FENÓMENO
CULTURAL
A diferencia del animal, el hombre se da cuenta de
que debe morir. La certeza de la muerte está siempre presente en el horizonte
de la vida. Esta conciencia de la muerte se puede presentar como un conocimiento
nocional y como un conocimiento real. Frecuentemente la conciencia de la muerte
es nocional.
Muchos tratan de no pensar en ella, o de eliminar la
idea, o intentan negarla como un sofisma. Afirmaba Epicuro, “solo existe lo que
se siente, como la muerte no se siente, la muerte no existe”.
El hombre ha sido
por milenios dueño absoluto de su muerte y de las circunstancias de esta: “el moribundo
no debía ser privado de su muerte; debía incluso presidirla. Así como se nacía
en público, se moría en público” (Arjes). En el ambiente cultural actual se
rechaza la muerte enmascarándola con la enfermedad y se priva al moribundo de
su propia muerte (Henrici); se muere sin darse cuenta y no se tolera que al
enfermo se le haga tomar conciencia de la proximidad de su muerte.
Esta cultura de ocultamiento de la muerte ha
conducido a una pérdida del sentido humano de la muerte y a un abandono del
moribundo. Ya no se muere en familia, en la propia casa rodeado del afecto de
los seres queridos. Las estructuras sanitarias se han hecho impersonales, y se
rodea al moribundo de un blindaje casi impenetrable, incluso para los
familiares más queridos. Cuando la muerte se ha producido, al muerto se lo transfiere
y se elimina cualquier signo suyo en la unidad hospitalaria. Se ha olvidado la
dimensión humana de la muerte. Con
mayor razón la sacralidad de la muerte y su dimensión cristiana. Este fenómeno
cultural ha llevado al rechazo del sacerdote y del sacramento de la unción de
enfermos.
Una recuperación del sentido de la muerte humana y
de la dignidad del moribundo deberá pasar por un cambio de actitudes
culturales. Esto hará que la muerte humana no se vea como un enemigo, sino como
con-posible con nuestra existencia finita; no como un fin último sino como un
tránsito; no como la constatación empírica del cese de las funciones vitales, sino
como la interrupción de las relaciones personales.
VISION
CIENTIFICA E IMPLICACIONES ETICAS
No se pone en duda que la muerte humana tiene una
base biológica y corporal. El organismo viviente en cuanto estructura compleja
de átomos y moléculas exige para su funcionamiento un ambiente material
determinado, y todo cambio mas allá de tales limites, le provoca la muerte,
esto es, el fin y la transformación en otra cosa. El organismo biológico no
contiene nada, en cuanto cuerpo físico, que trascienda su naturaleza y en
consecuencia es natural que se destruya. El hombre atraviesa, como cualquier
otro animal, un ciclo vital: nace, crece y muere. Si el hombre no perece por causas
accidentales, el envejecimiento bloquea ciertas funciones orgánicas y hace que
sobrevenga la muerte. El organismo biológico es perecedero porque la actuación
completa de sus fines se realiza en el orden de la naturaleza; perecedero no
solo por razones biológicas, sino también por una necesidad lógica, en cuanto
sería contradictorio a su naturaleza no perecer. Para comprender esta condición
mortal no es necesario buscar causas mitológicas o religiosas. Las ciencias han
contribuido enormemente a desmitificar el fenómeno de la muerte.
LA NOCION
DE “MUERTE CEREBRAL” Y LAS IMPLICACIONES FILOSÓFICAS
La muerte se define como la pérdida total e
irreversible de la unidad funcional del organismo. Esta unidad funcional del
organismo humano, ya desarrollado y diferenciado, depende esencialmente del
encéfalo, por lo que su quiebra irreparable e irreversible indica la muerte. Es
necesario establecer con certeza, mediante técnicas diagnosticas clínicas, la
quiebra irreparable e irreversible de todo el encéfalo. La muerte de un ser
humano no es solo la muerte del encéfalo, pero su quiebra irreparable (con la
consecuente pérdida de unidad funcional del organismo) adecuadamente
diagnosticada es una indicación cierta de la cual se puede concluir la muerte
de la persona. Consecuentemente la muerte humana tiene un significado
meta-empírico, y no puede quedar reducida a un conjunto de eventos biológicos
empíricamente constatables, pero tampoco a una realidad tan trascendente que no
tenga suficientemente en cuenta la existencia encarnada.
