lunes, 28 de julio de 2014

CRISTO, FUNDAMENTO DE LA MORAL

CREADOS EN CRISTO

“El es imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la creación, porque en el fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado por el y para el, el existe con anterioridad a todo y todo tiene en el su consistencia. El es también la Cabeza del cuerpo, de la Iglesia. El es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que sea el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en el toda la plenitud y reconciliar por el y para el todas las cosas” (Col 1, 15-20)

Pablo afirma en este texto, la supremacía de Cristo frente a toda especulación que atentase contra ella. El sujeto de esta primogenitura es Cristo, en su unidad divino-humana, precisamente en cuanto Dios hombre, Jesucristo, el Hijo encarnado.

En el texto aparecen unidas en una la economía de la creación con la de la salvación. No se puede concebir a Cristo como Señor de la historia y del cosmos, si no ha estado presente en ellos desde el comienzo.

Desde la realidad de Jesucristo, se entiende que todas las cosas han sido creadas en el y en el tienen su consistencia. Es así como Cristo puede ser nombrado “primogénito de toda la creación” y no únicamente “primogénito de los muertos” y “cabeza de la Iglesia” (Col 1, 15-18). “Primogénito” no solo en el orden de la redención o de la nueva creación sino en el de la creación primera.

Para ver a Cristo presente en la creación, san Pablo se sirve del tema de la imagen (eikon) que ya se aplicaba a la Sabiduría (Pr 8, 22-31; Sb 1, 7; 7, 26) Cristo preside todo el designio salvifico de Dios partiendo desde la creación, porque El es la imagen del Padre. Todo ha sido creado en El y por medio de El (día) y para El (eis). Aquí aparece por primera vez la finalidad (causa final) de la creación, centrando dicha finalidad en Cristo. El de Cristo es un primado total, en cuanto que la creación ha de verse hecha en el, con el y para el.

Nunca se aplica a Cristo la preposición ek, pues, la iniciativa y el origen de la acción no se debe a El. Sin embargo, Cristo esta en el origen y en la finalidad de la creación.

En la plenitud de los tiempos Cristo realizara la recapitulación de todas las cosas en El. Es su resurrección la que lleva a su plenitud un mundo creado en Cristo, pero apartado después de El por el pecado. Es la resurrección la que permite ver la acción de Cristo desde el principio. La salvación que se nos ofrece por Cristo y en Cristo no es mas que la culminación y plenitud definitivas de un mundo que desde el principio fue hecho con su mediación y hacia el camina.

Efesios 1, 3-14

“Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo, por cuanto nos ha elegido en el antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el; beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la que nos agracio el Amado”. En el tenemos por medio de su sangre, la redención, el perdón de los pecados, según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros en toda la sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el misterio de su voluntad, según el benévolo designio que en el se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que esta en los cielos y lo que esta en la tierra”.

En este texto nos encontramos con el designio salvifico de Dios Padre en Cristo. Encontramos una afirmación rotunda sobre el hecho de que el Padre nos ha elegido en Cristo, destinándonos por adelantado a ser hijos adoptivos por medio de el.

En todo el himno se habla de Jesucristo como sujeto. Se afirma con toda claridad que la creación ha sido hecha en función de Cristo; el proyecto del Padre al crear, es darnos la filiación de su Hijo. Se trata de un don absolutamente gratuito y que manifiesta la misma gloria de Dios en cuanto que con este don participa el hombre de la misma vida divina.

El designio salvador de Dios en Cristo, que estaba oculto y que se nos ha manifestado en Cristo, es un único designio que ya estaba preestablecido antes de la creación, el designio de hacernos hijos en Cristo, y que se lleva a cabo en la plenitud de  los tiempos por medio de su redención. Cristo es el centro unificante y el sentido pleno de toda la historia.

Reflexión teológica

La teología suele designar la creación del hombre en Cristo: “existencial crístico”. A la hora de explicar el existencial crístico, hay que tener cuidado de no hacer afirmaciones que privilegien de tal modo la dimensión cristológica del hombre que menoscaben la autentica autonomía de lo creado o que hagan del acontecimiento de la encarnación algo que ya estaba presente desde el principio.

Algunas posturas dicen que el existencial crístico nos obliga a hablar de una encarnación incoada. Hablar de una Encarnación incoativa no es lo más apropiado pues la Encarnación es un hecho histórico que tuvo lugar en un lugar y tiempo determinados y no podemos deshistorizar el cristianismo.

Otra postura equivocada seria afirmar que Dios es libre de crear o no, pero, si lo hace, tiene que hacerlo en Cristo, diciendo que el hombre solo puede realizar su vocación humana como llamado a la unión de Dios, de modo que la elevación en Cristo seria la única realización posible de la vocación humana. Esto seria como negar la gratuidad del orden sobrenatural; una es la gratuidad de la creación y otra la de la elevación en Cristo. La creación es común a las tres personas divinas, en el sentido que las tres son un solo principio eficiente (causalidad eficiente) de las criaturas mediante la participación del ser divino. Otra es la causalidad sobrenatural (causalidad quasi formal) por la que el hombre tiene una relación diferenciada con las tres personas y que se confiere con la gracia.

Esta comunicación que Dios nos hace en Cristo por el Espíritu permite al hombre tener relaciones directas y diferenciadas con las tres personas divinas: el Espíritu nos introduce en Cristo y una vez en el, somos amados por el Padre dentro del mismo amor con el que ama a su hijo: hijos en el Hijo. La gracia tiene que comenzar siempre por la inhabitacion divina (gracia increada) que eleva al hombre a la condición divina (gracia creada).
El hombre no puede entrar en la intimidad de la Trinidad, si la Trinidad no llega a su historia (por la Encarnación y Pentecostés). Sin las misiones del Hijo y del Espíritu no habría sido posible la gracia como participación en la vida trinitaria.

