lunes, 28 de julio de 2014

CUESTIONES ÉTICAS EN TORNO A LA ECONOMÍA

Respecto al fondo de las cuestiones, no hay problemas éticos específicamente económicos: a la actividad económica ha de aplicarse, como a las demás esferas humanas, la norma moral general. Sin embargo, algunos temas económicos vienen planteándose, desde mediados del siglo pasado, con una fuerte carga moral, sobre todo en lo referente a la justicia. Para algunos, las misma esencia de la actividad económica usual es, en sí misma, una fuente de injusticia. Por otro lado, una gran parte de los derechos humanos -cuyo último fundamento es el derecho natural, a su vez basado en la ley moral natural- tienen un contenido económico y social.

El trabajo humano

“El primer fundamento del valor del trabajo es el hombre mismo, su sujeto. A esto va unida una consecuencia muy importante, de naturaleza ética: es cierto que el hombre está destinado y llamado al trabajo, pero ante todo, el trabajo está en función del hombre y no el hombre en función del trabajo” (Laborem exercens, 6). Este es el principio central de la doctrina de la Iglesia sobre el trabajo, que es a su vez, “el centro mismo de la cuestión social” (ibidem, 2).
Como la persona humana es, en sí misma, digna y libre, también ha de serlo el ejercicio del trabajo. En cuanto creado por Dios con una llamada al trabajo, el hombre, mediante su labor, continúa y en cierto modo completa la obra de la creación. Como el trabajo es propio de la naturaleza humana, trabajando en condiciones dignas, el hombre se realiza a sí mismo y humaniza lo que le rodea.
El trabajo es, así, un derecho y un deber. Según la doctrina de la Iglesia, el trabajo no es una maldición o un castigo. Las palabras del libro del Génesis “trabajarás con el sudor de tu frente” se refieren a las condiciones del trabajo, en la situación que sigue al pecado original. Pero a la vez el hombre está llamado a dignificar esas condiciones del trabajo, siguiendo la actuación de Cristo, que “mira con amor al trabajo, sus diversas manifestaciones viendo en cada una de ellas un aspecto particular de la semejanza del hombre con Dios, creador y padre” (ibidem, 26).
Por esa razón, “el fundamento para determinar el valor del trabajo no es, en primer lugar, el tipo de trabajo que se realiza, sino el hecho de que quien lo ejecuta es una persona. Las fuentes de la dignidad del trabajo deben buscarse principalmente no en su dimensión objetiva, sino en su dimensión subjetiva” (íbidem, 6). Es decir, el valor del trabajo no reside en el hecho de que se hagan cosas, sino en que son cosas hechas por el hombre.
El trabajo es una acción propia del hombre mediante la cual transforma y mejora los bienes de la naturaleza, con la que vive históricamente en insustituible relación. En ese sentido ha de decirse que el hombre ha trabajado siempre, y que no habrá momento, en la tierra, en el que no sea necesario trabajar.
El tipo de trabajo, sin embargo, ha cambiado y cambia con la historia. Así, en el curso conocido de la historia humana se ha pasado desde una actividad predominante de recolección y caza, a una labor agrícola y ganadera, para desembocar después en un trabajo industrial y quizá postindustrial. Este curso de la historia es contingente y puede seguir por caminos hoy no previsibles. En cualquier caso, hará falta trabajo, aunque sólo fuese para organizar ocio.
También han cambiado, a lo largo de la historia, las condiciones de ejercicio de trabajo. La tendencia ha sido hacia una mayor humanización, pero hay que recordar que todavía a principios de este siglo -e incluso hasta mediada la centuria, en los países colonizados- las condiciones laborales, en muchos casos, podían describirse con las siguientes palabras de la Rerum novarum: “la contratación del trabajo y las relaciones comerciales de toda índole se hallan sometidas al poder de unos pocos, hasta el punto de que un número sumamente reducido de opulentos y adinerados ha impuesto poco menos que el yugo de la esclavitud a una muchedumbre infinita de proletarios”.
Recientemente el trabajo del hombre, con nuevas fuentes de energía y con nuevas técnicas, ha alcanzado una mayor productividad y, en consecuencia, la posibilidad de mejores condiciones económicas y sociales. Entre otras conquistas se encuentran:
a)      la reducción del número de jornadas laborales y el número de horas laborales al día;
b)      la mejora de las condiciones físicas y ambientales del trabajo, evitándose en lo posible las tareas repetitivas y anónimas que,  en gran parte, realizan ya las máquinas;
c)      la posibilidad de humanizar más el trabajo, en el sentido de que el trabajador puede contribuir con una aportación personal y original;
d)     el aumento del tiempo destinado al descanso;
e)      el aumento de la retribución económica del trabajo y de la seguridad social;
f)       los sistemas libremente elegidos de hacer de la empresa de producción algo común.
A la vez, y como contraste, es frecuente el desempleo, que es quizá la mayor amenaza que el trabajo humano experimenta en la actual situación. En algunos países, el desempleo alcanza hasta la cuarta parte de la población activa. Paradójicamente, en muchas economías se dan, a la vez, trabajos muy cualificados y altas tasa de desempleo.

