lunes, 28 de julio de 2014

LA DIGNIDAD DE LA PERSONA

Catecismo de la Iglesia Católica
1700 La dignidad de la persona humana está enraizada en su creación a imagen y semejanza de Dios (artículo 1); se realiza en su vocación a la bienaventuranza divina (artículo 2). Corresponde al ser humano llegar libremente a esta realización (artículo 3). Por sus actos deliberados (artículo 4), la persona humana se conforma, o no se conforma, al bien prometido por Dios y atestiguado por la conciencia moral (artículo 5). Los seres humanos se edifican a sí mismos y crecen desde el interior: hacen de toda su vida sensible y espiritual un material de su crecimiento (artículo 6). Con la ayuda de la gracia crecen en la virtud (artículo 7), evitan el pecado y, si lo han cometido recurren como el hijo pródigo (cf Lc 15, 11-31) a la misericordia de nuestro Padre del cielo (artículo 8). Así acceden a la perfección de la caridad.
CONCEPTO DE DIGNIDAD HUMANA

La preocupación por la dignidad de la persona humana es hoy universal: las declaraciones de los Derechos Humanos la reconocen, y tratan de protegerla e implantar el respeto que merece. Los errores que pueda haber en la formulación de esos derechos no invalidan la aspiración fundamental que contienen: el reconocimiento de una verdad, la de que todo ser humano es digno por sí mismo, y debe ser reconocido como tal. El ordenamiento jurídico y la organización económica, política y social deben garantizarlo.

