miércoles, 13 de agosto de 2014

LA TEMPLANZA, VIRTUD ECOLÓGICA

La virtud de la templanza parece tener como objeto principal conformar las tendencias sexuales y alimentarias a la razón. No se entiende bien qué relación tiene esta virtud con una intención o una acción ecológica, si no es la de probar la existencia de una relación privilegiada entre un uso correcto del sexo y la ecología.  Aunque la existencia de esta relación no es imposible, no es inmediatamente evidente.
Es posible afirmar incluso que la observación científica de los movimientos ecológicos lleva más bien a creer lo contrario. Observamos una mezcla de tendencias al panteísmo naturalista y al orientalismo tántrico, una sensibilidad hacia los temas marxistas y freudianos, todo orientado hacia un pansexualismo más o menos trivializado o sacralizado; un feminismo extremista que adopta posiciones de vanguardia sobre el problema del “derecho al aborto”. Aventuramos la hipótesis de que la instancia ecológica, entendida en toda su profundidad, nos lleva de nuevo a la virtud de la templanza, también entendida en toda su riqueza.

De la definición de ecología a los problemas antropológicos y morales


En su definición práctica la ecología es una política, que pretende combatir los efectos perniciosos de la industrialización y asegurar la permanencia de las condiciones favorables para la vida en el planeta. Semejante política es simplemente conforme al uso recto de la razón. Puede parecer antimoderno o anti-industrial o por el contrario, puede llevar a definir un concepto de industrias más rico, en el que se incorporan la preocupación por la renovación de la materia y de la energía, el concepto de la recuperación de  los materiales utilizados, del reciclaje de los desechos, etc.

Los instrumentos de tal política son:
a)      Materiales y políticos:
Una política ecológica es cara y exige mucho ingenio. Tiene que conseguir los medios tecnológicos, financieros y fiscales a escala nacional e internacional permitiendo la realización de una industria ecológica. Esta política no es sólo material, implica una especie de revolución mental; tiene el mérito de hacernos salir de lo instantáneo o de la dimensión atemporal matemática-financiera para considerar el concepto de duración. Nos obliga a salir de la pasión prometeica, de la ilusión de omnipotencia, del olvido de la muerte, del exceso; nos obliga a considerar a considerar la dimensión de la duración, a situar al hombre en la naturaleza y a descubrir la moral del límite de la justa medida. Teniendo en cuenta la evolución tecnológica, esta política no deja de reflexionar sobre la crisis del trabajo y sobre su futuro, lo que plantea problemas de orden antropológico. Todo esto lleva a examinar las condiciones intelectuales y morales de la que podría ser una política ecologista razonable, justa y eficaz.

b)      Intelectuales y morales:
La consideración ecológica de la dimensión de la duración debería ampliarse al examen del problema del crecimiento global. Una política ecológica parece que debería ser casi siempre maltusiana. Se presenta como renuncia a la locura de un crecimiento ilimitado y por eso parece que está a favor de una sociedad estacionaria. No se puede pensar en renunciar al pensamiento racional, científico y técnico, a una cultura de la libertad de juicio (del liberum arbitrium), al ideal de una sociedad libre que reconozca el carácter personal del ser humano. Los espíritus ecologistas intentan reunir estas dos características: maltusianismo estacionario e ideal de libertad.
No es totalmente seguro que exista una fórmula coherente y sostenible. Una política ecológica conforme con la idea de una sociedad libre debería también hacer posible un crecimiento continuo, porque, no existe libertad sin perspectiva de crecimiento; pero una ecología no maltusiana implica una profunda renovación intelectual y moral. Se intuye que la realización de la sociedad estacionaria, con todo lo que implica en términos de bloqueo voluntario, de petrificación, de inmovilización no puede dar espacio a la libertad en el terreno intelectual, moral o político (en el que tendrá que reinar lo “ecológicamente correcto”), de forma que no habría ya posibilidad de expresión para la libertad, excepto en el terreno sexual o alimentario (in cibis ac venereis); en el terreno sexual se trata de una sexualidad despojada de cualquier riesgo de fecundidad. Por eso existe una coherencia profunda entre ecologismo totalitario y maltusiano por una parte y pansexualismo hedonista y sacralizado por la otra. La convergencia de los dos aspectos contribuye a un aislamiento de las almas y a una cultura de la despersonalización, de anulación de la persona en el fondo de su ego hedonista. Ésta es una de las estructuras más fuertes de la cultura new age. Pero el hecho de que esta coherencia pasional exista, no significa que pueda construir la cultura de una política ecológica efectiva y duradera.
La hipótesis de trabajo es que semejante política presupone, por el contrario, una renovación intelectual y moral que debe pasar a través de una meditación sobre la templanza.