Esta participación en la vida trinitaria no es posible alcanzarla por el solo don de la creación. Esta por si sola no permite tener relaciones diferenciadas con las personas divinas.

Por tanto todo conocimiento que el hombre tenga de Dios  partir de las criaturas será un conocimiento mediato y análogo. Como tal permitirá al hombre un conocimiento autentico de Dios, pero imperfecto. Siendo el hombre consciente de esa mediación y de esa imperfección, aspirara a más, aspirara a la visión de Dios. En caso de que se de, supone la perfección ultima del hombre, a la que aspira y busca, pero que no puede alcanzar por sus propias fuerzas y solo como don puede recibir.

Por tanto es comprensible el hombre como criatura sin ser llamado a la gracia (hipótesis de la naturaleza pura). La creación y la encarnación son dos gratuidades diferentes; por la primera Dios trino se da como principio único que crea el ser del hombre; por la segunda Dios trino se da en su intimidad intratrinitaria.

El hombre aún sin saberlo va buscando la plenitud que solo la visión de Dios le puede conferir. Es el deseo natural de la visión del que habla sto. Tomas.

Es pues posible una felicidad natural en el hombre: buscar la verdad y el bien participados y conocer a Dios mediante las criaturas y amarle como Creador. Todo ello produce un perfeccionamiento progresivo respecto al punto de partida. No seria un fin plenamente ultimo pero permitiría al hombre un perfeccionamiento continuo, que le corresponde como criatura.

Si el primer hombre fue creado en gracia (Concilio de Trento) habría que decir que ya poseyó como anticipo el don del espíritu, el cual le introducía en la filiación del Hijo que habría de encarnarse. Con esto se puede defender la tesis que habría habido encarnación aun en la hipótesis que el hombre no hubiera pecado, pues toda gracia que posea el hombre es gracia crística, es gracia que se debe al hecho de las misiones del Hijo y del Espíritu.

Lo que el pecado motivo fue que la encarnación fuera al mismo tiempo redentora, tal como de hecho se realizo.

LA LEY ANTIGUA

Una vez que apareció el pecado en el mundo, Dios intervino en la historia de Abraham llamándolo para la formación de un pueblo elegido que habría de preparar la llegada de Cristo.

La ley en el marco de la Alianza

La ley que el pueblo judío recibió de manos de Dios por medio de Moisés, el decálogo, solo se entiende en el marco de la alianza con el mismo Dios. Dios saca al pueblo de Israel de Egipto, y en el desierto establece la alianza con el.

Al decálogo no llego el pueblo de Israel por medio de una reflexión filosófica, sino que fue fruto de un don de Dios, que lo entrega a su pueblo para que viva el espíritu de la alianza. Es este el que ha de guiar al cumplimiento del decálogo. En el mundo hebreo, el sentimiento de haber sido elegido es anterior al afán de cumplimiento.

El decálogo ha llegado a nosotros en dos recensiones (Ex 20, 2-17; Dt 5, 6-21) que, en su forma actual según Van Imsschoot provienen de un decálogo primitivo en el que estaban formulados todos los mandamientos en frases cortas del tipo imperativo. En esta forma abreviada puede atribuirse el decálogo al fundador de la religión y de la legislación de Israel: Moisés.

Se trata de normas fundamentales de toda sociedad humana. El Catecismo de la Iglesia precisa que los preceptos del decálogo establecen los fundamentos de la vocación del hombre, formado a imagen de Dios (CEC 1962). Ponen de relieve los deberes esenciales e indirectamente, los derechos fundamentales inherentes a la naturaleza de la persona humana. El decálogo contiene una expresión privilegiada de la ley natural (CEC 2070).

Las leyes judiciales se encuentran en el Código de la Alianza (EX 20-23) y en el Deuteronomio. La regulación sobre el culto en Ex 14, 14-36 y sobre la pureza legal e4n Lv 11-16, y en el código de la Santidad (Lv 17-25).

Las normas morales del decálogo y las leyes de culto y pureza legal, constituyen un todo (la Torah) que para el judío posee un alcance ético-religioso. La fe en Yahvé como Dios único, que tiene con Israel una vocación singular (concebida como alianza), es el marco en el que se inserta el ethos del pueblo elegido: todas las prescripciones éticas se consideran como procedentes de Dios y su cumplimiento forma parte de la alianza.

La ley constituye la primera etapa en el camino del Reino y no deja de ser una preparación para el evangelio.

La ética de los profetas

El carisma profético como medio de comunicación de Dios a su pueblo es una providencia especial para ir salvándolo de los inconvenientes y peligros inherentes a la monarquía y al mismo sacerdocio.  Gracias a los profetas se depura la idea de Dios y se mantiene viva la exigencia de la ley en el marco de la alianza.
Los profetas ejercen de mediadores con el pueblo de Israel. A partir de Samuel (1S 3, 1-21) se impone el profetismo.

Los profetas anteriores al destierro (Amos, Oseas, Miqueas, Isaías) son los guardianes de la alianza y de la ley; están siempre llamando a la justicia y a la fidelidad a Dios y anunciando castigos (castigo eficaz que produce efectos) contra el pueblo por transgredir la ley (Os 8,7; Mi 6-7; Is 1, 10-20).

Jeremías hablo en medio del asedio y la destrucción de Israel (627 a.C.). Había tenido ya lugar la deportación a Babilonia del reino del norte alrededor del 721 a.C., luego la deportación a Babilonia del reino de Juda (en tiempos de Jeremías) hacia el 600 a.C., dándose otra posterior entre el 582 y el 581 después de la toma de Jerusalén.

