Hoy en día existen continuas amenazas de muerte. Las
enfermedades, accidentes, guerra y violencia, hambre, terrorismo, siguen
haciendo estragos en la vida humana. A pesar de los progresos de la medicina,
de la higiene y la alimentación, la vida humana sigue estando amenazada. Son
muchos los indicadores de esta amenaza: aborto, eutanasia, suicidio, muerte
legal, droga, hambre, violencia, etc. La vida es reconocida como un valor
universal; hay una creciente sensibilidad y actitud de respeto ante ella; son
firmemente condenados los atropellos y la violación de los derechos humanos,
pero a pesar de esto, el hombre actual, no ha llegado aún al pleno
reconocimiento del valor de la vida humana.
EL VALOR DE LA VIDA HUMANA
Todas las culturas han afirmado
el respeto a la vida. Es uno de los principios universales presentes en la
conciencia de la humanidad. Representa el valor central en torno al cual se
desarrolla la conciencia moral de los hombres de todos los tiempos. Todas las
relaciones humanas, exigencias y obligaciones dependen de este principio
fundamental. La vida es siempre un bien. Esta es la gran verdad que el hombre
está llamado a comprender.
El primer bien e interés del
hombre es su propia vida. Este valor antecede a todos los demás. Es la
condición indispensable para la existencia y para los demás bienes y derechos.
Toda vida humana es inviolable y debe ser respetada. Este carácter inviolable
está íntimamente ligado al valor de la persona humana y se funda en el respeto
incondicional que exige al hombre. La vida humana es además un bien social, un
bien de la comunidad. Atentar contra la vida de alguien es siempre un atentado
contra la justicia.
Desde la perspectiva cristiana es
un don recibido de Dios. Continuamente la Sagrada Escritura relata la relación
directa de la vida con Dios. La vida del hombre proviene de Dios; “es un don
con el que Dios comparte algo de sí mismo con la criatura” (EV 34). Dio es el
único Señor de la vida; el hombre no puede disponer de ella. Vida y muerte
están en las manos de Dios: “Él tiene en su mano el alma de todo ser viviente y
el soplo de toda carne de hombre” (Job 12,10). El Señor da la muerte y la vida
y sólo Él puede decir: “Yo doy la muerte y doy la vida” (Dt 32,29). Dios es
Señor de la vida, quien la da y quien tiene poder para quitarla. Toda vida
viene de Dios y Dios la protege. Dios ejerce su poder con cuidado y solicitud
amorosa hacia sus criaturas. Por su parte, el hombre la aprecia de tal manera
que “todo cuanto tiene está pronto a darlo por su vida” (Job 2,4)
Para Jesús la vida es un don
precioso, “más que el alimento” (Mc 3,4). Salvar una vida prevalece incluso
sobre el sábado (Mc 3,4), porque “Dios no es un Dios de muertos sino de vivos”
(Mc 12,27). El evangelio de la vida culmina, como enseña Juan Pablo II, en que
la vida que Cristo ha venido a dar a los hombres no se reduce a la mera
existencia en el tiempo. La vida que desde siempre está “en Él”, “consiste en
ser engendrados por Dios y participar en la plenitud de su amor” (EV 37). Aquí
alcanza su culmen la verdad cristiana sobre la vida: “su dignidad no sólo está
ligada a sus orígenes, a su procedencia divina, sino también a su fin, a su
destino de comunión con Dios en su conocimiento y amor. A la luz de esta verdad
san Ireneo precisa y completa su exaltación del hombre: el hombre que vive
es gloria de Dios, pero la vida del hombre consiste en la visión de Dios”
(EV38).
La consecuencia de esta visión
sagrada de la vida es la afirmación de su carácter inviolable, la prohibición
del homicidio (Ex 20,13; 23,7), y de cualquier daño causado al otro (Ex
21,12-27). Este mandamiento de Dios alcanza su plenitud en la revelación de
Jesús: “en la exigencia de veneración y amor hacia cada persona y su vida” (EV
41), en el deber de cuidar la vida del hermano y de amar al prójimo como a uno
mismo.
