 casos cada día. El contagio que hace unos años se daba principalmente entre la población homosexual, se produce también por las relaciones heterosexuales, en el 75% de nuevos casos.
La Organización de las Naciones Unidas (ONU) difundió un informe este año sobre el VIH/SIDA, en el que indica que al momento hay 38 millones de infectados en el mundo y que la epidemia sigue en expansión. En los últimos tres años, la cantidad anual de personas infectadas ha sido de entre 4.8 y 5 millones, y unos 3 millones mueren al año por la infección de VIH/SIDA.

Informe HIV/SIDA 2004, ONU

Total de infectados: 38.000.000

Contagios por año: 5.000.000

Muertes por año: 3.000.000
Tendencia: crece la epidemia
El sur de África sigue siendo la región más afectada, mientras que en Asia se registró un crecimiento muy importante de la tasa de infección. Los niveles de infecciones más altos los tiene India, con 5 millones de casos, y África del Sur con 5.3 millones. Pero cuando uno mira las tasas de crecimiento en los últimos años, nota que se da en los países asiáticos, como China, Vietnam e Indonesia.
En América Latina se estima que hay 1.6 - 2 millones de infectados. El año pasado, unas 200 mil personas contrajeron el virus y otras 84 mil murieron. En Europa,  España es el país con mayor incidencia de la enfermedad, y ocupa el segundo lugar (después de EEUU) en número de casos en el mundo occidental.
El SIDA (síndrome de inmunodeficiencia adquirida) es el estado final de la infección crónica producida por el retrovirus VIH (virus de la inmunodeficiencia humana). Es una enfermedad que anula la capacidad del sistema inmunológico para defender al organismo de múltiples microorganismos, produciéndose graves infecciones oportunistas y neoplasias de curso agresivo.
Se transmite por la sangre, por contacto homo o heterosexual, a través de la placenta desde la madre infectada al feto y posiblemente a través de la leche de la madre infectada. Las transfusiones sanguíneas fueron una vía de transmisión importante antes de que se desarrollara una prueba fiable para la detección del virus en sangre. Uno de los mecanismos principales de transmisión y difusión de la enfermedad es el uso por drogadictos, de agujas contaminadas con sangre infectada.
La simple convivencia (sin relaciones sexuales y sin compartir objetos personales como máquinas de afeitar o cepillos de dientes) y la donación de sangre, no son factores de riesgo. El virus VIH permanece silente durante un tiempo variable en el interior de las células T infectadas, y puede tardar hasta diez años en iniciarse la enfermedad.
Esta es la definición técnica, pero se puede decir que el SIDA no es sólo una enfermedad, sino que va asumiendo las proporciones de un hecho social de primera importancia. En consecuencia constituye para la ética una provocación formidable, sobre todo porque sus raíces epidemiológicas se hunden en un terreno en el cual tiene gran importancia el comportamiento de las personas.
En realidad, más que una enfermedad, constituye una encrucijada de tres “epidemias” separadas aunque interdependientes: la de la infección del virus (VIH); la de la enfermedad (SIDA) propiamente; y la de las múltiples reacciones – social, cultural, económica y política – ante la presencia de las dos epidemias anteriores. La enfermedad adquiere otras connotaciones que la agravan todavía más.
El SIDA ha planteado muchos dilemas legales y éticos: se puede mencionar el análisis de anticuerpos en todos los ciudadanos o en poblaciones particulares (por ejemplo, en los suscriptores de seguros de vida), la discriminación en la vivienda, el trabajo o los tratamientos médicos, y la confidencialidad en el manejo de datos clínicos, o la notificación a las parejas sexuales.

El SIDA es todo un complejo de enfermedades que desafían nuestra responsabilidad tanto en el momento de articular los medios adecuados de prevención, como a la hora de aplicar los métodos correctos de análisis y control y, más aún, en el cuidado de los pacientes afectados.

