viernes, 22 de agosto de 2014

MUERTE ENCEFÁLICA Y MUERTE HUMANA

FENÓMENO CULTURAL
A diferencia del animal, el hombre se da cuenta de que debe morir. La certeza de la muerte está siempre presente en el horizonte de la vida. Esta conciencia de la muerte se puede presentar como un conocimiento nocional y como un conocimiento real. Frecuentemente la conciencia de la muerte es nocional.
Muchos tratan de no pensar en ella, o de eliminar la idea, o intentan negarla como un sofisma. Afirmaba Epicuro, “solo existe lo que se siente, como la muerte no se siente, la muerte no existe”.
El hombre ha sido por milenios dueño absoluto de su muerte y de las circunstancias de esta: “el moribundo no debía ser privado de su muerte; debía incluso presidirla. Así como se nacía en público, se moría en público” (Arjes). En el ambiente cultural actual se rechaza la muerte enmascarándola con la enfermedad y se priva al moribundo de su propia muerte (Henrici); se muere sin darse cuenta y no se tolera que al enfermo se le haga tomar conciencia de la proximidad de su muerte.
Esta cultura de ocultamiento de la muerte ha conducido a una pérdida del sentido humano de la muerte y a un abandono del moribundo. Ya no se muere en familia, en la propia casa rodeado del afecto de los seres queridos. Las estructuras sanitarias se han hecho impersonales, y se rodea al moribundo de un blindaje casi impenetrable, incluso para los familiares más queridos. Cuando la muerte se ha producido, al muerto se lo transfiere y se elimina cualquier signo suyo en la unidad hospitalaria. Se ha olvidado la dimensión humana de la muerte. Con mayor razón la sacralidad de la muerte y su dimensión cristiana. Este fenómeno cultural ha llevado al rechazo del sacerdote y del sacramento de la unción de enfermos.
Una recuperación del sentido de la muerte humana y de la dignidad del moribundo deberá pasar por un cambio de actitudes culturales. Esto hará que la muerte humana no se vea como un enemigo, sino como con-posible con nuestra existencia finita; no como un fin último sino como un tránsito; no como la constatación empírica del cese de las funciones vitales, sino como la interrupción de las relaciones personales.
VISION CIENTIFICA E IMPLICACIONES ETICAS
No se pone en duda que la muerte humana tiene una base biológica y corporal. El organismo viviente en cuanto estructura compleja de átomos y moléculas exige para su funcionamiento un ambiente material determinado, y todo cambio mas allá de tales limites, le provoca la muerte, esto es, el fin y la transformación en otra cosa. El organismo biológico no contiene nada, en cuanto cuerpo físico, que trascienda su naturaleza y en consecuencia es natural que se destruya. El hombre atraviesa, como cualquier otro animal, un ciclo vital: nace, crece y muere. Si el hombre no perece por causas accidentales, el envejecimiento bloquea ciertas funciones orgánicas y hace que sobrevenga la muerte. El organismo biológico es perecedero porque la actuación completa de sus fines se realiza en el orden de la naturaleza; perecedero no solo por razones biológicas, sino también por una necesidad lógica, en cuanto sería contradictorio a su naturaleza no perecer. Para comprender esta condición mortal no es necesario buscar causas mitológicas o religiosas. Las ciencias han contribuido enormemente a desmitificar el fenómeno de la muerte.
LA NOCION DE “MUERTE CEREBRAL” Y LAS IMPLICACIONES FILOSÓFICAS
La muerte se define como la pérdida total e irreversible de la unidad funcional del organismo. Esta unidad funcional del organismo humano, ya desarrollado y diferenciado, depende esencialmente del encéfalo, por lo que su quiebra irreparable e irreversible indica la muerte. Es necesario establecer con certeza, mediante técnicas diagnosticas clínicas, la quiebra irreparable e irreversible de todo el encéfalo. La muerte de un ser humano no es solo la muerte del encéfalo, pero su quiebra irreparable (con la consecuente pérdida de unidad funcional del organismo) adecuadamente diagnosticada es una indicación cierta de la cual se puede concluir la muerte de la persona. Consecuentemente la muerte humana tiene un significado meta-empírico, y no puede quedar reducida a un conjunto de eventos biológicos empíricamente constatables, pero tampoco a una realidad tan trascendente que no tenga suficientemente en cuenta la existencia encarnada.