La propiedad

Tanto para su supervivencia como para su crecimiento material y espiritual el hombre necesita de los bienes de la tierra y de los que el mismo fabrica, a partir de la naturaleza, con su trabajo. La facultad por la que el hombre usa y posee esos bienes se llama propiedad.
La propiedad puede ser: pública o común cuando pertenece a todos los integrantes de la comunidad y a nadie por separado; privada, cuando tiene como sujeto a parte de esa comunidad, que puede ser un solo individuo. Propiedad común y propiedad privada se han dado juntas en la historia del hombre.
La primera y fundamental exigencia de la ley moral natural respecto a los bienes es que “Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todo el género humano” (Gaudium et spes, 69); es decir, por naturaleza, hay, antes que nada, una propiedad indistinta o común. De eso se deriva:
a)       que todo hombre tiene el derecho natural a usar de los bienes humanos que sean precisos para satisfacer sus necesidades materiales;
b)      que la naturaleza no vincula, de suyo, ningún bien concreto a tal o cual hombre determinado.
Hay que tener en cuenta a la vez que tan natural como el destino común de los bienes es el derecho de la persona o de grupos de personas a apropiarse de bienes. En efecto:
a)      así como el hombre posee su trabajo, debe poseer también el fruto de su trabajo, es decir, del
     trabajo humano surgen relaciones de propiedad. “La propiedad se adquiere ante todo mediante  
     el trabajo” (Laborem exercens, 14);
b)      el hombre es libre y ha de disponer al menos en cierta medida de las cosas necesarias para la
      vida, tanto para el presente como para el futuro; en este sentido la propiedad privada es un   
      factor de estabilidad, de cohesión. La propiedad privada es como la cara externa de la
      libertad personal.
Jurídicamente el medio más idóneo para garantizar el pacífico disfrute de los bienes es que se pueda señalar por cada persona o grupo de personas el dominio sobre una parte de esos bienes. Económicamente, la apropiación privada estimula la iniciativa, la productividad y, de este modo, el incremento de los bienes, a favor de todos. Políticamente, “la historia y la experiencia atestiguan que, en  los regímenes que no reconocen el derecho de propiedad privada, también de los bienes de producción, son oprimidas y sofocadas las expresiones fundamentales de la libertad” (Mater et Magistra, 32).
Por estas razones se comprende que la tendencia, en las sociedades modernas no es la de suprimir la propiedad privada sino la de generalizarla. Así, se considera un bien que la familia tenga la propiedad de la casa en que habita. Igualmente se es propietario de los ahorros o de los seguros que permiten encara el futuro.
La propiedad privada, derecho fundamental, no es un derecho absoluto, sino que tiene, “ por su misma naturaleza, una índole social cuyo fundamento reside en el destino común de los bienes” (Gaudium et spes, 71). Hay que distinguir, entre el carácter de derecho natural de la propiedad privada y su situación concreta. Así, que este o aquel bien sea mío no es una determinación natural, sino consecuencia de la aplicación de una ley positiva. Las leyes civiles regulan los sistemas de acceso a la propiedad y las modalidades del dominio; han de hacerlo de acuerdo con el destino común de los bienes y con la legitimidad de la apropiación privada.
La prioridad del destino común de los bienes sobre la apropiación privada tiene entre otras, las siguientes consecuencias:
a)      “quien se halla en situación de necesidad extrema tiene derecho a tomar de la riqueza ajena lo necesario para si” (Gaudium et spes, 69);
b)      un régimen político-económico que fomentara o incluso permitiera flagrantes diferencias en el uso de los bienes serían radicalmente injusto. No todas la diferencias económicas son injustas y, algunas resultan inevitables, porque dependen de las variaciones que se dan en el esfuerzo personal en el sentido del riesgo. Pero precisamente porque todo tiende a la desigualdad es preciso fomentar de modo continuo la igualdad de oportunidades;
c)      Teniendo en cuenta lo anterior, para remediar las inevitables desigualdades no basta la justicia; siempre habrá que acudir a un tipo de ayuda que, más que de justicia, es de equidad o está guiada por la compasión y la misericordia;
d)     Sobre toda propiedad grava una especie de “hipoteca social”, que se traduce, en el deber de hacer rendir los propios bienes, de forma que sean fuentes de riqueza para todos.
Una parte importante de la legislación de cualquier sociedad se refiere al régimen de propiedad. Un régimen político en el que el Estado fuera el único propietario es injusto, porque impediría el derecho natural de la persona a la propiedad privada. Respecto a este derecho, es misión del Estado:
a)      establecer un régimen justo de propiedad privada, señalando claramente los sistemas de acceso a esa propiedad;
b)      establecer el régimen de los bienes comunales y gestionar su administración, porque “el derecho de propiedad privada no es incompatible con las diversas formas de propiedad pública” (Gaudium et spes, 71);
c)      proteger la propiedad privada y favorecer su difusión de modo que toda persona tenga al menos la disposición y propiedad de lo necesario para su vida y para la de su familia.
La propiedad pública presenta un carácter subsidiario: de ahí la cautela con la que hay que proceder a cualquier política de socialización, nacionalización o estatalización. Esta política se ha revelado, con frecuencia, ineficaz desde el punto de vista económico y parece comprobado que en igualdad de condiciones es preferible una gestión privada que una gestión pública. Sin embargo, hay que tener en cuenta el hecho de que los excesos estatales en materia de socialización suelen originarse a causa de anteriores excesos, en clave individualista, por parte de los propietarios privados, sobre todo en empresas cuya producción tiene un destino general.

