CREADOS EN CRISTO
“El es imagen de
Dios invisible, Primogénito de toda la creación, porque en el fueron creadas
todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles,
los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado
por el y para el, el existe con anterioridad a todo y todo tiene en el su
consistencia. El es también la
Cabeza del cuerpo, de la Iglesia. El es el principio, el
primogénito de entre los muertos, para que sea el primero en todo, pues Dios
tuvo a bien hacer residir en el toda la plenitud y reconciliar por el y para el
todas las cosas” (Col 1, 15-20)
Pablo afirma en
este texto, la supremacía de Cristo frente a toda especulación que atentase
contra ella. El sujeto de esta primogenitura es Cristo, en su unidad
divino-humana, precisamente en cuanto Dios hombre, Jesucristo, el Hijo
encarnado.
En el texto
aparecen unidas en una la economía de la creación con la de la salvación. No se
puede concebir a Cristo como Señor de la historia y del cosmos, si no ha estado
presente en ellos desde el comienzo.
Desde la realidad
de Jesucristo, se entiende que todas las cosas han sido creadas en el y en el
tienen su consistencia. Es así como Cristo puede ser nombrado “primogénito de
toda la creación” y no únicamente “primogénito de los muertos” y “cabeza de la Iglesia ” (Col 1, 15-18). “Primogénito”
no solo en el orden de la redención o de la nueva creación sino en el de la
creación primera.
Para ver a Cristo
presente en la creación, san Pablo se sirve del tema de la imagen (eikon) que ya se aplicaba a la Sabiduría (Pr 8, 22-31;
Sb 1, 7; 7, 26) Cristo preside todo el designio salvifico de Dios partiendo
desde la creación, porque El es la imagen del Padre. Todo ha sido creado en El
y por medio de El (día) y para El (eis). Aquí aparece por primera vez la
finalidad (causa final) de la creación, centrando dicha finalidad en Cristo. El
de Cristo es un primado total, en cuanto que la creación ha de verse hecha en
el, con el y para el.
Nunca se aplica a
Cristo la preposición ek, pues, la
iniciativa y el origen de la acción no se debe a El. Sin embargo, Cristo esta
en el origen y en la finalidad de la creación.
En la plenitud de
los tiempos Cristo realizara la recapitulación de todas las cosas en El. Es su
resurrección la que lleva a su plenitud un mundo creado en Cristo, pero apartado
después de El por el pecado. Es la resurrección la que permite ver la acción de
Cristo desde el principio. La salvación que se nos ofrece por Cristo y en Cristo
no es mas que la culminación y plenitud definitivas de un mundo que desde el
principio fue hecho con su mediación y hacia el camina.
Efesios 1, 3-14
“Bendito sea Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de
bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo, por cuanto nos ha elegido
en el antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su
presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos
por medio de Jesucristo, según el; beneplácito de su voluntad, para alabanza de
la gloria de su gracia, con la que nos agracio el Amado”. En el tenemos por
medio de su sangre, la redención, el perdón de los pecados, según la riqueza de
su gracia que ha prodigado sobre nosotros en toda la sabiduría e inteligencia, dándonos
a conocer el misterio de su voluntad, según el benévolo designio que en el se
propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que
todo tenga a Cristo por cabeza, lo que esta en los cielos y lo que esta en la
tierra”.
En este texto nos
encontramos con el designio salvifico de Dios Padre en Cristo. Encontramos una
afirmación rotunda sobre el hecho de que el Padre nos ha elegido en Cristo,
destinándonos por adelantado a ser hijos adoptivos por medio de el.
En todo el himno se
habla de Jesucristo como sujeto. Se afirma con toda claridad que la creación ha
sido hecha en función de Cristo; el proyecto del Padre al crear, es darnos la
filiación de su Hijo. Se trata de un don absolutamente gratuito y que manifiesta
la misma gloria de Dios en cuanto que con este don participa el hombre de la
misma vida divina.
El designio
salvador de Dios en Cristo, que estaba oculto y que se nos ha manifestado en
Cristo, es un único designio que ya estaba preestablecido antes de la creación,
el designio de hacernos hijos en Cristo, y que se lleva a cabo en la plenitud de
los tiempos por medio de su redención.
Cristo es el centro unificante y el sentido pleno de toda la historia.
Reflexión teológica
La teología suele
designar la creación del hombre en Cristo: “existencial crístico”. A la hora de
explicar el existencial crístico, hay que tener cuidado de no hacer
afirmaciones que privilegien de tal modo la dimensión cristológica del hombre
que menoscaben la autentica autonomía de lo creado o que hagan del
acontecimiento de la encarnación algo que ya estaba presente desde el
principio.
Algunas
posturas dicen que el existencial crístico nos obliga a hablar de una
encarnación incoada. Hablar de una Encarnación incoativa no es lo más apropiado
pues la Encarnación
es un hecho histórico que tuvo lugar en un lugar y tiempo determinados y no
podemos deshistorizar el cristianismo.
Otra postura
equivocada seria afirmar que Dios es libre de crear o no, pero, si lo hace,
tiene que hacerlo en Cristo, diciendo que el hombre solo puede realizar su vocación
humana como llamado a la unión de Dios, de modo que la elevación en Cristo
seria la única realización posible de la vocación humana. Esto seria como negar
la gratuidad del orden sobrenatural; una es la gratuidad de la creación y otra
la de la elevación en Cristo. La creación es común a las tres personas divinas,
en el sentido que las tres son un solo principio eficiente (causalidad
eficiente) de las criaturas mediante la participación del ser divino. Otra es
la causalidad sobrenatural (causalidad quasi formal) por la que el hombre tiene
una relación diferenciada con las tres personas y que se confiere con la
gracia.
Esta comunicación
que Dios nos hace en Cristo por el Espíritu permite al hombre tener relaciones
directas y diferenciadas con las tres personas divinas: el Espíritu nos
introduce en Cristo y una vez en el, somos amados por el Padre dentro del mismo
amor con el que ama a su hijo: hijos en el Hijo. La gracia tiene que comenzar
siempre por la inhabitacion divina (gracia increada) que eleva al hombre a la
condición divina (gracia creada).