Por eso, dignidad, en general y en el caso del hombre, es una palabra que significa valor intrínseco, no dependiente de factores externos. Algo es digno cuando es valioso de por sí, y no sólo ni principalmente por su utilidad para esto o para lo otro. Esa utilidad es algo que se le añade a lo que ya es. Lo digno, porque tiene valor, debe ser siempre respetado y bien tratado. En el caso del hombre su dignidad reside en el hecho de que es, no un qué, sino un quién, un ser único, insustituible, dotado de intimidad, de inteligencia, voluntad, libertad, capacidad de amar y de abrirse a los demás.
Abordar la dignidad de la persona humana es el núcleo central de la bioética cuando trata temas con relación a la persona humana. Nuestra cultura ha ido descubriendo paulatinamente la importancia de la persona y su dignidad. Y es que la fuente última de la dignidad del hombre es su condición de persona.
Cuando se dice de un sujeto, de alguien, que es persona se está señalando al hombre singular y concreto en su totalidad real. Una totalidad que implica su condición corporal y su dimensión espiritual. El respeto hacia la persona requiere el cuidado de ésta como un todo desde su dimensión física y psíquica.
La persona humana es irrepetible y única, porque es un alguien; no es sólo un qué, sino un quién. La bioética necesita fundamentar la condición personal del hombre para esclarecer y legitimar las decisiones de intervención sobre la vida humana ya que cualquier intervención sobre el ser humano no alcanza únicamente a los tejidos, órganos y funciones; afecta también, a la persona misma.
Muchas veces surgen interrogantes importantes cuando se asumen los dilemas éticos en el tratamiento a dar a la persona humana: ¿es el feto persona? ¿es el disminuido psíquico persona? ¿es el enfermo terminal o en coma profundo persona? ; en otras palabras ¿quién no tiene conciencia de sí, es persona?
Quien no desarrolla en la actualidad las capacidades propias de la persona, no se encuentra desposeído de esta categoría, todo ser humano posee su identidad como persona, ejerza o no las capacidades que le son propias. Cuando se excluye de la categoría personal a todos aquellos que no cumplen con la autonomía personal y de la libertad de sus acciones le excluimos de la categoría que le es propia, valorando y primando la capacidad de obrar que es extrínseca a su condición de ser humano.
LA DIGNIDAD INTRÍNSECA DEL SER HUMANO
Cuando hablamos de dignidad humana, hablamos de un valor intrínseco y personal que le corresponde al hombre en razón de su ser, nunca basada en rendimientos externos, ni por fines distintos de sí mismo. La dignidad que abordamos en este tema se fundamenta en la dignidad intrínseca del ser humano y en la noción de ser fin en sí mismo; esta dignidad atribuida a la persona por su pertenencia al género humano se convierte en fundamento del trato a dar a un semejante, sea autónomo o no, y que implica la no utilización como medio. El ser humano no puede ser utilizado nunca como medio, es siempre fin en sí mismo. En bioética, esta dignidad se concreta en el principio de respeto y de autonomía del sujeto que es protegida por los convenios internacionales que resguardan a las personas ante posibles abusos como el de la experimentación en ensayos clínicos.
El hombre es portador, por pertenecer al género humano, de una dignidad que le es propia. Desde la filosofía son de destacar las aportaciones realizadas por los filósofos Immanuel Kant, Pico della Mirandola y Tomás de Aquino, que desde concepciones diferentes, basan el criterio de dignidad de la persona en la libertad y autonomía que le es propia.
a) Entre todos los seres que pueblan el universo, sólo el hombre puede dirigirse por sí mismo hacía su propia meta.
b) El hombre puede determinar la dirección de toda su existencia.
La palabra libertad puede tener diferentes significados, pero para la ética el significado de libertad hace referencia a la capacidad por la que las personas pueden dar forma a sus propias vidas a través de sus elecciones: la libertad de autodeterminación.
Las capacidades intelectivas que posee el hombre, su inteligencia y su voluntad, le permiten la elección de las acciones que van a conformar su propia vida. Es este tipo de libertad la que más tiene que ver con las calificaciones éticas de nuestros actos, por la elección y dirección de la acción a realizar, ya que en ella reside una intención. Cuando no existe posibilidad de elección real, no existe autodeterminación y por tanto no hay acción moral basada en la libertad.
EL HOMBRE FIN EN SÍ MISMO: DIMENSIÓN SOCIAL
Todo ser humano es por naturaleza social, esto es, desde su libertad encuentra en sí la referencia hacia los demás y hacia la sociedad. Su libertad no es independencia social, al contrario, no puede renunciar a la tendencia social de la que es portador, como no puede renunciar a su tendencia hacia la sexualidad, o a la conservación de la propia vida. El hombre se relaciona constantemente con sus congéneres, coexiste con ellos y de esta premisa surge el principio del hombre como fin en sí mismo, por su dimensión social en la que siempre se encuentra.
La libertad y la autonomía de los propios actos, hace referencia a la capacidad que poseemos por la que damos forma a nuestras propias vidas a través del ejercicio de nuestra libertad. Decimos que el hombre se autodetermina con sus acciones, esto es, que la dignidad ontológica que cada persona posee puede y debe ser acrecentada con los actos libres que realizamos.
Estamos ante una dignidad perfectiva que se suma a la dignidad ontológica, por la que nos realizamos como personas a lo largo de toda nuestra vida. Libertad y autodeterminación es el reto que constantemente debemos afrontar.
Nunca es lícito negarse a reconocer y aceptar la condición personal, libre y plenamente humana de los demás. El otro es también persona. Servirse de personas para conseguir nuestros fines es manipulación, y consiste en dirigir a las personas como si fueran autómatas o instrumentos, procurando que no sean conscientes de que están sirviendo a nuestros intereses, y no a los suyos propios, libremente elegidos.
El individuo como entidad no existe aisladamente, la relación con otras personas es parte del tejido de la vida y la bioética trata la dimensión ética del tratamiento que damos al ser humano. Los grandes avances tecnológicos de la actualidad y los diferentes modelos o tendencias culturales ponen de manifiesto la existencia de diferentes éticas en cuanto abordamos los problemas de intervención sobre la vida. La bioética debería aportar al conocimiento científico el valor de la persona para que ésta sea siempre un fin en sí misma, para que toda intervención cumpla los objetivos terapéuticos y limite las intervenciones que manipulen e instrumentalicen la vida humana. No le corresponde a la bioética una función restrictiva, de poner límites a la medicina o a la investigación, sino recordar el valor de la vida humana y la dimensión ética de toda intervención sobre las personas y buscar las intervenciones que se adecuen más a la dignidad que le corresponde.
La persona es anterior a toda organización social, política o jurídica y es punto de referencia y de medida entre “lo lícito” y “lo ilícito”.
DIGNIDAD HUMANA Y LIBERTAD
Catecismo de la Iglesia Católica
1730 Dios ha creado al hombre racional confiriéndole la dignidad de una persona dotada de la iniciativa y del dominio de sus actos. “Quiso Dios ‘dejar al hombre en manos de su propia decisión’ (Si 15,14.), de modo que busque a su Creador sin coacciones y, adhiriéndose a El, llegue libremente a la plena y feliz perfección”(GS 17): El hombre es racional, y por ello semejante a Dios; fue creado libre y dueño de sus actos. (S. Ireneo, haer. 4, 4, 3).
Si bien la dignidad de la persona humana podría demostrarse filosóficamente por muy variados medios —como la capacidad del hombre de captar la verdad en cuanto tal, de aprehender y querer lo bueno en sí y de apreciar y construir la belleza—, una significativa mayoría de los tratadistas la han ligado de manera indisoluble a la libertad.

