La virtud de la
templanza parece tener como objeto principal conformar las tendencias sexuales
y alimentarias a la razón. No se entiende bien qué relación tiene esta virtud
con una intención o una acción ecológica, si no es la de probar la existencia
de una relación privilegiada entre un uso correcto del sexo y la ecología. Aunque la existencia de esta relación no es
imposible, no es inmediatamente evidente.
Es posible afirmar incluso que la
observación científica de los movimientos ecológicos lleva más bien a creer lo
contrario. Observamos una mezcla de tendencias al panteísmo naturalista y al
orientalismo tántrico, una sensibilidad hacia los temas marxistas y freudianos,
todo orientado hacia un pansexualismo más o menos trivializado o sacralizado;
un feminismo extremista que adopta posiciones de vanguardia sobre el problema
del “derecho al aborto”. Aventuramos la hipótesis de que la instancia
ecológica, entendida en toda su profundidad, nos lleva de nuevo a la virtud de
la templanza, también entendida en toda su riqueza.
De la definición de ecología a los problemas antropológicos y
morales
En su definición
práctica la ecología es una política, que pretende combatir los efectos
perniciosos de la industrialización y asegurar la permanencia de las
condiciones favorables para la vida en el planeta. Semejante política es
simplemente conforme al uso recto de la razón. Puede parecer antimoderno o
anti-industrial o por el contrario, puede llevar a definir un concepto de
industrias más rico, en el que se incorporan la preocupación por la renovación
de la materia y de la energía, el concepto de la recuperación de los materiales utilizados, del reciclaje de
los desechos, etc.
Los instrumentos de
tal política son:
a)
Materiales y políticos:
Una
política ecológica es cara y exige mucho ingenio. Tiene que conseguir los
medios tecnológicos, financieros y fiscales a escala nacional e internacional
permitiendo la realización de una industria ecológica. Esta política no es sólo
material, implica una especie de revolución mental; tiene el mérito de hacernos
salir de lo instantáneo o de la dimensión atemporal matemática-financiera para
considerar el concepto de duración. Nos obliga a salir de la pasión prometeica,
de la ilusión de omnipotencia, del olvido de la muerte, del exceso; nos obliga
a considerar a considerar la dimensión de la duración, a situar al hombre en la
naturaleza y a descubrir la moral del límite de la justa medida. Teniendo en
cuenta la evolución tecnológica, esta política no deja de reflexionar sobre la
crisis del trabajo y sobre su futuro, lo que plantea problemas de orden
antropológico. Todo esto lleva a examinar las condiciones intelectuales y
morales de la que podría ser una política ecologista razonable, justa y eficaz.
b)
Intelectuales y morales:
La
consideración ecológica de la dimensión de la duración debería ampliarse al
examen del problema del crecimiento global. Una política ecológica parece que
debería ser casi siempre maltusiana. Se presenta como renuncia a la locura de un
crecimiento ilimitado y por eso parece que está a favor de una sociedad
estacionaria. No se puede pensar en renunciar al pensamiento racional,
científico y técnico, a una cultura de la libertad de juicio (del liberum
arbitrium), al ideal de una sociedad libre que reconozca el carácter
personal del ser humano. Los espíritus ecologistas intentan reunir estas dos
características: maltusianismo estacionario e ideal de libertad.
No
es totalmente seguro que exista una fórmula coherente y sostenible. Una política
ecológica conforme con la idea de una sociedad libre debería también hacer
posible un crecimiento continuo, porque, no existe libertad sin perspectiva de
crecimiento; pero una ecología no maltusiana implica una profunda renovación
intelectual y moral. Se intuye que la realización de la sociedad estacionaria,
con todo lo que implica en términos de bloqueo voluntario, de petrificación, de
inmovilización no puede dar espacio a la libertad en el terreno intelectual,
moral o político (en el que tendrá que reinar lo “ecológicamente correcto”), de
forma que no habría ya posibilidad de expresión para la libertad, excepto en el
terreno sexual o alimentario (in cibis ac venereis); en el terreno
sexual se trata de una sexualidad despojada de cualquier riesgo de fecundidad.
Por eso existe una coherencia profunda entre ecologismo totalitario y
maltusiano por una parte y pansexualismo hedonista y sacralizado por la otra.