La estructura de la templanza según santo Tomás


Un tema tradicional de la filosofía moral de la antigüedad era el de la unidad y la multiplicidad de la virtud. Afirmamos que la virtud es una, ya que todas las virtudes se apoyan en otras, están conectadas. Y, sin embargo, las virtudes son múltiples, diferenciadas y especializadas, como si la virtud fuera multidimensional.

En santo Tomás la virtud de la templanza parece presentarse de cuatro formas:
1.      Existe, ante todo, la templanza como moderación, medida, capacidad de ser mesurado, por tanto, control de uno mismo que nos mantiene dentro de un cierto orden y en la dimensión justa propia de lo humano; que nos orienta hacia el télos del hombre “racional”, de aquel que juzga y camina en la verdad hacia la verdad (ratio est intellectu in motu). La “templanza” es simplemente otro nombre para definir “la virtud”.
2.      En un segundo significado, la templanza es la virtud que regula nuestros apetitos sensibles.
3.      En un tercer significado, es una virtud todavía más especial, que tiene como objeto particular regular el apetito sexual y hacerlo compatible con la vía de la razón (búsqueda de la verdad).
4.      En un cuarto significado, parecido al primero pero más amplio, la templanza aparecer como una dimensión especial de cada virtud. La templanza entendida en este cuarto sentido, es la noción que permite a santo Tomás articular la moral aristotélica de las virtudes cardinales con la moral cristiana de las virtudes evangélicas (dulzura, humildad, castidad, etc.)

Es posible plantearse tres preguntas sobre la relación entre estos diferentes significados.
1.      ¿Cómo se pasa de la virtud especial de la moderación de cada apetito sensible, a la virtud aún más especial de la moderación del apetito sexual?
Una primera respuesta consiste en afirmar que la templanza es ante todo la virtud que regula los placeres más vivos y modera los apetitos menos dominables. Existe una segunda, que sin anular la primera, nos explica el porqué y abre nuevas perspectivas.
La templanza, dice santo Tomás, se compone de dos partes: la honestidad (honestas) y la vergüenza (verecundia). La verecundia no es el pudor en sentido estricto, que el latín se denomina pudicitia, en el que santo Tomás ve una simple parte subjetiva de la castidad. Es más bien la vergüenza, en el sentido en el que se habla con desprecio de una persona sin vergüenza. El honestum latino se parece, en el Cicerón del De officiis, al kalón griego. El honestum es el amor a lo que hay de bello y de noble en la virtud, especialmente en la templanza. Por el contrario, la verecundia, que se traduce a veces como pudor y a veces como vergüenza, es la huida de que es feo y vil o de lo que es innoble en el vicio, especialmente en la destemplanza.
Estos conceptos de bello y feo no implican un estetismo moral, sino recuerdan que existe un acceso estético al interior de la moralidad a través de la comprensión íntima de sus expresiones, ya que la belleza no se encuentra sólo en la perfección de la forma, sino también en la expresión de la potencia y de la vida, sobre todo en la vida del espíritu que es completamente libre. Además, y siempre en la misma dirección, el término honestas reclama a la idea de honor, por tanto de autoridad, señoría, libertad, misión y dignidad. Es en este sentido en el que la destemplanza sexual es especialmente innoble y fea, como la gula o la embriaguez.
No se intenta infravalorar la sexualidad ya que es perfectamente digna cuando está integrada en el orden conyugal que participa de los valores de la honestidad y de la santidad. Tampoco la comparación poco aduladora entre el hombre y el animal es el punto de ataque que permite a santo Tomás denunciar la fealdad y el carácter vergonzoso de la lujuria. El ser humano es un animal, pero un animal racional. Sólo la templanza permite acceder a la belleza que, de otra forma, se fosiliza en un “sueño de piedra” puramente formal. La templanza, por tanto, es esencial para una cultura del honor, de la libertad y de la vida; esencial por tanto para la cultura de una sociedad libre.