Jeremías fue el profeta perseguido por antonomasia, porque nadie como el se vio obligado a comunicar al pueblo que la catástrofe que padecía era fruto de sus pecados. La tentación de Israel era buscar alianza con las naciones vecinas que le dieran seguridad, conduciéndolos en ocasiones a aceptar a sus dioses y cultos olvidando la fidelidad a Dios.
Es Jeremías quien nos da los criterios del verdadero profeta:

a)      Cumplimiento de la palabra del profeta (Jr 28, 9; 32, 6-8)
b)      Fidelidad a Yahvé y a la religión tradicional (Jr 23, 13. 32)
c)      Testimonio a veces heroico que da el profeta en su vocación (Jr 1, 4-6; 26, 12-15)

El falso profeta tiene siempre una respuesta para todo, el autentico profeta permanece a veces callado porque no puede disponer de la palabra de Dios y tiene que esperar la hora de la revelación.
Los grandes profetas han profesado el monoteísmo ético mas elevado; han tenido que luchar constantemente contra la tendencia innata de su pueblo al politeísmo y contra el influjo de las religiones vecinas.

El Deuteronomio, que proviene de los ambientes del norte, influido por la predicación profética de los siglos IX al XIII a.C., incluye una corriente legalista (expresión del sacerdocio) y otra profética; por el influjo de ambas se profundiza la ley, vinculándola a la alianza. El Deuteronomio incluye en la ley mosaica todas las cláusulas de la alianza, todo el cuerpo de normas religiosas y civiles de Israel.

La palabra profética empieza a hacerse escrita en tiempos del destierro. Le toca a Ezequiel vivir la caída de Jerusalén (Ez 33, 1-21); la misión que Dios le encarga es sembrar aliento y esperanza en los israelitas deportados. El Deuteroisaias (Is 40-55) hay que leerlo en el marco del destierro. Llega al descubrimiento de Dios como Creador de toda realidad: “Yo extendí los cielos con mis manos y doy orden a todo su ejercito” (Is 45, 12; 45, 18). Es un Dios que domino el cosmos y la historia, de ahí que su fuerza creadora funda ahora la esperanza de Israel.

El profeta no es un legislador (como fue Moisés), su experiencia es la de un hombre absorbido por Dios. Se opone a un culto ficticio y falso por parte de Israel; recuerda constantemente las exigencias de la Torah y la introduce siempre en el marco de la fidelidad al Dios de la alianza. Posee un vivo sentido del pecado, designándolo con el termino de zanah (infidelidad conyugal) para acentuar el aspecto de ofensa personal a Dios.

La época sapiencial

Al regreso del destierro (siglo VI a.C.) el pueblo de Dios se reconstruye en torno al templo y a la ley. Comienza la tarea de reconstrucción material y moral bajo el influjo de los profetas Ageo y Zacarías. Nehemías vuelve del destierro a Jerusalén (445) y reconstruye sus murallas. Es Esdras, sacerdote y escriba nacido en Babilonia quien trae una copia de la ley y rehace la comunidad bajo la tradición bíblica. Se empieza a leer públicamente la Torah que pasa a ser el centro del pueblo judío. En adelante los intérpretes de la ley no serán los profetas, que desaparecen, serán los escribas.

En el ambiente posterior al exilio y bajo la influencia de los escribas comenzó un movimiento de reflexión y adaptación del patrimonio literario judío. Nace así la figura del “sabio”. En el no es la experiencia de la palabra de Dios la que domina, sino la reflexión humana sobre la vida misma y sobre Dios. El sabio dice haberse aplicado a reflexionar sobre la vida, el profeta dice “así habla Yahvé”.

El sabio es un hombre de estudio que ha viajado y tiene gran experiencia de la existencia humana. El sabio habla más de los aspectos individuales de la vida humana (soledad, amistad, angustia), el profeta se preocupa de la comunidad. No tiene el carisma del profeta. El profeta habla de “palabra”, el sabio de “consejos”.

El sabio, tributario de un pensamiento internacional (Grecia, Egipto, Babilonia, Fenicia) y recopilador de la sabiduría popular, hará una síntesis de sabiduría humana penetrada de la sabiduría divina que Israel había heredado de la tradición. Nacen así los libros del Eclesiástico, Sabiduría, Job, Eclesiastés, convirtiéndose la sabiduría humana en instrumento de Revelación.

De esta unión de sabiduría humana y de fe se sirve Dios para comunicarse de nuevo y hacer progresar la revelación. Los temas que preocupan en este tiempo son los de la verdadera sabiduría y la retribución de las acciones humanas.

La sabiduría es una experiencia sobre el comportamiento humano, pero interpretada y profundizada a la luz de la fe en Yahvé. Es sabio el que observa la ley de Dios, porque toda sabiduría proviene de Dios (Pr 2, 6).

La sabiduría abarca tanto el comportamiento humano como el conocimiento de Dios; es al mismo tiempo sabiduría divina y humana. La sabiduría posee clara la existencia del mas allá y de la inmortalidad del alma, así como de una retribución después de la muerte.
                                
El principio de la sabiduría es el temor de Dios (Eclo 1, 14.16.18.20); trata el tema de las virtudes, particularmente de la humildad y del orgullo (Eclo 3, 17-28); se recomienda la moderación en todas las situaciones de la vida y se dan exhortaciones a la monogamia (Pr 5, 15-21); a la fidelidad conyugal (Pr 6, 20; 7, 27; Sb 3, 16-19) y a la castidad (Sb 3, 13-15). Se habla también del trabajo, de la necesidad de huir de la pereza y de la avidez; de la prudencia, la justicia, la mansedumbre y la solidaridad.

CRISTO Y LA MORAL

Cristo es la persona divina en la que todo y especialmente el hombre ha sido concebido como criatura desde el principio. En el han sido creadas todas las cosas y en el tienen su ultima consistencia. Por Cristo participa el hombre de la vida divina que le otorga una dignidad como persona y en el encuentra también la redención del pecado y de todas las servidumbres que conlleva.

Cristo ejerce respecto del hombre, no solo la función creadora sino también la función elevante y sanante de su condición de criatura caída y elevada.