La convergencia de los dos aspectos contribuye a un aislamiento de las almas y
a una cultura de la despersonalización, de anulación de la persona en el fondo
de su ego hedonista. Ésta es una de las estructuras más fuertes de la cultura
new age. Pero el hecho de que esta coherencia pasional exista, no significa que
pueda construir la cultura de una política ecológica efectiva y duradera.
La
hipótesis de trabajo es que semejante política presupone, por el contrario, una
renovación intelectual y moral que debe pasar a través de una meditación sobre
la templanza.
La estructura de la templanza según santo Tomás
Un tema tradicional de la filosofía
moral de la antigüedad era el de la unidad y la multiplicidad de la virtud.
Afirmamos que la virtud es una, ya que todas las virtudes se apoyan en otras,
están conectadas. Y, sin embargo, las virtudes son múltiples, diferenciadas y
especializadas, como si la virtud fuera multidimensional.
En santo Tomás la
virtud de la templanza parece presentarse de cuatro formas:
1.
Existe, ante todo, la templanza
como moderación, medida, capacidad de ser mesurado, por tanto, control de uno
mismo que nos mantiene dentro de un cierto orden y en la dimensión justa propia
de lo humano; que nos orienta hacia el télos del hombre “racional”, de
aquel que juzga y camina en la verdad hacia la verdad (ratio est intellectu
in motu). La “templanza” es simplemente otro nombre para definir “la
virtud”.
2.
En un segundo significado, la
templanza es la virtud que regula nuestros apetitos sensibles.
3.
En un tercer significado, es una
virtud todavía más especial, que tiene como objeto particular regular el apetito
sexual y hacerlo compatible con la vía de la razón (búsqueda de la verdad).
4.
En un cuarto significado, parecido
al primero pero más amplio, la templanza aparecer como una dimensión especial
de cada virtud. La templanza entendida en este cuarto sentido, es la noción que
permite a santo Tomás articular la moral aristotélica de las virtudes
cardinales con la moral cristiana de las virtudes evangélicas (dulzura,
humildad, castidad, etc.)
Es posible
plantearse tres preguntas sobre la relación entre estos diferentes
significados.
1.
¿Cómo se pasa de la virtud
especial de la moderación de cada apetito sensible, a la virtud aún más
especial de la moderación del apetito sexual?
Una
primera respuesta consiste en afirmar que la templanza es ante todo la virtud
que regula los placeres más vivos y modera los apetitos menos dominables.
Existe una segunda, que sin anular la primera, nos explica el porqué y abre
nuevas perspectivas.
La templanza, dice
santo Tomás, se compone de dos partes: la honestidad (honestas) y la vergüenza
(verecundia). La verecundia no es el pudor en sentido estricto, que el
latín se denomina pudicitia, en el que santo Tomás ve una simple parte
subjetiva de la castidad. Es más bien la vergüenza, en el sentido en el que se
habla con desprecio de una persona sin vergüenza. El honestum latino se
parece, en el Cicerón del De officiis, al kalón griego. El honestum
es el amor a lo que hay de bello y de noble en la virtud, especialmente en la
templanza. Por el contrario, la verecundia, que se traduce a veces como pudor y
a veces como vergüenza, es la huida de que es feo y vil o de lo que es innoble
en el vicio, especialmente en la destemplanza.
Estos
conceptos de bello y feo no implican un estetismo moral, sino recuerdan que
existe un acceso estético al interior de la moralidad a través de la
comprensión íntima de sus expresiones, ya que la belleza no se encuentra sólo
en la perfección de la forma, sino también en la expresión de la potencia y de
la vida, sobre todo en la vida del espíritu que es completamente libre. Además,
y siempre en la misma dirección, el término honestas reclama a la idea
de honor, por tanto de autoridad, señoría, libertad, misión y dignidad. Es en
este sentido en el que la destemplanza sexual es especialmente innoble y fea,
como la gula o la embriaguez.
No
se intenta infravalorar la sexualidad ya que es perfectamente digna cuando está
integrada en el orden conyugal que participa de los valores de la honestidad y
de la santidad. Tampoco la comparación poco aduladora entre el hombre y el
animal es el punto de ataque que permite a santo Tomás denunciar la fealdad y
el carácter vergonzoso de la lujuria. El ser humano es un animal, pero un
animal racional. Sólo la templanza permite acceder a la belleza que, de otra
forma, se fosiliza en un “sueño de piedra” puramente formal. La templanza, por
tanto, es esencial para una cultura del honor, de la libertad y de la vida;
esencial por tanto para la cultura de una sociedad libre.