2.      ¿Cómo puede santo Tomás pasar del honor y de la vergüenza, a la idea de templanza como dimensión especial de cada virtud?
Respuesta: recurriendo a la noción de “partes potenciales” de la virtud. Llama así, a las virtudes secundarias que introducen en algunas materias, donde esto es tal vez menos difícil, la misma medida que la virtud primaria introduce en la materia principal. Pareciera que santo Tomás atribuye una importancia especial a la moderación del apetito sexual, como si ahí residiera el principio generador de toda cultura.
De hecho, cuando la moderación consigue su victoria más difícil, el resto parece más fácil. Y a partir de la templanza sexual, se desarrolla sucesivamente la templanza de las emociones y de todos los movimientos interiores del alma así como de su expresión, que se traduce en el control seguro de uno mismo, en una digna modestia en la relación con los demás y en la ausencia de toda suficiencia, en una contención libre, en una distinción sin afectación, en un buen decoro sin frialdad y en el uso de las riquezas, y en una sencillez sin severidad. Todo lo que justamente se llama “buena educación”, cuando proviene del corazón, puede desarrollarse sólo después de adquirir una cierta templanza sexual, sin la cual los hombres se convierten en salvajes ineducados: ímpetu, irreflexión, brutalidad, vulgaridad, ostentación, arrogancia, etc. No es posible concebir una sociedad libre y duradera poblada de este tipo de ciudadanos, carentes tanto de buenas costumbres como de buenas maneras.

3.      La tercera pregunta se refiere al lugar que ocupan las virtudes evangélicas (humildad, castidad, dulzura, sencillez, etc.) en la organización general del sistema de las virtudes.
      Para santo Tomás la castidad es una virtud porque conforma el apetito sexual al uso recto de la razón. También la humildad es una virtud mediante la cual el hombre no busca lo que es demasiado elevado para él, sino que se mantiene en el deseo de lo que es proporcionado a él. Santo Tomás  añade que la magnanimidad es una virtud que va de la mano de la humildad. Así como la humildad frena el deseo de superioridad, la magnanimidad refuerza al alma contra la desesperación y la incita a buscar las cosas grandes de una manera conforme a la razón. No existe aquí un concepto especial de virtud, diferente del concepto general aristotélico (mesura, termino medio, recta razón, etc.).
Pero con esto, santo Tomás se eleva hasta considerar la relación con dios. Según él, “la humildad comprende primero la sumisión del hombre a Dios”. De igual forma, hablando de la castidad, se eleva hasta la castidad espiritual que consiste en la voluntad de unirse amablemente a nuestro bien espiritual, Dios, y de rechazar el complacerse en todo lo que no es este bien, que sería contrario a la voluntad divina. El concepto principal de esta castidad se encuentra en las virtudes teologales mediante las cuales el espíritu del hombre está unido a Dios.
Por tanto no nos equivocamos al afirmar que las virtudes evangélicas son las virtudes secundarias de la templanza, que es, en el sistema aristotélico, la última de las virtudes cardinales. Pero estas virtudes secundarias de la última de las virtudes cardinales son paradójicamente fundamentales. Es espíritu evangélico es temperante, en el sentido de que la templanza le conviene especialmente al hombre pecador, rescatado y penitente. La templanza que modera el deseo de grandeza, de gloria y de perfección y, por tanto, la humildad, desemboca concretamente no en una simple limitación razonable de un deseo de gloria o de honor, sino en la realización de la voluntad individual dentro del orden completo de la Providencia que asigna a cada ser cierto grado y que éste debe buscar con magnanimidad sin contentarse con menos y al cual debe atenerse con una sabia moderación.
La virtud cardinal de la templanza, sobre todo en sus aspectos íntimos y espirituales, como la humildad, se identifican con una fe en la Providencia; una fe que va hasta el fondo de su propia lógica y que ocupa un lugar en el orden y en el desarrollo de la creación, en el plano de la salvación, en el cuerpo de Cristo. Y en esta inserción se realiza de la forma más ontológica y más existencial posible la unión del hombre con Dios. Tal vez, esta elevación a lo teologal, este injerto o implante de lo cardinal en lo teologal sería posible para cada virtud, pero parece especialmente apropiado y visible en el caso de estas virtudes potenciales de la templanza que han sido definidas como evangélicas.
Entendida en este sentido, la virtud de la templanza tiene relación con el problema de la política ecológica.