La muerte
como la pérdida total e irreversible de la unidad funcional del organismo
La muerte se puede definir como la pérdida total e
irreversible de la capacidad global de integrar y coordinar las funciones
(físicas y mentales) del organismo en una unidad funcional (Pontén). El
organismo viviente funciona como un todo; todas las funciones están armonizadas
en un sistema unitario. Un individuo puede considerarse muerto cuando ha
perdido total e irreversiblemente su unidad interna, esto es, la unidad orgánica
en la que los órganos, los aparatos y sus funciones están integrados y
autorregulados. En el mundo medico se reconoce que la muerte del organismo
humano como un todo, no coincide con la muerte biológica de todo el organismo.
La muerte no extingue de forma instantánea y global la actividad de todas las
células. El morir, en el plano biológico, debe reconocerse como un proceso
evolutivo que afecta gradualmente las células de los distintos tejidos y las
relativas estructuras subcelulares sobre la base de su diferente resistencia a
la carencia de oxigeno, hasta le extinción de toda la actividad vital, con la
única permanencia de los fenómenos enzimáticos colicuativos putrefácticos. En
la práctica, se puede decir que la muerte llega cuando el organismo cesa de
“ser un todo”, mientras el proceso de morir termina cuando “todo el organismo”
ha llegado a la necrosis completa (Manni). Se sabe que aun después de la muerte
continúan creciendo las uñas, barba y cabellos. Se puede decir que la muerte
del organismo como un todo es un evento que se verifica en un momento
determinado, mientras el proceso biológico del morir se alarga en el tiempo.
La muerte
de todo el encéfalo indica la perdida de la unidad funcional del organismo
Desde un punto de vista empírico, resulta claro que
“es el cerebro el órgano encargado de desempañar la parte esencial de esta
actividad de coordinación y regulación, en cuanto que todos los otros órganos
pueden sustituirse por lapsos de tiempo variable con fármacos, dispositivos
artificiales o trasplantes, sin causar una pérdida de identidad en el sujeto”
(Pontén). Se puede entonces decir que un individuo ha muerto cuando todas las funciones
del encéfalo (cerebro, cerebelo y bulbo raquídeo) han desaparecido total e irreversiblemente,
porque el encéfalo “constituye el elemento indispensable para el mantenimiento
de la unidad funcional del organismo como un todo. Además de constatar que el
encéfalo no funciona, es necesario asegurar que la perdida de las funciones es
irreversible. La irreversibilidad es el signo discriminante. No basta la
perdida de la conciencia ligada a la corteza cerebral (muerte cortical), ni el
estado vegetativo irreversible que sigue a lesiones cerebrales graves. La vida
humana es la vida de una persona, que es una unidad corpóreo-espiritual; no es
solo bios ni tampoco espíritu puro; la vida humana es la vida
de un espíritu encarnado. Por esto, la actividad encefálica, aunque este
reducida, es signo de una vida humana y, aunque se dé solo en el nivel
vegetativo, manifiesta la presencia de la persona. El alma humana es el único
principio de vida, la única forma sustancial del cuerpo. Mientras que haya vida
(el organismo como un todo), hay que atribuirla al alma espiritual humana, y
por tanto estamos en presencia de una persona humana todavía viva, aunque haya
perdido la posibilidad de ejercitar muchas de sus facultades.
Criterios
para la certificación de la muerte de todo el encéfalo
Tratándose de una cuestión medica se hace referencia
a los documentos de Corrado Manni (“L`accertamento della morte cerebrale”). Tres
son los criterios para certificar la muerte:
1.
Criterio
anatómico: devastación traumática del cuerpo
2.
