miércoles, 13 de agosto de 2014

LA VIDA Y LA VIDA ETERNA

He nacido sin haberlo pedido, como un perro o un gato; moriré como ellos, de un mal que no he elegido; y sin embargo, mi vida es infinitamente más digna que la suya. Porque aunque comparto con estos animales superiores la misma realidad biológica, soy también la fuente real de una infinidad de posibilidades. Ciertamente, podría quedarme en un nivel de vida elemental, organizando mis instintos, mis necesidades individuales y sociales,
mis dolores y placeres, para obtener cada día, la parte más agradable posible, sin llegar nunca a la verdad de mi ser, sin reconocer el sentido de mi existencia. ¿Pero esto significa vivir?

Dejarse llevar por la propia naturaleza biológica y estar muerto es lo mismo. Por eso la mayor parte de los hombres están ya muertos, porque están a merced de las fuerzas ciegas que operan en el universo. Están ya muertos porque nunca se han encontrado a sí mismos, porque nunca han tenido acceso a la Vida de su vida. Están ya muertos porque no han entrado en comunión con la presencia que es el corazón y la clave de su intimidad. Están ya muertos porque no se han convertido en una fuente y en un origen, porque no han creado nada; mientras que el hombre es hombre, en el momento en el que se convierte en creador de sí mismo y del universo, ofreciendo a Dios la cuna viviente de un corazón que transparenta su luz. La verdadera nada para el hombre es la ausencia de esta dimensión humana que constituye nuestra dignidad.

La muerte y el pecado


¿Cuál es, por tanto, esta dimensión humana que constituye nuestra dignidad? ¿Cuál es esta dignidad imposible de definir, pero que está en la base del derecho y de la moral y que debe ser reconocida como propia de la misma naturaleza humana para evitar una barbarie aún peor? Es posible ver, la trascendencia de cada uno: una llamada a ser siempre más que uno mismo, estando disponibles al amor de Dios o, simplemente, del otro.
Nuestra muerte consiste en quedarnos anclados en nuestro yo biológico, en no superarnos en nada y por eso el diálogo entre Eva y el tentador, narrado en el Génesis adquiere todo su significado:

Respondió la mujer a la serpiente: “podemos comer del fruto de los árboles del jardín. Más del fruto del árbol que está en medio del jardín, ha dicho Dios no comáis de él, ni lo toquéis, so pena de muerte” Replicó la serpiente a la mujer: “de ninguna manera moriréis...” (Gn 3, 2-4).

