Respecto al fondo de las
cuestiones, no hay problemas éticos específicamente económicos: a la actividad
económica ha de aplicarse, como a las demás esferas humanas, la norma moral
general. Sin embargo, algunos temas económicos vienen planteándose, desde
mediados del siglo pasado, con una fuerte carga moral, sobre todo en lo
referente a la justicia. Para algunos, las misma esencia de la actividad
económica usual es, en sí misma, una fuente de injusticia. Por otro lado, una
gran parte de los derechos humanos -cuyo último fundamento es el derecho
natural, a su vez basado en la ley moral natural- tienen un contenido económico
y social.
El trabajo humano
“El primer
fundamento del valor del trabajo es el hombre mismo, su sujeto. A esto va unida
una consecuencia muy importante, de naturaleza ética: es cierto que el hombre
está destinado y llamado al trabajo, pero ante todo, el trabajo está en función
del hombre y no el hombre en función del trabajo” (Laborem exercens, 6).
Este es el principio central de la doctrina de la Iglesia sobre el trabajo, que
es a su vez, “el centro mismo de la cuestión social” (ibidem, 2).
Como la
persona humana es, en sí misma, digna y libre, también ha de serlo el ejercicio
del trabajo. En cuanto creado por Dios con una llamada al trabajo, el hombre,
mediante su labor, continúa y en cierto modo completa la obra de la creación.
Como el trabajo es propio de la naturaleza humana, trabajando en condiciones
dignas, el hombre se realiza a sí mismo y humaniza lo que le rodea.
El trabajo es,
así, un derecho y un deber. Según la doctrina de la Iglesia, el trabajo no es
una maldición o un castigo. Las palabras del libro del Génesis
“trabajarás con el sudor de tu frente” se refieren a las condiciones del trabajo,
en la situación que sigue al pecado original. Pero a la vez el hombre está
llamado a dignificar esas condiciones del trabajo, siguiendo la actuación de
Cristo, que “mira con amor al trabajo, sus diversas manifestaciones viendo en
cada una de ellas un aspecto particular de la semejanza del hombre con Dios,
creador y padre” (ibidem, 26).
Por esa razón,
“el fundamento para determinar el valor del trabajo no es, en primer lugar, el
tipo de trabajo que se realiza, sino el hecho de que quien lo ejecuta es una
persona. Las fuentes de la dignidad del trabajo deben buscarse principalmente
no en su dimensión objetiva, sino en su dimensión subjetiva” (íbidem, 6). Es
decir, el valor del trabajo no reside en el hecho de que se hagan cosas, sino
en que son cosas hechas por el hombre.
El trabajo es
una acción propia del hombre mediante la cual transforma y mejora los bienes de
la naturaleza, con la que vive históricamente en insustituible relación. En ese
sentido ha de decirse que el hombre ha trabajado siempre, y que no habrá
momento, en la tierra, en el que no sea necesario trabajar.
El tipo de
trabajo, sin embargo, ha cambiado y cambia con la historia. Así, en el curso
conocido de la historia humana se ha pasado desde una actividad predominante de
recolección y caza, a una labor agrícola y ganadera, para desembocar después en
un trabajo industrial y quizá postindustrial. Este curso de la historia es
contingente y puede seguir por caminos hoy no previsibles. En cualquier caso,
hará falta trabajo, aunque sólo fuese para organizar ocio.
También han
cambiado, a lo largo de la historia, las condiciones de ejercicio de trabajo.
La tendencia ha sido hacia una mayor humanización, pero hay que recordar que
todavía a principios de este siglo -e incluso hasta mediada la centuria, en los
países colonizados- las condiciones laborales, en muchos casos, podían
describirse con las siguientes palabras de la Rerum novarum: “la
contratación del trabajo y las relaciones comerciales de toda índole se hallan
sometidas al poder de unos pocos, hasta el punto de que un número sumamente
reducido de opulentos y adinerados ha impuesto poco menos que el yugo de la
esclavitud a una muchedumbre infinita de proletarios”.
Recientemente
el trabajo del hombre, con nuevas fuentes de energía y con nuevas técnicas, ha
alcanzado una mayor productividad y, en consecuencia, la posibilidad de mejores
condiciones económicas y sociales. Entre otras conquistas se encuentran:
a)
la reducción del número de jornadas laborales y el
número de horas laborales al día;
b)
la mejora de las condiciones físicas y ambientales del
trabajo, evitándose en lo posible las tareas repetitivas y anónimas que, en gran parte, realizan ya las máquinas;
c)
la posibilidad de humanizar más el trabajo, en el
sentido de que el trabajador puede contribuir con una aportación personal y
original;
d)
el aumento del tiempo destinado al descanso;
e)
el aumento de la retribución económica del trabajo y de
la seguridad social;
f)
los sistemas libremente elegidos de hacer de la empresa
de producción algo común.