Criterio
cardiocirculatorio: paro cardiaco prolongado
3.
Criterio
neurológico: muerte cerebral
La mayor parte de las
legislaciones describen con exactitud técnica el concepto de muerte cerebral, satisfaciendo
la exigencia de certeza para que no se considere y se trate al cadáver como tal
antes de que la muerte no se haya constatado debidamente. Estos son los
criterios contenidos en la Ley:
1.
Se
define la muerte como el cese irreversible de todas las funciones del encéfalo.
2.
Se
entiende como verificado el cese definitivo e irreversible de todas las funciones
del encéfalo cuando, en ausencia de suministro de fármacos depresivos del
sistema nervioso central o de hipotermia inducida artificialmente, además de
enfermedades endocrinas o metabólicas que se deben comprobar clínicamente, se dé
la presencia simultánea de las siguientes condiciones:
a)
Estado
de coma acompañado de ausencia completa de reflejos del tronco cerebral y
precisamente:
-
Rigidez
pupilar ante la luz intensa
-
Ausencia
de los reflejos de la cornea
-
Ausencia
de respuesta motora en los territorios enervados por los nervios craneanos
-
Ausencia
del reflejo de deglución; ausencia de tos suscitada por maniobras de aspiración
traqueo-bronquial
b)
Ausencia
de respiración espontanea a pesar de una situación seguramente comprobada de
normocapnea.
c)
Condición
de silencio eléctrico cerebral.
3.
El
inicio y la simultaneidad de las condiciones antes señaladas determinan el
momento de la muerte, pero esta debe comprobarse por medio de la presencia
ininterrumpida de dichas condiciones durante un periodo de seis horas (doce
horas para los niños de uno a cinco años; veinticuatro horas para los niños
menores a un año de edad). Siempre en ausencia de suministro de fármacos
depresivos del sistema nervioso central o de condiciones de hipotermia inducida
artificialmente.
La muerte de la persona humana es más que la “muerte
cerebral”, pero la “muerte cerebral” es “indicación” cierta de la muerte de la
persona
a)
Ni
el filósofo, ni el legislador, ni el médico han pretendido reducir la realidad
de la muerte humana a la muerte cerebral.
Evidentemente la muerte de la persona es algo más grande. La persona es corpore et anima unus y la muerte humana
envuelve a todo el hombre: cuerpo y espíritu. El científico, el legislador o el
filósofo descubren, sin embargo, en la muerte
cerebral una indicación preciosa
para discernir en ella y concluir con el razonamiento que la persona ha muerto.
b)
La
vida humana no es solo la vida biológica, sino que es vida humana porque el alma espiritual está presente en el cuerpo,
constituyendo así la vida humana terrena,
sin excluir que después de la muerte (gracias a la espiritualidad) pueda
continuar la vida humana de otra forma. La vida
humana, como la muerte humana es
algo más grande y misterioso que un conjunto de procesos biológicos. Toda la
realidad personal está implicada en la muerte, y al científico no le es dado
ver la separación del alma espiritual de la realidad material del organismo animado por ella. Nosotros, debemos y podemos discernir con
esmeradas técnicas que procesos biológicos son compatibles con lo que llamamos
vida terrena y cuáles y no lo son. El concepto de muerte cerebral intenta ofrecer los parámetros sobre los procesos biológicos,
para que la mente humana discierna en
ellos la muerte acaecida de la persona y la incompatibilidad de dichos
procesos con la vida humana terrestre. La clasificación de un paciente como
muerto en lugar de vivo depende de nuestra interpretación de lo que es
relevante en el concepto de muerte. El concepto idóneo de muerte implica un
juicio filosófico sobre la verificación de un cambio sustancial en el
individuo, en referencia a algo que es necesario para la vida terrena. El alma
humana que es la forma sustancial y da la vida al cuerpo ya no es compatible
con ciertos procesos biológicos. Por tanto es esencial que los criterios
clínicos de diagnóstico se refieran a este algo
necesario para la vida. Por tanto podemos y debemos decir que la muerte del organismo
como un todo señala también la muerte de la persona. Dado que el viviente humano
es una unidad corpórea y espiritual, la pérdida de la unidad orgánica indica
que el cuerpo ya no está animado, ya
no es signo de la presencia de una persona en este mundo.