La muerte como la pérdida total e irreversible de la unidad funcional del organismo
La muerte se puede definir como la pérdida total e irreversible de la capacidad global de integrar y coordinar las funciones (físicas y mentales) del organismo en una unidad funcional (Pontén). El organismo viviente funciona como un todo; todas las funciones están armonizadas en un sistema unitario. Un individuo puede considerarse muerto cuando ha perdido total e irreversiblemente su unidad interna, esto es, la unidad orgánica en la que los órganos, los aparatos y sus funciones están integrados y autorregulados. En el mundo medico se reconoce que la muerte del organismo humano como un todo, no coincide con la muerte biológica de todo el organismo. La muerte no extingue de forma instantánea y global la actividad de todas las células. El morir, en el plano biológico, debe reconocerse como un proceso evolutivo que afecta gradualmente las células de los distintos tejidos y las relativas estructuras subcelulares sobre la base de su diferente resistencia a la carencia de oxigeno, hasta le extinción de toda la actividad vital, con la única permanencia de los fenómenos enzimáticos colicuativos putrefácticos. En la práctica, se puede decir que la muerte llega cuando el organismo cesa de “ser un todo”, mientras el proceso de morir termina cuando “todo el organismo” ha llegado a la necrosis completa (Manni). Se sabe que aun después de la muerte continúan creciendo las uñas, barba y cabellos. Se puede decir que la muerte del organismo como un todo es un evento que se verifica en un momento determinado, mientras el proceso biológico del morir se alarga en el tiempo.
La muerte de todo el encéfalo indica la perdida de la unidad funcional del organismo
Desde un punto de vista empírico, resulta claro que “es el cerebro el órgano encargado de desempañar la parte esencial de esta actividad de coordinación y regulación, en cuanto que todos los otros órganos pueden sustituirse por lapsos de tiempo variable con fármacos, dispositivos artificiales o trasplantes, sin causar una pérdida de identidad en el sujeto” (Pontén). Se puede entonces decir que un individuo ha muerto cuando todas las funciones del encéfalo (cerebro, cerebelo y bulbo raquídeo) han desaparecido total e irreversiblemente, porque el encéfalo “constituye el elemento indispensable para el mantenimiento de la unidad funcional del organismo como un todo. Además de constatar que el encéfalo no funciona, es necesario asegurar que la perdida de las funciones es irreversible. La irreversibilidad es el signo discriminante. No basta la perdida de la conciencia ligada a la corteza cerebral (muerte cortical), ni el estado vegetativo irreversible que sigue a lesiones cerebrales graves. La vida humana es la vida de una persona, que es una unidad corpóreo-espiritual; no es solo bios ni tampoco espíritu puro; la vida humana es la vida de un espíritu encarnado. Por esto, la actividad encefálica, aunque este reducida, es signo de una vida humana y, aunque se dé solo en el nivel vegetativo, manifiesta la presencia de la persona. El alma humana es el único principio de vida, la única forma sustancial del cuerpo. Mientras que haya vida (el organismo como un todo), hay que atribuirla al alma espiritual humana, y por tanto estamos en presencia de una persona humana todavía viva, aunque haya perdido la posibilidad de ejercitar muchas de sus facultades.
Criterios para la certificación de la muerte de todo el encéfalo
Tratándose de una cuestión medica se hace referencia a los documentos de Corrado Manni (“L`accertamento della morte cerebrale”). Tres son los criterios para certificar la muerte:
1.      Criterio anatómico: devastación traumática del cuerpo
2.      Criterio cardiocirculatorio: paro cardiaco prolongado
3.      Criterio neurológico: muerte cerebral

