lunes, 28 de julio de 2014

EL ORDEN MORAL

EL BIEN MORAL COMO FIN DE LA VOLUNTAD: LA VIDA FELIZ


La vida feliz como razón formal, ultima, universal y necesaria del querer humano

La noción de fin último o felicidad es el motivo o la razón formal universal a la que natural y necesariamente responde en último termino todo querer deliberado. La felicidad o vida feliz es el fin querido natural y necesariamente por todos y cada uno de los hombres.

Fin ultimo significa bien querido por si mismo de modo absoluto, en razón del cual se quieren todos los demás bienes.

La felicidad como razón (ratio volendi) formal ultima y natural del querer no es un bien concreto, de naturaleza material, espiritual o ideal, que la persona se propone libremente como fin de sus actos, sino el termino ultimo que corresponde, por naturaleza y no en virtud de una decisión libre, a la intencionalidad básica y fundamental de todo el dinamismo voluntario. Es el horizonte natural de la voluntad, al que queda necesariamente referido todo lo que queremos y decidimos.

Hay una posibilidad frente a la que no somos libres, a la que tendemos necesariamente porque en cuanto posibilidad esta siempre incorporada. Esta posibilidad que “la voluntad quiere por necesidad, con necesidad de inclinación natural” es la felicidad. La felicidad en cuanto tal, esta siempre puesta en nosotros.

Santo Tomas la describe con diversas expresiones: “ipsum bonun absolute”, “bonum conveniens aprehensum”, “finis ultimus, ut beatitudo et ea quate in ipsa includuntur”. “rationem appetibilitatis absolute”. Decir que la vida feliz es el término de la inclinación natural de la voluntad, significa que el hombre tiende, en virtud de su constitución tendencial racional, no solo al bien, sino al bien completo y perfecto, a la plenitud del bien.

La celebre definición de Boecio dice que la felicidad es el “status omnium bonorum aggregatione perfectus”. El objeto del deseo natural de la voluntad es la consecución estable del bien totalmente perfecto, suficiente y amable por si mismo, después del cual ningún bien queda por alcanzar.

La determinación de la esencia concreta de la vida feliz y de su papel en la ética como problema filosófico

La “eudaimonia” aristotélica

Aristóteles puede ser considerado sin duda como el más significativo representante del punto de vista “antiguo” sobre la vida feliz.

Lo que Aristóteles advierte es que todo arte, toda elección y toda acción mira siempre a algún bien que nos parece digno de ser alcanzado o realizado. Surge la pregunta de si existe un bien que sea, para la vida humana en cuanto tal, un fin. Si existiese un bien tal, si existiese una obra propia del hombre en cuanto tal, su realización seria lo que comúnmente se llama felicidad.

Aristóteles concibe la felicidad no como un estado o una posibilidad de gozar el placer, sino como una actividad perfecta buscada y realizada por si misma. La felicidad es la vida feliz, la mejor, la más bella y la más agradable. Es preciso tener presente su teoria de la acción inmanente que es en si misma fin o posesiva del fin. La felicidad no es el producto de una actividad ni la consecuencia de una acción, ni tampoco la conformidad de la acción con un criterio normativo externo. La felicidad es la íntima esencia de un tipo de vida, la vida feliz, que es concebida como posesión del bien humano, como actividad perfecta, ininterrumpida y autosuficiente dentro de lo posible.

Aristóteles considera que la vida feliz, en la medida en que depende de nosotros, es la vida virtuosa, la vida conforme a la virtud. Puesto que lo que se llama vivir bien, el bien humano y la vida feliz están en la perfección de la actividad según la razón, que es lo que significa virtud, “y si las virtudes son varias, según la mejor y la más perfecta”.

Aristóteles sostiene con gran riqueza de argumentos que la felicidad perfecta es una actividad contemplativa, la contemplación de las cosas “bellas y divinas”. Así es la actividad de los dioses que sin obrar ni producir poseen la máxima bienaventuranza con la sola contemplación. Así la vida de los dioses es toda feliz; la de los hombres lo es en la medida en que tienen cierta semejanza de la actividad divina; y de los demás seres vivos ninguno tiene la felicidad porque no participan en modo alguno de la contemplación. Hasta donde se extiende la contemplación se extiende la felicidad y los que tienen la facultad de contemplar mas son los mas felices, no por accidente sino en razón de la contemplación, pues esta de por si es preciosa. La felicidad consistirá en contemplación.