Eva se encuentra ante el padre de la mentira. Lo que él le propone, paradójicamente, es simplemente morir, inmediatamente, ahí mismo, desviando la mirada de Dios para ponerla sobre un objeto de deseo fugaz, que la encadena a su realidad carnal.
Por el pecado entró la muerte en el mundo (Rm 5, 12). Entró en dos sentidos: al principio, los hombres se encerraron en la muerte real saliendo de la vida verdadera; después, creyeron que la muerte física, que no es otra cosa que un paso, era la muerte. Creyeron esto precisamente porque no tenían acceso, o lo tenían con mucha dificultad, al mundo trascendente; porque no tenían ya ninguna comunicación directa con la realidad de la vida auténtica y plena.
La muerte biológica no es muerte, sino sólo una separación temporal, debida al hecho de que nuestro cuerpo, marcado por el pecado, necesita una transfiguración, una resurrección para acceder a Dios. El caso de la Virgen nos da luz: incluso en el caso de que ella haya vivido, como Cristo, la separación del cuerpo y del alma, que es lo que nosotros llamamos muerte, no podemos hablar, en ella, de muerte en sentido verdadero. Además su cuerpo estuvo capacitado inmediatamente para ver a Dios.
El relato bíblico llega enseguida a la réplica de la serpiente: “¡De ninguna manera moriréis! Es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses”. Es verdaderamente la falsedad en persona la que la pobre Eva se encuentra delante, ya que llegar a ser como Dios no tiene nada que ver con lo que el tentador pone delante de ella. Lo que le presenta es un ídolo. Dios no es otra cosa que la eterna entrega de un amor sin límite, y llegar a ser como Él, quiere decir entrar en la perfecta humildad, en el abandono absoluto de sí a la gracia del Otro, en la generosidad original. Esto no tiene nada que ver con la adquisición de un conocimiento misterioso o de un poder mágico.
Además, nuestros progenitores no tenían que llegar a ser como Dios por un regalo divino que aún tenían que recibir, sino que ya lo eran por un regalo divino recibido, por un presente en el verdadero sentido de la palabra: un tipo de relaciones que les hacía semejantes a la misma Trinidad.
Si Dios que es amor, creó al hombre a su imagen, significa que lo hizo capaz de amar. Si Dios que es Trinidad creó al hombre as su imagen, significa que le hizo capaz de desarrollar en sí un espacio, una distancia, donde Dios y los demás hombres pueden encontrar un lugar siendo ellos mismos. Al mismo tiempo le ha hecho capaz de una apertura sin reservas y de un respeto absoluto por cada una de las demás personas, divinas o humanas, para constituir la comunidad a la que aspira donde todos son uno (cf. Jn 17,11).
Es precisamente todo esto lo que hace posible despojarse de sí: una emancipación que se confunde con la libertad esencial, raíz de todas las demás. Una libertad vivida de dos formas a la vez: a través del don gratuito de sí y de la acogida desinteresada del otro.
El pecado es lo que destruye la distancia interna, la distancia entre el yo y el yo, en la que puedo albergar al Otro y al otro, esa distancia que hace posible la relación.
De hecho si no puedo crear un espacio dentro de mí, no puedo dejar ningún espacio al otro. Haré del otro algo mío, mi esclavo, o trataré de servirme de él con astucia. No dejaré lugar al no yo, ni siquiera aquí y ningún lugar al tiempo, a la espera, a la paciencia, a la sencilla admiración que reconoce la belleza a través de la cual podría estar disponible para un artista , para un Creador. Sobre todo, se elimina la relación con el Totalmente Otro. A menos que lo reduzca a un ídolo al que pueda manipular, que es exactamente lo contrario de la acción de despojarse y de respeto que se asemejan a Dios.
El pecado está estrechamente ligado a la muerte porque es lo que me hace ser diferente a Dios, lo que me reduce a esa vida biológica que, cuando se soporta, no va más allá de sí misma y se disuelve irremediablemente.
El Creador ha querido para el hombre una vida plena, física y espiritualmente indisoluble. Anclada en un punto preciso del espacio-tiempo, de su dimensión corporal, pero abierta a la eternidad y al infinito de la fuerza de su espíritu. Como explica santo Tomás de Aquino, el pecado original ha hecho desaparecer en el hombre precisamente esta justicia original que aseguraba el dominio de la razón sobre los impulsos sensibles, que hacía que lo más universal fuese anterior a lo particular, lo más duradero anterior a lo inmediato. El pecado es siempre contrario a la razón ya que me encadena a mi dimensión física y a su limitación intrínseca.

El hombre: capaz de Dios, capaz de otro


Igual que el hombre no se reduce al propio cuerpo, la vida del hombre no se reduce a la vida biológica y la muerte biológica no es la muerte del hombre. ¿Qué es entonces la vida del hombre? Podemos correr el riesgo de definirla simplemente como una energía, una fuerza activa, don de Dios, que nos hace capaces de relacionarnos. Que hace de una sustancia material o inmaterial, un ser espiritual o un ser humano. Sin embargo, la muerte se identifica con la pérdida de relaciones y con su destrucción. ¿Qué sentido tendría un ser sin relaciones de ningún tipo? Ninguno, más exactamente, no existiría.
El demonio es ese individuo que ha rechazado la relación y que se empeña en destruirla, en destruirse a sí mismo y en destruir todo aquello con lo que podría relacionarse. Es el ser encerrado en sí mismo por excelencia, que no se tolera a sí mismo y no tolera nada externo a él. Satanás está solo por su culpa, pero como no puede destruir a Dios que es la fuente de su ser, su voluntad ahora es no ser. Se ha condenado a subsistir en esa eterna aspiración a la nada que es el infierno.