De la virtud moral de la templanza a la política ecológica


a) Templanza y ecología

¿En qué es susceptible de desarrollarse, bajo la forma de política ecológica, lato censa, la virtud moral de la templanza? Se puede partir de un ejemplo utópico para introducir la cuestión. Supongamos que todos loa habitantes de los países desarrollados acepten abstenerse de comer carne los viernes. El consumo de carne en el mundo disminuiría por lo menos en una décima parte. A la vez, también el consumo de cereales para el ganado disminuiría una décima parte y esto pondría a disposición de la alimentación humana una cantidad de cereales más o menos igual: esto bastaría para eliminar la desnutrición, con tal de que esta modificación en el consumo vaya acompañada de una reorganización de los mercados, del crédito, etc. La extensión de una virtud como el ayuno, es capaz de acabar con el hambre en el mundo. La política maquiavélica se reiría de estos propósitos afirmando la imposibilidad de modificar el corazón humano. Entonces, ¿cuál es l apolítica realista que se propone? ¿Acaso el incremento de la producción con medios técnicos más productivos cuya puesta en práctica sería suscitada por la atracción del beneficio? Nada nos impide imaginar que, en el caso de que la cultura moral no se modifique, el eventual crecimiento de la producción cerealista obtenido por medios técnicos de manera interesada no pueda ser absorbido por un consumo creciente por parte de los animales que a su vez sea absorbido por un régimen alimenticio cada vez más basado en la carne por parte de los países o de las clases ricas. Sería interesante saber si, sin una reducción de los niveles de consumo de carne en las clases ricas, reducción guiada por una cierta reforma axiológica y espiritual, la reducción de los índices de desnutrición no requeriría una tasa de crecimiento de la producción cerealista absolutamente irreal. Así, el maquiavelismo llamado realista se reduciría a puro cinismo. De esta forma, desde el punto de vista macroeconómico, una cultura que atribuyese al ayuno un cierto valor espiritual podría revelarse en definitiva como el único método eficaz y realista para luchar contra la desnutrición y. por tanto, respetar el derecho de los hombres a la vida.
Una consideración semejante, a pesar de su aspecto utópico se podría extender a otros ámbitos. Elevémonos al concepto universal que encierra: una política ecológica realista sería aquella que subordinara la gula y el apego al dinero al respeto del derecho a la vida. Si se adopta el derecho a la vida como criterio supremo de organización de la economía mundial, se llega a reconocer la importancia primaria de la agricultura y la ganadería, pero en primer lugar de la agricultura. Se llegaría también a exigir que la industria presente las siguientes características: duración responsable del sistema industrial, por tanto, una estructura y un desarrollo no parasitario y no depredador de la industria. La consideración de la naturaleza que está en el centro de la idea ecológica, corre el riesgo de ser simplemente una nostalgia o un mero sentimentalismo urbano despojado de cualquier efectividad económica si en él no se incorpora la idea de una industria que respete una cierta primacía económica de la agricultura y la ganadería, es decir, la primacía del respeto a los más pobres y su derecho a la vida. “Panem nostrum quotidianum da nobis hodie”.