Aristóteles reconoce que la vida contemplativa “seria demasiado excelente para el hombre. En cuanto hombre, no vivirá de esta manera, sino en cuanto hay en el algo divino”. Aristóteles exhorta a cultivar ese elemento divino y a aspirar a inmortalizarnos, pero habla enseguida de un tipo de vida feliz de “segunda clase” que es la vida según las virtudes morales. Las actividades que a estas corresponden son humanas. Esta segunda es una felicidad a medida humana, aunque Aristóteles piensa que tampoco son muchos los que pueden alcanzarla ya que “la mayor parte de los hombres viven a merced de sus pasiones, y de lo que es hermoso y verdaderamente agradable no tienen noción”.

Aristóteles parece pensar que la vida feliz contiene también elementos que no dependen enteramente de la buena conducta del sujeto agente. La vida feliz es también un óptimo ajuste entre hombre y mundo, comprendiendo este a las demás personas y a Dios. Son precisos los bienes exteriores, la amistad y una actitud benévola de la divinidad hacia los hombres, así como la disponibilidad de estos para acoger ese don. Queda abierta la posibilidad de entender la vida feliz en un marco de relaciones personales que obedecen a la lógica de la benevolencia y del amor.

La eudaimonia o vida feliz es la perfección de la vida del ser racional. La felicidad es para Aristóteles la “intima esencia de la praxis ética, es decir, según la recta razón”



El punto de vista de la "ética moderna"

La ética se elabora desde el punto de vista del observador externo y del juez de las acciones realizadas por otro; es una ética elaborada desde el punto de vista de la tercera persona; aquella persona ha realizado tal acción, ¿esa acción es lícita o ilícita? ¿Cómo justificamos que esa acción es lícita o ilícita, obligatoria o prohibida?

Para la ética moderna el problema de la vida feliz no se plantea, ni puede plantearse, porque la vida feliz es un problema del sujeto agente en cuanto tal, cuyo razonamiento es practico en cuanto que parte de un fin deseado. Pero la vida feliz no se pone como problema al observador ni al juez del comportamiento externo de los demás.

El utilitarismo no muestra interés por determinar de modo concreto que es la vida feliz, ni admite en general que un cierto tipo de vida personal y privada pueda ser debido. Al utilitarismo le interesa el concepto de felicidad solo en tanto que permite justificar juicios sobre las acciones externas (utilitarismo de la acción) y sobre las reglas de juicio (utilitarismo de la norma). Es una ética del juez, en la que los criterios de juicio son justificados en virtud de un procedimiento que hoy se llama teleológico o consecuentalista.

A las éticas utilitaristas se contraponen las éticas deontologicas y de la justicia, que permanecen igualmente dentro del punto de vista del observador. Tanto  las primeras como a las segundas les interesa únicamente fundamentar unas reglas para la convivencia civil, según las cuales el hombre, como individuo libre y sujeto de deseos e intereses varios, pueda conducir su vida y satisfacer sus necesidades sin dañar a los otros, o perjudicando a unos pocos solo en la medida estrictamente necesaria para obtener una situación social mejor para la mayoría. Lo que cada uno haga y el tipo de vida que cada uno lleve dentro de los espacios que las reglas sociales dejan libres, no interesa, no es un tema ético. Es un tema absolutamente privado; cada uno es libre de concebir a su modo la felicidad y de dar a su vida privada el rumbo que desee. La ética debe limitarse a determinar las fronteras fuera de las cuales la actividad deja de ser privada.

Este enfoque recibe un ulterior refuerzo por el hecho de que la sociedad es pluralista y en ella conviven y cooperan individuos y grupos que tienen una concepción muy diferente de lo que es la vida feliz. La disolución de la felicidad como tema ético esta relacionada con la ideología del liberalismo, para la que la moral se identifica con la moral social, con la justicia o con la acción externa publica. Para ella la virtud es únicamente la disposición de acatar las reglas sociales vigentes, deontológica o teleologicamente fundamentadas, cuyo fin no es tanto contribuir a la felicidad del hombre cuanto limitar las consecuencias negativas de la actual condición humana.

La “ética moderna” pone de manifiesto dos problemas reales e importantes: el hecho de que elegir el rumbo de la propia vida es por excelencia la tarea de la libertad y responsabilidad personales, y el hecho de que la convivencia  en una sociedad pluralista requiere un conjunto de condiciones jurídicas de libertad que han de ser determinadas con mucho cuidado. La ética es una disciplina filosófica que reflexiona, ante todo, sobre lo que la persona delibera consigo misma cuando obra, sea en público o en privado. En ambos casos lo importante es que la persona decide libremente. La ética existe y tiene razón de ser porque en el ámbito de los fines y motivos y en el de las cualidades del proceso deliberativo y decisional existe el bien y el mal, la virtud y el vicio, como lo testimonia la experiencia moral.