La relación es un bien en sí mismo, como la vida, como el ser. Sin embargo, al igual que la vida y el ser se puede utilizar para bien o para mal. Las relaciones son un bien en cuanto fuente de posibilidades, pero no puede convertirse en un bien efectivo para mí sin mi consentimiento, si no comprometo en ella mi libertad, si no me decido, a través de ella, a tender al encuentro que da sentido a mi existencia. La vida biológica se desarrolla en la plenitud del propio significado humano sólo si el sujeto decide ir, tal y como ésta le permite hacer, hacia lo que le realizará completamente
Las relaciones son el bien del hombre, la finalidad de la existencia humana; sin embargo, cada uno tiene que elegirlo. Cada uno debe inscribir su propia existencia biológica en un proyecto humano, en un proyecto de relaciones para el bien. La teología más tradicional, la que expresa la Suma Teológica de santo Tomás de Aquino está construida sobre la base de este movimiento de exitus-reditus mediante el cual la humanidad, nacida de Dios, debe volver a él con todo lo que es y con todo lo que hace, con la ayuda omnipotente de la obra de la salvación realizada por Cristo en el Espíritu.
Los seres humanos están destinados a la unión con Dios, a entrar en la Trinidad mediante la unión con el Hijo, haciéndose hijos en el Hijo, Cuerpo místico de Cristo, unidos los unos a los otros dentro de su Iglesia, su esposa. La humanidad, es imagen de la Trinidad en la medida en que sus miembros están unidos entre ellos. Para realizar esto tienen un solo camino: la promoción activa de la persona y del bien del otro, que presupone despojarse de sí u abrirse al otro. Concretamente, cada uno debe tender al Bien supremo (unirse a Dios), persiguiendo el bien común (unirse al otro). ¿Qué es el bien común? Es, sencillamente, la instauración de las condiciones materiales y espirituales que permitan a cada uno y a todos realizar de la mejor manera posible la propia realización como persona. Para esto es necesario crear las condiciones para una vida digna y. por tanto, abierta al mundo y a algo exterior a uno mismo. Promover en cada uno la capacidad de comunicarse, de enriquecerse con toda la riqueza del otro y de ofrecerle la propia riqueza, la actitud de utilizar el tesoro de los conocimientos y de las competencias diversas y comunes, pero también de contribuir al enriquecimiento de ese tesoro. Luchar contra todo lo que dificulta las relaciones, tanto en el plano de la sanidad como en el del orden público, promover la educación, la paz social y la paz internacional en la justicia. En resumen, trabajar por una sociedad que saque a la luz la mejor parte de la persona. Desde la Rerum novarum de León XIII, toda la enseñanza social de la Iglesia ha insistido sobre este punto, dando una importancia primordial a la familia.

Escatología presente, escatología terrena, escatología futura


No hay motivo para enviar a un futuro indeterminado al acontecimiento de un mundo mejor. Debemos trabajar hoy para restablecer el paraíso terrenal; es ahora cuando estamos llamados a vivir la eternidad. La esperanza cristiana no es ajena a la vida presente. Sólo cambiándome a mí mismo, cambiando esta parte del mundo en la que vivo y de la que soy responsable, entregándome y acogiendo gratuitamente, instaurando a mi alrededor relaciones más respetuosas y más fraternales, ayudaré a la otra persona a caminar hacia Dios y hacia los demás y, juntos, podremos sentar las bases de una comunidad más conforme con el designio divino.
La actuación del cristiano a favor de una sociedad donde reine la justicia pone en marcha, por sí misma, una lucha muy diferente de la que empuja a la escatología inmanente, especialmente la marxista: no se puede esperar de una revolución la superación definitiva de la alienación y de la deshumanización del presente. No es suficiente instaurar nuevas estructuras económicas, sociales y políticas para cambiar el corazón del hombre. Las estructuras son una consecuencia del pecado antes de convertirse en su causa. El cambio de las relaciones de fuerza no lleva automáticamente a la instauración de relaciones de amor. La superación de la dialéctica capital-trabajo no restablece el destino universal de los bienes.
            Corre el riesgo de la violencia, sobre todo, es una terrible responsabilidad. Ya que un hombre, a los ojos de Dios, vale tanto como el universo entero. En la moral cristiana hay una ecuación desconcertante: un hombre vale lo mismo que todos los hombres. Para salvar a todos los hombres, no puedo elegir voluntariamente matar ni siquiera a uno solo. Sin contar con que la violencia genera siempre violencia en un círculo infernal y prepara el terreno para los regímenes totalitarios, donde reina la paz de los cementerios. La vía del diálogo y del entendimiento, donde sea posible, es preferible y aunque sea a largo plazo, puede llevar a un progreso para todos en la justicia, a las reformas sociales indispensables y a la supresión de privilegios injustificados.
Sin embargo, la aventura de la liberación dentro de sociedades escandalosa e intolerablemente desiguales, ha seducido a muchos cristianos que han visto en el marxismo un análisis científico de las causas estructurales de la miseria y fuente de una acción eficaz contra ella. Así, sobre todo en América Latina, nacieron teologías de la liberación, a las cuales el Magisterio de Roma respondió en 1984 con La instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación (Libertatis nuntius) y en 1986, con La instrucción sobre la libertad cristiana y la liberación (Libertatis conscientia). Dos textos de la Congregación para la Doctrina de la Fe: el primero llama la atención sobre los riesgos de desviación de teorías y prácticas no suficientemente purificadas de ideologías anticristianas (materialismo, lucha de clases, dictadura del proletariado, ateísmo); la segunda pone en evidencia la especificidad de la auténtica liberación de la persona en su dimensión eterna.