El Reino de Dios

Todos los exegetas están de acuerdo en señalar que el tema del reino de Dios es el núcleo central de la predicación de Cristo. Los hebreos tenían la expectación de la llegada del reino, pero lejos de los matices nacionalistas y políticos, la predicación de Cristo adquiere la significación de la llegada definitiva de la salvación de Dios Padre que se realiza en la persona del Hijo, enviado por El y que nos concede la filiación divina en Cristo y la liberación del pecado y la muerte.

El reino que Jesús predica no tiene una aparición espectacular como imaginaban los judíos. Jesús tiene conciencia de que ha llegado el acontecimiento preparado por Dios en la historia de Israel: “El tiempo se ha cumplido”. Jesús tiene la conciencia de que con el ha llegado el Reino, de que con el han llegado los tiempos mesiánicos, de que en su persona se cumplen los vaticinios relativos al Mesías.

A los mensajeros de Juan Bautista que le preguntan si es el, el que ha de venir o deben esperar a otro, responde Jesús: “Id y decir a Juan lo que habéis visto: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los mudos hablan, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados” (Mt 11, 4-6; Lc 7, 22).

Este reino mesiánico se manifiesta tanto por la palabra como por los hechos de Jesús. Las curaciones, la expulsión de los demonios, son signos de que los tiempos mesiánicos se han inaugurado ya: “Si yo expulso a los demonios con el poder de dios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios” (Lc 11, 20).

Se subraya el origen trascendente del reino al dar a entender que proviene de lo alto y que su llegada no se debe a esfuerzos humanos. Las disposiciones que se requieren para acogerlo resaltan su carácter religioso: la conversión y la fe.

El Reino es la llegada de la salvación y del amor del Padre, la comunicación de Dios con el hombre, es la aceptación libre y alegre de la acción amorosa y benéfica de Dios. El reino de Dios anunciado por Cristo es la cercanía de Dios en la salvación de su amor de Padre, cuya consecuencia es un estado de paz, libertad y felicidad, cual solo puede otorgarnos el poder y la bondad de Dios. El reino de Dios es por tanto acción salvifica de Dios y su aceptación por el hombre.

El reino de Dios implica una nueva idea de Dios, contrapuesta con la que tenian los fariseos, que tenían una particular teología del merito. Lo radical en la predicación de Cristo consiste en la predicación de un Dios, como un Padre misericordioso, como alguien que ama a los pecadores gratuitamente, por encima de todo merito; alguien que ama con la condición de que sean capaces de creer en la maravilla inmerecida de la misericordia del Padre y de convertirse cambiando la vida. El Padre busca el arrepentimiento como única condición de su perdón y de su amor (Lc 15, 11-31).

“Hay mas alegría en el cielo por un pecador arrepentido que por noventa y nueve que no necesitan arrepentimiento” (Lc 15, 7.10.32).

El Reino de Dios no es otra cosa que la misericordia del Padre ofrecida gratuitamente a todo hombre, independientemente de todo merito, de toda condición de raza oposición social. Todos son llamados al reino. Para un judío piadoso la conducta y el mensaje de Jesús significaban un escándalo y una blasfemia (Mc 2,7). El anuncio de un Dios cuyo amor vale también para el pecador, cuestionaba la concepción judía de la santidad y de la justicia de Dios.

Para entrar en el reino no se necesitaba ni siquiera ser judío: “digo que muchos vendrán de oriente y occidente y se sentaran en la mesa de Abraham, Isaac y Jacob en el reino” (Mt 8, 11).

Los pecadores, la gente baja y despreciable son llamados por el Padre. Para ellos hay una buena nueva, el Padre no los desprecia como los fariseos. En su arrepentimiento y en su humillación dejan sitio al amor misericordioso de Dios, mientras que los fariseos son incapaces de comprender un amor que ama sin calculo ni medida.

El castigo del infierno es para aquellos que desprecian este amor del Padre, renunciando a la conversión y a la gracia que les es dada (Mt 11, 20-29). Se condenan aquellos que se ciegan a la invitación misericordiosa de Dios y no quieren cambiar su vida (Jn 3, 16-21; 5, 24).
La primera dimensión del reino que Jesús predica es el amor inmerecido del Padre. Pertenecer al reino es dejarse amar por un amor insospechado, escandaloso, sea cual sea nuestra situación de miseria, pecado, enfermedad o abandono aparente.

La vida personal de Jesús es este abandono en manos del Padre, en su providencia paternal. “Buscad el reino de Dios y su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura, No os preocupéis del mañana, el mañana se preocupara de si mismo” (Mt 6, 25-34).

Es la unión de Cristo con el Padre, la vivencia de su amor, lo que le hace inmensamente libre y lo que le conduce a romper con todas las barreras de su tiempo. Se mezcla con los pecadores, habla con la mujer, privilegia en sus parábolas a los samaritanos, trata con centuriones y extranjeros. No tiene miramientos ni prejuicios.

En resumen, el Reino de Dios tiene dos dimensiones fundamentales: por un lado es la llegada de la paternidad de Dios en Cristo, de modo que en Cristo somos elevados a la condición de hijos. Por otro lado significa la liberación del pecado, del sufrimiento y de la muerte.

El reino nuevo consiste en la nueva y eterna alianza entre Dios y los hombres realizada ahora en la persona misma de Cristo, alianza que contiene dos grandes aspectos: a) un aspecto de perdón, b) un aspecto de comunión con Cristo.
Las Bienaventuranzas

Viene a ser la carta magna del reino de Dios, la nueva ley que lleva a la perfección la ley antigua. Constituyen la página central de la predicación de Cristo, la esencia misma del mensaje cristiano, el estilo del reino, al nueva moralidad.

