lunes, 28 de julio de 2014

EL CELIBATO RELIGIOSO

1.      La realidad del celibato: dificultades actuales

La renuncia al ejercicio genital y a compartir la existencia con una persona no supone dejar en el olvido un aspecto imprescindible que forma parte de la realidad humana. La capacidad para el amor y el desarrollo de la sexualidad constituye una tarea de la que nadie queda exento.
Las expresiones usadas para designar esta forma de vida cristiana han sido diferentes a lo largo de la historia. La continencia subraya principalmente la abstinencia sexual, que se da también en otras personas. El celibato hace referencia a una condición social que incluso puede ser impuesta contra la propia voluntad o elegida por múltiples motivaciones. La virginidad tiene resonancia más femenina y está vinculada con la integridad física. La castidad perfecta da la impresión de que en la vida conyugal el cumplimiento de esta virtud es, por su naturaleza, limitado e imperfecto. La virginidad y el celibato suelen ser los términos más empleados en la literatura cristiana.
Son muchas las personas que por una u otra razón viven el celibato en nuestra sociedad. Tal forma de vida encierra una serie de aspectos positivos y enriquecedores para el conjunto de la comunidad cuando se da una aceptación libre e integrada. El enfoque cristiano tendría que abarcar a los diferentes tipos de célibes, cuyo denominador común consiste en no haberse casado, con todo lo que ello conlleva.
Nos centraremos en la virginidad y el celibato religioso cuando se acepta como una forma de consagración y entrega a Dios. Esta motivación es la que lo caracteriza y distingue de otras situaciones parecidas.

2.      Interrogantes actuales

Hoy se vive en un ambiente cultural en el que esta forma de vida se valora con matices diferentes a los de épocas anteriores. Antes constituía el único camino de perfección para quienes buscaban una entrega más profunda a Dios, cosa que no era posible en el matrimonio, por su propia naturaleza. Nacía una situación de aprecio y estima social por tratarse de personas escogidas y privilegiadas. Todo ello sirvió de ayuda y estímulo para fomentar esta vocación y para mantenerla como una riqueza personal, y como algo valioso y aceptable sociológicamente.
Hoy la situación es distinta, pues hemos asistido a una revalorización de la teología del matrimonio, en la que el amor conyugal se vive como un lugar de cita y de encuentro con Dios. Amar a otra persona no impide amar a Dios ni el compromiso por su Reino. Es una opción que facilita también la maduración y el equilibrio afectivo, de lo que carecen tantos célibes y cuya importancia se subraya hoy. No es extraño que exista una devaluación sociológica, pues la renuncia  a esta experiencia afectiva lleva con frecuencia a un estado de mutilación y empobrecimiento psicológico que desemboca en otra serie de riesgos y ambigüedades.
Las incoherencias y fragilidades que hoy se conocen producen la impresión que muchas de estas personas encubren debilidades ocultas. El número de sacerdotes y religiosos que han abandonado su compromiso celibatario parece conformar esta sospecha. Las mismas discusiones sobre la conveniencia o no de vincular el celibato con el ministerio sacerdotal indicarían que la experiencia ha demostrado las dificultades presentes en tal legislación y que muchos desean suprimir.
Existe una incomprensión generalizada, incluso entre cristianos comprometidos para descubrir el sentido de esta opción. Lo que está claro es que quien ahora se oriente por este camino encontrará inevitablemente un entorno hostil que puede hacerle tambalear en su propia seguridad. Vale la pena preguntarse sin miedo: ¿tiene hoy algún sentido la virginidad y el celibato religioso?

3. Motivaciones históricas

La temática sobre al división del corazón ha sido constante en la literatura cristiana. El texto de San Pablo (1 Cor 7, 32-35) sobre los problemas del matrimonio y la libertad del célibe, que se preocupa solo de agradar al Señor, fue interpretado de una forma restrictiva. La idea de fondo suponía una imposibilidad de amar conyugalmente a una persona y servir al mismo tiempo a Dios con una entrega más profunda.
La pureza cultual aparece como una justificación determinante. El sexo se vive como una mancha y como una especie de profanación que aleja al ser humano de la esfera sagrada y del ámbito religioso. Ya en el Antiguo Testamento se prescribía a los sacerdotes israelitas que se abstuvieran de relaciones sexuales antes de su servicio en el Templo. Esta misma mentalidad va a estar latente en muchas prescripciones eclesiásticas para imponer el celibato y constituye uno de los argumentos fundamentales para su defensa. El sacerdote, llamado a un servicio constante en su ministerio debe renunciar a todo lo que dificulte su encuentro con Dios; y el ejercicio de la sexualidad y el hecho de estar casado se hace incompatible con las exigencias de su vocación.
La legislación se irá haciendo más rigorista. Durante los primeros siglos, aunque el celibato no es requerido para la ordenación, al clérigo ordenado ya no le es lícito casarse. A partir del Concilio de Elvira se extiende la costumbre de no tener relaciones sexuales, ni siquiera con la legítima esposa, después de las órdenes, y ya en el siglo V los obispos empiezan a ser elegidos entre el clero célibe. Más tarde se proclamó la nulidad del matrimonio intentado por los clérigos de órdenes mayores y fue desapareciendo casi totalmente la ordenación de personas casadas.
La idea de que las relaciones sexuales tienen algo de impuro y son incompatibles con el culto litúrgico penetra en todos los ambientes cristianos.
A nadie se le puede decir hoy para que se entusiasme con la virginidad, que si se casa no podrá amar a Dios con todo su corazón, pues además de ser falso, no es cierto que el hacho de no casarse evite esta división, pues el corazón humano puede buscar otros entretenimientos que lo distraigan de Dios. Y la renuncia al ejercicio de la sexualidad, por considerarlo algo impuro e indigno, manifestaría una estructura mental carente de toda valoración humana y evangélica.