c)      Por el contrario: la destemplanza contra la ecología

Parecería que los desórdenes ecológicos tienen origen en la codicia y en el afán de poder. Estos son precisamente los dos elementos principales de cualquier vicio a los que se oponen la templanza y las virtudes vinculadas a ella: la humildad y la modestia. La templanza modera el afán por ganar y, por tanto, frena tanto la reducción del trabajo como el afán por él, pero también la pasión perezosa por el reposo y el afán por el juego y el placer.
Es posible enunciar numerosos argumentos para sostener la tesis según la cual no reconocer la virtud de la templanza condena ya a cualquier política ecológica a la ineficacia.
1.      Existe una coherencia general entre todas las partes potenciales de la templanza (dulzura, humildad, modestia, castidad, etc.). Por el contrario, existe una coherencia que empuja a la templanza en una dirección y a la destemplanza en otra al mismo tiempo, por ejemplo, valorar el libertinaje sexual y la sobriedad alimenticia o el desinterés por el lujo.
2.      La destemplanza, y en especial la lujuria, consiste en una actitud general concupiscente y codiciosa hacia las cosas y las personas. Una ecología coherente implica una ruptura con esta actitud. Es difícil entender como es posible no asumir una actitud fundamentalmente posesiva con las personas, si no ha cambiado la actitud hacia las cosas de naturaleza infrahumana y viceversa. El Cántico de las criaturas de san Francisco de Asís parece ser la expresión de esta profunda coherencia entre la visión fraternal de la naturaleza y nuestra visión fraternal de los hombres.
3.      La política ecológica implica una gran prudencia y prevención. La aversio futuri es un efecto propio de la lujuria. Se ve claramente en el desvarío de los pueblos ricos, altamente instruidos y racionales, que pretenden beneficiarse de las pensiones y, a la vez, eximirse de tener hijos que las paguen.
4.      Cuando falta la templanza es necesario sustituir la prudencia por la precaución y la prudentia carnis. La política de la responsabilidad se fundamenta entonces en el miedo. Destruye la confianza que es el principio de una vida política libre. Una política ecológica basada en el miedo sólo puede ser una política restrictiva y, por tanto, casi con certeza, en época de democracia una política abocada al fracaso.
5.      La falta de pudor es una especie de cinismo, y entre el cinismo y la crueldad y entre la crueldad y el gusto por la nada hay un paso. Esto se ve muy bien en el análisis del tipo de humor. La dulzura, sin la cual difícilmente se concibe una sensibilidad ecológica, debe ir de la mano del pudor y la pureza.
6.      Una política ecológica presupone la superación de una cierta racionalidad cartesiana, demasiado objetiva y, a la vez, demasiado subjetiva. Demasiado objetiva: mecaniza la naturaleza, ignora su orden y su finalidad. Demasiado subjetiva: está desarmada contra la tentación de la desmesura que pretende ocupar el lugar de la razón. Podemos demostrar que la superación del uso racionalista de la razón no sabría ser puramente intelectual y metódica. Presupone, por el contrario, una coherencia entre el ejercicio de la razón y la práctica de las virtudes morales, especialmente de la templanza en sus partes potenciales. La dulzura y la humildad son hechos que cuestionan la validez de los conceptos clásicos del racionalismo, así como la represión de la curiositas y la pureza preservan a la razón contra la exuberancia irracional. La templanza es una virtud de lo racional mientras que la destemplanza abre el intelecto a lo irracional o al racionalismo.
7.      Una política moderna que rechace la templanza es antimoderna, en cierto modo, porque se convierte en una política del miedo y de la precaución. La sensibilidad ecológica cuando está constituida por el miedo y alberga la lujuria se revela incapaz de considerar las producciones de la técnica humana con un optimismo razonable y se orienta hacia la pasión antimoderna, antitécnica y antiprogresista.

Todos estos argumentos parecen probar la imposibilidad política de llegar una ecología efectiva sin pasar por una nueva valoración cultural de la templanza. Es posible demostrar que la posibilidad efectiva de llegar a una política ecológica pasa a través del reconocimiento de una templanza que honre la vida familiar.