2.
¿Cómo puede santo Tomás pasar del
honor y de la vergüenza, a la idea de templanza como dimensión especial de cada
virtud?
Respuesta:
recurriendo a la noción de “partes potenciales” de la virtud. Llama así, a las
virtudes secundarias que introducen en algunas materias, donde esto es tal vez
menos difícil, la misma medida que la virtud primaria introduce en la materia
principal. Pareciera que santo Tomás atribuye una importancia especial a la
moderación del apetito sexual, como si ahí residiera el principio generador de
toda cultura.
De
hecho, cuando la moderación consigue su victoria más difícil, el resto parece
más fácil. Y a partir de la templanza sexual, se desarrolla sucesivamente la
templanza de las emociones y de todos los movimientos interiores del alma así
como de su expresión, que se traduce en el control seguro de uno mismo, en una
digna modestia en la relación con los demás y en la ausencia de toda
suficiencia, en una contención libre, en una distinción sin afectación, en un
buen decoro sin frialdad y en el uso de las riquezas, y en una sencillez sin
severidad. Todo lo que justamente se llama “buena educación”, cuando proviene
del corazón, puede desarrollarse sólo después de adquirir una cierta templanza
sexual, sin la cual los hombres se convierten en salvajes ineducados: ímpetu,
irreflexión, brutalidad, vulgaridad, ostentación, arrogancia, etc. No es
posible concebir una sociedad libre y duradera poblada de este tipo de
ciudadanos, carentes tanto de buenas costumbres como de buenas maneras.
3.
La tercera pregunta se refiere al
lugar que ocupan las virtudes evangélicas (humildad, castidad, dulzura,
sencillez, etc.) en la organización general del sistema de las virtudes.
Para santo Tomás la castidad es una virtud
porque conforma el apetito sexual al uso recto de la razón. También la humildad
es una virtud mediante la cual el hombre no busca lo que es demasiado elevado
para él, sino que se mantiene en el deseo de lo que es proporcionado a él.
Santo Tomás añade que la magnanimidad es
una virtud que va de la mano de la humildad. Así como la humildad frena el
deseo de superioridad, la magnanimidad refuerza al alma contra la desesperación
y la incita a buscar las cosas grandes de una manera conforme a la razón. No
existe aquí un concepto especial de virtud, diferente del concepto general
aristotélico (mesura, termino medio, recta razón, etc.).
Pero con esto, santo Tomás se eleva
hasta considerar la relación con dios. Según él, “la humildad comprende primero
la sumisión del hombre a Dios”. De igual forma, hablando de la castidad, se
eleva hasta la castidad espiritual que consiste en la voluntad de unirse
amablemente a nuestro bien espiritual, Dios, y de rechazar el complacerse en
todo lo que no es este bien, que sería contrario a la voluntad divina. El
concepto principal de esta castidad se encuentra en las virtudes teologales mediante
las cuales el espíritu del hombre está unido a Dios.
Por
tanto no nos equivocamos al afirmar que las virtudes evangélicas son las
virtudes secundarias de la templanza, que es, en el sistema aristotélico, la
última de las virtudes cardinales. Pero estas virtudes secundarias de la última
de las virtudes cardinales son paradójicamente fundamentales. Es espíritu
evangélico es temperante, en el sentido de que la templanza le conviene
especialmente al hombre pecador, rescatado y penitente. La templanza que modera
el deseo de grandeza, de gloria y de perfección y, por tanto, la humildad,
desemboca concretamente no en una simple limitación razonable de un deseo de
gloria o de honor, sino en la realización de la voluntad individual dentro del
orden completo de la Providencia que asigna a cada ser cierto grado y que éste
debe buscar con magnanimidad sin contentarse con menos y al cual debe atenerse
con una sabia moderación.