El hombre es digno porque es libre: en esto parece concordar la casi generalidad de los especuladores que se han ocupado expresamente del tema.
El primero es sin duda Kant, el más preclaro exponente de la Ilustración filosófica. En su Metafísica de las costumbres, Kant escribe: "La humanidad misma es una dignidad, porque el hombre no puede ser tratado por ningún hombre (ni por otro, ni siquiera por sí mismo) como un simple instrumento, sino siempre, a la vez, como un fin; y en ello precisamente estriba su dignidad (la personalidad)." He aquí la expresión paradigmática de la dignidad personal en el mundo moderno, el principio implícitamente operante en los juicios de valor —hoy tan frecuentes— que descalifican las actitudes lesivas para la nobleza intrínseca de un sujeto humano, incluyéndolas bajo la categoría de «manipulación» o, peor aún, de «instrumentalización»: transformar a alguien en simple instrumento equivale, para el hombre contemporáneo, a mancillar su grandeza constitutiva.
Pico della Mirandola, uno de los pensadores más representativos del humanismo renacentista, en una especie de oración alegórica —dentro de su conocido Discurso sobre la dignidad humana—, pone en boca del Creador las siguientes palabras, con las que quiere compendiar los motivos de la eminente nobleza del hombre: "No te he dado una morada permanente, Adán, ni una forma que sea realmente tuya, ni ninguna función peculiar, a fin de que puedas, en la medida de tu deseo y de tu juicio, tener y poseer aquella morada, aquella forma y aquellas funciones que a ti mismo te plazcan. Tú, sin verte obligado por necesidad alguna, decidirás por ti mismo los límites de tu naturaleza, de acuerdo con el libre arbitrio que te pertenece y en las manos del cual te he colocado. No te he hecho ni divino ni terrestre, ni mortal ni inmortal, para que puedas con mayor libertad de elección y con más honor, siendo en cierto modo tu propio modelador y creador, modelarte a ti mismo según las formas que puedas preferir. Tendrás el poder de asumir las formas inferiores de vida, que son animales; tendrás el poder, por el juicio de tu espíritu, de renacer a las formas más elevadas de la vida, que son divinas."

Sto. Tomás de Aquino, la figura más sobresaliente del pensamiento cristiano medieval, hace radicar la superioridad del hombre sobre las realidades meramente materiales en el hecho de haber sido creado a imagen y semejanza de Dios; y ese mayor grado de similitud se debe a que el hombre posee una voluntad libre, por la que puede dirigirse a sí mismo hacia la propia perfección: "El hombre es imagen de Dios en cuanto es principio de su obrar por estar dotado de libre albedrío y dominio de sus actos." En consecuencia, resume en otro lugar, "he aquí el supremo grado de dignidad en los hombres: que por sí mismos, y no por otros, se dirijan hacia el bien", hacia su fin.

La conclusión es justamente la que perseguíamos: aun cuando estamos ante autores de orientaciones filosóficas muy dispares e incluso divergentes, los tres coinciden, al igual que muchos otros, en relacionar la dignidad humana con la libertad. También lo hacen, por citar a dos pensadores contemporáneos de talla, Manuel García Morente y Antonio Millán-Puelles. "Llamamos persona —sostiene el primero— a un sujeto que rige con su pensamiento y su voluntad libre la serie de sus propias transformaciones. Si el hombre no pudiera libremente preparar y realizar los actos que le hacen ser lo que es, el hombre sería un animal inteligente, pero no sería responsable de sus propios actos, no sería autor y actor al mismo tiempo de la propia materia de su vida." Por su parte, afirma Millán-Puelles, de manera todavía más contundente: el "valor sustantivo, mensurante de la específica dignidad del ser humano, se llama «libertad», sea cualquiera su uso. Lo que hace que todo hombre sea un áxion (concretamente, el valor sustantivo de una auténtica dignitas de persona), es la libertad humana."

El verdadero sentido de la libertad humana.

La cuestión parecería del todo clara. No lo está lo bastante, sin embargo. Por una parte, resulta posible realizar aquí un conjunto de consideraciones similares a las expuestas al principio de nuestra intervención: bajo la aparente igualdad de un mismo término —en este caso el de «libertad»— se esconden realidades distintas y a veces contrapuestas, que nos conducirían a terrenos muy distantes a la hora de concebir a la persona humana y las condiciones y el alcance de su dignidad. Por otro lado, y esto es todavía más decisivo, la fundamentación de la bioética se mantendrá en un estado de ambigüedad constitutiva mientras el punto último de apelación de la realeza humana sea simplemente la libertad; y sólo alcanzará su estatuto definitivo cuando esa libertad se manifieste como expresión, sin duda privilegiada, de la excelsitud del ser personal al que revela.