Desde la fe, el primer mandato
que recibimos de Dios es vivir. Este precepto está grabado en lo más hondo de
nuestro ser. Ante el don y el regalo de la vida, el ser humano tiene que
acogerla, amarla, cuidarla con solicitud, desplegar todas las posibilidades que
se encierran en ella. La vida recibida de Dios es el fundamento de la dignidad
de la persona, el primer valor en el que se enraízan y sobre el que se
desarrollan todos los demás valores y derechos.
Nadie puede disponer de ella a su antojo, ni de la suya propia, ni de la ajena.
LA FABULA DE ORWELL
Todos los códigos éticos prohíben
matar a un ser humano. Si embargo al mismo tiempo, los mismos códigos éticos
admiten en algunos casos matar a un ser humano. No consideran el valor de la
vida como un valor absoluto. Por ello admiten excepciones.
Es conocida la famosa novela del
escritor inglés G. ORWELL, “Rebelión en la granja”. La rebelión de los
animales contra el hombre acaba en la dominación de los cerdos, que
solapadamente van transformando el código moral que inicialmente habían
establecido y formulado los mismos animales. Resulta sumamente interesante y
esclarecedor el texto que Orwell sitúa después de las ejecuciones de los
“traidores”:
“Días
después cuando ya había desaparecido el terror producido por las ejecuciones,
algunos animales recordaron – creyeron recordar – que el Sexto Mandamiento
decretaba: Ningún animal matará a otro animal. Y aunque nadie quiso mencionarlo
al oído de los cerdos o de los perros, se tenía la sensación de que las
matanzas que habían tenido lugar no concordaban con aquello. Clover pidió a
Benjamín que le leyera el sexto Mandamiento y cuando Benjamín como de
costumbre, dijo que se negaba a entrometerse en estos asuntos, ella instó a
Muriel a que lo hiciera. Muriel le leyó el mandamiento. Decía así: ningún
animal matará a otro animal sin motivo. Por una razón u otra, las dos ultimas
palabras se les habían ido de la memoria a los animales. Pero comprobaron que
el mandamiento no fue violado, porque evidentemente hubo sobrado motivo para
matar a los traidores que se coaligaron con Snowall”.
Irónicamente, Orwell plantea un
problema capital: ¿existe diferencia moral entre matar sin motivo y
matar con motivo?
La moral católica ha defendido un
buen número de excepciones al imperativo “no matar”. De estas excepciones, las
más relevantes son: la muerte del agresor en legítima defensa, la pena de
muerte y la guerra justa. Aceptándolas se llega, a declarar inviolable solamente
un tipo de vida: la del inocente. Se restringe así la prohibición del “no
matar” en el sentido que lo hace en el Antiguo Testamento el libro del Éxodo:
“no matarás al inocente y al justo” (23,7).
El Concilio vaticano II alienta a
los creyentes a “examinar la guerra con una mentalidad contraria a toda
violencia armada; que la guerra no puede ser un instrumento legítimo para
solucionar los conflictos; que representa una injusticia estructural que lleva
consigo totalmente nueva” (GS 80). Hoy vemos con mayor claridad que el espíritu
cristiano es la muerte de muchas vidas inocentes, además de otras
consecuencias.
Lo mismo podría decirse de la
pena de muerte. ¿en nombre de qué puede la sociedad o la autoridad apropiarse
el derecho a quitar la vida a un ser humano?. Difícilmente pueden encontrarse
argumentos válidos.
LA DIFÍCIL COHERENCIA DEL
OBRAR HUMANO
Hoy se siente la necesidad de
llegar a planteamientos morales coherentes. El valor de la vida humana es un
valor básico que hay que respetar y proteger. La afirmación del valor tiene que
proyectarse e iluminar la realidad para ir fijando las normas concretas que
orienten el camino que han de seguir los hombres. Esta proyección y traducción
del valor general en la realidad particular puede resultar conflictiva y
generar dificultades y problemas morales. Por ello su aplicación exige gran
coherencia.