La mayor parte de las legislaciones describen con exactitud técnica el concepto de muerte cerebral, satisfaciendo la exigencia de certeza para que no se considere y se trate al cadáver como tal antes de que la muerte no se haya constatado debidamente. Estos son los criterios contenidos en la Ley:
1.      Se define la muerte como el cese irreversible de todas las funciones del encéfalo.
2.      Se entiende como verificado el cese definitivo e irreversible de todas las funciones del encéfalo cuando, en ausencia de suministro de fármacos depresivos del sistema nervioso central o de hipotermia inducida artificialmente, además de enfermedades endocrinas o metabólicas que se deben comprobar clínicamente, se dé la presencia simultánea de las siguientes condiciones:
a)      Estado de coma acompañado de ausencia completa de reflejos del tronco cerebral y precisamente:
-          Rigidez pupilar ante la luz intensa
-          Ausencia de los reflejos de la cornea
-          Ausencia de respuesta motora en los territorios enervados por los nervios craneanos
-          Ausencia del reflejo de deglución; ausencia de tos suscitada por maniobras de aspiración traqueo-bronquial

b)      Ausencia de respiración espontanea a pesar de una situación seguramente comprobada de normocapnea.

c)      Condición de silencio eléctrico cerebral.

3.      El inicio y la simultaneidad de las condiciones antes señaladas determinan el momento de la muerte, pero esta debe comprobarse por medio de la presencia ininterrumpida de dichas condiciones durante un periodo de seis horas (doce horas para los niños de uno a cinco años; veinticuatro horas para los niños menores a un año de edad). Siempre en ausencia de suministro de fármacos depresivos del sistema nervioso central o de condiciones de hipotermia inducida artificialmente.

La muerte de la persona humana es más que la “muerte cerebral”, pero la “muerte cerebral” es “indicación” cierta de la muerte de la persona

a)      Ni el filósofo, ni el legislador, ni el médico han pretendido reducir la realidad de la muerte humana a la muerte cerebral. Evidentemente la muerte de la persona es algo más grande. La persona es corpore et anima unus y la muerte humana envuelve a todo el hombre: cuerpo y espíritu. El científico, el legislador o el filósofo descubren, sin embargo, en la muerte cerebral una indicación preciosa para discernir en ella y concluir con el razonamiento que la persona ha muerto.

b)      La vida humana no es solo la vida biológica, sino que es vida humana porque el alma espiritual está presente en el cuerpo, constituyendo así la vida humana terrena, sin excluir que después de la muerte (gracias a la espiritualidad) pueda continuar la vida humana de otra forma. La vida humana, como la muerte humana es algo más grande y misterioso que un conjunto de procesos biológicos. Toda la realidad personal está implicada en la muerte, y al científico no le es dado ver la separación del alma espiritual de la realidad material del organismo animado por ella. Nosotros, debemos y podemos discernir con esmeradas técnicas que procesos biológicos son compatibles con lo que llamamos vida terrena y cuáles y no lo son. El concepto de muerte cerebral intenta ofrecer los parámetros sobre los procesos biológicos, para que la mente humana discierna en ellos la muerte acaecida de la persona y la incompatibilidad de dichos procesos con la vida humana terrestre. La clasificación de un paciente como muerto en lugar de vivo depende de nuestra interpretación de lo que es relevante en el concepto de muerte. El concepto idóneo de muerte implica un juicio filosófico sobre la verificación de un cambio sustancial en el individuo, en referencia a algo que es necesario para la vida terrena. El alma humana que es la forma sustancial y da la vida al cuerpo ya no es compatible con ciertos procesos biológicos. Por tanto es esencial que los criterios clínicos de diagnóstico se refieran a este algo necesario para la vida. Por tanto podemos y debemos decir que la muerte del organismo como un todo señala también la muerte de la persona. Dado que el viviente humano es una unidad corpórea y espiritual, la pérdida de la unidad orgánica indica que el cuerpo ya no está animado, ya no es signo de la presencia de una persona en este mundo.

