lunes, 28 de julio de 2014

CRISTO Y LA VOCACION DE LA PERSONA HUMANA

La armonía metafísica entre las nociones de ley moral, persona y libertad


Somos criaturas de Dios. Partir de esta consideración lleva a una gran profundidad en el conocimiento de lo que somos, a dónde vamos y como obramos. Implica ocuparse del hombre en cuanto Dios lo ha creado, lo ha redimido y lo gobierna amorosamente, porque quiere que todos sean salvos. No ignora nuestras limitaciones, pero tiene siempre presente la sabiduría y la bondad con que Dios no sólo nos ha creado, sino que remedia nuestras humanas insuficiencias.

a)      Ultimo fin, ley y libertad
El destino del hombre, como de todo el universo es la glorificación de Dios. Dios ha creado el universo de la nada, con el fin de hacer a otros partícipes de su Bondad. El sentido de cualquier criatura es constituir una cierta semejanza participada de la Bondad divina. Mientras Dios es bueno por sí mismo, las criaturas lo son por proceder de Dios y ordenarse a su gloria.
Aunque el hombre tiene en común con toda la creación que su fin sea la gloria de Dios, le glorifica de un modo distinto: por el conocimiento y el amor.
La criatura racional, que participa de la Bondad divina conociéndola y amándola como tal, tiene una mayor semejanza con Dios que las demás criaturas; por eso de éstas se dice que son vestigia Dei, mientras del hombre y del ángel que son imago Dei, porque representan a Dios también en sus operaciones de inteligencia y voluntad.
Las criaturas irracionales son llevadas al último fin – la gloria de Dios – por el impulso natural y necesario que les ha impreso el Creador; el hombre en cambio, debe dirigirse a El por sí mismo, glorificándole en cada una de sus acciones libres por el conocimiento y el amor.
La libertad es el poder de adherirnos a Dios como último fin y la ley moral el modo en que el plan del gobierno divino, que todo lo conduce al fin, está en la criatura racional, que se mueve no instintiva sino libremente hacia El.
Lo constitutivo de la libertad es el dominio sobre los propios actos, no la ausencia de necesidad moral. La libertad no es indiferencia sino inclinación activa al bien. Sólo las buenas obras llevan la libertad a su término, que es el bien: son ejercicio ordenado de la libertad, de ese poder que Dios nos ha dado para que a través de nuestro caminar terreno nos unamos a El, le alcancemos por el conocimiento y el amor.
Ser libres no significa salirse del Gobierno de la Providencia divina, sino estar gobernados por Dios de un modo más alto y perfecto, como hijos, dándoles a conocer sus planes y otorgándoles capacidad para cumplirlos,  y así el gozo de participar en la acción de su Providencia.
La mayor participación de la bondad divina de la criatura espiritual- imago Dei-, implica un modo más perfecto de poseer la semejanza divina, que se muestra en sus operaciones de conocimiento y amor espirituales, que solo con Dios comparte, y por las que se ordena de un modo más perfecto al fin, y posee la ley de modo más perfecto, no solo como regla que la mide sino con la que mide sus actos.

b)   Individuo, naturaleza y persona
La persona es el individuo de naturaleza racional, lo que confiere al sujeto un grado supremo de individualización. Por poseer naturaleza racional, cada hombre es persona, individuo de una naturaleza superior.
La superioridad de la persona, su especial singularidad arranca del grado de ser que le corresponde por naturaleza. A la perfección de su ser, corresponde la de su obrar. Sus actos son libres por poseer una naturaleza más perfecta que las demás criaturas. La naturaleza física determina totalmente el movimiento que hace nacer; la naturaleza espiritual es tal que, lejos de contrariar la libertad, limitándola, es su causa y su principio.
La vocación cristiana no turba esta armonía entre la naturaleza de la persona, su modo de estar ordenada al fin y sus potencias operativas, antes las confirma. La gracia es como una recreación del hombre, que le convierte en hijo de Dios, respetando y elevando su dinamismo natural. La vocación cristiana, es el mismo don de la gracia, esa participación en la naturaleza divina, que nos convierte en hijos de Dios y que eleva a la vez la acción de nuestras potencias operativas para que alcancemos con nuestros actos, de un modo mas perfecto nuestro último fin, que es Dios.