La liberación cristiana


Así acaba este último:

El sentido de la fe decide toda la profundidad de la liberación obrada por el Redentor. Nos ha liberado del mal más radical, del pecado y del poder de la muerte para restituir la libertad a sí misma y mostrarle el camino. Este camino está trazado por el mandamiento supremo que es el mandamiento del amor...el cristiano está llamado a actuar según la verdad y a trabajar por tanto en la instauración de la civilización del amor de la que hablaba Pablo VI.

La primera esclavitud, la esclavitud más radical es precisamente la del pecado, por el cual, como dice Pablo, “hago lo que en realidad no quiero” (cf. Rm 7,16). El pecado destroza  mi voluntad y la hace erigirse contra sí misma. En el fondo de mi ser deseo el bien en toda su grandeza, pero con frecuencia, el tentador presenta ante mis ojos bienes aparentes, bienes inmediatos, bienes que sé que son inferiores, que harán infelices a otros y probablemente a mí, más tarde, pero que, a pesar de todo, elijo. Nuestros padres poseían el Bien absoluto, se dejaron seducir por un bien pasajero. A causa de que cada uno se ha apropiado de algo para sí, el yo de cada uno ha tomado un puesto que no era suyo. No han tenido su centro en el otro (o en el Otro), sino en sí mismos.
Al convertirse en centro de sí mismo el hombre pecador tiende a afirmar y a satisfacer su propio deseo de infinito sirviéndose de las cosas: riquezas, poderes y placeres, despreciando a los otros hombres a los que despoja injustamente y trata como objetos e instrumentos.
Cristo permite el fiel su propia vocación real restituyendo su libertad, liberando su libertad. De esta forma le restituye la capacidad de amar a Dios sobre todas las cosas, de permanecer en comunión con Él y de trabajar por la salvación del mundo. Desde ese momento, el sujeto puede restablecer, en verdad y justicia, los vínculos que le unen a los demás y trabajar juntos por un orden social que ayude a cada uno a promover la propia y libre personalidad. Encuentra la fuerza para luchar, aun a costa del sacrificio de sí, contra las estructuras de opresión y los privilegios injustos. Se realizan así las palabras del Evangelio de San Juan: “La verdad os hará libres” (Jn 8,32). Naturalmente se trata de la verdad sobre el ser y sobre el amor de Dios, de la verdad sobre Cristo y sobre su misión redentora, sobre la persona y sobre la misión del Espíritu, pero también de la verdad sobre nuestra aspiración y sobre nuestra vocación de hombres. En un solo movimiento somos liberados de nosotros mismos y restituidos a nosotros mismos, a Dios y a los demás.