DOCTRINA DE LA IGLESIA


La aparición del SIDA ha atraído la atención de los episcopados de muchos países del mundo.
El Papa Juan Pablo II ha tenido ocasión de hablar repetidas veces sobre este tema, dirigiéndose a los investigadores, al personal médico-sanitario y especialmente a los mismos enfermos afectados.
El documento más interesante es el discurso pronunciado en el marco de la Conferencia Internacional sobre el SIDA, promovida por el Pontificio Consejo para la Pastoral de los agentes sanitarios.
En primer lugar subraya la ilicitud de algunos medios propuestos para combatir la enfermedad:
La Iglesia, segura intérprete de la ley de Dios, y experta en humanidad, se preocupa no sólo de pronunciar una serie de ‘nos’ ante determinados comportamientos, sino sobre todo de proponer un estilo de vida plenamente significativo para la persona. Indica con vigor y gozo un ideal positivo, en la perspectiva de la cual deben comprenderse y aplicarse las normas morales de conducta.
A la luz de tal idea parece profundamente lesivo a la dignidad de la persona y, por tanto, moralmente ilícito, propugnar una prevención de la enfermedad basada en el recurso a medios y soluciones que violan el sentido auténticamente humano de la sexualidad y son un paliativo para ese hondo malestar, donde se reclama la responsabilidad de los individuos y de la sociedad: y la recta razón no puede admitir que la fragilidad de la condición humana, en vez de motivo de mayor dedicación, se traduzca en pretexto de una claudicación que abra el camino de la degradación moral.”
El Papa se dirige también a los enfermos afectados:
“Hermanos en Cristo, que conocéis toda la aspereza del camino de la cruz, no os sintáis solos. Con vosotros está la Iglesia, sacramento de salvación, para sosteneros en vuestro sendero difícil. Esta recibe mucho de vuestro sufrimiento afrontado con la fe; está cerca de vosotros con el consuelo de la solidaridad activa de sus miembros para que no perdáis jamás la esperanza. No olvidéis la invitación de Jesús: Venid a mí todos, todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso (Mt 11, 28)”.
El Papa se ha referido también al significado antropológico que tal enfermedad encierra y a las preocupaciones que, en consecuencia, comporta. Al mismo tiempo recuerda las responsabilidades morales de los cristianos con relación a los pacientes y propugna un renacimiento de la responsabilidad moral:
“El drama del SIDA amenaza no sólo naciones o sociedades, sino también a toda la humanidad. No conoce fronteras de geografías, raza, edad o condición social. Esta epidemia, a diferencia de las otras, va acompañada de una inquietud cultural única, que deriva del impacto del simbolismo que sugiere: las funciones generadoras de la sexualidad humana y la sangre, que representa la salud y la vida misma, se convierten en vehículos de muerte...
Los miembros de la Iglesia seguirán desempeñando su papel en el cuidado de los que sufren, como Jesús pidió a sus seguidores que hicieran (cf. Mt 25,36), y promoviendo una prevención que respete la dignidad de la persona humana y su destino trascendente. La Iglesia esta convencida de que, sin un renacimiento de la responsabilidad moral y una reafirmación de los valores morales fundamentales, todo programa de prevención basado sólo en la información será ineficaz e incluso contraproducente. Aún más perjudiciales – por su falta de contenido moral y la falsa seguridad que ofrecen – son las campañas que implícitamente promueven unos modelos de comportamiento que han contribuido en gran medida a la expansión de esta enfermedad”.
En todos los documentos que a este problema han dedicado numerosas conferencias episcopales, se observa una gran preocupación por los aspectos humanos de la enfermedad, una verdadera solicitud por los enfermos y un común acento en la exhortación a los cristianos para que, muestren hacia ellos una dedicación generosa y eficaz.