c)
La
pérdida total e irreversible de la capacidad global de integrar y coordinar las
funciones del organismo, físicas y mentales, en una unidad funcional, presupone
la perdida irreversible de la capacidad de respirar y de mantener un latido
cardiaco espontaneo. Esta doble
perdida era el criterio tradicional de muerte. Es sin embargo necesario dejar
transcurrir un cierto intervalo de tiempo para verificar la imposibilidad de la
reanimación, lo que significa la parada irreversible de la función cardio-respiratoria
espontanea y de las funciones encefálicas. Ahora bien, existe una estrecha
conexión temporal entre la perdida de las funciones cardio-respiratorias y
encefálicas. Un paro cardio-respiratorio causara daños encefálicos
irreversibles en ausencia de terapias de ayuda eficaces inmediatas. Las
maniobras de reanimación cardiorespiratoria permiten proteger al encéfalo de
lesiones isquémico-anoxicas. Esto permite recuperar pacientes que de otra forma
hubieran quedado dañados irreparablemente. Si después de la suspensión de la
terapia intensiva o durante el proceso de reanimación se constata que todas las
funciones del encéfalo han desaparecido total e irreversiblemente, con la
consiguiente pérdida total e irreversible de la capacidad global de integrar y
coordinar las funciones del organismo en una unidad funcional, se puede decir
que el sujeto ha muerto. Son las técnicas de reanimación las que permiten crear
una apariencia de vida del todo artificial, incluso en pacientes con lesiones
neurológicas severas. Es posible mantener en condiciones extraordinarias un
corazón latiendo, y otros órganos funcionando en un sujeto ya muerto. El
progreso de la medicina, y de las terapias de reanimación intensiva, han
determinado la necesidad de individuar los criterios de muerte cerebral. El
diagnostico de muerte cerebral no
puede reducirse a la sola condición de “silencio eléctrico”, sino que implica
la presencia simultánea de las condiciones mencionadas. El diagnostico de
muerte cerebral no prescinde de los métodos tradicionales, sino que los integra
con nuevos y más exactos conocimientos. Estos conocimientos son los que permiten
establecer que estamos todavía en presencia de un organismo humano vivo, aunque
falten los signos tradicionales: latido cardiaco y respiración espontanea,
etc., como sucede en algunos estados de coma profundo. Son estos conocimientos
los que permiten no enterrar o no llevar a cabo la extracción de órganos a
sujetos todavía vivos. O también al contrario, interrumpir las terapias
intensivas y proceder a la extracción de órganos en el sujeto que ya está
realmente muerto, cuando se haya dado el consentimiento por parte de quienes
tienen derecho.
d)
La
insistencia de que la vida humana no es solo vida biológica, puede tener el
merito de subrayar el papel esencial del alma espiritual del hombre, pero puede
llevar a un cierto dualismo antropológico escondido. El alma de cada hombre, en
lo más profundo de si, está marcada por su pertenencia a este sujeto. Es por causa de este
sujeto, es porque ella es la forma sustancial de este hombre, que su ser (de forma) existe y es distinto y
diferente del de otro hombre. Por esto una vez que el cuerpo se destruye, el
alma humana no se convierte en un espíritu puro; su relación-privación con el cuerpo continúa y permanece, lleva
consigo la propia historia y es siempre esta
alma humana. Por esto el alma después de la muerte esta de alguna manera en un
estado imperfecto y contra natura (de
donde la conveniencia de la resurrección) (Santo Tomas de Aquino). Pensar en el
alma como una realidad que posee el ser en sí, que en un cierto momento lo
participa al cuerpo, y que después de la muerte mantiene una existencia totalmente desligada del cuerpo, parece
contradecir la realidad misma del alma humana y no escapa del dualismo
antropológico.
