1.
La realidad del
celibato: dificultades actuales
La renuncia al
ejercicio genital y a compartir la existencia con una persona no supone dejar
en el olvido un aspecto imprescindible que forma parte de la realidad humana.
La capacidad para el amor y el desarrollo de la sexualidad constituye una tarea
de la que nadie queda exento.
Las expresiones usadas para designar esta forma de vida cristiana
han sido diferentes a lo largo de la historia. La continencia subraya
principalmente la abstinencia sexual, que se da también en otras personas. El
celibato hace referencia a una condición social que incluso puede ser impuesta
contra la propia voluntad o elegida por múltiples motivaciones. La virginidad
tiene resonancia más femenina y está vinculada con la integridad física. La
castidad perfecta da la impresión de que en la vida conyugal el cumplimiento de
esta virtud es, por su naturaleza, limitado e imperfecto. La virginidad y el
celibato suelen ser los términos más empleados en la literatura cristiana.
Son muchas las personas que por una u otra razón viven el celibato
en nuestra sociedad. Tal forma de vida encierra una serie de aspectos positivos
y enriquecedores para el conjunto de la comunidad cuando se da una aceptación
libre e integrada. El enfoque cristiano tendría que abarcar a los diferentes
tipos de célibes, cuyo denominador común consiste en no haberse casado, con
todo lo que ello conlleva.
Nos centraremos en la virginidad y el celibato religioso cuando se
acepta como una forma de consagración y entrega a Dios. Esta motivación es la
que lo caracteriza y distingue de otras situaciones parecidas.
2.
Interrogantes actuales
Hoy se vive en
un ambiente cultural en el que esta forma de vida se valora con matices
diferentes a los de épocas anteriores. Antes constituía el único camino de
perfección para quienes buscaban una entrega más profunda a Dios, cosa que no
era posible en el matrimonio, por su propia naturaleza. Nacía una situación de
aprecio y estima social por tratarse de personas escogidas y privilegiadas.
Todo ello sirvió de ayuda y estímulo para fomentar esta vocación y para
mantenerla como una riqueza personal, y como algo valioso y aceptable
sociológicamente.
Hoy la situación es distinta, pues hemos asistido a una
revalorización de la teología del matrimonio, en la que el amor conyugal se
vive como un lugar de cita y de encuentro con Dios. Amar a otra persona no
impide amar a Dios ni el compromiso por su Reino. Es una opción que facilita
también la maduración y el equilibrio afectivo, de lo que carecen tantos
célibes y cuya importancia se subraya hoy. No es extraño que exista una
devaluación sociológica, pues la renuncia
a esta experiencia afectiva lleva con frecuencia a un estado de
mutilación y empobrecimiento psicológico que desemboca en otra serie de riesgos
y ambigüedades.
Las incoherencias y fragilidades que hoy se conocen producen la
impresión que muchas de estas personas encubren debilidades ocultas. El número
de sacerdotes y religiosos que han abandonado su compromiso celibatario parece
conformar esta sospecha. Las mismas discusiones sobre la conveniencia o no de
vincular el celibato con el ministerio sacerdotal indicarían que la experiencia
ha demostrado las dificultades presentes en tal legislación y que muchos desean
suprimir.
Existe una incomprensión generalizada, incluso entre cristianos
comprometidos para descubrir el sentido de esta opción. Lo que está claro es
que quien ahora se oriente por este camino encontrará inevitablemente un
entorno hostil que puede hacerle tambalear en su propia seguridad. Vale la pena
preguntarse sin miedo: ¿tiene hoy algún sentido la virginidad y el celibato
religioso?
3.
Motivaciones históricas
La temática sobre al división del
corazón ha sido constante en la literatura cristiana. El texto de San Pablo (1
Cor 7, 32-35) sobre los problemas del matrimonio y la libertad del célibe, que
se preocupa solo de agradar al Señor, fue interpretado de una forma
restrictiva. La idea de fondo suponía una imposibilidad de amar conyugalmente a
una persona y servir al mismo tiempo a Dios con una entrega más profunda.
La pureza cultual aparece como una justificación determinante. El
sexo se vive como una mancha y como una especie de profanación que aleja al ser
humano de la esfera sagrada y del ámbito religioso. Ya en el Antiguo Testamento
se prescribía a los sacerdotes israelitas que se abstuvieran de relaciones
sexuales antes de su servicio en el Templo. Esta misma mentalidad va a estar
latente en muchas prescripciones eclesiásticas para imponer el celibato y constituye
uno de los argumentos fundamentales para su defensa. El sacerdote, llamado a un
servicio constante en su ministerio debe renunciar a todo lo que dificulte su
encuentro con Dios; y el ejercicio de la sexualidad y el hecho de estar casado
se hace incompatible con las exigencias de su vocación.
La legislación se irá haciendo más rigorista. Durante los primeros
siglos, aunque el celibato no es requerido para la ordenación, al clérigo
ordenado ya no le es lícito casarse. A partir del Concilio de Elvira se extiende
la costumbre de no tener relaciones sexuales, ni siquiera con la legítima
esposa, después de las órdenes, y ya en el siglo V los obispos empiezan a ser
elegidos entre el clero célibe. Más tarde se proclamó la nulidad del matrimonio
intentado por los clérigos de órdenes mayores y fue desapareciendo casi
totalmente la ordenación de personas casadas.
La idea de que
las relaciones sexuales tienen algo de impuro y son incompatibles con el culto
litúrgico penetra en todos los ambientes cristianos.
A nadie se le puede decir hoy para que se entusiasme con la
virginidad, que si se casa no podrá amar a Dios con todo su corazón, pues
además de ser falso, no es cierto que el hacho de no casarse evite esta
división, pues el corazón humano puede buscar otros entretenimientos que lo
distraigan de Dios. Y la renuncia al ejercicio de la sexualidad, por
considerarlo algo impuro e indigno, manifestaría una estructura mental carente
de toda valoración humana y evangélica.