ESTRATEGIAS DE PREVENCIÓN
Por el momento es una enfermedad incurable, que no hace discriminación de razas, edades o clases sociales. Tampoco se encuentra con exclusividad en los “culpables” de un comportamiento inadecuado, como subrayan obispos norteamericanos.
A pesar de las grandes inversiones en el campo de las investigaciones, todavía es utópico el hallazgo de una cura adecuada contra el virus, por lo tanto si la infección ya presente, va a persistir durante toda la vida de los enfermos, se hace obligatorio, desde el punto de vista ético, extremar las estrategias de prevención.
Entre los medios de prevención se menciona habitualmente la introducción de una extensiva modificación conductual, especialmente en el comportamiento sexual, así como la utilización cuidadosa y extensiva de análisis y el aislamiento de las personas ya afectadas. Cada uno de ellos suscita numerosos conflictos éticos que en modo alguno son fáciles de resolver.
Modificación de conductas
La modificación del comportamiento sexual exigirá siempre una referencia más amplia a una educación moral general que tenga en cuenta el sentido de la vida y sus valores.
La cuestión del uso de preservativos ha sido abordada generalmente con un excesivo simplismo. El documento de los obispos norteamericanos se ha pronunciado con un inestimable realismo:
Viviendo en una sociedad plural, se sabe que no todos comparten nuestra concepción de la sexualidad humana. Admitimos que los programas educativos públicos, dirigidos a una amplia audiencia, tengan en cuenta el hecho de que la conducta de muchos no corresponderá a lo que podrían y deberían hacer; y de que sus conductas sexuales o en materia de droga, muchos seguirán comportamientos susceptibles de trasmitir el SIDA. En semejante situación, los esfuerzos educativos basados en los planteamientos morales antes indicados podrían incluir una información exacta sobre los medios profilácticos u otras prácticas propuestas por especialistas médicos, como medios potenciales para prevenir el SIDA. Al pronunciarnos en este sentido no estimulamos el uso de preservativos, solamente damos una información que forma parte de un cuadro global en realidad.
Aún aceptando la sabiduría de este realismo, todavía sería preciso hacer algunas distinciones. En el caso de las relaciones sexuales matrimoniales en una pareja en la que uno de los cónyuges está infectado, se replantean las cuestiones relativas al conflicto de valores y deberes. Consideramos que el uso del preservativo sería lícito en virtud del principio del doble efecto, aunque conocemos la opinión de los que niegan tal aplicabilidad al referirse a la malicia intrínseca y objetiva de la anticoncepción.
En otro tipo de relaciones sexuales, el consejo de utilizar profilácticos parece favorecer un cierto reduccionismo antropológico y desviar el centro de la preocupación ética. Conviene recordar la resolución del Consejo ejecutivo de la OMS de 1992, en la que afirma: “La OMS quiere que se sepa que sólo la abstinencia sexual o la absoluta fidelidad eliminan el riesgo de infección”. En otro documento del mismo año, se proclama que “sólo la abstinencia sexual o una mutua fidelidad de por vida entre parejas no infectadas eliminan totalmente el riesgo de enfermedades sexualmente trasmisibles”.
Por otro lado, la eventual propuesta sanitaria del aborto, indicado para las madres que se descubran como seropositivas, no vendría sino a promover o sancionar otro tipo de problema ético, tan grave como el que se intenta solucionar.
Así pues, tanto el consejo de una abstinencia sexual completa a la pareja, en la que uno de los cónyuges resulta seropositivo, cuanto la proposición del aborto en los casos en los que la mujer gestante es portadora de la la infección vírica, pasando por la oferta indiscriminada de profilácticos, todos los medios de prevención social y sanitaria relativos al ámbito de la relación sexual constituyen otras tantas encrucijadas de difícil resolución.
Medidas de prevención
Los medios  de prevención relativos a otras actividades de riesgo, como las vinculadas con la donación de sangre o productos de la sangre, plantean problemas éticos teóricamente más sencillos y que habitualmente se resolverían con una mayor responsabilidad tanto por parte del donante como por parte de la institución sanitaria, que está llamada a extremar las medidas preventivas.
Prevención y drogodependencia
Especiales dificultades suscitan las medidas preventivas referidas a la modificación de conducta en las actividades de las personas fármaco dependientes.
Los programas encaminados a prevenir la trasmisión del VIH por medio de un cambio de conducta requerirían el esfuerzo de una amplia información dirigida al público en general, a los grupos de riesgo, a los individuos particulares y a los diversos trabajadores sociales. Sería necesario además, esforzarse por crear un ambiente social de apoyo, más que de marginación, hacia los afectados, y articular unos adecuados servicios sociales y de salud.
METODOS DE ANÁLISIS Y CONTROL