La
virtud cardinal de la templanza, sobre todo en sus aspectos íntimos y
espirituales, como la humildad, se identifican con una fe en la Providencia;
una fe que va hasta el fondo de su propia lógica y que ocupa un lugar en el
orden y en el desarrollo de la creación, en el plano de la salvación, en el
cuerpo de Cristo. Y en esta inserción se realiza de la forma más ontológica y
más existencial posible la unión del hombre con Dios. Tal vez, esta elevación a
lo teologal, este injerto o implante de lo cardinal en lo teologal sería
posible para cada virtud, pero parece especialmente apropiado y visible en el
caso de estas virtudes potenciales de la templanza que han sido definidas como
evangélicas.
Entendida
en este sentido, la virtud de la templanza tiene relación con el problema de la
política ecológica.
De la virtud moral de la templanza a la política ecológica
a)
Templanza y ecología
¿En
qué es susceptible de desarrollarse, bajo la forma de política ecológica, lato
censa, la virtud moral de la templanza? Se puede partir de un ejemplo
utópico para introducir la cuestión. Supongamos que todos loa habitantes de los
países desarrollados acepten abstenerse de comer carne los viernes. El consumo
de carne en el mundo disminuiría por lo menos en una décima parte. A la vez,
también el consumo de cereales para el ganado disminuiría una décima parte y esto
pondría a disposición de la alimentación humana una cantidad de cereales más o
menos igual: esto bastaría para eliminar la desnutrición, con tal de que esta
modificación en el consumo vaya acompañada de una reorganización de los
mercados, del crédito, etc. La extensión de una virtud como el ayuno, es capaz
de acabar con el hambre en el mundo. La política maquiavélica se reiría de
estos propósitos afirmando la imposibilidad de modificar el corazón humano.
Entonces, ¿cuál es l apolítica realista que se propone? ¿Acaso el incremento de
la producción con medios técnicos más productivos cuya puesta en práctica sería
suscitada por la atracción del beneficio? Nada nos impide imaginar que, en el
caso de que la cultura moral no se modifique, el eventual crecimiento de la
producción cerealista obtenido por medios técnicos de manera interesada no
pueda ser absorbido por un consumo creciente por parte de los animales que a su
vez sea absorbido por un régimen alimenticio cada vez más basado en la carne
por parte de los países o de las clases ricas. Sería interesante saber si, sin
una reducción de los niveles de consumo de carne en las clases ricas, reducción
guiada por una cierta reforma axiológica y espiritual, la reducción de los
índices de desnutrición no requeriría una tasa de crecimiento de la producción
cerealista absolutamente irreal. Así, el maquiavelismo llamado realista se
reduciría a puro cinismo. De esta forma, desde el punto de vista
macroeconómico, una cultura que atribuyese al ayuno un cierto valor espiritual
podría revelarse en definitiva como el único método eficaz y realista para
luchar contra la desnutrición y. por tanto, respetar el derecho de los hombres
a la vida.
Una
consideración semejante, a pesar de su aspecto utópico se podría extender a
otros ámbitos. Elevémonos al concepto universal que encierra: una política
ecológica realista sería aquella que subordinara la gula y el apego al dinero
al respeto del derecho a la vida. Si se adopta el derecho a la vida como
criterio supremo de organización de la economía mundial, se llega a reconocer
la importancia primaria de la agricultura y la ganadería, pero en primer lugar
de la agricultura. Se llegaría también a exigir que la industria presente las
siguientes características: duración responsable del sistema industrial, por
tanto, una estructura y un desarrollo no parasitario y no depredador de la
industria. La consideración de la naturaleza que está en el centro de la idea
ecológica, corre el riesgo de ser simplemente una nostalgia o un mero
sentimentalismo urbano despojado de cualquier efectividad económica si en él no
se incorpora la idea de una industria que respete una cierta primacía económica
de la agricultura y la ganadería, es decir, la primacía del respeto a los más
pobres y su derecho a la vida. “Panem nostrum quotidianum da nobis hodie”.
c)
Por el contrario: la destemplanza
contra la ecología
Parecería
que los desórdenes ecológicos tienen origen en la codicia y en el afán de
poder. Estos son precisamente los dos elementos principales de cualquier vicio
a los que se oponen la templanza y las virtudes vinculadas a ella: la humildad
y la modestia. La templanza modera el afán por ganar y, por tanto, frena tanto
la reducción del trabajo como el afán por él, pero también la pasión perezosa
por el reposo y el afán por el juego y el placer.