Los problemas del “eudemonismo” según la ética moderna

La tesis del liberalismo se apoya frecuentemente sobre una concepción subjetivista de la felicidad. Su idea fundamental es que el juicio subjetivo, con el que la persona considera si es feliz o no lo es, constituye una instancia ultima e inapelable, porque sea lo que sea lo que nosotros pensaríamos si estuviésemos en su lugar, cada hombre es el mejor y mas competente juez sobre la propia felicidad. Esta tesis depende a su vez de otra, derivada del empirismo, según la cual la felicidad es una realidad exclusivamente hedónica, es decir, la felicidad es la experiencia sensible de “sentirse feliz”, de sentir satisfechas las propias necesidades y los propios deseos.

Kant considera por una parte, que la felicidad es un concepto indeterminado, un ideal de la imaginación, que significa algo así como la suma de todos los placeres sensibles. En cuanto indeterminado, no podría dar lugar a preceptos morales objetivos y universalmente validos; en cuanto sensible, haría que la ética que lo admitiese como principio de la decisión voluntaria fuese una ética hedonista. Por otra parte, la felicidad así concebida es el termino de una inclinación natural y necesaria de todo ser dotado de sensibilidad, y como tal queda fuera del ámbito de lo moral y de lo meritorio, que consiste en referir las acciones libres al deber y solo al deber. La conclusión que Kant extrae es que la moralidad y felicidad son dos realidades heterogéneas y como tales deben ser tenidas. Plantear el problema moral en términos de vida feliz llevara inevitablemente a degradar la pureza y la universalidad del valor moral. La existencia de una síntesis final entre esas dos realidades de diverso orden, moralidad y felicidad, es vista por Kant como una necesidad racional. Y objetiva, en virtud de la cual postula la existencia de Dios Remunerador y de la inmortalidad del alma.

La concepción kantiana de la relación entre felicidad y moralidad esta fuertemente condicionada por la antropología sensualista del empirismo. La reacción kantiana frente al sensualismo, justa y necesaria, tiene el defecto de separar el bien del ser, y de tachar de hedonismo no solo a todo posible concepto de felicidad, sino a toda ética “material”.

Kant alude algunos problemas importantes. El primero es la indeterminación del concepto de felicidad. Lo que Kant quiere afirmar es que la vida feliz no es susceptible de una determinación verdadera y que por ello, no puede constituir el punto de referencia de una moral que pretenda escapar al subjetivismo. Kant sostiene que el ámbito moral resulta posible determinar lo que se debe hacer, pero no hay reglas de conducta de validez universal para la consecución de la felicidad. No es posible determinar universalmente que acciones son buenas para mí, para mi bienestar. La felicidad como bienestar no tiene otra medida que el bienestar mismo, medida que es empírica y siempre a posteriori.

El segundo problema consiste en que referir las acciones morales a la felicidad haría que el hombre consintiese al bien en cuanto “medio para”, y no porque es bueno, con lo que el valor moral seria tratado instrumentalmente. Además las exigencias éticas quedarían supeditadas a una condición subjetiva: si quieres alcanzar la felicidad compórtate moralmente. La objeción depende enteramente de un concepto inexacto de felicidad. La felicidad es la vida buena y feliz y no una meta externa o un resultado de carácter extra-ético.

El tercer problema  es planteado por autores que no dependen de Kant, y que acusan indiscriminadamente a todas las éticas que hablan de la felicidad, de poner en ella el elemento constitutivo de la eticidad de la acción humana, considerada desde el punto de vista del observador. Estos autores entienden la felicidad como satisfacción integral del sujeto, satisfacción que bien podría ser del orden espiritual. Consideran que el concepto de felicidad, haría consistir el fundamento objetivo del valor moral en la resonancia subjetiva del bien adquirido, erigida prácticamente en valor absoluto, con lo que la vida moral quedaría viciada por el amor propio que, en el mejor de los casos, seria amor propio espiritual (placer de la buena conciencia, alegría del buen obrar buscada por si misma).

En resumen, la moral kantiana es positiva si se la considera como reacción al concepto indeterminado y hedónico de felicidad propio del utilitarismo, pero resulta desenfocada con relación al concepto aristotélico de vida feliz.

La felicidad en la ética cristiana

La enseñanza de la religión cristiana es que Dios ama al hombre, y lo ama hasta llegar a los extremos de la Encarnación. Lo ha creado por amor y lo ha destinado al amor (comunión de amor con Dios), a participar en el amor divino que es beatificante. El cristiano esta llamado a amar lo que Dios ama, a amar como Dios ama, a amar con el mismo amor con el que Dios ama y a ser bienaventurado participando en la misma bienaventuranza de Dios.

Es importante distinguir entre la vida ultraterrena que realiza perfectamente la razón formal de felicidad, y la vida terrena, que la realiza de manera imperfecta (participativa e incoativa).