c)      La pérdida total e irreversible de la capacidad global de integrar y coordinar las funciones del organismo, físicas y mentales, en una unidad funcional, presupone la perdida irreversible de la capacidad de respirar y de mantener un latido cardiaco espontaneo. Esta doble perdida era el criterio tradicional de muerte. Es sin embargo necesario dejar transcurrir un cierto intervalo de tiempo para verificar la imposibilidad de la reanimación, lo que significa la parada irreversible de la función cardio-respiratoria espontanea y de las funciones encefálicas. Ahora bien, existe una estrecha conexión temporal entre la perdida de las funciones cardio-respiratorias y encefálicas. Un paro cardio-respiratorio causara daños encefálicos irreversibles en ausencia de terapias de ayuda eficaces inmediatas. Las maniobras de reanimación cardiorespiratoria permiten proteger al encéfalo de lesiones isquémico-anoxicas. Esto permite recuperar pacientes que de otra forma hubieran quedado dañados irreparablemente. Si después de la suspensión de la terapia intensiva o durante el proceso de reanimación se constata que todas las funciones del encéfalo han desaparecido total e irreversiblemente, con la consiguiente pérdida total e irreversible de la capacidad global de integrar y coordinar las funciones del organismo en una unidad funcional, se puede decir que el sujeto ha muerto. Son las técnicas de reanimación las que permiten crear una apariencia de vida del todo artificial, incluso en pacientes con lesiones neurológicas severas. Es posible mantener en condiciones extraordinarias un corazón latiendo, y otros órganos funcionando en un sujeto ya muerto. El progreso de la medicina, y de las terapias de reanimación intensiva, han determinado la necesidad de individuar los criterios de muerte cerebral. El diagnostico de muerte cerebral no puede reducirse a la sola condición de “silencio eléctrico”, sino que implica la presencia simultánea de las condiciones mencionadas. El diagnostico de muerte cerebral no prescinde de los métodos tradicionales, sino que los integra con nuevos y más exactos conocimientos. Estos conocimientos son los que permiten establecer que estamos todavía en presencia de un organismo humano vivo, aunque falten los signos tradicionales: latido cardiaco y respiración espontanea, etc., como sucede en algunos estados de coma profundo. Son estos conocimientos los que permiten no enterrar o no llevar a cabo la extracción de órganos a sujetos todavía vivos. O también al contrario, interrumpir las terapias intensivas y proceder a la extracción de órganos en el sujeto que ya está realmente muerto, cuando se haya dado el consentimiento por parte de quienes tienen derecho.

d)     La insistencia de que la vida humana no es solo vida biológica, puede tener el merito de subrayar el papel esencial del alma espiritual del hombre, pero puede llevar a un cierto dualismo antropológico escondido. El alma de cada hombre, en lo más profundo de si, está marcada por su pertenencia a este sujeto. Es por causa de este sujeto, es porque ella es la forma sustancial de este hombre, que su ser (de forma) existe y es distinto y diferente del de otro hombre. Por esto una vez que el cuerpo se destruye, el alma humana no se convierte en un espíritu puro; su relación-privación con el cuerpo continúa y permanece, lleva consigo la propia historia y es siempre esta alma humana. Por esto el alma después de la muerte esta de alguna manera en un estado imperfecto y contra natura  (de donde la conveniencia de la resurrección) (Santo Tomas de Aquino). Pensar en el alma como una realidad que posee el ser en sí, que en un cierto momento lo participa al cuerpo, y que después de la muerte mantiene una existencia totalmente desligada del cuerpo, parece contradecir la realidad misma del alma humana y no escapa del dualismo antropológico.