Perspectivas para una ecología familiar que honre la virtud de la templanza


1.      La consideración a largo plazo sólo puede ser el efecto del miedo individual o del amor de los padres. Por eso una política ecológica que respete de forma duradera la libertad humana sólo puede ser una política ecológica que abarque la idea y el ideal de una sociedad basada en la familia. La lujuria desemboca en el desmembramiento de la familia. La templanza, opuesta a la lujuria, tiene como efecto político precisamente la protección de la vida familiar. Por consiguiente, la ecología será familiar o totalitaria; y un posible retorno a una vida más sencilla será familiar o tiránico. Será familiar sólo si recuperamos la virtud de la templanza.
2.      La preocupación por la supervivencia es moral y escapa a la pasión irracional y tiránica, sólo si se basa en el derecho del hombre a la vida, desde el principio hasta el final de su existencia. La política ecológica sin respeto por la vida es probablemente una mentira y al no poseer ninguna coherencia no puede llegar a nada. El instinto de supervivencia sin respeto por la vida corre el riesgo de desembocar por miedo en un totalitarismo homicida.
3.      La ecología del ambiente externo no puede desarrollarse sin la del ambiente interno, y una revisión del mecanismo prometeico debe llevar a poner en discusión los conceptos standar más difundidos sobre la regulación de la fertilidad humana. Pero esta discusión se bloquea precisamente debido a la fuerza de la lujuria. Por eso una ecología sin templanza carece de estructura y de coherencia.
4.      El alma temperante no considera en primer lugar las cosas materiales. Tiende a ver en ellas realidades simbólicas de otras realidades más elevadas, que son espirituales, invisibles e inmortales. En un fenómeno como el de la contaminación de los ríos y los mares, del aire y del suelo, ésta encuentra el punto de partida para meditar sobre la contaminación más profunda que afecta a la vida y el espíritu del hombre. La templanza permite profundizar el concepto de ecología: la sabiduría de la casa, el arte de saber vivir bien y de saber morar. La morada del alma es Dios y la morada de Dios es el alma. En esta perspectiva la economía podría ser la doctrina normativa que correspondería a la ecología como disciplina contemplativa. Sin duda habría que llegar hasta la idea de una ecología del espíritu y desarrollar una reflexión sobre la contaminación, mediante las imágenes comunes; y sobre la purificación de la inteligencia y de la fantasía humana, mediante la fe.

Ecología humana, ecología del espíritu: ¿qué pensar de la ausencia de estas dos dimensiones en la problemática actual de la ecología? El alma demasiado carnal está completamente inmersa en el mundo que la rodea y no tiene otro recogimiento que el que le lleva a adorar la Naturaleza antes de superarla en el vacío y en la ausencia de pensamiento. En esa vaciedad, no habita ya nada.
No es posible hablar de una sola ecología. Una fractura la atraviesa, la divide. Existen dos posibles versiones según las cuales el pensamiento de la morada, de la casa se refiere al teísmo o al panteísmo. El panteísmo naturalista en cuanto exaltación de la carne forma un sistema con el misticismo nihilista que es la desilusión. Un ecologismo racional, moderado y utilitario corresponde a una existencia pragmática muy distante de los puntos de vista anteriores. En los países occidentales desarrollados parece imposible no ver el arraigo profundo de estas diferentes figuras de la ecología en la destemplanza. La ecología se perfila, cada vez más, como un antihumanismo y una política de la carne, como una cultura de la voluntad y de la muerte. Por el contrario, la ecología teísta parte del concepto de cosmos como óikos koinos. Se trata de contemplar y servir a la familia humana en su casa, en su jardín donde el Padre pasea al fresco de la tarde.

La templanza difícil


Nosotros estudiamos las virtudes sólo para ser virtuosos. El verdadero problema de la virtud es el de su adquisición. La dificultad de ser o hacerse temperante es mayor aún