c)  La dignidad de la persona humana fundada en el modo en que, por naturaleza, se ordena  al fin y posee la ley
Cada persona ha sido creada para conocer y amar a Dios. Esta dignidad implica que cada hombre ha sido querido por sí mismo, en su singularidad; su alma no es corruptible. Creada por Dios, gozará eternamente en el Cielo. La dignidad del hombre radica en que tiene un destino eterno y lo ha de decidir en esta vida, a través de cada un de sus diarias y concretas decisiones.
Los animales no son capaces de vida moral, que es sólo posible en la criatura espiritual, dueña de su destino. La moralidad es la relación de nuestros actos libres a Dios. La dignidad de la persona y de su obrar radica, en esta dimensión moral de todos sus actos; cada una de nuestras acciones libres en algún modo nos acerca a Dios o nos aleja de El.
Todo es perfectamente armónico en la obra de la creación, que procede de la divina sabiduría. Dios resalta su Providencia sobre el más mínimo de nuestros actos, ya que todo lo que nos ocurre, y hay en nosotros, lo ha ordenada a nuestro bien y provee sobre ello.
La grandeza de la persona se asienta en que Dios mismo es su fin, y todos deben respetar lo que Dios se reserva directamente para sí. Cada hombre, cada persona, entra en el orden de la ley eterna de una doble manera: en cuanto gobernada por Dios y en cuanto capaz y responsable de gobernarse a sí misma rectamente.
La persona mantiene su nobleza en la medida que busca conocer y amar el orden de la ley divina. Se protege la dignidad de la persona procurando la enseñanza de la verdad, la represión de las malas costumbres, la condena del error, el favor a la educación cristiana, la protección a la familia como primer y esencial elemento de la educación en la fe y en las buenas costumbres.

d)  El orden divino y la singularidad de la persona
La ley divina constituye una medida radical e intrínseca de nuestros actos. A diferencia de las leyes de los hombres, la ley de Dios ordena los actos humanos interiormente y con absoluta perfección. La norma suprema de la vida humana es la propia ley divina, por la que Dios ordena y gobierna todo el universo, y los caminos que deben recorrer los hombres según el designio de su sabiduría y de su amor. Sólo cumpliendo esa ley nos unimos a Dios y encontramos la felicidad.
Dios lo gobierna todo en su singularidad, y según la diversa naturaleza de las criaturas. Nada escapa a la ley eterna, que siempre es adecuada a las necesidades de cada criatura, según su propia y peculiar dignidad natural.
La ley moral no es más que una manifestación del modo en que Dios inclina y mueve la libertad al bien. Dios es Padre y no otorga una libertad angustiosa y sin guía, sino bien regida por su Providencia, en la singularidad de todas nuestras acciones. Todos los actos por los que el hombre es llevado al conocimiento y amor de Dios son rectos, los que le apartan de El son naturalmente malos. Sólo Dios es capaz de darnos esa madurez interior, para mandarnos luego con plena libertad.
La ley divina es intrínseca a nuestro ser, nos proporciona la inclinación y las fuerzas convenientes para cumplirla, es nuestra más profunda aspiración y fuente de todas nuestras energías, seguirla nos llena de plenitud.