El riesgo de creer


Dar cabida al otro, despojarme de mi mismo, comporta un riesgo terrible: el de dejar la certeza por la incertidumbre. Es verdad que soy infeliz en mi condición de pecador; es verdad que todos los días siento la vanidad de lo que elijo y que conservo dentro de mí la nostalgia de lo esencial y, sobre todo, del amor verdadero, que no se echa para atrás, que me acepta como soy, me perdona continuamente y me invita a creer. Y esto mismo se lo querría ofrecer a una persona querida. Pero habría que entrar en el universo de la gratuidad y es precisamente lo que no consigo hacer. Debería renunciar a la seguridad, a poseer.., renunciar a procurarme la felicidad con mis manos. ¡Tengo miedo!
¿Quién me dará confianza? ¿Qué me permitirá creer que, abandonándome a otro, no me perderé a mí mismo?¿Qué arriesgando lo poco que consigo obtener por mí mismo no me condenaré a la nada completa?
La incapacidad para creer proviene de las pasiones, del apego a lo que no vale la pena. Nadie puede luchar contra eso a menos que, en su corazón, lo hay sustituido por otro amor. Si pudiéramos, como sugieren los Pensées, pedir el camino de la fe, el remedio para curar la infidelidad, estaríamos ya prácticamente convertidos.
¿Cómo salvar al hombre sin forzar absolutamente su libertad? ¿Qué hacer para restituir la libertad a sí misma, para reconducirla a su deseo fundamental, para restituirla a la verdad? ¿Cómo situar al sujeto, sin forzarlo ante la realidad? No hay peor sordo que quien no quiere oír y un ciego puede perfectamente decidir no curarse.
¿Qué puede hacer Dios? Él , el infinitamente amante, el infinitamente respetuoso; Él, de rodillas ante la posibilidad inaudita que somos nosotros; Él, el único Padre en el verdadero sentido de la palabra ¿puede, adoptar una actitud paternalista? Y Aquel de Él ha enviado ¿hará caminar a un paralítico que rechaza la remisión de sus pecados? No, no actúa así. Es amor y el amor sólo puede presentarse en un testimonio humilde y discreto. Dará a entender que está presente, haciéndolo casi olvidar, mediante el esplendor de sus obras y atenciones tan delicadas que lo podremos reconocer sólo si verdaderamente queremos. Y sin embargo, aprovechará las ocasiones más pequeñas para tratar de rehacer el vínculo y reforzarlo.
Estos son los intentos que la Sagrada Escritura nos describe junto al sí que alguna vez Dios ha podido obtener de nosotros: la respuesta de Abraham, la elección de Israel, la salida de Egipto, la alianza con Moisés y el don de la ley, la obra de los jueces y de los reyes, la lucha de los profetas, el recrudecimiento del exilio, la reconstrucción, los mártires después de la conquista griega, los pobres de Yahvé y, por fin, el asentimiento de María, la madre de Jesús.
A través de todo esto,. Dos libertades se buscan: una que hace todo lo posible por ayudar a la otra a liberarse sin conseguirlo nunca de forma duradera hasta Cristo.
Tomemos, por ejemplo, el don de la ley. Esta ley hecha para la felicidad del hombre. Este don fabulosos que ha sentado las bases de una sociedad armónica. Por desgracia, Israel no comprendió. La transformó en una forma de aprovecharse de Dios y obligarle a darle la salvación, para vincularlo a sí en una relación casi sadomasoquista, Él, que no se deja atar por otra cosa que el amor y no desea otra cosa que el amor. De aquí surge la violenta reacción de Jesús: habéis convertido la llamada al amor en un instrumento de esclavitud (cf. Mt 15, 3-6).
Poco a poco, a pesar de todo, el pueblo progresó en la comprensión del designio divino. Entendió la incompatibilidad entre la alianza con Dios y la muerte. La fe en la inmortalidad es testimoniada dos siglos antes de Jesucristo, en los Libros de la Sabiduría (cap. 1-3), de los Macabeos (2 M 7; 12,43ss) y de Daniel (12, 2-3). Dios ha creado a los seres vivos para que subsistan; no ha creado la muerte (Sb 1,13-14). El alma de los justos está en sus manos (Sb 3,1). Dios no abandona a su suerte a los que han vivido bien y, sobre todo, a los que han sacrificado su vida por permanecer fieles a la ley (2 M 7,23). La justicia divina va más allá de la tumba (Dn 12,2).