4. Justificación humana del celibato
En la misma
esfera de lo humano se puede encontrar una plena justificación a este género de
vida. Se trata de una situación interna en la que la entrega plena a una tarea
o persona, conlleva la necesidad existencial de permanecer célibe. El celibato
aparece como una actitud creadora para el fomento y la realización de un valor
determinado que exige la supresión de otro tan bueno y apetecible como el amor
conyugal. La vivencia, para prestar un servicio concreto, resulta tan exigente
que el sacrificio de otros valores que podrían constituir un obstáculo o
dificultad se considera secundario. Es una preocupación experimentada para
entregarse con mayor independencia a lo que se considera digno de tal opción,
pero que no tiene por que menospreciar otras vocaciones ni rebajarlas de
categoría.
El celibato verdadero supone siempre una actitud de disponibilidad
y servicio a los demás, y nunca podrá estar motivado por un narcisismo egoísta,
como el que puede darse en el “solterón”.
5. Eunucos
por Jesús y su reino
Esto, que tiene
validez y justificación como fenómeno humano, alcanza también un significado
religioso. Si el amor es capaz de cambiar la vida de una persona, el amor de
Dios puede irrumpir con tal fuerza en su existencia que provoque una
determinada orientación. En tiempos de Jesús se aceptaba la castración de los
hombres para desempeñar ciertas funciones específicas. El eunuco aparecía como
guardián del harén en cargos administrativos y militares que le estaban
reservados por su condición especial. En aquel ambiente, la invitación de
Cristo no aparecía tan extraña. Predicó un ideal para las personas
comprometidas que quisieran vivir como El entregadas a la tarea de la
evangelización. Desde entonces ha habido quienes se han sentido seducidos por
la persona de Jesús y su obra que han experimentado la necesidad de seguirlo
dejando a un lado otras posibilidades y valores.
El celibato de Jesús no fue una opción ascética ni una huida de
otras preocupaciones existenciales. Cristo fue el hombre consagrado por el
Padre para estar orientado por completo hacia Él y dedicarse incondicionalmente
a las tareas del reino. Otras personas desde entonces han querido seguir sus
huellas haciendo de sus vidas una ofrenda. El valor del celibato no lo
constituye la negativa a contraer matrimonio, sino la orientación hacia la
persona de Cristo y su obra, que imposibilita de manera concreta y existencial
la preocupación por otras tareas diferentes. Se da una dedicación exclusiva que
facilita la realización de un proyecto determinado.
Por aquí va toda la dimensión cristológica y eclesiológica de la
virginidad. Jesús, como persona, puede constituir el centro de la vida y puede
mantenerse con El una familiaridad tan íntima que excluya la entrega
matrimonial a otra persona. A partir de esa unión personal el celibato se
manifiesta como un servicio de disponibilidad al servicio de la Iglesia. La
libertad de compromisos y obligaciones familiares, tan dignas y sagradas,
posibilita la intensidad de un trabajo y ciertas formas de realizarlo que no
pueden exigirse cuando hay de por medio una vida de familia. Anclarse a Dios
sin una mediación conyugal no significa amarlo más o mejor que el casado, sino
hacerlo de otro modo que a uno le satisface más.
El amor matrimonial supone una serie de obligaciones y exigencias
que dificultan una dedicación sin límites ni condiciones. El problema no es
simplemente de sentimientos, como si Cristo y el cónyuge se disputaran el
corazón de una persona, sino de realidades más profundas: estar disponibles con
facilidad para cualquier tarea sin tener que contar con el peso de una familia.
6. La
dimensión escatológica
La virginidad
es también un enigma que manifiesta la
trascendencia de nuestra realidad presente y el relativismo de nuestros valores
actuales. Cristo ha venido a descubrir la dimensión escatológica y definitiva
de la existencia actual, a enseñarnos que el matrimonio y el amor humano tienen
también una forma trascendente y distinta, sin que sepamos como será. Cerrarnos
a esa dimensión sería mutilar un aspecto básico de nuestra vida cristiana; y el
ser humano apegado a la inmediatez de los valores presentes, tiene el peligro
de olvidar lo que va a venir. El célibe se convierte en una llamada constante
hacia la eternidad.
Que dos personas se quieran y
lleguen a contraer matrimonio es una cosa natural cuya explicación no sale del
ámbito humano. El que renuncia a casarse por motivos religiosos presenta
un enigma que no se puede resolver con
un sentido inmanente. La única respuesta tiene un origen sobrenatural y terno.
La fe en lo que ha de venir, le hace vivir de una forma anticipada el mundo
futuro. Hace ya presente en este mundo la promesa definitiva de Dios; advierte
y recuerda que el sentimiento más profundo de la vida no se agota aquí abajo,
sino donde el tiempo deja paso a la eternidad. Este significado quizás tenga
menos resonancia en nuestro mundo actual, por estar vinculado a una escatología
que alienaba en ocasiones de las responsabilidades terrestres; pero, a pesar de
los prejuicios históricos, es una dimensión que no puede caer en el olvido.
El sacrificio que supone una elección como esta es algo
secundario. Lo primero es la opción gozosa por una forma de vida que compromete
en su totalidad y que llena de sentido. Sin embargo, Lucas, el evangelista de
las exigencias más absolutas y radicales, señala también este último aspecto
como una forma de la cruz que nos vincula con Cristo (14, 26-27). Renunciar a
la mujer y a los hijos es una manifestación del radicalismo que se nos pide y
que se verá más adelante recompensado (18, 29-30).
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