e)  La ley de Cristo y su adecuación a la condición humana
La ley escrita está dada por Dios para facilitar el conocimiento y amor de aquel bien al que estamos interiormente inclinados por la naturaleza y la gracia: la ley divina propone los preceptos sobre todas aquellas cosas por las que los hombres se disponen adecuadamente a la unión y comunicación  con Dios.
Las leyes humanas, cuando son justas, imitan en lo posible a la ley divina: facilitan mediante sus preceptos escritos, el conocimiento del bien, y tienden a mover la voluntad con el imperio de sus mandatos y la amenaza de la sanción. Pero el legislador humano es incapaz de más. En cambio Dios, al darnos la Nueva Ley, interior y escrita, que confirma los preceptos de la ley natural y los perfecciona con otros más altos, comienza por aumentar la luz de nuestra inteligencia (con la fe) y la fuerza de nuestra voluntad (por la caridad). La gracia infundida por Dios en el alma transforma desde dentro la inteligencia y la voluntad.
En cuanto al elemento externo contribuye a la seguridad de nuestro conocimiento el que las verdades espirituales se nos manifiesten por signos sensibles, debido a que si bien  la inteligencia y la imaginación son potencias más altas que los sentidos, como el principio del conocimiento humano son los sentidos, la máxima certeza proviene de lo que conocemos a partir de ellos.
La generalidad de la ley humana escrita implica desconocimiento de situaciones personales, que exigen interpretación. Con Dios no ocurre esto, conoce perfectamente todos los casos singulares y es capaz de expresarlos con una fórmula que los abarque a todos perfectamente.
El Espíritu Santo, al inspirar los libros sagrados, tenía presente a todos los hombres de todos los tiempos, y hablaba para llevar la única verdad al corazón de  cada alma, en sus concretas características y circunstancias. En la sagrada Escritura cada hombre encuentra siempre, si está bien dispuesto, las luces convenientes  dichas pensando en el.
Dios ha querido además asegurar esta unidad entre letra y espíritu, a través de una continuidad de su presencia visible en la Iglesia, mediante los sacramentos y el magisterio.

La progresiva contraposición entre ley y libertad


El análisis de las nociones de último fin, libertad, ley, naturaleza, persona, bien, desde la realidad de la creación, convence de la armonía entre persona y naturaleza, libertad y ley.
Perdida la comprensión profunda de las exigencias de la creación, confundido el ser con el hecho bruto de la existencia, las nociones que expresan nuestras relaciones con Dios se fueron vaciando de contenido. Se introdujo un olvido práctico de la Providencia ordinaria, como si Dios sólo interviniera en la vida de los hombres con fenómenos extraordinarios. Unido a esto está la concepción extrinsecista de la ley divina, por la que aun cuando se considera a Dios como último fin y Supremo legislador, se desconoce la inmediatez con que es principio único de todo buen obrar, que continuamente, comunica las fuerzas necesarias para cumplir sus mandatos.
La libertad deja de verse como inclinación al bien, que Dios nos da, para verla como indiferencia de la voluntad respecto de sus actos. La ley, el precepto, sería un límite a la libertad.
A la tensión entre ley y libertad se añade la desvinculación de la norma respecto al Creador, con la idea de un Derecho natural válido aunque Dios no existiera. El derecho natural queda así reducido a un conjunto de concepciones que los hombres reconocen acerca de sus deberes: la ley divina sería solo un precepto exterior. El origen divino que se asigna a la ley natural es una afirmación superpuesta, pues valdría aunque Dios no existiera. Se comprende entonces que la ley natural se contemple con el mismo recelo que se miran las leyes de los hombres.
Puede penetrar en la moral cristiana la idea kantiana del imperativo categórico. La libertad es indiferencia, la ley un límite extrínseco a ese radical poder por una vacía y absoluta alternativa. El hombre, para considerarse poseedor de esa libertad autónoma, no puede admitir otra obligación ni ley que la que se autoimponga. Con Kant, el hombre olvida la guía de Dios y la sustituye por una autorregulación de la propia conciencia: la moralidad se reduce a una relación de las acciones con la autonomía de la voluntad.
Símbolo póstumo pueden representarlo las conclusiones de la llamada moral teleológica, donde el intento de asegurar al hombre la necesaria autonomía normativa, para salvaguardar su dignidad personal, lleva a afirmaciones como: en el campo de las virtudes morales no puede haber actos que siempre son buenos o malos, independientemente de sus consecuencias.
Una razón más para actuar con valentía en la exposición de la doctrina católica: veinte siglos de sabiduría inspirada y santidad no pueden temer a esas teologías descompuestas. Hay que repetir al mundo y a la ciencia las palabras con que su Santidad Juan Pablo II inauguraba el pontificado: “¡no tengáis miedo: abrid las puertas a Cristo! Sólo El tiene la verdad sobre el hombre.

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