4.  Justificación humana del celibato

En la misma esfera de lo humano se puede encontrar una plena justificación a este género de vida. Se trata de una situación interna en la que la entrega plena a una tarea o persona, conlleva la necesidad existencial de permanecer célibe. El celibato aparece como una actitud creadora para el fomento y la realización de un valor determinado que exige la supresión de otro tan bueno y apetecible como el amor conyugal. La vivencia, para prestar un servicio concreto, resulta tan exigente que el sacrificio de otros valores que podrían constituir un obstáculo o dificultad se considera secundario. Es una preocupación experimentada para entregarse con mayor independencia a lo que se considera digno de tal opción, pero que no tiene por que menospreciar otras vocaciones ni rebajarlas de categoría.
El celibato verdadero supone siempre una actitud de disponibilidad y servicio a los demás, y nunca podrá estar motivado por un narcisismo egoísta, como el que puede darse en el “solterón”.

5. Eunucos por Jesús y su reino

Esto, que tiene validez y justificación como fenómeno humano, alcanza también un significado religioso. Si el amor es capaz de cambiar la vida de una persona, el amor de Dios puede irrumpir con tal fuerza en su existencia que provoque una determinada orientación. En tiempos de Jesús se aceptaba la castración de los hombres para desempeñar ciertas funciones específicas. El eunuco aparecía como guardián del harén en cargos administrativos y militares que le estaban reservados por su condición especial. En aquel ambiente, la invitación de Cristo no aparecía tan extraña. Predicó un ideal para las personas comprometidas que quisieran vivir como El entregadas a la tarea de la evangelización. Desde entonces ha habido quienes se han sentido seducidos por la persona de Jesús y su obra que han experimentado la necesidad de seguirlo dejando a un lado otras posibilidades y valores.
El celibato de Jesús no fue una opción ascética ni una huida de otras preocupaciones existenciales. Cristo fue el hombre consagrado por el Padre para estar orientado por completo hacia Él y dedicarse incondicionalmente a las tareas del reino. Otras personas desde entonces han querido seguir sus huellas haciendo de sus vidas una ofrenda. El valor del celibato no lo constituye la negativa a contraer matrimonio, sino la orientación hacia la persona de Cristo y su obra, que imposibilita de manera concreta y existencial la preocupación por otras tareas diferentes. Se da una dedicación exclusiva que facilita la realización de un proyecto determinado.
Por aquí va toda la dimensión cristológica y eclesiológica de la virginidad. Jesús, como persona, puede constituir el centro de la vida y puede mantenerse con El una familiaridad tan íntima que excluya la entrega matrimonial a otra persona. A partir de esa unión personal el celibato se manifiesta como un servicio de disponibilidad al servicio de la Iglesia. La libertad de compromisos y obligaciones familiares, tan dignas y sagradas, posibilita la intensidad de un trabajo y ciertas formas de realizarlo que no pueden exigirse cuando hay de por medio una vida de familia. Anclarse a Dios sin una mediación conyugal no significa amarlo más o mejor que el casado, sino hacerlo de otro modo que a uno le satisface más.
El amor matrimonial supone una serie de obligaciones y exigencias que dificultan una dedicación sin límites ni condiciones. El problema no es simplemente de sentimientos, como si Cristo y el cónyuge se disputaran el corazón de una persona, sino de realidades más profundas: estar disponibles con facilidad para cualquier tarea sin tener que contar con el peso de una familia.

6. La dimensión escatológica

La virginidad es también un  enigma que manifiesta la trascendencia de nuestra realidad presente y el relativismo de nuestros valores actuales. Cristo ha venido a descubrir la dimensión escatológica y definitiva de la existencia actual, a enseñarnos que el matrimonio y el amor humano tienen también una forma trascendente y distinta, sin que sepamos como será. Cerrarnos a esa dimensión sería mutilar un aspecto básico de nuestra vida cristiana; y el ser humano apegado a la inmediatez de los valores presentes, tiene el peligro de olvidar lo que va a venir. El célibe se convierte en una llamada constante hacia la eternidad.
            Que dos personas se quieran y lleguen a contraer matrimonio es una cosa natural cuya explicación no sale del ámbito humano. El que renuncia a casarse por motivos religiosos presenta un  enigma que no se puede resolver con un sentido inmanente. La única respuesta tiene un origen sobrenatural y terno. La fe en lo que ha de venir, le hace vivir de una forma anticipada el mundo futuro. Hace ya presente en este mundo la promesa definitiva de Dios; advierte y recuerda que el sentimiento más profundo de la vida no se agota aquí abajo, sino donde el tiempo deja paso a la eternidad. Este significado quizás tenga menos resonancia en nuestro mundo actual, por estar vinculado a una escatología que alienaba en ocasiones de las responsabilidades terrestres; pero, a pesar de los prejuicios históricos, es una dimensión que no puede caer en el olvido.

El sacrificio que supone una elección como esta es algo secundario. Lo primero es la opción gozosa por una forma de vida que compromete en su totalidad y que llena de sentido. Sin embargo, Lucas, el evangelista de las exigencias más absolutas y radicales, señala también este último aspecto como una forma de la cruz que nos vincula con Cristo (14, 26-27). Renunciar a la mujer y a los hijos es una manifestación del radicalismo que se nos pide y que se verá más adelante recompensado (18, 29-30).

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