Las bienaventuranzas aparecen en Mateo y Lucas en dos recensiones diferentes. En san Mateo el sermón de la montana concentra sentencias y discursos que Jesús dijo en diferentes lugares con la evidente intención, al escribir a judeocristianos, de presentar a Jesús como el nuevo legislador, como el nuevo Moisés. El discurso de Lucas es mucho más breve y al parecer más antiguo que el de Mateo.

La primera parte del sermón de la montana expone el conflicto de Jesús con la interpretación de la ley de los escribas: “hasta ahora se os ha dicho, pero yo os digo …” (Mt 5, 21-48). En la segunda parte se expone el conflicto con los fariseos; l limosna, la oración y el ayuno ostentoso. La parte final (Mt 6, 19; 76, 27) desarrolla la nueva justicia de los discípulos de Jesús.

Los pobres de espíritu

Pobre en sentido evangélico, es el que pone en la fidelidad a Dios su mayor riqueza y esta dispuesto a perder oportunidades por El. Lucas al igual que Mateo, saben que lo importante es la pobreza espiritual.

Mateo subraya el aspecto de la disponibilidad para Dios. Pobre de espíritu es el humilde, el que esta abierto a Dios, el que se deja amar por El. Rico es el que descansa totalmente en si mismo, en una seguridad proporcionada por bienes materiales como por la estima que tiene de si mismo. El rico es el que esta lleno de si mismo, el que tiene puesta toda su confianza en sus dotes, en sus posibilidades, en sus criterios. Rico es el quien se salva a si mismo, el que no se deja salvar, el que no se deja amar por Dios.

Pobre de espíritu es el que tiene un espacio libre para recibir al Señor. Es el oprimido, el despreciado, el recortado en sus posibilidades, calumniado, en la medida en que todo ello le lleva a abrirse a Dios y a dejarse amar por El. Es el despreciado, el marginado, el olvidado, aquel que se deja salvar y amar por Dios. Dice san Pablo que Dios elige a lo pobre para confundir a lo rico, lo débil para confundir a lo fuerte (1Co 1, 26-28).

La pobreza del Evangelio va más allá de la pobreza material. Es una pobreza con sentido religioso. Pobre de espíritu es en el fondo ser rico en espíritu, pues es el que ha comprendido que hay algo por encima de todo: el amor de Dios que no nos merecemos y que nos llega en nuestra situación de pecado.

Jesús ante la Ley

La reforma que Jesús hace de la ley, proviene de la conciencia que tiene de Dios como Padre. La nueva imagen que tiene Jesús de Dios le va a conducir a una reinterpretación de la ley, no su supresión sino su perfeccionamiento (Mt 5, 17-18).

Jesús distingue en primer lugar entre la ley escrita de Moisés y la tradición oral (halaka) de los escribas. Además observa que los fariseos interpretan mal el mandato de Moisés, privándolo de su propio sentido y buscando el propio beneficio. La transgresión del sábado la justifico diciendo que Dios no hizo el sábado como un yugo para el hombre (Mc 2, 27). La intención de Jesús estriba en mostrar que el rigorismo esta en contra de la voluntad de Dios: “la tradición impide el cumplimiento del amor” (Mc 3,4).

Su critica de la Torah, unida al anuncio final del culto, su rechazo de la halaka y su pretensión de anunciar la voluntad definitiva de Dios, fueron la ocasión decisiva para que procediesen contra el los dirigentes del pueblo.

Jesucristo no estableció un código de principios que hay que mantener y principios que hay que rechazar; pero con su actitud dio pie a la Iglesia primitiva para que, primero de forma vacilante y después coherente, renunciara a las prescripciones propias no sol9o de la tradición oral de los escribas, sino del pueblo judío como tal, para quedarse simplemente con el decálogo y aquellos preceptos que la Iglesia consideraría como imprescindibles para la aplicación misma del decálogo. Jesús n ninguna parte niega mandamiento alguno del decálogo, sino que mas bien, por la supresión del divorcio, quiere conducirlo a su primitiva exigencia. Jesús exige claramente el cumplimiento del decálogo (Mt 19, 18).

Mas que la cuestión cuantitativa, lo que Jesús revoluciona es el enfoque cualitativo del cumplimiento de la ley. En sus múltiples disputas con los fariseos y escribas critica su legalismo formal así como su teología del merito. Hay un distanciamiento sistemático de la justicia de los fariseos. El legalismo formal queda en entredicho en parábolas como la del samaritano (Lc 10, 29-36), en la cual los sacerdotes son tratados como personas que por sus compromisos legales son incapaces de practicar la misericordia.

Hay por parte de Jesús una radicalización de la ley en el sentido que sin eliminarla, al menos en sus principios fundamentales del decálogo, busca ante todo la sinceridad en el cumplimiento, y coloca en el amor mas intimo a Dios y al hombre el criterio ultimo de comportamiento, de modo que cuando la ley sirva de pretexto para no amar a Dios como un niño o al prójimo como a si mismo, el cumplimiento de la ley esta fuera de lugar.

No se elimina la ley: “No he venido a abolir la ley y los profetas. No he venido a abolir sino a dar cumplimiento” (Mt 5, 17). La ley es radicalizada en una actitud de sinceridad y en una exigencia de amor total a Dios y a los hombres.

No es que Jesús suprima la ley, sino que la amplia en su universalismo, la perfecciona en sus intenciones y exige que el hombre obre como consecuencia de su filiación divina. El cristiano obra como hijo, obra a lo divino según la santidad misma de Dios. El cristiano cumple el decálogo y lo vive como hijo de Dios.

Es la moral que ofrece no solo la norma a cumplir, sino un principio interno que da la capacidad de obrar a lo divino. Aquí la justicia humana queda rebasada totalmente por la ley divina que nos hace capaces de dar a los demás no solo lo que por derecho les corresponde (justicia humana) sino el amor que no les corresponde, porque previamente Dios nos ha amado a nosotros con un amor que no nos merecemos.