El hombre no puede
entrar en la intimidad de la
Trinidad , si la
Trinidad no llega a su historia (por la Encarnación y
Pentecostés). Sin las misiones del Hijo y del Espíritu no habría sido posible
la gracia como participación en la vida trinitaria.
Esta participación
en la vida trinitaria no es posible alcanzarla por el solo don de la creación.
Esta por si sola no permite tener relaciones diferenciadas con las personas
divinas.
Por tanto todo
conocimiento que el hombre tenga de Dios
partir de las criaturas será un conocimiento mediato y análogo. Como tal
permitirá al hombre un conocimiento autentico de Dios, pero imperfecto. Siendo
el hombre consciente de esa mediación y de esa imperfección, aspirara a más,
aspirara a la visión de Dios. En caso de que se de, supone la perfección ultima
del hombre, a la que aspira y busca, pero que no puede alcanzar por sus propias
fuerzas y solo como don puede recibir.
Por tanto es
comprensible el hombre como criatura sin ser llamado a la gracia (hipótesis de
la naturaleza pura). La creación y la encarnación son dos gratuidades
diferentes; por la primera Dios trino se da como principio único que crea el
ser del hombre; por la segunda Dios trino se da en su intimidad
intratrinitaria.
El hombre aún sin saberlo
va buscando la plenitud que solo la visión de Dios le puede conferir. Es el
deseo natural de la visión del que habla sto. Tomas.
Es pues posible una
felicidad natural en el hombre: buscar la verdad y el bien participados y
conocer a Dios mediante las criaturas y amarle como Creador. Todo ello produce
un perfeccionamiento progresivo respecto al punto de partida. No seria un fin
plenamente ultimo pero permitiría al hombre un perfeccionamiento continuo, que
le corresponde como criatura.
Si el primer hombre
fue creado en gracia (Concilio de Trento) habría que decir que ya poseyó como
anticipo el don del espíritu, el cual le introducía en la filiación del Hijo
que habría de encarnarse. Con esto se puede defender la tesis que habría habido
encarnación aun en la hipótesis que el hombre no hubiera pecado, pues toda
gracia que posea el hombre es gracia crística, es gracia que se debe al hecho
de las misiones del Hijo y del Espíritu.
Lo que el pecado
motivo fue que la encarnación fuera al mismo tiempo redentora, tal como de
hecho se realizo.
Una vez que apareció
el pecado en el mundo, Dios intervino en la historia de Abraham llamándolo para
la formación de un pueblo elegido que habría de preparar la llegada de Cristo.
La ley en el marco de la Alianza
La ley que el
pueblo judío recibió de manos de Dios por medio de Moisés, el decálogo, solo se
entiende en el marco de la alianza con el mismo Dios. Dios saca al pueblo de
Israel de Egipto, y en el desierto establece la alianza con el.
Al decálogo no
llego el pueblo de Israel por medio de una reflexión filosófica, sino que fue
fruto de un don de Dios, que lo entrega a su pueblo para que viva el espíritu
de la alianza. Es este el que ha de guiar al cumplimiento del decálogo. En el
mundo hebreo, el sentimiento de haber sido elegido es anterior al afán de
cumplimiento.
El decálogo ha
llegado a nosotros en dos recensiones (Ex 20, 2-17; Dt 5, 6-21) que, en su forma
actual según Van Imsschoot provienen de un decálogo primitivo en el que estaban
formulados todos los mandamientos en frases cortas del tipo imperativo. En esta
forma abreviada puede atribuirse el decálogo al fundador de la religión y de la
legislación de Israel: Moisés.
Se trata de normas
fundamentales de toda sociedad humana. El Catecismo de la Iglesia precisa que los
preceptos del decálogo establecen los fundamentos de la vocación del hombre,
formado a imagen de Dios (CEC 1962). Ponen de relieve los deberes esenciales e
indirectamente, los derechos fundamentales inherentes a la naturaleza de la
persona humana. El decálogo contiene una expresión privilegiada de la ley
natural (CEC 2070).
Las leyes
judiciales se encuentran en el Código de la Alianza (EX 20-23) y en el Deuteronomio. La
regulación sobre el culto en Ex 14, 14-36 y sobre la pureza legal e4n Lv 11-16,
y en el código de la Santidad
(Lv 17-25).
Las normas morales
del decálogo y las leyes de culto y pureza legal, constituyen un todo (la Torah ) que para el judío
posee un alcance ético-religioso. La fe en Yahvé como Dios único, que tiene con
Israel una vocación singular (concebida como alianza), es el marco en el que se
inserta el ethos del pueblo elegido:
todas las prescripciones éticas se consideran como procedentes de Dios y su
cumplimiento forma parte de la alianza.
La ley constituye
la primera etapa en el camino del Reino y no deja de ser una preparación para
el evangelio.
La ética de los profetas
El carisma profético
como medio de comunicación de Dios a su pueblo es una providencia especial para
ir salvándolo de los inconvenientes y peligros inherentes a la monarquía y al
mismo sacerdocio. Gracias a los profetas
se depura la idea de Dios y se mantiene viva la exigencia de la ley en el marco
de la alianza.
Los profetas
ejercen de mediadores con el pueblo de Israel. A partir de Samuel (1S 3, 1-21)
se impone el profetismo.
Los profetas
anteriores al destierro (Amos, Oseas, Miqueas, Isaías) son los guardianes de la
alianza y de la ley; están siempre llamando a la justicia y a la fidelidad a
Dios y anunciando castigos (castigo eficaz que produce efectos) contra el
pueblo por transgredir la ley (Os 8,7; Mi 6-7; Is 1, 10-20).
Jeremías hablo en
medio del asedio y la destrucción de Israel (627 a .C.). Había tenido ya
lugar la deportación a Babilonia del reino del norte alrededor del 721 a .C., luego la
deportación a Babilonia del reino de Juda (en tiempos de Jeremías) hacia el 600 a .C., dándose otra
posterior entre el 582 y el 581 después de la toma de Jerusalén.