En este contexto se sitúa el más complejo de los problemas ético-sanitarios, es decir, el del conflicto de la sanidad pública versus la libertad individual.
Voluntariedad-obligatoriedad
Parecería que el control de los eventuales infectados por el virus debería ser absolutamente voluntario y confidencial con el fin de no ir contra el derecho de la persona a u propia dignidad y privacidad; sin embargo, del otro lado está el derecho de los demás ciudadanos y de la sociedad entera a disfrutar de un nivel adecuado de salud.
En estos conflictos de valores y deberes, suele acudirse a algunas soluciones moderadas. A veces se recurre a campañas educativo-preventivas en gran escala que tratan de convencer a los ciudadanos sobre la oportunidad de someterse voluntariamente a un determinado tipo de control, con el fin de adelantar medidas terapéuticas, de ser posible preventivas. Así se trata de compaginar el derecho del individuo con el derecho de la comunidad. Es evidente que en caso de enfermedades como el SIDA, estigmatizadas por la sociedad, tal presentación voluntaria a centros de control ha de ser “socialmente” reconocida, motivada y hasta premiada.
En otras ocasiones, las autoridades pueden imponer el control de forma condicionada, como un requisito previo para el acceso a determinados puestos de responsabilidad en la sociedad.
Realización del control
La realización misma del control plantea una serie de interrogantes, por ejemplo lo que respecta a la invasión de la privacidad y la libertad de las personas. La mayor parte de las declaraciones de derechos del enfermo, reconocen a éste el derecho a que sea mantenida en secreto su eventual permanencia en algunas instituciones hospitalarias. De igual forma, el individuo puede sentir disminuidas sus capacidades sociales, de relación o de trabajo, por el mero hecho de haberse sometido a un control de detección del SIDA.
Surgen otros problemas como los relacionados a los costos económicos y su eventual subvención por organizaciones públicas o privadas de asistencia médica. En algunos países estos análisis resultan prohibitivos para las personas de escasos recursos.
Otros problemas se relacionan con las preguntas sobre la misma fiabilidad de los análisis, teniendo en cuenta las inquietudes que podrían desencadenar; sobre el temor a la intromisión de extraños y la consiguiente perdida de confidencialidad; y sobre todo, con el temor a la discriminación social.
Los destinatarios del control
No es fácil determinar quiénes son las personas que deberían ser sometidas a análisis.
Parece que el screening debería ser obligatorio para los “grupos de alto riesgo”; pero no es fácil, argumentar a favor de la obligatoriedad de los controles sanitarios.
Se dice a veces que en el área del mundo occidental el control debería llevarse a cabo sobre grupos especialmente expuestos, como los presos, las prostitutas, los drogadictos, los inmigrantes, los pacientes admitidos a los hospitales, las gestantes, los individuos a los que se han confiado secretos de Estado y todos los que soliciten licencia matrimonial. Esta lista de personas, plantea una serie de interrogantes sobre la situación de marginalidad previa o de discriminación en que son mantenidos algunos de estos grupos.
En cuanto a los pacientes que ingresan a los hospitales, el problema surge especialmente cuando no son capaces de firmar el consentimiento informado requerido para la prueba y se necesita el de sus familiares o personas responsables. En estos casos la misma confidencialidad del análisis y su resultado parece entrar en conflicto con la necesidad de recabar el consentimiento de los representantes legales del paciente.
Ante una operación quirúrgica hay quien se pregunta si no habría que someter a control al personal medico-sanitario que ha de tomar parte en la misma. En el caso de que se negaran, ¿habría que prohibirle tomar parte en la intervención? El derecho a la confidencialidad, que también asiste al personal medico-sanitario, puede entrar en conflicto con el derecho del paciente a su seguridad.
En cuanto a la pregunta por el derecho al matrimonio y la posibilidad de su prohibición a las personas afectadas por el VIH, el tema ha entrado en alguno de los recientes estudios de ética médica.
Algunos autores como Orville Griese, opinan:
“Sería moralmente equivocado para un individuo que está proyectando casarse y que sospecha es portador /ra del VIH, dejar deliberadamente de someterse a un proceso de análisis del SIDA o retener en secreto su condición de infectado/a o enfermo/a ante el compañero, después de haber obtenido un diagnostico de SIDA”.
Hay que recordar que en las personas que recibieron hemotransfusiones antes de que se hiciera rutinario el screening puede existir en latencia un depósito de infección. También aquí habría que preguntarse si no hubiese que someter a examen a estas personas que, aun sin saberlo, pueden encontrarse en el grupo de riesgo. El problema se complica si hubiera que extender el examen a las personas con las que han mantenido relaciones mas intimas.