Es
posible enunciar numerosos argumentos para sostener la tesis según la cual no
reconocer la virtud de la templanza condena ya a cualquier política ecológica a
la ineficacia.
1.
Existe una coherencia general
entre todas las partes potenciales de la templanza (dulzura, humildad,
modestia, castidad, etc.). Por el contrario, existe una coherencia que empuja a
la templanza en una dirección y a la destemplanza en otra al mismo tiempo, por
ejemplo, valorar el libertinaje sexual y la sobriedad alimenticia o el
desinterés por el lujo.
2.
La destemplanza, y en especial la
lujuria, consiste en una actitud general concupiscente y codiciosa hacia las
cosas y las personas. Una ecología coherente implica una ruptura con esta
actitud. Es difícil entender como es posible no asumir una actitud
fundamentalmente posesiva con las personas, si no ha cambiado la actitud hacia
las cosas de naturaleza infrahumana y viceversa. El Cántico de las criaturas
de san Francisco de Asís parece ser la expresión de esta profunda coherencia
entre la visión fraternal de la naturaleza y nuestra visión fraternal de los
hombres.
3.
La política ecológica implica una
gran prudencia y prevención. La aversio futuri es un efecto propio de la
lujuria. Se ve claramente en el desvarío de los pueblos ricos, altamente
instruidos y racionales, que pretenden beneficiarse de las pensiones y, a la
vez, eximirse de tener hijos que las paguen.
4.
Cuando falta la templanza es
necesario sustituir la prudencia por la precaución y la prudentia carnis.
La política de la responsabilidad se fundamenta entonces en el miedo. Destruye
la confianza que es el principio de una vida política libre. Una política
ecológica basada en el miedo sólo puede ser una política restrictiva y, por
tanto, casi con certeza, en época de democracia una política abocada al
fracaso.
5.
La falta de pudor es una especie
de cinismo, y entre el cinismo y la crueldad y entre la crueldad y el gusto por
la nada hay un paso. Esto se ve muy bien en el análisis del tipo de humor. La
dulzura, sin la cual difícilmente se concibe una sensibilidad ecológica, debe
ir de la mano del pudor y la pureza.
6.
Una política ecológica presupone
la superación de una cierta racionalidad cartesiana, demasiado objetiva y, a la
vez, demasiado subjetiva. Demasiado objetiva: mecaniza la naturaleza, ignora su
orden y su finalidad. Demasiado subjetiva: está desarmada contra la tentación
de la desmesura que pretende ocupar el lugar de la razón. Podemos demostrar que
la superación del uso racionalista de la razón no sabría ser puramente
intelectual y metódica. Presupone, por el contrario, una coherencia entre el
ejercicio de la razón y la práctica de las virtudes morales, especialmente de
la templanza en sus partes potenciales. La dulzura y la humildad son hechos que
cuestionan la validez de los conceptos clásicos del racionalismo, así como la
represión de la curiositas y la pureza preservan a la razón contra la
exuberancia irracional. La templanza es una virtud de lo racional mientras que
la destemplanza abre el intelecto a lo irracional o al racionalismo.
7.
Una política moderna que rechace
la templanza es antimoderna, en cierto modo, porque se convierte en una
política del miedo y de la precaución. La sensibilidad ecológica cuando está
constituida por el miedo y alberga la lujuria se revela incapaz de considerar
las producciones de la técnica humana con un optimismo razonable y se orienta
hacia la pasión antimoderna, antitécnica y antiprogresista.
Todos
estos argumentos parecen probar la imposibilidad política de llegar una
ecología efectiva sin pasar por una nueva valoración cultural de la templanza.
Es posible demostrar que la posibilidad efectiva de llegar a una política
ecológica pasa a través del reconocimiento de una templanza que honre la vida
familiar.
Perspectivas para una ecología familiar que honre la
virtud de la templanza
1.
La consideración a largo plazo
sólo puede ser el efecto del miedo individual o del amor de los padres. Por eso
una política ecológica que respete de forma duradera la libertad humana sólo puede
ser una política ecológica que abarque la idea y el ideal de una sociedad
basada en la familia. La lujuria desemboca en el desmembramiento de la familia.