Jeremías fue el
profeta perseguido por antonomasia, porque nadie como el se vio obligado a
comunicar al pueblo que la catástrofe que padecía era fruto de sus pecados. La tentación
de Israel era buscar alianza con las naciones vecinas que le dieran seguridad, conduciéndolos
en ocasiones a aceptar a sus dioses y cultos olvidando la fidelidad a Dios.
Es Jeremías quien
nos da los criterios del verdadero profeta:
a)
Cumplimiento de la palabra del
profeta (Jr 28, 9; 32, 6-8)
b)
Fidelidad a Yahvé y a la religión
tradicional (Jr 23, 13. 32)
c)
Testimonio a veces heroico que da
el profeta en su vocación (Jr 1, 4-6; 26, 12-15)
El falso profeta
tiene siempre una respuesta para todo, el autentico profeta permanece a veces
callado porque no puede disponer de la palabra de Dios y tiene que esperar la
hora de la revelación.
Los grandes
profetas han profesado el monoteísmo ético mas elevado; han tenido que luchar
constantemente contra la tendencia innata de su pueblo al politeísmo y contra
el influjo de las religiones vecinas.
El Deuteronomio,
que proviene de los ambientes del norte, influido por la predicación profética
de los siglos IX al XIII a.C., incluye una corriente legalista (expresión del
sacerdocio) y otra profética; por el influjo de ambas se profundiza la ley,
vinculándola a la alianza. El Deuteronomio incluye en la ley mosaica todas las
cláusulas de la alianza, todo el cuerpo de normas religiosas y civiles de
Israel.
La palabra profética
empieza a hacerse escrita en tiempos del destierro. Le toca a Ezequiel vivir la
caída de Jerusalén (Ez 33, 1-21); la misión que Dios le encarga es sembrar
aliento y esperanza en los israelitas deportados. El Deuteroisaias (Is 40-55)
hay que leerlo en el marco del destierro. Llega al descubrimiento de Dios como
Creador de toda realidad: “Yo extendí los cielos con mis manos y doy orden a
todo su ejercito” (Is 45, 12; 45, 18). Es un Dios que domino el cosmos y la
historia, de ahí que su fuerza creadora funda ahora la esperanza de Israel.
El profeta no es un
legislador (como fue Moisés), su experiencia es la de un hombre absorbido por
Dios. Se opone a un culto ficticio y falso por parte de Israel; recuerda
constantemente las exigencias de la
Torah y la introduce siempre en el marco de la fidelidad al
Dios de la alianza. Posee un vivo sentido del pecado, designándolo con el
termino de zanah (infidelidad
conyugal) para acentuar el aspecto de ofensa personal a Dios.
La época sapiencial
Al regreso del
destierro (siglo VI a.C.) el pueblo de Dios se reconstruye en torno al templo y
a la ley. Comienza la tarea de reconstrucción material y moral bajo el influjo
de los profetas Ageo y Zacarías. Nehemías vuelve del destierro a Jerusalén
(445) y reconstruye sus murallas. Es Esdras, sacerdote y escriba nacido en
Babilonia quien trae una copia de la ley y rehace la comunidad bajo la
tradición bíblica. Se empieza a leer públicamente la Torah que pasa a ser el
centro del pueblo judío. En adelante los intérpretes de la ley no serán los
profetas, que desaparecen, serán los escribas.
En el ambiente
posterior al exilio y bajo la influencia de los escribas comenzó un movimiento
de reflexión y adaptación del patrimonio literario judío. Nace así la figura
del “sabio”. En el no es la experiencia de la palabra de Dios la que domina,
sino la reflexión humana sobre la vida misma y sobre Dios. El sabio dice
haberse aplicado a reflexionar sobre la vida, el profeta dice “así habla
Yahvé”.
El sabio es un
hombre de estudio que ha viajado y tiene gran experiencia de la existencia
humana. El sabio habla más de los aspectos individuales de la vida humana
(soledad, amistad, angustia), el profeta se preocupa de la comunidad. No tiene
el carisma del profeta. El profeta habla de “palabra”, el sabio de “consejos”.
El sabio,
tributario de un pensamiento internacional (Grecia, Egipto, Babilonia, Fenicia)
y recopilador de la sabiduría popular, hará una síntesis de sabiduría humana
penetrada de la sabiduría divina que Israel había heredado de la tradición.
Nacen así los libros del Eclesiástico, Sabiduría, Job, Eclesiastés,
convirtiéndose la sabiduría humana en instrumento de Revelación.
De esta unión de
sabiduría humana y de fe se sirve Dios para comunicarse de nuevo y hacer
progresar la revelación. Los temas que preocupan en este tiempo son los de la
verdadera sabiduría y la retribución de las acciones humanas.
La sabiduría es una
experiencia sobre el comportamiento humano, pero interpretada y profundizada a
la luz de la fe en Yahvé. Es sabio el que observa la ley de Dios, porque toda
sabiduría proviene de Dios (Pr 2, 6).
La sabiduría abarca
tanto el comportamiento humano como el conocimiento de Dios; es al mismo tiempo
sabiduría divina y humana. La sabiduría posee clara la existencia del mas allá
y de la inmortalidad del alma, así como de una retribución después de la muerte.
El principio de la
sabiduría es el temor de Dios (Eclo 1, 14.16.18.20); trata el tema de las
virtudes, particularmente de la humildad y del orgullo (Eclo 3, 17-28); se
recomienda la moderación en todas las situaciones de la vida y se dan exhortaciones
a la monogamia (Pr 5, 15-21); a la fidelidad conyugal (Pr 6, 20; 7, 27; Sb 3,
16-19) y a la castidad (Sb 3, 13-15). Se habla también del trabajo, de la
necesidad de huir de la pereza y de la avidez; de la prudencia, la justicia, la
mansedumbre y la solidaridad.
CRISTO Y LA
MORAL
Cristo es la
persona divina en la que todo y especialmente el hombre ha sido concebido como
criatura desde el principio. En el han sido creadas todas las cosas y en el
tienen su ultima consistencia. Por Cristo participa el hombre de la vida divina
que le otorga una dignidad como persona y en el encuentra también la redención
del pecado y de todas las servidumbres que conlleva.