En primer lugar, esta actitud
coherente implica el descubrimiento del sentido exacto del valor ético de la
vida. Se trata de superar la ambigüedad
o el reduccionismo como los criterios selectivos.
Con frecuencia aparecen en el juicio moral los problemas que plantea
la vida humana, valoraciones selectivas. Existe una sensibilidad muy distinta
en algunos para juzgar el aborto y la pena de muerte, el hambre, la tortura, la
eutanasia, el terrorismo y la guerra. ¿Por qué se dan respuestas tan desiguales
ante situaciones que conculcan los mismos valores?. Si toda vida humana posee
el mismo valor y la misma dignidad, merece también la misma protección y
respeto. Hay que lograr una mayor coherencia en la sensibilidad moral y hay que
superar cualquier tipo de discriminación: social, racial, política, religiosa.
El valor de la vida humana no es
un absoluto. Si en una situación determinada no existieran otros valores que
salvaguardar, no nos encontraríamos con ningún problema moral. Pero la realidad
es que el valor de la vida humana está en relación con otros valores, y esto
con frecuencia genera conflictos.
DESDE EL AMOR Y LA LIBERTAD
La vida está en relación también
con el amor y la libertad. La persona humana tiene como características
esenciales, la razón, la libertad, la capacidad de relación y apertura a los
otros.
Desde la libertad el hombre acoge
la vida y la desarrolla como vocación. La vida humana es no sólo derecho, sino
obligación, proyecto y tarea. En ella se asienta la libertad; sin vida no hay
libertad. Pero la libertad posibilita, que este dato previo que es la vida, se
desarrolle como vida humana, opte, elija y decida. Sin libertad, la vida humana
es indigna.
Este despliegue armónico
vida-libertad puede plantear complejos problemas: ¿puede el hombre disponer de
su vida?, ¿puede renunciar a seguir viviendo?, ¿tiene realmente el hombre pleno
dominio sobre su vida?
El hombre realiza su vida en el amor. Desde el amor puede
producir vida y puede también donarla y entregarla. El hombre intenta en la
vida, la realización de su personalidad, el desarrollo y la felicidad. Esto
pasa por la relación y el amor. Si amar a los otros difícilmente se logra un
desarrollo satisfactorio de la propia vida. Y este amor a los otros puede
llevar al hombre hasta a dar y sacrificar la propia vida. ¿Puede el hombre
realmente arriesgar y sacrificar su vida? ¿es esto un valor? ¿el amor y el
servicio a los demás puede expresarse en la entrega de la vida?
EL SEÑORIO DE DIOS
La inviolabilidad de la vida se ha fundamentado en el
señorío de Dios. Dios es el único dueño y soberano de la vida humana. Sólo Él
puede disponer libremente de ella. El
hombre sería
simplemente un administrador, que debe responder del bien
que se le confía.
En la base de esta visión está el sentido religioso, la
relación de la vida a Dios, que establece la Sagrada Escritura. Pero, ¿qué
significa este señorío de Dios?.
Este horizonte trascendente y religiosos de la vida ayuda
mucho a los creyentes a comprender el carácter sagrado e inviolable de la vida
humana. Si la vida humana, hay que entenderla en relación a la persona,
entonces la concepción de la persona manifiesta y expresa el valor de la vida.
Si entendemos la persona como imagen de Dios, la vida hay que situarla en esta
órbita.
El señorío de Dios no hay que entenderlo en un sentido
antropomórfico; no se puede asemejar al dominio y propiedad del hombre sobre
las cosas. Dios es señor de la vida porque en Él tiene origen. Él quiere la
vida y crea el amor. En virtud de este amor, pertenece el hombre a Dios. La
vida es el primer talento que Dios confía a la libertad del hombre. Lo que Él
desea es que el hombre sea capaz de multiplicarlo y producir abundante fruto.
El señorío de Dios no recorta la
libertad responsable del hombre. Del mismo modo que el Creador ha puesto la
creación en las manos del hombre, pone también el don de la vida. Se la confía
totalmente. La vida humana es auténticamente vida del hombre. La soberanía de
Dios impone obediencia y cumplimiento de su voluntad. El hombre ha de vivir y
conducir su vida como hombre: desde la razón, el amor y la libertad.