A la vez, y
como contraste, es frecuente el desempleo, que es quizá la mayor amenaza que el
trabajo humano experimenta en la actual situación. En algunos países, el
desempleo alcanza hasta la cuarta parte de la población activa.
Paradójicamente, en muchas economías se dan, a la vez, trabajos muy
cualificados y altas tasa de desempleo.
La propiedad
Tanto para su
supervivencia como para su crecimiento material y espiritual el hombre necesita
de los bienes de la tierra y de los que el mismo fabrica, a partir de la naturaleza,
con su trabajo. La facultad por la que el hombre usa y posee esos bienes se
llama propiedad.
La propiedad
puede ser: pública o común cuando pertenece a todos los integrantes de
la comunidad y a nadie por separado; privada, cuando tiene como sujeto a parte
de esa comunidad, que puede ser un solo individuo. Propiedad común y propiedad
privada se han dado juntas en la historia del hombre.
La primera y
fundamental exigencia de la ley moral natural respecto a los bienes es que
“Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todo el género
humano” (Gaudium et spes, 69); es decir, por naturaleza, hay, antes que
nada, una propiedad indistinta o común. De eso se deriva:
a)
que todo hombre
tiene el derecho natural a usar de los bienes humanos que sean precisos para
satisfacer sus necesidades materiales;
b)
que la naturaleza no vincula, de suyo, ningún bien
concreto a tal o cual hombre determinado.
Hay que tener
en cuenta a la vez que tan natural como el destino común de los bienes es el
derecho de la persona o de grupos de personas a apropiarse de bienes. En
efecto:
a)
así como el hombre posee su trabajo, debe poseer
también el fruto de su trabajo, es decir, del
trabajo humano surgen relaciones de
propiedad. “La propiedad se adquiere ante todo mediante
el trabajo” (Laborem exercens, 14);
b)
el hombre es libre y ha de disponer al menos en cierta
medida de las cosas necesarias para la
vida, tanto para el presente como para el
futuro; en este sentido la propiedad privada es un
factor de estabilidad, de cohesión. La
propiedad privada es como la cara externa de la
libertad personal.
Jurídicamente
el medio más idóneo para garantizar el pacífico disfrute de los bienes es que
se pueda señalar por cada persona o grupo de personas el dominio sobre una
parte de esos bienes. Económicamente, la apropiación privada estimula la
iniciativa, la productividad y, de este modo, el incremento de los bienes, a
favor de todos. Políticamente, “la historia y la experiencia atestiguan que, en los regímenes que no reconocen el derecho de
propiedad privada, también de los bienes de producción, son oprimidas y
sofocadas las expresiones fundamentales de la libertad” (Mater et Magistra,
32).
Por estas
razones se comprende que la tendencia, en las sociedades modernas no es la de
suprimir la propiedad privada sino la de generalizarla. Así, se considera un
bien que la familia tenga la propiedad de la casa en que habita. Igualmente se
es propietario de los ahorros o de los seguros que permiten encara el futuro.
La propiedad
privada, derecho fundamental, no es un derecho absoluto, sino que tiene, “ por
su misma naturaleza, una índole social cuyo fundamento reside en el destino
común de los bienes” (Gaudium et spes, 71). Hay que distinguir, entre el
carácter de derecho natural de la propiedad privada y su situación concreta.
Así, que este o aquel bien sea mío no es una determinación natural, sino
consecuencia de la aplicación de una ley positiva. Las leyes civiles regulan
los sistemas de acceso a la propiedad y las modalidades del dominio; han de
hacerlo de acuerdo con el destino común de los bienes y con la legitimidad de
la apropiación privada.
La prioridad
del destino común de los bienes sobre la apropiación privada tiene entre otras,
las siguientes consecuencias:
a)
“quien se halla en situación de necesidad extrema tiene
derecho a tomar de la riqueza ajena lo necesario para si” (Gaudium et spes,
69);
b)
un régimen político-económico que fomentara o incluso
permitiera flagrantes diferencias en el uso de los bienes serían radicalmente
injusto. No todas la diferencias económicas son injustas y, algunas resultan
inevitables, porque dependen de las variaciones que se dan en el esfuerzo
personal en el sentido del riesgo. Pero precisamente porque todo tiende a la
desigualdad es preciso fomentar de modo continuo la igualdad de oportunidades;
c)
Teniendo en cuenta lo anterior, para remediar las
inevitables desigualdades no basta la justicia; siempre habrá que acudir a un
tipo de ayuda que, más que de justicia, es de equidad o está guiada por la
compasión y la misericordia;
d)
Sobre toda propiedad grava una especie de “hipoteca
social”, que se traduce, en el deber de hacer rendir los propios bienes, de
forma que sean fuentes de riqueza para todos.