Cristo ejerce
respecto del hombre, no solo la función creadora sino también la función
elevante y sanante de su condición de criatura caída y elevada.
El Reino de Dios
Todos los exegetas
están de acuerdo en señalar que el tema del reino de Dios es el núcleo central
de la predicación de Cristo. Los hebreos tenían la expectación de la llegada
del reino, pero lejos de los matices nacionalistas y políticos, la predicación
de Cristo adquiere la significación de la llegada definitiva de la salvación de
Dios Padre que se realiza en la persona del Hijo, enviado por El y que nos
concede la filiación divina en Cristo y la liberación del pecado y la muerte.
El reino que Jesús
predica no tiene una aparición espectacular como imaginaban los judíos. Jesús
tiene conciencia de que ha llegado el acontecimiento preparado por Dios en la
historia de Israel: “El tiempo se ha cumplido”. Jesús tiene la conciencia de
que con el ha llegado el Reino, de que con el han llegado los tiempos
mesiánicos, de que en su persona se cumplen los vaticinios relativos al Mesías.
A los mensajeros de
Juan Bautista que le preguntan si es el, el que ha de venir o deben esperar a
otro, responde Jesús: “Id y decir a Juan lo que habéis visto: los ciegos ven,
los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los mudos hablan, los muertos
resucitan, los pobres son evangelizados” (Mt 11, 4-6; Lc 7, 22).
Este reino mesiánico
se manifiesta tanto por la palabra como por los hechos de Jesús. Las
curaciones, la expulsión de los demonios, son signos de que los tiempos mesiánicos
se han inaugurado ya: “Si yo expulso a los demonios con el poder de dios, es
que ha llegado a vosotros el Reino de Dios” (Lc 11, 20).
Se subraya el
origen trascendente del reino al dar a entender que proviene de lo alto y que
su llegada no se debe a esfuerzos humanos. Las disposiciones que se requieren
para acogerlo resaltan su carácter religioso: la conversión y la fe.
El Reino es la
llegada de la salvación y del amor del Padre, la comunicación de Dios con el
hombre, es la aceptación libre y alegre de la acción amorosa y benéfica de
Dios. El reino de Dios anunciado por Cristo es la cercanía de Dios en la salvación
de su amor de Padre, cuya consecuencia es un estado de paz, libertad y
felicidad, cual solo puede otorgarnos el poder y la bondad de Dios. El reino de
Dios es por tanto acción salvifica de Dios y su aceptación por el hombre.
El reino de Dios
implica una nueva idea de Dios, contrapuesta con la que tenian los fariseos,
que tenían una particular teología del merito. Lo radical en la predicación de
Cristo consiste en la predicación de un Dios, como un Padre misericordioso,
como alguien que ama a los pecadores gratuitamente, por encima de todo merito;
alguien que ama con la condición de que sean capaces de creer en la maravilla
inmerecida de la misericordia del Padre y de convertirse cambiando la vida. El
Padre busca el arrepentimiento como única condición de su perdón y de su amor
(Lc 15, 11-31).
“Hay mas alegría en
el cielo por un pecador arrepentido que por noventa y nueve que no necesitan
arrepentimiento” (Lc 15, 7.10.32).
El Reino de Dios no
es otra cosa que la misericordia del Padre ofrecida gratuitamente a todo
hombre, independientemente de todo merito, de toda condición de raza oposición
social. Todos son llamados al reino. Para un judío piadoso la conducta y el
mensaje de Jesús significaban un escándalo y una blasfemia (Mc 2,7). El anuncio
de un Dios cuyo amor vale también para el pecador, cuestionaba la concepción
judía de la santidad y de la justicia de Dios.
Para entrar en el
reino no se necesitaba ni siquiera ser judío: “digo que muchos vendrán de
oriente y occidente y se sentaran en la mesa de Abraham, Isaac y Jacob en el
reino” (Mt 8, 11).
Los pecadores, la
gente baja y despreciable son llamados por el Padre. Para ellos hay una buena
nueva, el Padre no los desprecia como los fariseos. En su arrepentimiento y en
su humillación dejan sitio al amor misericordioso de Dios, mientras que los
fariseos son incapaces de comprender un amor que ama sin calculo ni medida.
El castigo del
infierno es para aquellos que desprecian este amor del Padre, renunciando a la
conversión y a la gracia que les es dada (Mt 11, 20-29). Se condenan aquellos
que se ciegan a la invitación misericordiosa de Dios y no quieren cambiar su
vida (Jn 3, 16-21; 5, 24).
La primera dimensión
del reino que Jesús predica es el amor inmerecido del Padre. Pertenecer al
reino es dejarse amar por un amor insospechado, escandaloso, sea cual sea
nuestra situación de miseria, pecado, enfermedad o abandono aparente.
La vida personal de
Jesús es este abandono en manos del Padre, en su providencia paternal. “Buscad
el reino de Dios y su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura, No os preocupéis
del mañana, el mañana se preocupara de si mismo” (Mt 6, 25-34).
Es la unión de
Cristo con el Padre, la vivencia de su amor, lo que le hace inmensamente libre
y lo que le conduce a romper con todas las barreras de su tiempo. Se mezcla con
los pecadores, habla con la mujer, privilegia en sus parábolas a los
samaritanos, trata con centuriones y extranjeros. No tiene miramientos ni
prejuicios.
En resumen, el
Reino de Dios tiene dos dimensiones fundamentales: por un lado es la llegada de
la paternidad de Dios en Cristo, de modo que en Cristo somos elevados a la condición
de hijos. Por otro lado significa la liberación del pecado, del sufrimiento y
de la muerte.
El reino nuevo
consiste en la nueva y eterna alianza entre Dios y los hombres realizada ahora
en la persona misma de Cristo, alianza que contiene dos grandes aspectos: a) un
aspecto de perdón, b) un aspecto de comunión con Cristo.
Las
Bienaventuranzas
Viene a ser la carta
magna del reino de Dios, la nueva ley que lleva a la perfección la ley antigua.
Constituyen la página central de la predicación de Cristo, la esencia misma del
mensaje cristiano, el estilo del reino, al nueva moralidad.