Empresa, capital y trabajo

Se denomina empresa, en sentido amplio, al mismo trabajo humano secuencialmente ordenado de modo que implique un proyecto, un desarrollo y un resultado productivo. Toda empresa tiene su raíz y su motor en el trabajo, pero a la vez el trabajo opera sobre algo exterior al hombre- bienes de la naturaleza, otros bienes producidos-, que precisamente por el trabajo, se humaniza. Desde el punto de vista cuantitativo la empresa puede ser:
a)      personal o individual, constituida por una sola persona;
b)      familiar;
c)      colectiva, en la que intervienen personas de distinta procedencia que tienen en común precisamente el pertenecer a esa misma empresa.
Desde el punto de vista de la titularidad, la empresa puede ser:
a)      privada, cuando el titular o los titulares son ciudadanos privados;
b)      pública, cuando el titular es el Estado o algunas de las instituciones de la administración pública o empresas creadas o dependientes de ellas.
Desde el punto de vista estrictamente económico, la empresa puede ser :
a)      sin fin de lucro, como por ejemplo una institución benéfica, una fundación;
b)      con fines de lucro, cuando se pretende directamente obtener un beneficio del capital invertido.
Las relaciones entre capital y trabajo en la empresa dependen en gran parte del tipo de economía. En una economía de subsistencia los agentes productivos consumen todo lo que producen, sin que halla excedentes en sentido estricto. Una economía con excedentes puede adoptar dos formas:
a)      economía de simple intercambio en la que los excedentes se intercambian con los de otras economías;
b)      economía de mercado, en la que los excedentes se intercambian por dinero, que a su vez se utiliza como medio para producir más bienes o servicios. Estos bienes o servicios se ofrecen en el mercado a cambio de dinero, considerado como la medida de valor.
En cualquier tipo de economía existen trabajo y capital, entendiendo por esto último el conjunto de los medios de producción: los instrumentos de cultivo, la tierra, las herramientas, etc. Se llama capital, el conjunto de dinero acumulado que se invierte en adquirir medios estables de producción. En la situación actual de la economía en los países de casi todo el mundo el capital está integrado por : el dinero, las máquinas y herramientas, la estructura empresarial, las técnicas de distribución y de comercialización. En el capital entran por tanto, bienes materiales y bienes inmateriales (ideas, sistemas de producción, técnicas de venta, etc).
La vida de las empresas se ha planteado con frecuencia como terreno de un inevitable conflicto entre capital y trabajo. Históricamente este conflicto se dio en aquellas economías con empresas colectivas en las que se distinguía netamente entre los dueños, amos, patrones, o en general, propietarios del capital, y los obreros, trabajadores o asalariados, propietarios solo de su trabajo, que contrataban a cambio de un salario en metálico o en especie.
Desde finales del siglo XVIII, con el inicio de la llamada revolución industrial, el conflicto se agravó, dándose una drástica separación entre la situación social de los capitalistas y la de los trabajadores. Este estado de cosas estaba favorecido por la difusión de una mentalidad individualista que no admitía ningún tipo de limitación al derecho de propiedad privada. Por otro lado esa mentalidad favoreció también la ideología liberar- democrática.
La propia dinámica del régimen democrática- extensión del sufragio político, hasta alcanzar a todos-, la influencia de ideologías contrarias al liberalismo- como el socialismo-, la propia acción defensiva de los trabajadores- que se asocian en sindicatos-, la misma evolución de la economía y de las técnicas de producción así como la influencia de directrices éticas, entre las que se cuenta la doctrina social de la Iglesia, hicieron que dos siglos después las relaciones entre capital y trabajo pudieran plantearse de forma más exacta y justa.
La doctrina social de la Iglesia enseña que el trabajo es prioritario respecto al capital, porque todo capital es siempre “fruto del trabajo” (Laborem exercens,12); que el trabajo está más directamente conectado con lo propio del hombre - ser material y espiritual- que el capital.
Junto a esa relación de prioridad hay que señalar una relación de mutua indispensabilidad, porque “ni el capital puede existir sin el trabajo ni el trabajo sin el capital” (Rerum novarum,15). Se puede decir que una economía es tanto más justa y prospera cuanto mayor es la relación de cooperación entre el trabajo y el capital. Desde un punto de vista coyuntural, las crisis económicas difícilmente encuentran solución sin algún tipo de concertación entre los representantes del capital y los del trabajo.
Tema preferente de estas concertaciones es la remuneración del trabajo. La doctrina social de la Iglesia enseña que una remuneración suficiente para el trabajador y su familia es “una verificación concreta de la justicia de todo el sistema económico” (Laborem exercens, 19). La remuneración del trabajo es uno de los puntos esenciales pactados en el contrato de trabajo pactados en el contrato de trabajo, que puede ser individual o colectivo. Aunque el contrato de trabajo es algo libre no sería lícito, por parte de empleador- privado o público-, establecer una remuneración que no baste para el mantenimiento de un nivel de vida digno. La cuantía o formas de esa remuneración es algo estructuralmente ligado a la coyuntura económica, pero se suele señalar, como exigencia de justicia un salario mínimo.
La íntima conexión entre trabajo y capital parece pedir, para la mejor realización del trabajo que quienes lo ejerciten puedan considerar “ que están trabajando en algo propio” (Laborem exercens, 15). En este sentido, doctrina social de la  Iglesia desde el principio ha favorecido la idea que fue expresada así por el Concilio Vaticano II: “teniendo en cuenta la función de cada uno, propietarios , empresarios, dirigentes, obreros, y salvada siempre la necesario unidad en el trabajo, hay que procurar por procedimientos adecuados una activa participación de todos en la gestión de la empresa” (Gaudium et spes, 68).
Las modalidades de esta mayor participación han aparecido como sugerencias en los documentos de la enseñanza social de la Iglesia: templar el contrato de trabajo con elementos del contrato de sociedad; accionariado obrero; cogestión, etc. En este tema hay que tener en cuenta que la misma exigencia vale tanto para la empresa privadas como para las públicas. Además la participación ha de ser libremente querida por empresarios y trabajadores.