La revolución del amor

El reino predicado por Cristo significa la aceptación del amor del Padre como valor supremo de la vida. Este amor es inseparable del amor al prójimo, que encuentra en el amor al Padre su fuente y fundamento.

El don de Dios nos lleva a  amar a los hombres como hermanos, como Dios nos ama. Cristo rompió todas las barreras de su tiempo, el amor cristiano implica acercarse a todos sin excepción, incluidos los enemigos. La exigencia de amar a todos se funda en el amor que el Padre nos tiene.

Se trata de nuestro comportamiento en cuanto hijos del Padre. Esta es la novedad de la ley del Evangelio, la novedad de las bienaventuranzas, que debemos amar como Cristo nos ha amado.

SAN PABLO Y LA LEY

El concepto de justicia

El termino hebreo de sedeq o sedaqah indica primordialmente en el Antiguo Testamento lo que se ajusta a una norma, aunque también expresaba matices como fidelidad a la comunidad y rectitud. El hombre que obra conforme a la ley divina es saddiq, es decir, justo, recto.

En el marco de las relaciones entre Dios y su pueblo, dicho concepto adquirió una significación religiosa. En virtud de la alianza, a Israel se le pide un comportamiento conforme a la ley de Yahvé, y por su parte, Yahvé se compromete a intervenir a favor de su pueblo. En este sentido el pueblo práctica la justicia cuando cumple sus deberes para con Dios, y Dios es justo guardando las promesas de salvación para su pueblo.

La justicia de Yahvé aparece como la obra salvadora en orden a restaurar el pueblo de la alianza por medio de la misericordia, la fidelidad y el auxilio divinos. Dios será justo realizando la salvación que el pueblo necesita.

La justicia tiene también un matiz escatológico, en cuanto que se trata de la salvación que el propio Yahvé va a traer a su pueblo (Is 45, 13; 51, 5ss), y se cifra en la nueva alianza que no se volverá a romper (Is 43, 1; 54, 10; 55,3; 56, 1) concentrándose en el futuro Mesías.

Siendo la justicia un don de Dios, no deja de ser una obra humana, ya que los profetas exigen la cooperación del hombre. Mas adelante esta justicia del hombre que practica la ley y es recto ante Dios por el don mismo de Dios (y por su propia cooperación), se convierte en el judaísmo tardío en una justicia de las obras, consistiendo así la justificación en una simple declaración de santidad por parte de Dios respecto del hombre perfecto. Es la justicia farisaica.

Ante este concepto de justicia, opone san Pablo el concepto de justicia de Dios, que nos ha sido dada por medio de la redención de Cristo y no en virtud de nuestros meritos; justicia inmerecida y gratuita que el hombre no podía alcanzar por sus propias fuerzas.
San Pablo enlaza así con el concepto mas genuino del Antiguo Testamento y la presenta como la justicia que Dios nos ha conferido gratuitamente en virtud de la redención de Cristo. Se trata de una justificación que crea (y no solo declara como la justicia farisaica) la justicia, la santidad.

La justificación

Toda la doctrina de san Pablo se dirige contra la actitud farisaica, que pretende que el hombre se justifica a si mismo por sus propios meritos e independientemente de la gracia de Dios.
El hombre con sus propias fuerzas no puede cumplir todas las exigencias de la ley, incluso la ley natural y vencer siempre el pecado.
Los judíos han tenido la ley mosaica y los paganos la ley de la conciencia pero todos han terminado en el pecado.
Esta es la tragedia del hombre sin Cristo: la ley le marca el camino a seguir, pero no le da la fuerza para seguirlo. El hombre solo con la ley, termina en la impotencia y la exasperación. Ello en virtud de que existe en el corazón del hombre una ley de pecado (hamartia) que lo esclaviza y lo conduce a cometer pecados personales.

En este contexto la ley que es buena de suyo (Rm 7, 13), ha sido una aliada del pecado, pues no solo no procura la fuerza para evitarlo, sino que lo convierte en una transgresión formal. Dice san Pablo que el pecado, en el tiempo que va de Adán a Moisés, no se imputaba (Rm 5, 13). El pecado es siempre pecado, pero cuando no había ley, no era una transgresión formal y sancionable, como lo fue el pecado de Adan. La ley agrava la situación.

La ley es el pedagogo hasta Cristo no solo en el sentido de que, mientras no vino la justicia por la fe, estábamos encerrados bajo la vigilancia de la ley (Ga 2, 21-24), sino también en el sentido de que , al conducirme a la impotencia, me hace sentir la necesidad de Cristo (Rm 7, 24). Si se nos hubiese otorgado una ley capaz de vivificar, la justicia vendría realmente de la ley, pero la ley nos ha hecho conscientes de nuestra impotencia.

El hombre solo puede alcanzar la justificación por el don de Cristo. Solo en Cristo encuentra el hombre la fuerza y la capacidad de dominar totalmente el pecado. Si la salvación viene de Cristo, la actitud del hombre no puede ser otra que la de la fe, en cuanto acogida de la misma salvación y no la confianza en las pobras humanas, que para Pablo no son otra cosa que el intento de auto justificación. Pablo habla de la justicia por la fe (Rm 1, 17; 3, 32; 4, 11-13; 9, 30; 10, 6; Flp 3,9)
Pablo contrapone el régimen de la ley (pretender cumplir la ley solo con las propias fuerzas) y el régimen de la fe (aceptar que el hombre solo puede cumplir todas las exigencias de la ley con la gracia de Cristo). Sin Cristo el hombre termina en el pecado.
Cuando san Pablo afirma que nos justificamos por la fe, lo hace porque, por la fe nos abrimos al don de la gracia: “Habiendo recibido de la fe nuestra justificación, estamos en paz con dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido mediante la fe, el acceso a esta gracia en la cual nos hallamos” (Rm 5, 1).