Las
bienaventuranzas aparecen en Mateo y Lucas en dos recensiones diferentes. En
san Mateo el sermón de la montana concentra sentencias y discursos que Jesús
dijo en diferentes lugares con la evidente intención, al escribir a
judeocristianos, de presentar a Jesús como el nuevo legislador, como el nuevo
Moisés. El discurso de Lucas es mucho más breve y al parecer más antiguo que el
de Mateo.
La primera parte
del sermón de la montana expone el conflicto de Jesús con la interpretación de
la ley de los escribas: “hasta ahora se os ha dicho, pero yo os digo …” (Mt 5,
21-48). En la segunda parte se expone el conflicto con los fariseos; l limosna,
la oración y el ayuno ostentoso. La parte final (Mt 6, 19; 76, 27) desarrolla
la nueva justicia de los discípulos de Jesús.
Los pobres de espíritu
Pobre en sentido evangélico,
es el que pone en la fidelidad a Dios su mayor riqueza y esta dispuesto a
perder oportunidades por El. Lucas al igual que Mateo, saben que lo importante
es la pobreza espiritual.
Mateo subraya el
aspecto de la disponibilidad para Dios. Pobre de espíritu es el humilde, el que
esta abierto a Dios, el que se deja amar por El. Rico es el que descansa
totalmente en si mismo, en una seguridad proporcionada por bienes materiales
como por la estima que tiene de si mismo. El rico es el que esta lleno de si
mismo, el que tiene puesta toda su confianza en sus dotes, en sus
posibilidades, en sus criterios. Rico es el quien se salva a si mismo, el que
no se deja salvar, el que no se deja amar por Dios.
Pobre de espíritu
es el que tiene un espacio libre para recibir al Señor. Es el oprimido, el
despreciado, el recortado en sus posibilidades, calumniado, en la medida en que
todo ello le lleva a abrirse a Dios y a dejarse amar por El. Es el despreciado,
el marginado, el olvidado, aquel que se deja salvar y amar por Dios. Dice san
Pablo que Dios elige a lo pobre para confundir a lo rico, lo débil para
confundir a lo fuerte (1Co 1, 26-28).
La pobreza del
Evangelio va más allá de la pobreza material. Es una pobreza con sentido
religioso. Pobre de espíritu es en el fondo ser rico en espíritu, pues es el
que ha comprendido que hay algo por encima de todo: el amor de Dios que no nos
merecemos y que nos llega en nuestra situación de pecado.
Jesús ante la
Ley
La reforma que
Jesús hace de la ley, proviene de la conciencia que tiene de Dios como Padre.
La nueva imagen que tiene Jesús de Dios le va a conducir a una reinterpretación
de la ley, no su supresión sino su perfeccionamiento (Mt 5, 17-18).
Jesús distingue en
primer lugar entre la ley escrita de Moisés y la tradición oral (halaka) de los
escribas. Además observa que los fariseos interpretan mal el mandato de Moisés,
privándolo de su propio sentido y buscando el propio beneficio. La transgresión
del sábado la justifico diciendo que Dios no hizo el sábado como un yugo para
el hombre (Mc 2, 27). La intención de Jesús estriba en mostrar que el rigorismo
esta en contra de la voluntad de Dios: “la tradición impide el cumplimiento del
amor” (Mc 3,4).
Su critica de la Torah , unida al anuncio
final del culto, su rechazo de la halaka y su pretensión de anunciar la
voluntad definitiva de Dios, fueron la ocasión decisiva para que procediesen
contra el los dirigentes del pueblo.
Jesucristo no estableció
un código de principios que hay que mantener y principios que hay que rechazar;
pero con su actitud dio pie a la
Iglesia primitiva para que, primero de forma vacilante y
después coherente, renunciara a las prescripciones propias no sol9o de la
tradición oral de los escribas, sino del pueblo judío como tal, para quedarse
simplemente con el decálogo y aquellos preceptos que la Iglesia consideraría como
imprescindibles para la aplicación misma del decálogo. Jesús n ninguna parte
niega mandamiento alguno del decálogo, sino que mas bien, por la supresión del
divorcio, quiere conducirlo a su primitiva exigencia. Jesús exige claramente el
cumplimiento del decálogo (Mt 19, 18).
Mas que la cuestión
cuantitativa, lo que Jesús revoluciona es el enfoque cualitativo del
cumplimiento de la ley. En sus múltiples disputas con los fariseos y escribas
critica su legalismo formal así como su teología del merito. Hay un
distanciamiento sistemático de la justicia de los fariseos. El legalismo formal
queda en entredicho en parábolas como la del samaritano (Lc 10, 29-36), en la
cual los sacerdotes son tratados como personas que por sus compromisos legales
son incapaces de practicar la misericordia.
Hay por parte de
Jesús una radicalización de la ley en el sentido que sin eliminarla, al menos
en sus principios fundamentales del decálogo, busca ante todo la sinceridad en
el cumplimiento, y coloca en el amor mas intimo a Dios y al hombre el criterio
ultimo de comportamiento, de modo que cuando la ley sirva de pretexto para no
amar a Dios como un niño o al prójimo como a si mismo, el cumplimiento de la
ley esta fuera de lugar.
No se elimina la
ley: “No he venido a abolir la ley y los profetas. No he venido a abolir sino a
dar cumplimiento” (Mt 5, 17). La ley es radicalizada en una actitud de
sinceridad y en una exigencia de amor total a Dios y a los hombres.
No es que Jesús suprima
la ley, sino que la amplia en su universalismo, la perfecciona en sus
intenciones y exige que el hombre obre como consecuencia de su filiación
divina. El cristiano obra como hijo, obra a lo divino según la santidad misma
de Dios. El cristiano cumple el decálogo y lo vive como hijo de Dios.
Es la moral que
ofrece no solo la norma a cumplir, sino un principio interno que da la
capacidad de obrar a lo divino. Aquí la justicia humana queda rebasada
totalmente por la ley divina que nos hace capaces de dar a los demás no solo lo
que por derecho les corresponde (justicia humana) sino el amor que no les
corresponde, porque previamente Dios nos ha amado a nosotros con un amor que no
nos merecemos.