en una situación de riqueza colectiva de la sociedad, sobre todo sin el socorro de la gracia.
El deseo de la templanza puede estar radicado en la moralidad del honesto, en el sentido del honor humano, espiritual y libre. No ser esclavo, ser dueño de uno mismo. La experiencia demuestra que el estoicismo es insuficiente y sofocante y que alimenta siempre la razón epicúrea. Hay mucha diferencia entre la honradez ciceroniana y la pureza evangélica.
El deseo de ser temperado es menos natural hoy que en la época del humanismo clásico. El deseo de libertad ya se satisface bastante ampliamente en empresas de liberación (o de pretendida libertad) política o técnica. Parece que buscar el honor independientemente de las pasiones se ha convertido en algo superficial. Por el contrario se trataría, tal vez, de demostrar la sumisión a ciertas autoridades, mientras que el honor se encuentra en la afirmación de la independencia más absoluta. Es suficiente que el vicio tenga un aire de arrogancia para que sea considerado inmediatamente como una virtud.
El deseo de ser temperado presupone que se recupere ya esta voluntad clásica de profunda independencia y esto presupone que se vaya más allá de una concepción de uso de la razón racionalista, que no es otra cosa que la expresión en el orden espiritual de la voluntad de independencia absoluta. Lamentablemente, el crédito que se le ha dado a un cierto racionalismo es tan grande, que la sola voluntad de seguir la voz de la conciencia está considerada como una falta de inteligencia o de espíritu crítico. Es necesario, por tanto, recuperar la voluntad libre de adquirir la virtud, pasar por una profundización del espíritu crítico.
El hombre de la época de la técnica no es temperado de buena gana. Tiene miedo a la frustración. La confunde con la privación y por eso no la soporta. La verdadera templanza priva a veces pero no defrauda. Uno queda defraudado debido al Bien. Se carece de un bien. Uno queda defraudado por un bien sólo en la medida en la que se lo considera (falsamente) el Bien. La templanza es dirigir nuestro ser hacia el Bien más allá de los bienes. La templanza es la virtud que hace fracasar la frustración, como la esperanza es la virtud que nos hace gozar del Bien del que estamos aún privados, pero cuya idea de posesión nos impide ya quedar defraudados por algo.
No hay vida sin privación. Por consiguiente si uno está frustrado sólo a causa de las privaciones no habrá vida sin frustración. La sabiduría humana, en cuanto liberación de la frustración, pasa a través de la aceptación de la privación. Pero la privación misma no se soporta existencialmente, si el hecho de refrenar nuestra vitalidad no va acompañado por un flujo de energía hacia el interior, que une con fuerza a la persona a su Bien verdadero en el acto mediante el cual ésta renuncia a la vanidad que trata de seducirla. Esta es la sabiduría íntima de la templanza cristiana que une a la persona al Amor divino en el acto de la crucifixión de la carne. Esto es estoicismo sólo aparentemente. De hecho se trata de fidelidad a la llamada del Amor en las condiciones concretas de la existencia humana. El cristiano acaba por no poder vivir si carece de las privaciones mediante las cuales el Espíritu te guía hacia el gozo puro, amoroso y casto del Único necesario.
Guardarse del pecado significa vivir mirando a la criatura de una forma que no implique aversión a Dios. No querer jamás separarse de la unión divina: esto es, para un cristiano, el verdadero significado del honor humano y del pudor. Alejarse de la codicia. Crucificar la carne con Cristo. Convertirse constantemente a Dios. Gustar la alegría fuerte y dulce de la vida virtuosa. Establecer una relación pura con las criaturas: no despreciarlas orgullosamente como un estoico, sino dirigirse a ellas porque se tiene una misión hacia ellas; ser entregado a ellas  y entregarse en verdadera amistad, pero en perfecta pureza, y no darse a los demás porque ya te has entregado a ellos a través de Dios; vivir así al servicio de la misión del Espíritu, misión de servicio y de trabajo, pero también de descanso, de divertimento y de alegría.
La dificultad de adquirir la templanza es tanto intelectual como moral. La “razón orgullosa” de la que hablaba Pascal se ha convertido en una pantalla que esconde al hombre su humanidad y se la hace ininteligible. La doctrina de la templanza no tiene nada de estoica y rigorista. Todo el problema de la revolución libertina de la posmodernidad se encuentra con una incomprensión semejante, cosa normal debido a la destemplanza. La enseñanza de Juan Pablo II es una guía para respetar la tradición del matrimonio y la virginidad.
Volviendo a la ecología común y acabando con ella, digamos que nos parece que está encerrada en una contradicción entre su espíritu de sensualidad y sus intenciones políticas. Tendrá que respetar la moral de su política o hacer de la tiranía una segunda dimensión de su política que, sin embargo, en semejantes condiciones, no tendrá éxito. La ecología será familiar y evangélica o no existirá de hecho.

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