Mientras la dignidad humana no aparezca radicada en la superioridad del ser personal del hombre, todo lo que se cimente sobre ella correrá el peligro inminente de desfondamiento. La tarea es, pues, la de adentrarnos, desde la consideración de la libertad del sujeto humano, hasta la aprehensión de la superior excelsitud de su ser personal.

Una errónea concepción que presenta grandes repercusiones en los dominios de la bioética es la doctrina que hace caso omiso de los profundos lazos que ligan la libertad con el bien, con la perfección. Por muy paradójico que resulte, el ser humano es libre no en virtud de una especie de indiferencia constitutiva, de una suerte de apatía abúlica e inapetente respecto a lo bueno (y lo malo); sino, muy al contrario, a causa de su finalización radical hacia el bien en cuanto tal (y, de manera todavía más drástica, hacia el Bien sumo e infinito). Justamente porque, más allá de su propio bien puntual y privado, el hombre puede conocer y querer lo bueno en sí —y, en ese sentido, también lo que resulta bueno para otros y, en fin de cuentas, todos los bienes—, no se encuentra intrínsecamente determinado por ningún bien finito, particular y concreto, sino que le es dado elegir entre los muchos que solicitan su voluntad.

El animal, a la inversa, se muestra del todo impotente para conocer la razón de bien en sí; sólo es capaz de aprehender y de dirigirse, o de huir, de lo que a él le resulta beneficioso o dañino: el puntiforme bien o mal para-sí señalado por sus instintos. Los restantes bienes y males, por sublimes o perversos que fueren, no tienen aptitud para moverle porque, para él, ni tan siquiera existen. En consecuencia, el animal carece de toda capacidad de elección, y «se dispara» de manera automática ante la presencia del único bien (o, en su caso, del exclusivo mal) al que taxativamente le ordena su dotación instintiva.

Es, por consiguiente, su contrapuesta relación con el bien lo que marca la diferencia entre el comportamiento del hombre y el de los animales. De ahí que la libertad humana no quede suficientemente caracterizada apelando sin más a la simple posibilidad de optar entre los distintos miembros de una alternativa. Mucho más allá de esa facultad, como su fundamento y término, se encuentra la prerrogativa admirable del hombre de dirigirse, a través de semejantes elecciones, hacia su propia plenitud y perfección: hacia su bien terminal definitivo, aprendido como tal.

Si a través de sus opciones el hombre no gozara del poder de «construirse», en el sentido más drástico del término; si el fundamento de su autodeterminación fuera un «tanto da» desinteresado, incapaz de conducirlo progresivamente hasta su acabamiento perfectivo, la necesidad de elegir acabaría por mostrarse —a tenor de nuevo de la afirmación sartriana—, más que como un privilegio, como una «condena». Y la propia condición libre, en su conjunto, aparecería como una triste farsa, o como un drama, por el que a «Alguien» habría que pedir cuenta de no tomar lo suficientemente en serio al hombre y de no permitir que éste se tome en serio a sí mismo.
Por eso, ni en bioética ni en ningún otro ámbito de la actividad humana, la eticidad de un comportamiento podrá sustentarse de manera exclusiva sobre la «libertad» de una decisión, cuando esa «libertad» se entienda como mera capacidad formal de elegir, al margen de la referencia al bien. Las contradicciones con las que al término se enfrenta cualquier intento de cimentar la ética y el derecho en una «facultad de escoger» construida de espaldas al bien real y perfectivo, manifiestan en fin de cuentas un déficit teorético: la endeblez de una concepción en que «lo libre» perseguiría su basamento radical en la pura indiferencia; un modo de pensar que, al cabo, trivializa la libertad, desproveyéndola de su más auténtico e intangible soporte.


EL FUNDAMENTO ÚLTIMO DE LA DIGNIDAD HUMANA
SÓLO EL CREADOR PUEDE SER FUNDAMENTO DE LA DIGNIDAD HUMANA
No hay ningún motivo suficientemente serio para respetar a los demás si no se reconoce que, respetando a los demás, respeto a Aquel que me hace a mí respetable frente a ellos. Si sólo estamos dos iguales, frente a frente, y nada más, quizá puedo decidir no respetar al otro, si me siento más fuerte que él. Es ésta una tentación demasiado frecuente para el hombre como para no tenerla en cuenta. Si, en cambio, reconozco en el otro la obra de Aquel que me hace a mí respetable, entonces ya no tengo derecho a maltratarle y a negarle mi reconocimiento, porque maltrataría al que me ha hecho también a mí.