La revolución del
amor
El reino predicado
por Cristo significa la aceptación del amor del Padre como valor supremo de la
vida. Este amor es inseparable del amor al prójimo, que encuentra en el amor al
Padre su fuente y fundamento.
El don de Dios nos
lleva a amar a los hombres como
hermanos, como Dios nos ama. Cristo rompió todas las barreras de su tiempo, el
amor cristiano implica acercarse a todos sin excepción, incluidos los enemigos.
La exigencia de amar a todos se funda en el amor que el Padre nos tiene.
Se trata de nuestro
comportamiento en cuanto hijos del Padre. Esta es la novedad de la ley del
Evangelio, la novedad de las bienaventuranzas, que debemos amar como Cristo nos
ha amado.
SAN PABLO Y LA
LEY
El concepto de justicia
El termino hebreo
de sedeq o sedaqah indica primordialmente en el Antiguo Testamento lo que se
ajusta a una norma, aunque también expresaba matices como fidelidad a la
comunidad y rectitud. El hombre que obra conforme a la ley divina es saddiq, es decir, justo, recto.
En el marco de las
relaciones entre Dios y su pueblo, dicho concepto adquirió una significación
religiosa. En virtud de la alianza, a Israel se le pide un comportamiento
conforme a la ley de Yahvé, y por su parte, Yahvé se compromete a intervenir a
favor de su pueblo. En este sentido el pueblo práctica la justicia cuando
cumple sus deberes para con Dios, y Dios es justo guardando las promesas de
salvación para su pueblo.
La justicia de
Yahvé aparece como la obra salvadora en orden a restaurar el pueblo de la
alianza por medio de la misericordia, la fidelidad y el auxilio divinos. Dios
será justo realizando la salvación que el pueblo necesita.
La justicia tiene también
un matiz escatológico, en cuanto que se trata de la salvación que el propio Yahvé
va a traer a su pueblo (Is 45, 13; 51, 5ss), y se cifra en la nueva alianza que
no se volverá a romper (Is 43, 1; 54, 10; 55,3; 56, 1) concentrándose en el
futuro Mesías.
Siendo la justicia
un don de Dios, no deja de ser una obra humana, ya que los profetas exigen la
cooperación del hombre. Mas adelante esta justicia del hombre que practica la
ley y es recto ante Dios por el don mismo de Dios (y por su propia
cooperación), se convierte en el judaísmo tardío en una justicia de las obras,
consistiendo así la justificación en una simple declaración de santidad por
parte de Dios respecto del hombre perfecto. Es la justicia farisaica.
Ante este concepto
de justicia, opone san Pablo el concepto de justicia de Dios, que nos ha sido
dada por medio de la redención de Cristo y no en virtud de nuestros meritos;
justicia inmerecida y gratuita que el hombre no podía alcanzar por sus propias
fuerzas.
San Pablo enlaza así
con el concepto mas genuino del Antiguo Testamento y la presenta como la
justicia que Dios nos ha conferido gratuitamente en virtud de la redención de
Cristo. Se trata de una justificación que crea (y no solo declara como la
justicia farisaica) la justicia, la santidad.
La justificación
Toda la doctrina de
san Pablo se dirige contra la actitud farisaica, que pretende que el hombre se
justifica a si mismo por sus propios meritos e independientemente de la gracia
de Dios.
El
hombre con sus propias fuerzas no puede cumplir todas las exigencias de la ley,
incluso la ley natural y vencer siempre el pecado.
Los
judíos han tenido la ley mosaica y los paganos la ley de la conciencia pero
todos han terminado en el pecado.
Esta
es la tragedia del hombre sin Cristo: la ley le marca el camino a seguir, pero
no le da la fuerza para seguirlo. El hombre solo con la ley, termina en la
impotencia y la exasperación. Ello en virtud de que existe en el corazón del
hombre una ley de pecado (hamartia)
que lo esclaviza y lo conduce a cometer pecados personales.
En este contexto la
ley que es buena de suyo (Rm 7, 13), ha sido una aliada del pecado, pues no
solo no procura la fuerza para evitarlo, sino que lo convierte en una
transgresión formal. Dice san Pablo que el pecado, en el tiempo que va de Adán
a Moisés, no se imputaba (Rm 5, 13). El pecado es siempre pecado, pero cuando
no había ley, no era una transgresión formal y sancionable, como lo fue el
pecado de Adan. La ley agrava la situación.
La ley es el
pedagogo hasta Cristo no solo en el sentido de que, mientras no vino la
justicia por la fe, estábamos encerrados bajo la vigilancia de la ley (Ga 2,
21-24), sino también en el sentido de que , al conducirme a la impotencia, me
hace sentir la necesidad de Cristo (Rm 7, 24). Si se nos hubiese otorgado una
ley capaz de vivificar, la justicia vendría realmente de la ley, pero la ley
nos ha hecho conscientes de nuestra impotencia.
El hombre solo
puede alcanzar la justificación por el don de Cristo. Solo en Cristo encuentra
el hombre la fuerza y la capacidad de dominar totalmente el pecado. Si la salvación
viene de Cristo, la actitud del hombre no puede ser otra que la de la fe, en
cuanto acogida de la misma salvación y no la confianza en las pobras humanas,
que para Pablo no son otra cosa que el intento de auto justificación. Pablo
habla de la justicia por la fe (Rm 1, 17; 3, 32; 4, 11-13; 9, 30; 10, 6; Flp
3,9)
Pablo contrapone el
régimen de la ley (pretender cumplir la ley solo con las propias fuerzas) y el régimen
de la fe (aceptar que el hombre solo puede cumplir todas las exigencias de la
ley con la gracia de Cristo). Sin Cristo el hombre termina en el pecado.
Cuando san Pablo
afirma que nos justificamos por la fe, lo hace porque, por la fe nos abrimos al
don de la gracia: “Habiendo recibido de la fe nuestra justificación, estamos en
paz con dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido mediante
la fe, el acceso a esta gracia en la cual nos hallamos” (Rm 5, 1).