La obra de Cristo


La concepción de María, preservada del pecado original por pura gracia, es el inicio de los tiempos nuevos. Una gracia a la que ella asintió en cada instante de su vida, no cometiendo pecado. En María Dios creó nuevamente la posibilidad de abrir ese espacio infinito en el que podría ser acogido. Y ella efectiva y libremente abrió este espacio infinito con su respuesta al Ángel en la Anunciación. Desde ese momento el Hijo podía encarnarse. “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (cf. Ángelus Jn 1,14).
Toda la vida de Jesús, hombre y Dios, es un canto del amor de Dios hacia el hombre y del hombre hacia Dios. En Él se realiza la solidaridad en persona, en palabras y en acto entre el uno y el otro, hasta el abismo del estado de abandono en la cruz.
Gracias a que Cristo, Segunda Persona de la Trinidad, aceptó esto, sabemos que el corazón de Dios se ha abierto por cada uno de nosotros y permanecerá abierto más allá del mal, más allá de las peores maldades que podamos cometer, más allá del horror más cruel e infundado, más allá de los suplicios más monstruosos que podamos infringir al ser más inocente. El corazón de Dios nunca dejará de estar abierto para nosotros, nunca dejará de amarnos, de esperar nuestro retorno y de hacer todo lo posible, para que, libremente, volvamos a ËL el perdón de Jesús es la prueba de que el Padre esa una pura propuesta de amor hacia nosotros.
Gracias a que el hombre Jesús permaneció fiel a su misión hasta el final del increíble suplicio, a que no desvió su mirada de Dios que no se le hacía visible, a que siguió teniendo confianza en el sentimiento de abandono y puso amorosamente su vida en las manos del Padre, a que murió por amor; gracias a ello el corazón de Dios finalmente recibió la entrega sin reservas que le permitió entregar el Espíritu. A la ofrenda eterna de amor, el hombre respondió con un total abandono.
Jesús tuvo que hacer accesible a todas las generaciones de todos los tiempos ese acto que establecía la solidaridad entre el Creador y la criatura y ofrecerlo al consentimiento personal de cada uno. Por eso instituyó la Eucaristía, por medio de la cual podemos entar en su sí al Padre. Cuando recibimos su cuerpo, reconocemos y acogemos el don absoluto que fundamenta para nosotros todos los actos gratuitos, que los hace posibles, que los garantiza. Entramos en la dinámica de la vida de Cristo, respuesta amorosa al amor del Padre, entrega amorosa de sí por la salvación del mundo.
La Eucaristía da sentido a lo que sucedió en el Calvario y este sentido es acción de gracias. Al final de la última cena, Jesús retoma el antiguo ritual hebreo que devolvía a Dios los frutos de la tierra prometida, en un acto de fe gozoso. Restituimos una parte de los bienes que provienen de Ël en señal de aceptación de la Alianza: queremos vivir según su voluntad, queremos utilizarlos en comunión con Él. Jesús es el Cordero de la Nueva Alianza. En Él, la vida donada por Dios es entregada de nuevo a Dios, en el abandono y en la obediencia, como en los sacrificios de la Antigua Alianza. Pero el movimiento se cierra porque el Padre entrega nuevamente esta vida como fuente que salva para la vida eterna (cf. Jn 4,14).
El Hijo de Dios hecho hombre, Jesús, murió amándome. Ésta es la garantía que faltaba al desafío de la fe. Dios Padre lo resucitó de entre los muertos. Esta certeza me permite correr el riesgo de amar a mi prójimo.
La Eucaristía/pasión desemboca en la resurrección. Con el cuerpo de Jesús murió el viejo mundo y nace el nuevo mundo en la gracia restituida, en la presencia de Dios al que la humanidad finalmente dio cabida. Con la resurrección de Jesús, la humanidad es restituida a la vida, ya que la vida es relación con el Padre, apertura al amor.
El Padre invitaba a la humanidad a dejarse llevar por su amor hasta la vida eterna. Cristo recogió en Él a la humanidad para que aceptase plenamente este designio. De esta manera atravesó la muerte y el pecado para resucitar en Cristo.
Al acercarme a la Eucaristía permito que Cristo sea mi fuente de vida eterna, que se me dé la vida en Jesús, recibo de Él la vida que Él mismo recibió del Padre. Desde ese momento, ya no temo la muerte. La muerte para mí vuelve a ser un simple paso: el paso de ese tipo de relaciones que la vida biológica hace posible a la plenitud delas relaciones que permite la vida trascendente. Soy liberado del temor de la muerte que me habría hecho pasar toda la vida en la esclavitud, como dice la Epístola a los Hebreos (2,15). Gracias a que Cristo se ha hecho solidario con nosotros, la humanidad resurge en Él, la humanidad que, en Él, tiene acceso a las relaciones plenas con el Padre y entre los hombres.
Si por el delito de uno solo reinó la muerte por un solo hombre¡ con cuanta más razón los que reciben en abundancia la gracia y el don de la justicia, reinarán en la vida por uno solo, por Jesucristo! (Rm 5,17).
Para reinar en la vida, nos basta, tener confianza en nuestro Salvador, aceptar morir en Él a las relaciones marcadas por el pecado para acceder a las relaciones perfectas. ¿La salvación por medio sólo de la fe? Sí, en el sentido de que la fe está a su vez informada sólo por la caridad, según la doctrina tomista. No puede reducirse a una adhesión puramente intelectual. En cada uno de mis pensamientos, en cada uno de mis gestos debo dejarme salvar por Cristo, darle cabida, dar cabida a Dios que es una sola cosa con Él, pero también con cada uno de los pequeños con los que se ha hecho solidario. No puedo acoger a mi hermano tal y como es, con su dimensión eterna, sin conformarme en todo a la ley del amor: Lex Spiritus vitae...
Acogiendo a Cristo, acogemos al Padre, en el Espíritu. Permitimos al Padre entregarnos el Espíritu a través  del Hijo con el que somos solidarios y con el cual Él mismo, por gracia, nos hace solidarios: hijos en el Hijo. Así, todos nuestros actos se convierten en actos nuestros y de Dios. Desde ese momento amaremos con el amor de Dios o, más bien, Dios amará a través nuestro y dará a nuestros pobres gestos su medida infinita y eterna.