Utilización de datos


1.      Comunicación de los datos

En todos los estudios de deontología médica se trata la cuestión de la oportunidad de informar al paciente sobre su verdadero estado. Siempre es necesario un balance que valore los riesgos y las ventajas de la revelación al paciente de su verdadera situación, más aun cuando esta es fatalmente irreversible. En los casos de un resultado positivo para VIH parece que habría que informar tanto a los pacientes como a sus familiares y compañeros sexuales o solicitar la colaboración del paciente en relación a esa información.
La misma estructura psicológica del paciente con SIDA requiere un ejercicio de extremada prudencia, sobre todo en los casos en que es previsible un grado de desesperación que podría desembocar en el suicidio.
Hay ocasiones en que el deseo de saber no equivale al derecho a saber toda la verdad. Es preciso comunicar la parte de la verdad que el paciente esta preparado para tolerar.

2.      Ocultamiento de los datos

Si se archivan los datos sobre los pacientes que han sido detectados como seropositivos, será difícil proteger a su familia o a su compañero/a sexual, prevenir infecciones perinatales, evitar la transmisión del virus por medio de hemo-exposiciones.

Cuando el equipo medico-sanitario se encuentra con un paciente seropositivo surge un conflicto entre la confidencialidad que le es debida y la necesaria protección de todos sus contactos y de toda la sociedad.

De ahí que, a propósito del SIDA, se plantee la posibilidad de una excepción respecto a la obligatoriedad del secreto profesional.

El problema es mas claro en los casos en que un equipo médico, o las autoridades hospitalarias, pretendieran ocultar los datos obtenidos por el análisis clínico y no hicieran constar la presencia del VIH o del SIDA, como causa de un deceso, con el fin de proteger el prestigio del establecimiento o bien la privacidad y los sentimientos de la familia del paciente. Aquí el derecho de la sociedad a unos ciertos niveles de seguridad sanitaria habría de prevalecer sobre el derecho individual.

3.      Recalcitrantes e irresponsables

Las reacciones de los pacientes, una vez informados, pueden ser muy diversas. Algunos por debilidad o por otras causas, prefieren continuar con el estilo de vida que los ha colocado en el “grupo de alto riesgo” y los ha llevado a la enfermedad. Otros pretenden ignorarla, aun con grave riesgo para las personas que comparten algunos espacios o actividades de su vida. Otros parece que en su desesperación, han decidido contagiar a otras personas y aun utilizar el miedo al contagio como instrumento de chantaje.

En el documento de los obispos norteamericanos se menciona:
           
“Toda persona considerada como sujeta al riesgo de haber sido expuesta al virus del SIDA tiene por tanto la grave responsabilidad moral de velar para no exponer a una tercera persona a una eventual contaminación. Eso significa que cuando tal persona proyecta un matrimonio, se compromete en una relación sexual, proyecta donar su sangre o hacer donación de un órgano, tiene la responsabilidad moral de someterse a una prueba de detección de SIDA y debería obrar de forma que no cause daño a otro”.

Puede suceder que el afectado esté decidido a prestar atención solamente a un cierto cálculo de costos y utilidades. El paciente ha visto que otros han sido marginados, en consecuencia evitara manifestar su situación durante el mayor tiempo posible, con el fin de que la manifestación de su enfermedad no disminuya sus posibilidades de relación.

Tanto el personal medico-sanitario, como los trabajadores sociales y la sociedad entera, habrían de intentar crear un clima tal que no haga pensar al enfermo que la manifestación de su estado de salud va a suponer una mayor marginación.

CUIDADO DE LOS PACIENTES


a)      Tratamiento de enfermedades incurables

Nunca ha sido fácil el tratamiento de las enfermedades de pronóstico “infausto”. La dificultad surge a veces por parte de  los mismos profesionales que, ante  estas enfermedades, podrían rehusar el  tratamiento. Las motivaciones son diversas: los costos económicos y humanos son inútiles en la practica o poco rentables; urgencia de atender a otros pacientes que ofrezcan la esperanza de resultados más alentadores; se magnifica la posibilidad de contagio.

En otras ocasiones las dificultades provienen de los mismos pacientes. Su situación de depresión frecuente o perdida de la memoria hace problemático el intento de obtener el consentimiento, tanto para un tratamiento ordinario cuanto para una terapia experimental. Igualmente será difícil obtener un consentimiento informado para proceder a la utilización de medios extraordinarios de mantenimiento o reanimación, o por el contrario para el retiro de tales medios en el caso de que sean considerados desproporcionados.

Estas circunstancias colocan el tratamiento de los enfermos de SIDA ante dos problemas éticos, el de las eventuales decisiones distanásicas o adistanásicas y el del paternalismo profesional.