EXTRACCION Y TRASLANTE DE ORGANOS
Muerte cerebral y trasplante de órganos
La noción
de muerte cerebral se ha hecho problemática, en parte, por el uso utilitarista
que de ella se puede hacer de cara a la extracción de órganos para trasplantes.
Para que un órgano puede ser apto para el trasplante es necesario que este en
buen estado y funcionando, lo que implica la oxigenación e irrigación
sanguínea.
La
extracción de un órgano vital es moralmente posible, sólo cuando el donante ha
fallecido realmente. El concepto de muerte cerebral permite conciliar estas dos
exigencias aparentemente contrapuestas, en cuanto la respiración y el latido
cardiaco que mantienen oxigenados e irrigados los órganos de un sujeto
realmente muerto no son espontáneos y se mantienen artificialmente.
Se trata
de una apariencia de vida, que puede sin embargo provocar reacciones
contrastadas en los parientes del difunto, los cuales no ven un cadáver frio,
pálido y rígido, sino un cuerpo que no ha asumido la palidez y la rigidez
cadavérica.
Criterios de licitud y oportunidad
Los
principios generales implicados son cuatro:
1.
Respeto
de la vida física de la persona (donante y receptor)
Este principio lleva consigo la
obligación que se deduce de la “no-disponibilidad” del propio cuerpo si no es
para un bien mayor del cuerpo mismo (principio de totalidad) o para un bien
mayor moral, relativo a la misma persona. El principio de la totalidad
justifica sólo la licitud de trasplantes autoplásticos (incluso con carácter
estético correctivo). Para justificar los trasplantes homoplasticos (riñones,
corazón, etc.) el principio de totalidad debe concordarse con el de
solidaridad.
Se hace lícito el trasplante
homoplastico en estas condiciones:
-
El
donante (si está vivo) no deberá sufrir una grave e irreparable disminución de
la propia vida y de la propia actividad. Es el caso de la donación de órganos
dobles (riñones) cuando el donante puede continuar viviendo y trabajando si
tiene un riñón sano e integro.
-
El
sacrificio del donante debe tener una cierta proporcionalidad con las
posibilidades de ventajas reales sobre la vida del paciente beneficiario. La
vida del paciente es sagrada y puede someterse a un tratamiento arriesgado e
invasor solo si hay esperanzas fundadas en obtener una prolongación real de la
vida; deberá ser el único remedio valido para prolongar la vida del paciente.
El Catecismo de la Iglesia Católica
considera el trasplante un acto moral y meritorio con tal que “los peligros y
riesgos físicos o psíquicos sobrevenidos al donante sean proporcionales al bien
que se busca en el destinatario. Es moralmente inadmisible provocar
directamente para el ser humano, bien la mutilación que le deja inválido o bien
su muerte, aunque sea para retardar el fallecimiento de otras personas” (CIC n
2296).
Por lo que respecta al caso de
extracción del órgano ex cadavere se
puede cometer una ofensa a la vida cuando la muerte no haya sucedido
efectivamente o no esté bien comprobada. De aquí la importancia de los
criterios para la certificación de muerte cerebral descritos, a fin de estar
seguros de que la persona de la que se extraen los órganos haya realmente
fallecido y se evite así la ofensa a la vida.
2.
Tutela
de la identidad personal del receptor y de sus descendientes
En virtud de este principio, que
constituye la unicidad e irrepetibilidad de la persona, no todos los órganos se
pueden donar. Es imposible trasplantar aquellos órganos estructuralmente
ligados al pensamiento y a la identidad biológico-procreativa de la persona, ya
que el trasplante debe servir para restituir la salud a un individuo que la ha
perdido y no para crear un nuevo ser. Por tanto, se excluyen del trasplante el
encéfalo y las gónadas que aseguran la identidad personal y procreativa de la
persona (Pontificio Consejo de la Pastoral de los Operadores Sanitarios). Todo
el cuerpo participa de la identidad de la persona; pero así como hay órganos
más importantes para la conservación de la vida, llamados vitales, hay también
órganos que se consideran esenciales para la identidad personal; estos son
precisamente el encéfalo y las gónadas.