La resurrección de la carne

Nuestra resurrección en Cristo no puede ser un simple retorno a la vida biológica después de la muerte biológica. vivimos ya de la vida eterna. Por el bautismo fuimos incorporados a la muerte y a la resurrección de Cristo. En ese momento encontramos de nuevo todas las posibilidades de relación que el pecado había eliminado, pues la muerte ha sido vencida en nosotros y hemos podido apoyar nuestros pobres dones y nuestros frágiles intentos de acogida en el amor del Hijo de Dios. Con el bautismo recibimos la luz y la fuerza de la gracia y nos preparamos para las relaciones plenas.
La vida cristiana es la vida eterna que empieza. Normalmente es el amor de nuestros padres el que nos ha hecho renacer del agua y del Espíritu (cf. Jn 3,5) cuando éramos pequeños. En ese momento fuimos arrancados del poder de la muerte y entramos a formar parte del cuerpo de Cristo, por lo menos hasta que no decidamos libremente lo contrario.
Llegará el momento de ratificar en público y en nuestro corazón el compromiso que hicieron por nosotros aquellos que nos arrancaron de la muerte del pecado.
¿Qué significaría entonces para nosotros el fin de la vida biológica que todos debemos pasar y que supondrá la descomposición de nuestro cuerpo? ¿Qué significa el dogma de la resurrección de la carne?
Mi cuerpo no es otra cosa que la forma concreta de mis relaciones, su inscripción en un punto del espacio-tiempo: hic et nunc. Mi cuerpo me permite crear estas relaciones pero al mismo tiempo, las limita, les impone una forma especial debido a su materialidad. Las hace contingentes, siendo también él mismo contingente. Es capaz solo de relaciones físicas y estas últimas desaparecen momentáneamente junto con él. Esto produce el sufrimiento y el vacío dejados por la muerte de una persona querida. Hará falta tiempo para encontrar de nuevo relaciones que, por su carácter espiritual, perduren más allá del encuentro físico. El pecado, por el contrario, que empobrece o destruye las relaciones, se identifica con la muerte verdadera.
El alma es inmortal, por tanto permanece después de la separación del cuerpo. Pero permanece en espera de él, ya que sin él no puede volver a encontrar, en toda su profundidad, esas relaciones de las que formaba parte.