La seguridad social
Con el ejercicio del derecho al trabajo el hombre obtiene los medios para el propio sustento y el de su familia, así como la posibilidad de un cierto ahorro que le permita afrontar dificultades futuras. Como son previsibles circunstancias que impidan la realización del trabajo, existe un derecho a la seguridad personal en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez y cualquier eventualidad que prive al trabajador, sin culpa propia, de los medios económicos.
Además de las posibles iniciativas personales para la seguridad del futuro- seguros libremente contratados-, en los países desarrollados suele existir una organización jurídica de la seguridad social, mediante cotizaciones periódicas aportadas por las empresas y los trabajadores.         
“El conjunto de instituciones sociales de previsión y seguro pueden hacer realidad el destino común de los bienes”(Gaudium et spes, 69). En efecto el destino común de los bienes no se refiere solo a los bienes de la naturaleza, sino también a aquellos otros que el hombre produce con su trabajo. Esto quiere decir que una sociedad en la que haya personas que no tienen seguro de desempleo o personas que han de vivir con una pensión manifiestamente insuficiente no realiza de forma adecuada ese destino común de los bienes.
Si la seguridad social está organizada por el Estado, no por eso los fondos que la hacen posible son fondos públicos, en realidad son la suma del ahorro de todos. Las prestaciones de la seguridad social no son favores, sino exigencias de justicia. De esto se deriva:
a)      que las pensiones de diverso tipo han de modificarse periódicamente al costo de vida;
b)      que la pensiones no pueden retrasarse de manera habitual ya que de su importe dependen muchas personas para el sustento diario;
c)      que las prestaciones sanitarias han de hacerse con mentalidad del que cumple un deber estricto y no como quien concede un favor;

d)     que las condiciones de las instituciones sanitarias han de ser dignas evitando especialmente las formas de trato despersonalizado y masivo. 

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