Esta fe, que es don
de Dios, es al mismo tiempo un acto responsable del hombre. Se trata de una fe
activa que actúa y que debe ir guiada por la caridad (Ga 5, 6); la fe que debe
llevar a la acción según la ley de la caridad (Ga 5, 13-14).
San Pablo mantiene
la ley como guía y criterio de conducta y como condición para la salvación: “Ni
los impíos, ni los idolatras, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos,
ni los ultrajadores heredaran el Reino de Dios” (1Co 6, 9-10).
La antitesis que
san Pablo establece entre la ley y Cristo es: la ley es guía de conducta pero
no da la fuerza para seguirla. Es Cristo el que da fuerza y el que salva. En
este sentido la ley es inútil. En su sentido didáctico de orientar la acción y
de criterio objetivo de comportamiento no pierde su vigor. En este sentido san
Pablo no suprime la ley, mas bien la afianza (Rm 3,31).
La ley judía
El problema que se
planteo desde un principio en la
Iglesia primitiva era el del primado que tiene la gracia de
Cristo sobre la ley en el plano de la justificación, y junto con ello el de
delimitar las exigencias morales que habrían que mantenerse. En este sentido
tuvo particular importancia la admisión de los gentiles a la fe cristiana.
En Antioquia iba
creciendo el numero de paganos convertidos a la fe y esto trajo el problema del
mantenimiento de los preceptos de pureza ritual y comensal. Ello determino con
la bajada de Pablo a Jerusalén la celebración de un concilio. Se determino no
circuncidar a los gentiles, lo cual era el primer objetivo de Pablo y de
prescribir solamente la abstención de lo sacrificado a los ídolos, de la sangre
y los animales estrangulados (Hch 15, 29)
Tras vacilaciones y
mucha reflexión, se impuso como ética común a judíos y gentiles el mantenimiento
del decálogo. El mantenimiento de los mandamientos aparece en san Juan a propósito
de una crisis antinomista que se dio en tiempos del apóstol. El que emule a
Cristo debe guardar sus mandamientos (1Jn 2, 4). Se trata del mandamiento
antiguo que tenemos desde el principio (1Jn 2,7), que se funda en el amor a
Dios y al hermano. Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios n el
(1Jn 3, 23-24).
Santiago dice que
la fe sin obras es una fe falsa (St 2, 14 ss). Es el mandamiento del amor al prójimo
como a uno mismo, de guardar preceptos como no cometer adulterio o no matar (st
2, 9-11).
Dice el Catecismo
de la Iglesia :
“La ley nueva es la gracia del Espíritu Santo dado a sus fieles mediante la fe
en Cristo. Actúa por la caridad, utiliza el sermón del Señor, para enseñarnos
lo que hay que hacer y los sacramentos para comunicarnos la gracia de
realizarlo”.
Esta ley engloba la
ley natural, pero la purifica y supera, porque obra ya por la fe, la esperanza
y la caridad. La exigencia del amor a los enemigos es un estilo nuevo de vida
que el hombre no puede cumplir con sus propias fuerzas. Es la ley del amor que
nos impulsa a amar a los demás con el mismo amor con el que Dios nos ama (Jn
15, 12).el cristiano lo vive todo desde la fe, porque cuenta con Dios y con su
providencia para todo.
La ley nueva es
llamada ley del amor, porque hace obrar por el amor que infunde el Espíritu
Santo; ley de gracia, porque confiere la fuerza de la gracia para obrar
mediante la fe y los sacramentos; ley de libertad, porque nos libera de las
observancias rituales y jurídicas de la ley antigua.
La tendencia del hombre hacia la felicidad
La moral no puede
desentenderse del problema de la felicidad del hombre en el sentido que este va
buscando siempre un tipo de felicidad que tiene la característica de lo
infinito. El hombre va buscando a Dios en si mismo, disfrutando de la visión
beatifica, aun cuando la consecución de este fin sea estrictamente sobrenatural
y solo se pueda recibir como don.
Ha sido Cristo el
que ha colmado gratuitamente este deseo del hombre conduciéndonos por su vida
de gracia a la visión beatifica. El hombre tiene en su obrar la puerta abierta
a la felicidad definitiva.
Desde esa elevación
a la gracia, el hombre puede cumplir las exigencias de la ley natural
realizando el bien del hombre. Realizando el bien del hombre, desde la fuerza y
la vida de la gracia como el hombre se orienta a Dios como fin último y como
plena felicidad.
Cristocentrismo en la vida cristiana
La función de
Cristo en la vida moral es la función que tiene la gracia. Esta no solo tiene
la función sanante en cuanto nos da la capacidad de cumplir todas las
exigencias de la ley; sino que es elevante, porque nos hace participes de la
vida filial en Cristo, en cuanto que el Espíritu Santo nos introduce en el y
por el somos amados dentro del amor en el que el Padre ama al Hijo. Una vez
anclado en Dios el hombre tiene la capacidad de ordenar su vida con toda
coherencia y de cumplir las exigencias del decálogo.
La inhabitacion de
Dios en el justo
En la revelación cristiana hay dos afirmaciones capitales: Dios Trino habita en el justo por la gracia; y el justo, por ello mismo queda interiormente transformado y divinizado.
Habitan las tres
personas divinas en el justo, pero esta inhabitacion no es indeterminada: el
Padre se nos da como Padre en cuanto participamos de la filiación de Cristo en
virtud del Espíritu Santo.
Esta filiación
tiene su expresión y su fundamento en el amor a Cristo. No se puede tener a
Dios como Padre sino se acepta a Cristo. Nace de Dios Padre aquel que cree en
Cristo: “Todo el que cree que Jesús es el Cristo, ese es nacido de Dios” (1 Jn
5,1)
San Pablo define la
vida del cristiano como un vivir en Cristo. Es la inserción en su muerte y
resurrección la que permite vivir en El, la que permite la filiación: “Todos
sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Todos los bautizados en Cristo os
habéis revestido de Cristo, ya no hay ni judío, ni griego, ni esclavo ni libre,
ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Ga 3,
26-29).