Esta fe, que es don de Dios, es al mismo tiempo un acto responsable del hombre. Se trata de una fe activa que actúa y que debe ir guiada por la caridad (Ga 5, 6); la fe que debe llevar a la acción según la ley de la caridad (Ga 5, 13-14).
San Pablo mantiene la ley como guía y criterio de conducta y como condición para la salvación: “Ni los impíos, ni los idolatras, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores heredaran el Reino de Dios” (1Co 6, 9-10).

La antitesis que san Pablo establece entre la ley y Cristo es: la ley es guía de conducta pero no da la fuerza para seguirla. Es Cristo el que da fuerza y el que salva. En este sentido la ley es inútil. En su sentido didáctico de orientar la acción y de criterio objetivo de comportamiento no pierde su vigor. En este sentido san Pablo no suprime la ley, mas bien la afianza (Rm 3,31).

La ley judía

El problema que se planteo desde un principio en la Iglesia primitiva era el del primado que tiene la gracia de Cristo sobre la ley en el plano de la justificación, y junto con ello el de delimitar las exigencias morales que habrían que mantenerse. En este sentido tuvo particular importancia la admisión de los gentiles a la fe cristiana.

En Antioquia iba creciendo el numero de paganos convertidos a la fe y esto trajo el problema del mantenimiento de los preceptos de pureza ritual y comensal. Ello determino con la bajada de Pablo a Jerusalén la celebración de un concilio. Se determino no circuncidar a los gentiles, lo cual era el primer objetivo de Pablo y de prescribir solamente la abstención de lo sacrificado a los ídolos, de la sangre y los animales estrangulados (Hch 15, 29)

Tras vacilaciones y mucha reflexión, se impuso como ética común a judíos y gentiles el mantenimiento del decálogo. El mantenimiento de los mandamientos aparece en san Juan a propósito de una crisis antinomista que se dio en tiempos del apóstol. El que emule a Cristo debe guardar sus mandamientos (1Jn 2, 4). Se trata del mandamiento antiguo que tenemos desde el principio (1Jn 2,7), que se funda en el amor a Dios y al hermano. Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios n el (1Jn 3, 23-24).

Santiago dice que la fe sin obras es una fe falsa (St 2, 14 ss). Es el mandamiento del amor al prójimo como a uno mismo, de guardar preceptos como no cometer adulterio o no matar (st 2, 9-11).

LA LEY NUEVA

Dice el Catecismo de la Iglesia: “La ley nueva es la gracia del Espíritu Santo dado a sus fieles mediante la fe en Cristo. Actúa por la caridad, utiliza el sermón del Señor, para enseñarnos lo que hay que hacer y los sacramentos para comunicarnos la gracia de realizarlo”.

Esta ley engloba la ley natural, pero la purifica y supera, porque obra ya por la fe, la esperanza y la caridad. La exigencia del amor a los enemigos es un estilo nuevo de vida que el hombre no puede cumplir con sus propias fuerzas. Es la ley del amor que nos impulsa a amar a los demás con el mismo amor con el que Dios nos ama (Jn 15, 12).el cristiano lo vive todo desde la fe, porque cuenta con Dios y con su providencia para todo.

La ley nueva es llamada ley del amor, porque hace obrar por el amor que infunde el Espíritu Santo; ley de gracia, porque confiere la fuerza de la gracia para obrar mediante la fe y los sacramentos; ley de libertad, porque nos libera de las observancias rituales y jurídicas de la ley antigua.

La tendencia del hombre hacia la felicidad

La moral no puede desentenderse del problema de la felicidad del hombre en el sentido que este va buscando siempre un tipo de felicidad que tiene la característica de lo infinito. El hombre va buscando a Dios en si mismo, disfrutando de la visión beatifica, aun cuando la consecución de este fin sea estrictamente sobrenatural y solo se pueda recibir como don.

Ha sido Cristo el que ha colmado gratuitamente este deseo del hombre conduciéndonos por su vida de gracia a la visión beatifica. El hombre tiene en su obrar la puerta abierta a la felicidad definitiva.

Desde esa elevación a la gracia, el hombre puede cumplir las exigencias de la ley natural realizando el bien del hombre. Realizando el bien del hombre, desde la fuerza y la vida de la gracia como el hombre se orienta a Dios como fin último y como plena felicidad.

Cristocentrismo en la vida cristiana

La función de Cristo en la vida moral es la función que tiene la gracia. Esta no solo tiene la función sanante en cuanto nos da la capacidad de cumplir todas las exigencias de la ley; sino que es elevante, porque nos hace participes de la vida filial en Cristo, en cuanto que el Espíritu Santo nos introduce en el y por el somos amados dentro del amor en el que el Padre ama al Hijo. Una vez anclado en Dios el hombre tiene la capacidad de ordenar su vida con toda coherencia y de cumplir las exigencias del decálogo.

La inhabitacion de Dios en el justo

En la revelación cristiana hay dos afirmaciones capitales: Dios Trino habita en el justo por la gracia; y el justo, por ello mismo queda interiormente transformado y divinizado.

Habitan las tres personas divinas en el justo, pero esta inhabitacion no es indeterminada: el Padre se nos da como Padre en cuanto participamos de la filiación de Cristo en virtud del Espíritu Santo.

Esta filiación tiene su expresión y su fundamento en el amor a Cristo. No se puede tener a Dios como Padre sino se acepta a Cristo. Nace de Dios Padre aquel que cree en Cristo: “Todo el que cree que Jesús es el Cristo, ese es nacido de Dios” (1 Jn 5,1)

San Pablo define la vida del cristiano como un vivir en Cristo. Es la inserción en su muerte y resurrección la que permite vivir en El, la que permite la filiación: “Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo, ya no hay ni judío, ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Ga 3, 26-29).