Este principio se refiere al
órgano como tal en su unidad funcional, y no en relación solamente a las
células y tejidos de que está compuesto. En el caso del encéfalo si la muerte
de la persona se ha dado, el órgano no existe ya en su unidad funcional,
incluso si algunas de sus células y tejidos mantienen todavía por cierto tiempo
una actividad vital. Por esto en el caso del encéfalo, algunos no ven, desde el
punto de vista antropológico y ético, ninguna dificultad para tratar
enfermedades con células encefálicas (como el Parkinson) tomadas de cadáveres
humanos, porque la identidad personal de la persona muerta no se halla ya en el
encéfalo ni en cada una de sus células.
3.
Consentimiento
informado y respeto del cadáver
Existe la obligación de dar, a
quien recibe el órgano, una información exacta y completa sobre los riesgos,
consecuencias y dificultades. En lo que respecta al donante, se deben
considerar dos hipótesis distintas: cuando la extracción del órgano se hace ex vivo y cuando se hace ex cadavere. Al donante vivo se le debe
informar sobre todo lo que atañe a las consecuencias sobre la salud y sobre las
capacidades de trabajo futuras. Cuando la extracción se hace del cadáver, este
es digno de respeto por la referencia fenomenológica al cuerpo humano que ha
sido y por el vínculo psicológico que lo une a los supervivientes. El respeto a
la voluntad del sujeto así como la información y el respeto de la voluntad de
los supervivientes, tiene un peso de orden antropológico y ético no
indiferente. La intervención médica en los trasplantes es inseparable de un
acto humano de donación; la persona de la cual se extrae debe poder reconocerse,
como donante, como uno que consiente libremente la extracción. El trasplante
supone una decisión anterior, libre y consciente por parte del mismo o de quien
legítimamente lo representa. “El trasplante de órganos no es moralmente
aceptable si el donante o sus representantes no han dado su consentimiento
consciente” (CIC n 2296).
4.
Total
gratuidad, la no comercialización y la justa asignación de órganos
Este criterio se funda en un
principio antropológico fundamental: la unidad substancial del hombre y la igualdad
entre todos los hombres. El cuerpo humano no es un objeto de uso, sino que
forma parte integral del ser de la persona; además todos los hombres son
iguales y tienen los mismos derechos fundamentales. Como lo manifestó alguna
vez el Papa Juan Pablo II, “todo trasplante, toda intervención de trasplante de
un órgano tiene su origen generalmente en una decisión de gran valor ético: la
decisión de ofrecer, sin ninguna recompensa, una parte del propio cuerpo para
la salud y el bienestar de otra persona” (Primer Congreso Internacional sobre
Trasplantes, 1991). Es un autentico acto de amor. No se trata de donar simplemente
algo que nos pertenece, sino de donar algo de nosotros mismos. Todo
procedimiento encaminado a comercializar órganos humanos o a considerarlos como
artículos de intercambio o de venta, resulta moralmente inaceptable, dado que
usar el cuerpo “como un objeto” es violar la dignidad de la persona humana
(Juan Pablo II).
En relación a la asignación de
órganos disponibles, un criterio de justicia en base a la igualdad de todos los
hombres, exige que los criterios de asignación de los órganos donados “de
ninguna manera sean discriminatorios
(basados en la edad, sexo, raza, religión, condición social, etc.) o utilitaristas (basados en la capacidad
laboral, utilidad social, etc.). Al establecer a quién se ha de dar precedencia
para recibir un órgano, la decisión debe tomarse sobre la base de factores
inmunológicos y clínicos. Cualquier otro criterio seria totalmente arbitrario y
subjetivo, pues no reconoce el valor intrínseco que tiene toda persona humana
como tal, y que es independiente de cualquier circunstancia externa” (Juan
Pablo II, Discurso a los participantes en el Congreso Internacional sobre
Trasplantes, Roma 2000).
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