La templanza, opuesta a la lujuria, tiene como efecto político precisamente la
protección de la vida familiar. Por consiguiente, la ecología será familiar o
totalitaria; y un posible retorno a una vida más sencilla será familiar o
tiránico. Será familiar sólo si recuperamos la virtud de la templanza.
2.
La preocupación por la
supervivencia es moral y escapa a la pasión irracional y tiránica, sólo si se
basa en el derecho del hombre a la vida, desde el principio hasta el final de
su existencia. La política ecológica sin respeto por la vida es probablemente
una mentira y al no poseer ninguna coherencia no puede llegar a nada. El
instinto de supervivencia sin respeto por la vida corre el riesgo de desembocar
por miedo en un totalitarismo homicida.
3.
La ecología del ambiente externo
no puede desarrollarse sin la del ambiente interno, y una revisión del
mecanismo prometeico debe llevar a poner en discusión los conceptos standar
más difundidos sobre la regulación de la fertilidad humana. Pero esta discusión
se bloquea precisamente debido a la fuerza de la lujuria. Por eso una ecología
sin templanza carece de estructura y de coherencia.
4.
El alma temperante no considera en
primer lugar las cosas materiales. Tiende a ver en ellas realidades simbólicas
de otras realidades más elevadas, que son espirituales, invisibles e
inmortales. En un fenómeno como el de la contaminación de los ríos y los mares,
del aire y del suelo, ésta encuentra el punto de partida para meditar sobre la
contaminación más profunda que afecta a la vida y el espíritu del hombre. La
templanza permite profundizar el concepto de ecología: la sabiduría de la casa,
el arte de saber vivir bien y de saber morar. La morada del alma es Dios y la
morada de Dios es el alma. En esta perspectiva la economía podría ser la
doctrina normativa que correspondería a la ecología como disciplina
contemplativa. Sin duda habría que llegar hasta la idea de una ecología del
espíritu y desarrollar una reflexión sobre la contaminación, mediante las
imágenes comunes; y sobre la purificación de la inteligencia y de la fantasía
humana, mediante la fe.
Ecología
humana, ecología del espíritu: ¿qué pensar de la ausencia de estas dos
dimensiones en la problemática actual de la ecología? El alma demasiado carnal
está completamente inmersa en el mundo que la rodea y no tiene otro
recogimiento que el que le lleva a adorar la Naturaleza antes de superarla en
el vacío y en la ausencia de pensamiento. En esa vaciedad, no habita ya
nada.
No
es posible hablar de una sola ecología. Una fractura la atraviesa, la divide.
Existen dos posibles versiones según las cuales el pensamiento de la morada, de
la casa se refiere al teísmo o al panteísmo. El panteísmo naturalista en cuanto
exaltación de la carne forma un sistema con el misticismo nihilista que es la
desilusión. Un ecologismo racional, moderado y utilitario corresponde a una
existencia pragmática muy distante de los puntos de vista anteriores. En los
países occidentales desarrollados parece imposible no ver el arraigo profundo
de estas diferentes figuras de la ecología en la destemplanza. La ecología se
perfila, cada vez más, como un antihumanismo y una política de la carne, como
una cultura de la voluntad y de la muerte. Por el contrario, la ecología teísta
parte del concepto de cosmos como óikos koinos. Se trata de contemplar y
servir a la familia humana en su casa, en su jardín donde el Padre pasea al
fresco de la tarde.
La templanza difícil
Nosotros estudiamos las virtudes sólo
para ser virtuosos. El verdadero problema de la virtud es el de su adquisición.
La dificultad de ser o hacerse temperante es mayor aún
en una
situación de riqueza colectiva de la sociedad, sobre todo sin el socorro de la
gracia.
El deseo de la templanza puede estar
radicado en la moralidad del honesto, en el sentido del honor humano,
espiritual y libre. No ser esclavo, ser dueño de uno mismo. La experiencia
demuestra que el estoicismo es insuficiente y sofocante y que alimenta siempre
la razón epicúrea. Hay mucha diferencia entre la honradez ciceroniana y la
pureza evangélica.
El deseo de ser temperado es menos
natural hoy que en la época del humanismo clásico. El deseo de libertad ya se
satisface bastante ampliamente en empresas de liberación (o de pretendida
libertad) política o técnica. Parece que buscar el honor independientemente de
las pasiones se ha convertido en algo superficial. Por el contrario se
trataría, tal vez, de demostrar la sumisión a ciertas autoridades, mientras que
el honor se encuentra en la afirmación de la independencia más absoluta. Es
suficiente que el vicio tenga un aire de arrogancia para que sea considerado
inmediatamente como una virtud.