Este vivir en Cristo es una participación en su filiación divina. Dios se convierte en Padre en la medida en que nos hace participe de la filiación de su Hijo. Pero este proceso de filiación se realiza en virtud del Espíritu Santo. Es el Espíritu el que nos asimila y une a Cristo, puesto que es Espíritu de filiación. Es por el Espíritu como Cristo nos incorpora e identifica con El (Ga 1, 3-5; Rm 8, 29; Ga 4, 4-7; Rm 8, 14-18).

“Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. No recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace clamar: ¡Abba Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios” (Rm, 14-17).

En Cristo entramos en la Santísima Trinidad como hijos. El Padre nos ama en Cristo con el mismo amor con que le ama a El. Esto es la gracia.
Ser cristianos es vivir sorprendidos de que Dios nos ame así, y que haya enviado a su Hijo a la Cruz por mi: “Me amo y se entrego por mi” (Ga 2, 20).
Ser cristiano es vivir sorprendido y en acción continua de gracias.

Cuando santo Tomas habla de la maravilla de la gracia diciendo que es una vida mutua, un amor mutuo entre Dios y nosotros, dice que solo por la fe se puede aceptar eso. Nadie puede tener esa amistad con Dios, si no cree que Dios le ama así.

La nueva criatura en Cristo

El Padre y el Hijo dan aquí en la tierra al justo el don de su Espíritu. Es el Espíritu el que se le da al justo impulsado por el don del Padre y del Hijo.

El hombre es capaz de recibir este don porque como criatura tiene ya una apretura al mismo como posibilidad, aunque no tenga ningún derecho a el. El hombre ansia algo que solo como don puede recibir, porque hace la experiencia e que las cosas de este mundo no le llenan plenamente. De recibirlo se establece entre la Trinidad y el una relación directa e inmediata que le diviniza.

Cuando la visión nos sea concedida, habremos alcanzado directamente a Dios en si mismo y con El la felicidad y el descanso definitivo. Por eso la visión nos diviniza, porque entramos en la intimidad misma de Dios.

Esta divinización del hombre, que encuentra en la gloria su fase final, comienza aquí por la gracia. La gracia por si misma es ya ese contacto directo y personal con Dios. Decía san Juan de la Cruz, que cuando vivimos en gracia estamos ya en la presencia de Dios aunque no le vemos; es como si estando con un amigo se va la luz y dejamos de verle, pero el amigo esta presente. Así es la gracia que nos diviniza, es Dios mismo presente en nosotros por un amor y un conocimiento directo y personal.

Cuando se establece esta relación directa e intima con las personas divinas, tiene lugar la divinización del hombre. Esta transformación del hombre (gracia creada) se realiza en la medida en que participa de la filiación de Cristo por medio del Espíritu. Es hombre es participe ya aquí en la tierra de un fin ultimo que colmara su sed de felicidad.

La gracia tiene también una función sanante: el hombre insertado en Cristo queda capacitado para obrar a lo divino cumpliendo las exigencias de la ley.
En virtud de la concupiscencia, el hombre no puede cumplir la plenitud de la ley; esto no significa que no pueda hacer nada bueno. Hay en el hombre una fuerza de pecado que le conduce a cometer el mal que desaprueba y a olvidar la ley que aprueba como santa y buena (Rm 7, 14-25).

Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha y por cierto dramática entre el bien y el mal. Pero el Señor vino en persona para librar y vigorizar al hombre renovándole interiormente y expulsando al príncipe de este mundo (Jn 12, 31), que le retenía en la esclavitud del pecado (GS 13).

Cristo conduce al hombre a la vida filial y le restaura en el sentido de que le da capacidad de cumplir las exigencias de la ley moral. Surge en el cristianismo una moral nueva en el sentido de que es cristo mismo la clave de todo el comportamiento, incluso del comportamiento humano, pues estando el hombre dividido internamente como esta, no podrá cumplir la ley natural sino en Cristo mismo.

Las bienaventuranzas y el seguimiento de Cristo

La realización de la felicidad la consigue el hombre por la practica de las bienaventuranzas, que no constituyen un código que hay que cumplir sino que surgen de una actitud interna que brota de la condición de hijos y por la que se tiende a la perfección.

Con las bienaventuranzas el hombre obra a lo divino. Es la moral que ofrece no solo la ley a cumplir sino el principio mismo que da la capacidad para obrar a lo divino. Son el estilo del reino, la nueva moralidad. El obrar en el cristianismo es consecuencia del amor a Dios. El decálogo se convierte en guía del hombre hacia el reino de Dios. Es el don del amor divino que hay que observar desde el amor.

Seguir el camino de las bienaventuranzas es seguir el camino vivido por Cristo. Es seguir a Cristo en persona como ideal de vida. La moral cristiana sitúa a Cristo en el centro de toda su orientación. El cristianismo es Cristo, y desde el amor a El, el cristiano cumple los mandamientos. Según san Pablo, el cristianismo no es un mero código de leyes que hay que cumplir con las propias fuerzas, sino un seguimiento personal de Cristo que, por la fe y la gracia, nos hace capaces de cumplir el decálogo en toda su integridad. En el cristianismo no queda eliminado el decálogo sino que se vive desde Cristo, desde la alianza con el. Lo primero es Cristo, lo demás consecuencia.

La ley nueva es el perfeccionamiento del decálogo desde el amor. El decálogo es la expresión de las exigencias fundamentales y mínimas del amor a Dios y al prójimo. La vida cristiana hecha posible desde la gracia, nos conduce a la perfección por el amor. El amor tiene exigencias que van más allá del decálogo. El cristiano tiene la exigencia de amar a los enemigos, algo que no puede conseguir muchas veces con sus propias fuerzas y tiene que pedir como don.
El amor a Dios no es cumplir unos deberes cultuales y evitar la blasfemia, es mucho más. Es llegar a la intimidad mística con el. La perfección del amor es así la perfección del cristiano, la nueva norma.

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