Una parte
importante de la legislación de cualquier sociedad se refiere al régimen de
propiedad. Un régimen político en el que el Estado fuera el único propietario
es injusto, porque impediría el derecho natural de la persona a la propiedad
privada. Respecto a este derecho, es misión del Estado:
a)
establecer un régimen justo de propiedad privada,
señalando claramente los sistemas de acceso a esa propiedad;
b)
establecer el régimen de los bienes comunales y
gestionar su administración, porque “el derecho de propiedad privada no es
incompatible con las diversas formas de propiedad pública” (Gaudium et spes,
71);
c)
proteger la propiedad privada y favorecer su difusión
de modo que toda persona tenga al menos la disposición y propiedad de lo
necesario para su vida y para la de su familia.
La propiedad
pública presenta un carácter subsidiario: de ahí la cautela con la que hay que
proceder a cualquier política de socialización, nacionalización o
estatalización. Esta política se ha revelado, con frecuencia, ineficaz desde el
punto de vista económico y parece comprobado que en igualdad de condiciones es
preferible una gestión privada que una gestión pública. Sin embargo, hay que
tener en cuenta el hecho de que los excesos estatales en materia de
socialización suelen originarse a causa de anteriores excesos, en clave
individualista, por parte de los propietarios privados, sobre todo en empresas
cuya producción tiene un destino general.
Empresa, capital y trabajo
Se denomina
empresa, en sentido amplio, al mismo trabajo humano secuencialmente ordenado de
modo que implique un proyecto, un desarrollo y un resultado productivo. Toda
empresa tiene su raíz y su motor en el trabajo, pero a la vez el trabajo opera
sobre algo exterior al hombre- bienes de la naturaleza, otros bienes
producidos-, que precisamente por el trabajo, se humaniza. Desde el punto de
vista cuantitativo la empresa puede ser:
a)
personal o individual, constituida por una sola
persona;
b)
familiar;
c)
colectiva, en la que intervienen personas de distinta
procedencia que tienen en común precisamente el pertenecer a esa misma empresa.
Desde el punto de vista de la
titularidad, la empresa puede ser:
a)
privada, cuando el titular o los titulares son
ciudadanos privados;
b)
pública, cuando el titular es el Estado o algunas de
las instituciones de la administración pública o empresas creadas o
dependientes de ellas.
Desde el punto de vista
estrictamente económico, la empresa puede ser :
a)
sin fin de lucro, como por ejemplo una institución
benéfica, una fundación;
b)
con fines de lucro, cuando se pretende directamente
obtener un beneficio del capital invertido.
Las relaciones entre capital y trabajo en la empresa
dependen en gran parte del tipo de economía. En una economía de subsistencia
los agentes productivos consumen todo lo que producen, sin que halla excedentes
en sentido estricto. Una economía con excedentes puede adoptar dos formas:
a)
economía de simple intercambio en la que los excedentes
se intercambian con los de otras economías;
b)
economía de mercado, en la que los excedentes se
intercambian por dinero, que a su vez se utiliza como medio para producir más
bienes o servicios. Estos bienes o servicios se ofrecen en el mercado a cambio
de dinero, considerado como la medida de valor.
En cualquier tipo de economía existen trabajo y capital,
entendiendo por esto último el conjunto de los medios de producción: los
instrumentos de cultivo, la tierra, las herramientas, etc. Se llama capital, el
conjunto de dinero acumulado que se invierte en adquirir medios estables de
producción. En la situación actual de la economía en los países de casi todo el
mundo el capital está integrado por : el dinero, las máquinas y herramientas,
la estructura empresarial, las técnicas de distribución y de comercialización.
En el capital entran por tanto, bienes materiales y bienes inmateriales (ideas,
sistemas de producción, técnicas de venta, etc).
La vida de las empresas se ha planteado con frecuencia como
terreno de un inevitable conflicto entre capital y trabajo. Históricamente este
conflicto se dio en aquellas economías con empresas colectivas en las que se
distinguía netamente entre los dueños, amos, patrones, o en general,
propietarios del capital, y los obreros, trabajadores o asalariados,
propietarios solo de su trabajo, que contrataban a cambio de un salario en
metálico o en especie.
Desde finales del siglo XVIII, con el inicio de la llamada
revolución industrial, el conflicto se agravó, dándose una drástica separación
entre la situación social de los capitalistas y la de los trabajadores. Este
estado de cosas estaba favorecido por la difusión de una mentalidad
individualista que no admitía ningún tipo de limitación al derecho de propiedad
privada. Por otro lado esa mentalidad favoreció también la ideología liberar-
democrática.