El deseo de ser temperado presupone
que se recupere ya esta voluntad clásica de profunda independencia y esto
presupone que se vaya más allá de una concepción de uso de la razón
racionalista, que no es otra cosa que la expresión en el orden espiritual de la
voluntad de independencia absoluta. Lamentablemente, el crédito que se le ha
dado a un cierto racionalismo es tan grande, que la sola voluntad de seguir la
voz de la conciencia está considerada como una falta de inteligencia o de
espíritu crítico. Es necesario, por tanto, recuperar la voluntad libre de
adquirir la virtud, pasar por una profundización del espíritu crítico.
El
hombre de la época de la técnica no es temperado de buena gana. Tiene miedo a
la frustración. La confunde con la privación y por eso no la soporta. La
verdadera templanza priva a veces pero no defrauda. Uno queda defraudado debido
al Bien. Se carece de un bien. Uno queda defraudado por un bien sólo en
la medida en la que se lo considera (falsamente) el Bien. La templanza es
dirigir nuestro ser hacia el Bien más allá de los bienes. La templanza es la
virtud que hace fracasar la frustración, como la esperanza es la virtud que nos
hace gozar del Bien del que estamos aún privados, pero cuya idea de posesión
nos impide ya quedar defraudados por algo.
No
hay vida sin privación. Por consiguiente si uno está frustrado sólo a causa de
las privaciones no habrá vida sin frustración. La sabiduría humana, en cuanto
liberación de la frustración, pasa a través de la aceptación de la privación.
Pero la privación misma no se soporta existencialmente, si el hecho de refrenar
nuestra vitalidad no va acompañado por un flujo de energía hacia el interior,
que une con fuerza a la persona a su Bien verdadero en el acto mediante el cual
ésta renuncia a la vanidad que trata de seducirla. Esta es la sabiduría íntima
de la templanza cristiana que une a la persona al Amor divino en el acto de la
crucifixión de la carne. Esto es estoicismo sólo aparentemente. De hecho se
trata de fidelidad a la llamada del Amor en las condiciones concretas de la
existencia humana. El cristiano acaba por no poder vivir si carece de las
privaciones mediante las cuales el Espíritu te guía hacia el gozo puro, amoroso
y casto del Único necesario.
Guardarse
del pecado significa vivir mirando a la criatura de una forma que no implique
aversión a Dios. No querer jamás separarse de la unión divina: esto es, para un
cristiano, el verdadero significado del honor humano y del pudor. Alejarse de
la codicia. Crucificar la carne con Cristo. Convertirse constantemente a Dios.
Gustar la alegría fuerte y dulce de la vida virtuosa. Establecer una relación
pura con las criaturas: no despreciarlas orgullosamente como un estoico, sino
dirigirse a ellas porque se tiene una misión hacia ellas; ser entregado a ellas y entregarse en verdadera amistad, pero en
perfecta pureza, y no darse a los demás porque ya te has entregado a ellos a
través de Dios; vivir así al servicio de la misión del Espíritu, misión de
servicio y de trabajo, pero también de descanso, de divertimento y de alegría.
La
dificultad de adquirir la templanza es tanto intelectual como moral. La “razón
orgullosa” de la que hablaba Pascal se ha convertido en una pantalla que
esconde al hombre su humanidad y se la hace ininteligible. La doctrina de la
templanza no tiene nada de estoica y rigorista. Todo el problema de la
revolución libertina de la posmodernidad se encuentra con una incomprensión
semejante, cosa normal debido a la destemplanza. La enseñanza de Juan Pablo II
es una guía para respetar la tradición del matrimonio y la virginidad.
Volviendo a la ecología común y
acabando con ella, digamos que nos parece que está encerrada en una
contradicción entre su espíritu de sensualidad y sus intenciones políticas.
Tendrá que respetar la moral de su política o hacer de la tiranía una segunda
dimensión de su política que, sin embargo, en semejantes condiciones, no tendrá
éxito. La ecología será familiar y evangélica o no existirá de hecho.
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