Este vivir en
Cristo es una participación en su filiación divina. Dios se convierte en Padre
en la medida en que nos hace participe de la filiación de su Hijo. Pero este
proceso de filiación se realiza en virtud del Espíritu Santo. Es el Espíritu el
que nos asimila y une a Cristo, puesto que es Espíritu de filiación. Es por el Espíritu
como Cristo nos incorpora e identifica con El (Ga 1, 3-5; Rm 8, 29; Ga 4, 4-7;
Rm 8, 14-18).
“Todos los que son
guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. No recibisteis un espíritu
de esclavos para recaer en el temor, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos
que nos hace clamar: ¡Abba Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu
para dar testimonio de que somos hijos de Dios” (Rm, 14-17).
En Cristo entramos
en la Santísima
Trinidad como hijos. El Padre nos ama en Cristo con el mismo
amor con que le ama a El. Esto es la gracia.
Ser cristianos es
vivir sorprendidos de que Dios nos ame así, y que haya enviado a su Hijo a la Cruz por mi: “Me amo y se
entrego por mi” (Ga 2, 20).
Ser cristiano es
vivir sorprendido y en acción continua de gracias.
Cuando santo Tomas
habla de la maravilla de la gracia diciendo que es una vida mutua, un amor
mutuo entre Dios y nosotros, dice que solo por la fe se puede aceptar eso.
Nadie puede tener esa amistad con Dios, si no cree que Dios le ama así.
La nueva criatura
en Cristo
El Padre y el Hijo
dan aquí en la tierra al justo el don de su Espíritu. Es el Espíritu el que se
le da al justo impulsado por el don del Padre y del Hijo.
El hombre es capaz
de recibir este don porque como criatura tiene ya una apretura al mismo como
posibilidad, aunque no tenga ningún derecho a el. El hombre ansia algo que solo
como don puede recibir, porque hace la experiencia e que las cosas de este
mundo no le llenan plenamente. De recibirlo se establece entre la Trinidad y el una relación
directa e inmediata que le diviniza.
Cuando la visión
nos sea concedida, habremos alcanzado directamente a Dios en si mismo y con El
la felicidad y el descanso definitivo. Por eso la visión nos diviniza, porque
entramos en la intimidad misma de Dios.
Esta divinización
del hombre, que encuentra en la gloria su fase final, comienza aquí por la
gracia. La gracia por si misma es ya ese contacto directo y personal con Dios. Decía
san Juan de la Cruz ,
que cuando vivimos en gracia estamos ya en la presencia de Dios aunque no le
vemos; es como si estando con un amigo se va la luz y dejamos de verle, pero el
amigo esta presente. Así es la gracia que nos diviniza, es Dios mismo presente
en nosotros por un amor y un conocimiento directo y personal.
Cuando se establece
esta relación directa e intima con las personas divinas, tiene lugar la divinización
del hombre. Esta transformación del hombre (gracia creada) se realiza en la
medida en que participa de la filiación de Cristo por medio del Espíritu. Es
hombre es participe ya aquí en la tierra de un fin ultimo que colmara su sed de
felicidad.
La gracia tiene también
una función sanante: el hombre insertado en Cristo queda capacitado para obrar
a lo divino cumpliendo las exigencias de la ley.
En virtud de la
concupiscencia, el hombre no puede cumplir la plenitud de la ley; esto no
significa que no pueda hacer nada bueno. Hay en el hombre una fuerza de pecado
que le conduce a cometer el mal que desaprueba y a olvidar la ley que aprueba
como santa y buena (Rm 7, 14-25).
Toda la vida
humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha y por cierto dramática
entre el bien y el mal. Pero el Señor vino en persona para librar y vigorizar
al hombre renovándole interiormente y expulsando al príncipe de este mundo (Jn
12, 31), que le retenía en la esclavitud del pecado (GS 13).
Cristo conduce al hombre
a la vida filial y le restaura en el sentido de que le da capacidad de cumplir
las exigencias de la ley moral. Surge en el cristianismo una moral nueva en el
sentido de que es cristo mismo la clave de todo el comportamiento, incluso del
comportamiento humano, pues estando el hombre dividido internamente como esta,
no podrá cumplir la ley natural sino en Cristo mismo.
Las
bienaventuranzas y el seguimiento de Cristo
La realización de
la felicidad la consigue el hombre por la practica de las bienaventuranzas, que
no constituyen un código que hay que cumplir sino que surgen de una actitud
interna que brota de la condición de hijos y por la que se tiende a la
perfección.
Con las
bienaventuranzas el hombre obra a lo divino. Es la moral que ofrece no solo la
ley a cumplir sino el principio mismo que da la capacidad para obrar a lo
divino. Son el estilo del reino, la nueva moralidad. El obrar en el
cristianismo es consecuencia del amor a Dios. El decálogo se convierte en guía
del hombre hacia el reino de Dios. Es el don del amor divino que hay que
observar desde el amor.
Seguir el camino de
las bienaventuranzas es seguir el camino vivido por Cristo. Es seguir a Cristo
en persona como ideal de vida. La moral cristiana sitúa a Cristo en el centro
de toda su orientación. El cristianismo es Cristo, y desde el amor a El, el
cristiano cumple los mandamientos. Según san Pablo, el cristianismo no es un
mero código de leyes que hay que cumplir con las propias fuerzas, sino un
seguimiento personal de Cristo que, por la fe y la gracia, nos hace capaces de
cumplir el decálogo en toda su integridad. En el cristianismo no queda
eliminado el decálogo sino que se vive desde Cristo, desde la alianza con el.
Lo primero es Cristo, lo demás consecuencia.
La ley nueva es el
perfeccionamiento del decálogo desde el amor. El decálogo es la expresión de
las exigencias fundamentales y mínimas del amor a Dios y al prójimo. La vida
cristiana hecha posible desde la gracia, nos conduce a la perfección por el
amor. El amor tiene exigencias que van más allá del decálogo. El cristiano
tiene la exigencia de amar a los enemigos, algo que no puede conseguir muchas
veces con sus propias fuerzas y tiene que pedir como don.
El amor a Dios no
es cumplir unos deberes cultuales y evitar la blasfemia, es mucho más. Es
llegar a la intimidad mística con el. La perfección del amor es así la
perfección del cristiano, la nueva norma.
No hay comentarios:
Publicar un comentario