La enseñanza cristiana acerca de la posibilidad y esencia de una perfecta felicidad ultraterrena es conocida. Escribe Pablo: “Sabemos, que si la tienda de nuestra mansión terrena se deshace, tenemos un edificio que es de Dios, una casa no hecha por mano de hombre, sino eterna, en los cielos”. Interesa subrayar tres elementos:

1)      La beatitud consiste en la visión de Dios, visión amorosa, entrega de Dios al hombre y del hombre a Dios, instante eterno en el que la fe y la esperanza quedan superadas, pero no así la caridad, amor que vincula al hombre con la Bondad y Santidad Suma de Dios. Es la unión con la Santidad misma, unión que supera toda bondad y moralidad que en la tierra es posible realizar.
2)      Dios es quien “ha preparado al hombre para este fin”. La beatitud cristiana no es producto o resultado exterior de la actividad humana; es una vida, la vida en Dios que El ha querido donar libremente al hombre, destinándole a ella. Con lo que lo eleva por encima de todas las posibilidades humanas.
3)      Vivirá esa vida quien entonces “se encontrara vestido y no desnudo”. Esa vida feliz supera todo lo que el hombre puede hacer, pero con sus acciones terrenas ha de hacerse digno de ella, ha de merecerla. La merece creyendo a Dios, esperando en El y amándole debidamente, a la vez que colabora con Dios para que ese amor inspire la vida terrena según la virtud.
La ética cristiana habla también de una felicidad terrena. La vida cristiana en la tierra es una vida feliz en Cristo, aunque imperfectamente feliz si se la compara con la vida del mas allá. La vida feliz en la tierra es la vida virtuosa. El cristianismo opera una profunda transformación, al sostener que la máxima unión con Dios y la máxima felicidad posible en la tierra consisten en el amor y en la especial contemplación de Dios a  El ligada. La caridad, como perfección del amor, constituye la intima esencia de la vida feliz terrena y con ella están conectadas las demás virtudes.

El amor cristiano comporta el amor a los que yerran y a los que nos ofenden, el perdón. El perdón y la caridad cristiana suponen una revolución del concepto de bien humano. Este esta  en el ser hijo del mismo Dios y en el estar destinado a la misma vida en Dios. El hecho de que la más íntima esencia de la vida feliz consista en el amor, en la caridad, hace posible la redención final de una vida que parecía incorregible.

Para la ética cristiana, el mal moral, “expresa un desafío a la ley divina y a la ley humana, en tanto que esta es espejo de la ley divina; en consecuencia, consentir el mal es querer ofender la ley”. El bien humano según la ética cristiana, consiste esencialmente en el comportamiento moral, y solo por este se alcanza o se pierde.

La vida buena no es un asunto meramente humano, porque responde también a una llamada, a una ordenación, que nace del amor divino y que al amor divino conduce: la vida feliz en Dios. La ley de Dios que es amor exige una respetuosa respuesta y su transgresión comporta una nueva responsabilidad, expresada a través de la noción de pecado. La vida feliz en Dios representa lo mejor para el hombre, lo que en el fondo este siempre quiere. Pero a la vez, es objetivamente digna de ser querida, en si misma y como contenido de la llamada de Dios y por ello es también debida, constituye un deber.

La vida feliz es la vida mejor, e incluye la contemplación, la virtud (principalmente el amor) y de modo consecuente el gozo.
Considerada en su relación con la realización perfecta de la vida feliz, tal y como la concibe la ética cristiana, la vida moral terrena aparece no solo como una disposición necesaria para alcanzar la felicidad perfecta, sino como una participación que ya tenemos en ella. Existe una relación intrínseca de participación entre la moralidad y la felicidad. La vida feliz incluye dentro de si a las virtudes y es inseparable de ellas, y la vez la vida moral es una vida feliz, tanto más feliz cuanto la moralidad es masa excelente. Pues si es verdad que la vida moral no exime de los sufrimientos y males de diverso orden (enfermedades, desgracias, males, etc.) también es verdad que la virtud poseída en grado elevado hace que la repercusión subjetiva de esos males sea la menor posible, limitándola a un nivel periférico. Esto no implica necesariamente disminución del dolor, pero si consigue dar un sentido positivo al dolor, sin degenerar en estados profundos y centrales de desesperación, de fuga del mundo, de apreciación negativa de la propia existencia, etc. La vida moralmente excelente es buena y perfecta en lo principal  (en la caridad y en las demás virtudes), por lo que la resonancia subjetiva y consecuente de esa vida será, en lo principal, de signo positivo, y no podría ser de otro modo. La moralidad (la caridad, la contemplación a ella ligada, y las demás virtudes), y no el sentimiento, es la causa y la medida objetiva de la vida feliz.

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