La persona como tal, en primera instancia es fruto de una elección trascendente

Cada persona humana no puede ser un accidente, surgido al azar: el amor de una madre por su hijo es una semejanza del amor con el cual el Creador ha creado a cada persona. En ambos casos se trata de un amor que quiere a esa persona, y no a otra. Ser hijo significa ser querido por ser uno la persona que es, independientemente de si es guapo o feo, listo o torpe, alto o bajo. El hogar es el primer lugar, y a veces el único, donde el ser humano es querido por sí mismo, independientemente de los defectos y limitaciones que pueda tener su cuerpo, su inteligencia o su carácter. Por eso, ese amor por la persona concreta del hijo que se da en el hogar es una cierta imagen del amor con que Dios nos quiere.
Para fundamentar adecuadamente algo tan serio como la dignidad humana, en último término hay que aceptar que la persona tiene un origen trascendente, más allá de la genética y de la materia: esto es lo que asegura de verdad su carácter incondicionado. En caso contrario, se puede incurrir en una postura materialista.
Cuando no se acepta este valor de la persona en sí misma, se abre la puerta que conduce a dejar de respetarla. Por ejemplo: si se dice que un ser humano sólo es persona cuando se comporta como tal, entonces tos los seres humanos que no se comportan como tales, porque están dormidos o inconscientes o porque son no nacidos o discapacitados, no serían personas, lo cual significa que son seres humanos de segunda clase, y por tanto gente que vive vidas imperfectas que en algunos casos puede compensar no prolongar.

Hombres que no son personas


La distinción entre ser humano y persona es falaz y resbaladiza hacia justificaciones que atentan contra la dignidad de toda persona humana. Pretender que hay un momento en el cual el embrión "se convierte" en persona es mantener una distinción sumamente arbitraria y que no tiene una justificación verdadera. El embrión es un ser humano en potencia y una persona "que está en camino", y ambas cosas vienen a ser lo mismo.

Desde aquí se pueden entender los reparos morales a la manipulación genética, a la eutanasia y al aborto. La base de esos reparos es la dignidad humana.

Diferentes del animal sólo en la conducta

El materialismo, tanto teórico como práctico, es un punto de vista que sitúa el origen de la persona en el proceso orgánico de la vida, y por tanto para un materialista no hay diferencia apreciable entre un hombre y una rata: la única diferencia verdadera es que uno y otro se comportan de distinta manera. Pero para poder comprobar esto último hay que esperar a que crezcan: mientras el hombre y la rata no son seres desarrollados todavía no se comportan como los individuos adultos de cada una de esas especies.

El materialismo deprime la dignidad de la persona humana individual, y considera que esa idea es una cuestión cultural, una pauta de valor que los individuos de la especie humana han encontrado recientemente. El materialismo constituye hoy la postura más generalizada, y al mismo tiempo más elaborada, desde la cual se devalúa, no sólo la dignidad de la persona humana, sino el sentido del dolor y del sufrimiento, el fenómeno de la muerte y la posibilidad de un más allá de ella, el comportamiento amoroso desinteresado, capaz de sacrificio, hacia los demás, y en definitiva la respuesta a las grandes preguntas acerca del sentido de la vida.

Los criterios de dignidad meras cuestiones de opinión

Otra explicación poco satisfactoria de la dignidad humana, que muchas veces acompaña a la postura materialista, es decir que consiste sólo en una convención social o cultural: no tenemos más fundamento para reconocer que todo hombre es digno que el estado de opinión contemporáneo acerca del asunto. En épocas anteriores este estado de opinión no existía, y había esclavos, bárbaros, mujeres sometidas a los varones, maltrato a los niños, etc.

Según este modo de pensar, el respeto que el valor intrínseco e inviolable de la persona merece no pasa de ser una convención, una opinión mayoritaria que algún día cambiará.

Semejante postura es muy de temer y muy poco defendible, porque viene a decirnos que la dignidad del hombre no se basa y consiste en el valor intrínseco de la persona humana, sino en algo tan extrínseco y mudable como la opinión cultural. Si esto fuera así, estamos en manos de esa opinión mudable, y el día que se haga general la opinión de que las personas bajitas no pueden tener calidad de vida y es preferible eliminarlas, ese día todos los bajitos o africanos, o enfermos terminales, etc., deben salir huyendo del país si quieren salvarse.

La dignidad de la persona humana existe, es real y objetiva, independiente y previamente a que sea reconocida por la opinión pública, los gobernantes y el ordenamiento jurídico. Es más, precisamente porque es algo objetivo y previo, la opinión pública, los gobernantes y el ordenamiento jurídico deben respetar ese valor inviolable. 

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