UNA CIVILIZACIÓN DE LA VIDA
Se extiende en la cultura actual
una mentalidad anti-vida. Se manifiesta especialmente en le rígido control de
natalidad, en las actitudes frente al aborto, en la violencia contra millones
de seres humanos forzados a la miseria, al hambre, a la desnutrición, en la
siembre de muerte por el desajuste de los equilibrios ecológicos, en la
difusión criminal de la droga. Detrás hay una profunda crisis de la cultura.
Son importantes las llamadas de atención de Juan Pablo II por una civilización
del amor y de la vida. El compromiso del cristiano ha de llegar también a la
defensa de este valor fundamental.
La sociedad actual está orientada
por el tener, por una mentalidad productiva y consumista. Aquellas vidas
que no resultan rentables y productivas, no cuentan. El compromiso ético lleva
a defender el derecho a la vida del niño no nacido, del anciano, del enfermo,
del marginado, del minusválido, de todo ser humano. Y lleva a la
responsabilidad de esforzarse por crear condiciones positivas que promuevan el
respeto a la dignidad de todas las personas, especialmente d los más débiles y
desprotegidos.
El compromiso por la vida debe asumir un carácter global.
Hay que tomar conciencia de su valor en todas las situaciones. El compromiso
ético debe llevar a una actitud de coherencia en la lucha y defensa del valor
vida humana. Como proclama el concilio Vaticano II:
“Cuanto
atenta contra la vida – homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto,
eutanasia y el mismo suicidio deliberado-; cuanto viola la dignidad de la
persona humana, como, las mutilaciones, las torturas morales o físicas, los
conatos sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad
humana, como son las condiciones infrahumanas de vida, las detenciones
arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de
blancas y de jóvenes; o las condiciones laborales degradantes, que reducen el
operario al rango de mero instrumento de lucro, sin respeto a la libertad y a
la responsabilidad de la persona humana: todas estas prácticas y otras
parecidas son en sí mismas infamantes, degradan a la civilización humana,
deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al
honor debido al Creador” (GS 27).
El compromiso por una
civilización de la vida lleva hay a la opción por la calidad de la vida humana.
Por ser humana, la vida ha de ser reconocida y aceptada en toda su dignidad. Lo
humano exige acompañar el vivir, de los rasgos y cualidades que lo hagan
satisfactorio y apetecible a la persona.
El problema está planteado en
torno a los criterios y parámetros para definir y medir la calidad. La calidad
no está en el tener sino en el ser, mira a lo más profundo del ser humano, a la
libertad y al espíritu.
Diego Gracia habla de tres
interpretaciones de la calidad de vida: antropológica, sociológica y cristiana.
La primera considera determinantes y prioritarias las razones individuales
sobre todas las demás; la propia calidad de vida, sobre la calidad de vida de
los otros. Desde esta interpretación individualista, los partidarios de la
calidad de vida formulan el siguiente principio moral: “Hay que preservar la
vida del paciente siempre y sólo si hay esperanzas de que siga siendo una vida
con sentido”. En cambio, los que la entienden desde una interpretación
sociológica defienden: “el mayor bien para el mayor número”. Desde este principio,
la decisión sobre si la vida de un enfermo terminal debe ser mantenida o no,
dependerá de un cálculo que contemple las consecuencias que la condición vital
del presente puede tener sobre la calidad de vida de todas las partes
implicadas y sobre la propia sociedad.
En la concepción cristiana, el
principio fundamental consiste en mirar el ejemplo de Cristo. Él da su vida por
amor. Y si Él dio su vida, “también nosotros debemos dar la vida por los
hermanos” (1 Jn 3,36). La vida es un don, que se entrega por amor, y la entrega
puede llegar – como en Él - hasta el final. Porque “nadie tiene mayor amor que
el que da su vida por sus amigos” (Jn 15,13).
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