Esas relaciones tienen que ser purificadas, restituidas a su verdad plena por el gran juicio de Dios, por ese juicio que nos pondrá frente a nosotros mismos, revelándonos el proyecto de Dios sobre nosotros y cuánto podríamos haber amado más; nos pondrá también frente a Dios, frente a su Omnipotencia y su Bondad. Como dice el Cardenal Joseph Ratzinger:

el lugar de la purificación es, en última instancia, Cristo mismo. Cuando vayamos a su encuentro sin esconder nada inevitablemente, en ese momento de verdad, aparecerán ante nuestra alma de forma dolorosa todas nuestras mezquindades y todas las culpas de nuestra vida que, en su mayoría, hemos tratado cuidadosamente de esconder. La presencia del Señor actuará como una llama encendida sobre todo lo que hay en nosotros de complicidad con la injusticia, con el odio con la mentira. Será como un dolor purificador que eliminará de nosotros todo lo que es incompatible con la eternidad, con la circulación viviente del amor de Cristo.

Tal vez, se nos permite esperar que, situados frente a nuestra insuficiencia y frente a la piedad de Cristo en la cruz, se nos ofrezca por última vez la posibilidad de adherirnos libremente a Dios. La inmensa misericordia y la profundidad del perdón divino, nos autorizan a formular esta hipótesis. Pero si por nuestra parte, durante la vida, lo hemos rechazado formalmente ¿qué podrá hacer Dios contra una libertad que ha preferido elegirse a sí misma contra Él? Es un gran misterio.
Sin embargo, es verdad que al final de los tiempos, se nos restituirán todas las relaciones de nuestra vida terrenal y nuestros cuerpos resucitarán con toda su historia, como Cristo cuando se daba a reconocer por sus heridas (cf. Jn 20,20). San Pablo nos dice también que cada uno resucitará con su propio cuerpo, un cuerpo transfigurado: “En efecto, es necesario que este cuerpo corruptible se vista de incorruptibilidad  y este cuerpo mortal se vista de inmortalidad” (1 Cor 15.53). Se abre  una nueva forma de existencia, totalmente referida a Cristo como su Cuerpo místico, inscrita por el Espíritu dentro de la Relación del Hijo con el Padre. Una vida gloriosa que no podemos imaginar. El grano de trigo que muere no conoce la espiga en la que se convertirá.

Conclusión

Dios no quiere que yo mueras como un gato o un perro. Ha dado a mi vida una dimensión de eternidad. Me ama y quiere que viva eternamente. Ha mandado s su Hijo para liberarme del miedo a la muerte, para permitirme correr el riesgo de abandonarme a su amor y proponérselo a los hombres. A través de su Hijo me ha dado su Espíritu que desde ahora me hace entrar en la vida trinitaria, que me une a Él y, en Él, a mis hermanos.
Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos (cf. Mt 22,32). Están muertos para Él sólo aquellos que quieren separarse de Él deliberada y definitivamente. Estos sin duda, se condenan a ser eliminados del libro de la vida, son susceptibles de muerte eterna como Satanás. Y aunque también para ellos podemos esperar una especie de salvación final, ciertamente no podemos dar a esta esperanza la mínima forma. Dejemos todo esto a Dios...

San Pablo nos permite imaginarnos el triunfo final de la vida, el triunfo final de Cristo:

Luego, el fin, cuando entregue a Dios Padre el Reino, después de haber destruido todo Principado, Dominación y Potestad...El último enemigo en ser destruido será la Muerte...cuando hayan sido sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo (1 Cor 15, 24.26.28).


El drama de la humanidad será restituido a su profundidad de historia de amor...Y ya se eleva desde nuestras almas el himno de acción de gracias...

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