Respecto a este tema se han manifestado los obispos norteamericanos exhortando a ofrecer a los enfermos terminales del SIDA un acompañamiento efectivo, extremadamente importante en estos casos.

b)     Experimentación con los enfermos

Igualmente problemática resulta desde un punto de vista ético, la determinación de la terapia aplicable a los enfermos afectados por el SIDA, ya que toda terapia es tentativa y de alguna manera experimental.
A favor de la licitud de la terapia experimental se puede invocar la necesidad apremiante de poner en uso y rápidamente todos los medios terapéuticos disponibles, por escasas que sean las esperanzas. En contra de tal determinación estarían los peligros que encierran los ensayos terapéuticos, sobre todo si se prolongan demasiado.

c)      Inhibición de sanitarios

Un problema especialmente dramático es el que se origina cuando algunos médicos y sanitarios se rehúsan a atender a estos pacientes por prevenir un posible contagio.
Se ha escrito en defensa de esta decisión. Varias asociaciones médicas han calificado como “deber” para los médicos la prestación de cuidados a estos pacientes, aunque no pretenden imponer el cumplimiento de tal “deber”, al tiempo que sugieren a los médicos que no puedan o no estén capacitados para esta atención que deriven los pacientes a médicos o instituciones que les puedan ofrecer estos servicios.

Ante este problema los obispos norteamericanos se han pronunciado:
     
“Estamos muy preocupados por la actitud de ciertos profesionales de la sanidad o de instituciones que trabajan en este campo, que rehúsan aportar los cuidados médicos o dentales a personas expuestas al virus del SIDA o que se presumen ser sujetos de riesgo. Pedimos que no olviden su obligación moral general, aun observando las reglas y procedimientos médicos habituales, de aportar sus cuidados a todas las personas, incluidas las que están expuestas al SIDA”.

Algunos médicos aducen como razón para tal rechazo el propio “derecho” a seleccionar sus propios pacientes, o bien afirman que el SIDA no existía cuando ellos cursaban sus estudios, de forma que mal pudieron comprometerse, en su contrario, con la sociedad, a prestar sus servicios y asistencia a unos enfermos que todavía no existían como tales y cuya enfermedad era aún desconocida.

Por una elemental razón de humanidad, el paciente, cualquiera que sea su enfermedad, ha de ser tratado con los medios disponibles en cada momento histórico y en cada lugar concreto. Tal tratamiento incluye la adopción de las precauciones necesarias por parte de los que están llamados a prestarle su asistencia.
           
Habría que recordar que los códigos de ética médica impiden a los profesionales de la salud rechazar a un paciente determinado, discriminándolo por razones sociales, raciales o ideológicas.

Habría que tener presente que el miedo exagerado al contagio (evitable con una adecuada profilaxis) no viene sino a delatar un cierto miedo tabuístico que en algún modo se reduce a las culturas denominadas primitivas, así como a un juicio moral sobre el paciente que artificialmente trata de establecer distancias y levantar barreras.

CONCLUSIÓN


La “plaga” del SIDA constituye un problema que implica numerosas responsabilidades morales tanto a los individuos particulares como a los gobiernos y a todas las instituciones sociales. Los diversos aspectos éticos que se descubren en una consideración elemental sobre el SIDA pueden articularse alrededor de dos criterios fundamentales: el de la “responsabilización” y el de la “no-discriminación”.

Cada persona tiene la responsabilidad ética de abstenerse de actividades de riesgo, de modificar su conducta, de someterse oportunamente a un proceso de diagnóstico, y en la medida de lo posible, aceptar una terapia, al tiempo que ha de extremar sus precauciones  para no contagiar a otras personas.
           
Los científicos y los responsables políticos han de procurar multiplicar sus esfuerzos y dedicar la mayor cantidad de medios para poner fin a este flagelo de la humanidad.

Los medios de comunicación social deberían informar a la población con seriedad aunque sin alarmismos. Deberían de ser capaces de superar el mito de presentar el uso de la droga o la sexualidad indiscriminada como un signo válido de autoafirmación o de progresismo.


Los cristianos y especialmente los agentes de pastoral, han de procurar ofrecer a los hermanos y hermanas afectados por el SIDA todo alivio moral y espiritual de que sean capaces. Es preciso recordar la gran responsabilidad humana y moral con la que se enfrentan las personas dedicadas a la enfermería que cuidan pacientes con SIDA. Junto a la obligación de extremar las medidas profilácticas, es preciso insistir en la necesidad de poner en práctica otras medidas humanas. La capacidad de acogida y de atención, la capacidad de escucha y de “com-pasión”, la cercanía y el apoyo incondicional, todas estas son señales de excelente profesionalidad, y son, en su caso, los signos testimoniales del amor cristiano.

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