EXTRACCION Y TRASLANTE DE ORGANOS

Muerte cerebral y trasplante de órganos

La noción de muerte cerebral se ha hecho problemática, en parte, por el uso utilitarista que de ella se puede hacer de cara a la extracción de órganos para trasplantes. Para que un órgano puede ser apto para el trasplante es necesario que este en buen estado y funcionando, lo que implica la oxigenación e irrigación sanguínea.

La extracción de un órgano vital es moralmente posible, sólo cuando el donante ha fallecido realmente. El concepto de muerte cerebral permite conciliar estas dos exigencias aparentemente contrapuestas, en cuanto la respiración y el latido cardiaco que mantienen oxigenados e irrigados los órganos de un sujeto realmente muerto no son espontáneos y se mantienen artificialmente.

Se trata de una apariencia de vida, que puede sin embargo provocar reacciones contrastadas en los parientes del difunto, los cuales no ven un cadáver frio, pálido y rígido, sino un cuerpo que no ha asumido la palidez y la rigidez cadavérica.

Criterios de licitud y oportunidad

Los principios generales implicados son cuatro:

1.      Respeto de la vida física de la persona (donante y receptor)

Este principio lleva consigo la obligación que se deduce de la “no-disponibilidad” del propio cuerpo si no es para un bien mayor del cuerpo mismo (principio de totalidad) o para un bien mayor moral, relativo a la misma persona. El principio de la totalidad justifica sólo la licitud de trasplantes autoplásticos (incluso con carácter estético correctivo). Para justificar los trasplantes homoplasticos (riñones, corazón, etc.) el principio de totalidad debe concordarse con el de solidaridad.
Se hace lícito el trasplante homoplastico en estas condiciones:
-       El donante (si está vivo) no deberá sufrir una grave e irreparable disminución de la propia vida y de la propia actividad. Es el caso de la donación de órganos dobles (riñones) cuando el donante puede continuar viviendo y trabajando si tiene un riñón sano e integro.
-       El sacrificio del donante debe tener una cierta proporcionalidad con las posibilidades de ventajas reales sobre la vida del paciente beneficiario. La vida del paciente es sagrada y puede someterse a un tratamiento arriesgado e invasor solo si hay esperanzas fundadas en obtener una prolongación real de la vida; deberá ser el único remedio valido para prolongar la vida del paciente.

El Catecismo de la Iglesia Católica considera el trasplante un acto moral y meritorio con tal que “los peligros y riesgos físicos o psíquicos sobrevenidos al donante sean proporcionales al bien que se busca en el destinatario. Es moralmente inadmisible provocar directamente para el ser humano, bien la mutilación que le deja inválido o bien su muerte, aunque sea para retardar el fallecimiento de otras personas” (CIC n 2296).

Por lo que respecta al caso de extracción del órgano ex cadavere se puede cometer una ofensa a la vida cuando la muerte no haya sucedido efectivamente o no esté bien comprobada. De aquí la importancia de los criterios para la certificación de muerte cerebral descritos, a fin de estar seguros de que la persona de la que se extraen los órganos haya realmente fallecido y se evite así la ofensa a la vida.