La propia dinámica del régimen democrática- extensión del
sufragio político, hasta alcanzar a todos-, la influencia de ideologías
contrarias al liberalismo- como el socialismo-, la propia acción defensiva de
los trabajadores- que se asocian en sindicatos-, la misma evolución de la
economía y de las técnicas de producción así como la influencia de directrices
éticas, entre las que se cuenta la doctrina social de la Iglesia, hicieron que
dos siglos después las relaciones entre capital y trabajo pudieran plantearse
de forma más exacta y justa.
La doctrina social de la Iglesia enseña que el trabajo es
prioritario respecto al capital, porque todo capital es siempre “fruto del
trabajo” (Laborem exercens,12); que el trabajo está más directamente
conectado con lo propio del hombre - ser material y espiritual- que el capital.
Junto a esa relación de prioridad hay que señalar una
relación de mutua indispensabilidad, porque “ni el capital puede existir sin el
trabajo ni el trabajo sin el capital” (Rerum novarum,15). Se puede decir
que una economía es tanto más justa y prospera cuanto mayor es la relación de
cooperación entre el trabajo y el capital. Desde un punto de vista coyuntural,
las crisis económicas difícilmente encuentran solución sin algún tipo de
concertación entre los representantes del capital y los del trabajo.
Tema preferente de estas concertaciones es la remuneración
del trabajo. La doctrina social de la Iglesia enseña que una remuneración
suficiente para el trabajador y su familia es “una verificación concreta de la
justicia de todo el sistema económico” (Laborem exercens, 19). La
remuneración del trabajo es uno de los puntos esenciales pactados en el
contrato de trabajo pactados en el contrato de trabajo, que puede ser
individual o colectivo. Aunque el contrato de trabajo es algo libre no sería
lícito, por parte de empleador- privado o público-, establecer una remuneración
que no baste para el mantenimiento de un nivel de vida digno. La cuantía o
formas de esa remuneración es algo estructuralmente ligado a la coyuntura
económica, pero se suele señalar, como exigencia de justicia un salario mínimo.
La íntima conexión entre trabajo y capital parece pedir,
para la mejor realización del trabajo que quienes lo ejerciten puedan
considerar “ que están trabajando en algo propio” (Laborem exercens,
15). En este sentido, doctrina social de la
Iglesia desde el principio ha favorecido la idea que fue expresada así
por el Concilio Vaticano II: “teniendo en cuenta la función de cada uno,
propietarios , empresarios, dirigentes, obreros, y salvada siempre la necesario
unidad en el trabajo, hay que procurar por procedimientos adecuados una activa
participación de todos en la gestión de la empresa” (Gaudium et spes,
68).
Las modalidades de esta mayor participación han aparecido
como sugerencias en los documentos de la enseñanza social de la Iglesia:
templar el contrato de trabajo con elementos del contrato de sociedad;
accionariado obrero; cogestión, etc. En este tema hay que tener en cuenta que
la misma exigencia vale tanto para la empresa privadas como para las públicas.
Además la participación ha de ser libremente querida por empresarios y
trabajadores.
La
seguridad social
Con el ejercicio del derecho al trabajo el hombre obtiene
los medios para el propio sustento y el de su familia, así como la posibilidad
de un cierto ahorro que le permita afrontar dificultades futuras. Como son
previsibles circunstancias que impidan la realización del trabajo, existe un
derecho a la seguridad personal en caso de desempleo, enfermedad, invalidez,
viudez y cualquier eventualidad que prive al trabajador, sin culpa propia, de
los medios económicos.
Además de
las posibles iniciativas personales para la seguridad del futuro- seguros
libremente contratados-, en los países desarrollados suele existir una
organización jurídica de la seguridad social, mediante cotizaciones periódicas
aportadas por las empresas y los trabajadores.
“El conjunto de instituciones sociales de previsión y
seguro pueden hacer realidad el destino común de los bienes”(Gaudium et spes,
69). En efecto el destino común de los bienes no se refiere solo a los bienes
de la naturaleza, sino también a aquellos otros que el hombre produce con su
trabajo. Esto quiere decir que una sociedad en la que haya personas que no
tienen seguro de desempleo o personas que han de vivir con una pensión manifiestamente
insuficiente no realiza de forma adecuada ese destino común de los bienes.
Si la seguridad social está organizada por el Estado, no
por eso los fondos que la hacen posible son fondos públicos, en realidad son la
suma del ahorro de todos. Las prestaciones de la seguridad social no son
favores, sino exigencias de justicia. De esto se deriva:
a)
que las pensiones de diverso tipo han de modificarse
periódicamente al costo de vida;
b)
que la pensiones no pueden retrasarse de manera
habitual ya que de su importe dependen muchas personas para el sustento diario;
c)
que las prestaciones sanitarias han de hacerse con
mentalidad del que cumple un deber estricto y no como quien concede un favor;
d)
que las condiciones de las instituciones sanitarias han
de ser dignas evitando especialmente las formas de trato despersonalizado y
masivo.
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