2.      Tutela de la identidad personal del receptor y de sus descendientes

En virtud de este principio, que constituye la unicidad e irrepetibilidad de la persona, no todos los órganos se pueden donar. Es imposible trasplantar aquellos órganos estructuralmente ligados al pensamiento y a la identidad biológico-procreativa de la persona, ya que el trasplante debe servir para restituir la salud a un individuo que la ha perdido y no para crear un nuevo ser. Por tanto, se excluyen del trasplante el encéfalo y las gónadas que aseguran la identidad personal y procreativa de la persona (Pontificio Consejo de la Pastoral de los Operadores Sanitarios). Todo el cuerpo participa de la identidad de la persona; pero así como hay órganos más importantes para la conservación de la vida, llamados vitales, hay también órganos que se consideran esenciales para la identidad personal; estos son precisamente el encéfalo y las gónadas.
Este principio se refiere al órgano como tal en su unidad funcional, y no en relación solamente a las células y tejidos de que está compuesto. En el caso del encéfalo si la muerte de la persona se ha dado, el órgano no existe ya en su unidad funcional, incluso si algunas de sus células y tejidos mantienen todavía por cierto tiempo una actividad vital. Por esto en el caso del encéfalo, algunos no ven, desde el punto de vista antropológico y ético, ninguna dificultad para tratar enfermedades con células encefálicas (como el Parkinson) tomadas de cadáveres humanos, porque la identidad personal de la persona muerta no se halla ya en el encéfalo ni en cada una de sus células.

3.      Consentimiento informado y respeto del cadáver

Existe la obligación de dar, a quien recibe el órgano, una información exacta y completa sobre los riesgos, consecuencias y dificultades. En lo que respecta al donante, se deben considerar dos hipótesis distintas: cuando la extracción del órgano se hace ex vivo y cuando se hace ex cadavere. Al donante vivo se le debe informar sobre todo lo que atañe a las consecuencias sobre la salud y sobre las capacidades de trabajo futuras. Cuando la extracción se hace del cadáver, este es digno de respeto por la referencia fenomenológica al cuerpo humano que ha sido y por el vínculo psicológico que lo une a los supervivientes. El respeto a la voluntad del sujeto así como la información y el respeto de la voluntad de los supervivientes, tiene un peso de orden antropológico y ético no indiferente. La intervención médica en los trasplantes es inseparable de un acto humano de donación; la persona de la cual se extrae debe poder reconocerse, como donante, como uno que consiente libremente la extracción. El trasplante supone una decisión anterior, libre y consciente por parte del mismo o de quien legítimamente lo representa. “El trasplante de órganos no es moralmente aceptable si el donante o sus representantes no han dado su consentimiento consciente” (CIC n 2296).

4.      Total gratuidad, la no comercialización y la justa asignación de órganos

Este criterio se funda en un principio antropológico fundamental: la unidad substancial del hombre y la igualdad entre todos los hombres. El cuerpo humano no es un objeto de uso, sino que forma parte integral del ser de la persona; además todos los hombres son iguales y tienen los mismos derechos fundamentales. Como lo manifestó alguna vez el Papa Juan Pablo II, “todo trasplante, toda intervención de trasplante de un órgano tiene su origen generalmente en una decisión de gran valor ético: la decisión de ofrecer, sin ninguna recompensa, una parte del propio cuerpo para la salud y el bienestar de otra persona” (Primer Congreso Internacional sobre Trasplantes, 1991). Es un autentico acto de amor. No se trata de donar simplemente algo que nos pertenece, sino de donar algo de nosotros mismos. Todo procedimiento encaminado a comercializar órganos humanos o a considerarlos como artículos de intercambio o de venta, resulta moralmente inaceptable, dado que usar el cuerpo “como un objeto” es violar la dignidad de la persona humana (Juan Pablo II).


En relación a la asignación de órganos disponibles, un criterio de justicia en base a la igualdad de todos los hombres, exige que los criterios de asignación de los órganos donados “de ninguna manera sean discriminatorios (basados en la edad, sexo, raza, religión, condición social, etc.) o utilitaristas (basados en la capacidad laboral, utilidad social, etc.). Al establecer a quién se ha de dar precedencia para recibir un órgano, la decisión debe tomarse sobre la base de factores inmunológicos y clínicos. Cualquier otro criterio seria totalmente arbitrario y subjetivo, pues no reconoce el valor intrínseco que tiene toda persona humana como tal, y que es independiente de cualquier circunstancia externa” (Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el Congreso Internacional sobre Trasplantes, Roma 2000).

No hay comentarios:

Publicar un comentario