NATURALEZA DE LA UNIDAD
QUE FORMAN EL MARIDO Y LA MUJER
El simple estar
juntos de un hombre y una mujer no hace de ellos una pareja conyugal
(matrimonio). El matrimonio implica una unión estable entre los dos; no es suficiente
una unión episódica, aunque sea intima (unión fornicatoria). Marido y mujer
forman una unidad de dos.
La unidad que los
esposos crean entre ellos al constituir la unidad conyugal la ha descrito la Sagrada Escritura
cuando dice: forman “una sola carne”, una caro (Gn 2, 24; Mt 19, 6). Esta
expresión no indica la unión carnal de los esposos, aunque no la excluye, sino
que se refiere al lazo que les une y que esta profundamente enraizado en su
naturaleza corpórea y espiritual.
El ser una caro
es consecuencia de una decisión libre de los esposos, pero con referencia a la
naturaleza, porque hunde sus raíces en la natural complementariedad entre los
dos. La unión conyugal o matrimonio tiene su origen en la naturaleza humana y
se constituye en conformidad con ella.
Complementariedad entre el hombre y la mujer como base
natural de la unidad conyugal
El hombre y la
mujer son naturalmente complementarios en cuanto, aun siendo plenamente el uno
y la otra personas humanas, personas de naturaleza humana completa, no poseen
del mismo modo determinados aspectos accidentales de la naturaleza humana,
concretamente la masculinidad y la feminidad. A través de la sexualidad la
persona humana experimenta que no se basta a si misma, que esta orientada a una
persona del otro sexo que le sirva de ayuda y de complemento. Por eso el hombre
se siente inclinado a unirse en relaciones íntimamente personales, con la
persona del otro sexo, en cuanto son sexualmente diferentes, en cuanto hombre y
mujer. Esta unión a la que inclina la naturaleza es el matrimonio.
La relación
conyugal es personal, sus personas no se pierden en la relación, como si fueran
seres incompletos que consiguiesen su plenitud solo en la fusión mutua. En el
orden de la naturaleza por lo que respecta a la modalidad sexual, constituyen
un único principio generativo, como resulta evidente en el hijo que es el
fruto. No hay modo de separar en el lo que ha recibido del padre de lo que ha
recibido de la madre; la unidad del hijo refleja la unidad de sus padres.
La unidad conyugal
se funda sobre la complementariedad. La complementariedad, ligada a la
diversidad sexual, aparece orientada, en primer lugar a la transmisión de la
vida. Se trata de una realidad instintiva y la pone bien de manifiesto el
primer capitulo del Libro del Génesis, en el que la creación del hombre como varón
y mujer a imagen de Dios se relaciona con la generación de nuevas vidas: “Y
creo Dios el hombre a imagen suya, a imagen de Dios le creo, macho y hembra los
creo; y los bendijo Dios y les dijo: sed fecundos y multiplicaos y llenad la
tierra y sometedla; dominad en los peces del mar, en las aves del cielo y en
todo animal que serpea sobre la tierra” (Gn 1, 27-28).
Dios crea el hombre
a su imagen y el hombre debe también engendrar hijos a su imagen, a su
semejanza; por lo tanto de manera conforme a la imagen de Dios, que lleva en
si. La vida humana en su desarrollo requiere no solo cuidados físicos sino la
educación, que necesita el ámbito familiar en el que se ama y se estima a la
persona humana en su dignidad personal como imagen de Dios.
La natural
complementariedad entre el hombre y la mujer, aunque aparezca inmediatamente
orientada a la transmisión de la vida, a diferencia de la de los animales, va
mas allá del acto generativo; implica la capacidad y tendencia a establecer
relaciones de comunión personal. Es una complementariedad fundada sobre la
igualdad de naturaleza, compuesta de materia y espíritu, los dos son personas,
han sido creados a imagen de Dios y tienen igual dignidad. Cuando Dios dono la
mujer a Adán, este la reconoció como aquella que le era mas consanguíneas y
pariente: “Esta vez si que es hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Gn 2,
23). Era la ayuda semejante a el que necesitaba y que no había encontrado entre
los otros seres vivientes. Con la primera mujer podía establecer una comunión
personal afectiva, porque participaba de la misma dignidad y superioridad del
hombre sobre los otros seres vivientes.
La relación
conyugal, con la atracción sexual que implica, aparece como objeto de una
tendencia natural que resulta mas fuerte que la de permanecer con los propios
padres. Se cambia el hilo del discurso de la primera pareja a las parejas a lo
largo de los siglos: “Dejara el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su
mujer, y los dos se harán una sola carne” (Gn 2, 24). Jesús apelando “al
principio” muestra que el relato del Génesis no es solo narrativo sino
normativo.
La obra de la libertad en la constitución de la unidad
conyugal
En la constitución
de la unidad conyugal sobre la base de la complementariedad entre el hombre y
la mujer actúa la decisión libre de los dos que se casan, dando origen a la
pareja vinculada. La tendencia natural del hombre y la mujer a unirse
conyugalmente no explica suficientemente la comunión de vida que existe entre
ellos. Juega un papel determinante la libre elección que cada uno hace del otro
para constituir la unidad conyugal. Es conyugal la unión que resulta de una
decisión libre, por medio de la cual el marido puede afirmar verdaderamente que
la mujer es suya y la mujer puede decir que el marido es suyo; ambos están
recíprocamente unidos por una relación que debe ser vinculo de amor y vinculo
de justicia.
La unión entre
marido y mujer al implicar un don reciproco de sus personas, debe surgir del
amor. Es un don que presenta caracteres de totalidad, pues comprende los
aspectos más íntimos de la persona. Solo el amor puede logar que respete su
cualidad de sujetos y no sea despersonalizador, como si fuese un don de objetos
de uso y de satisfacción.
El vínculo de tal
unidad es también vínculo de justicia, porque existe una mutua transferencia de
potestades, de derechos y deberes.
Según Juan Pablo
II, las palabras del Génesis indican también que la unidad proviene de una elección:
“El hombre abandonara a su padre y a su madre y se unirá a su mujer”. Si el
hombre pertenece “por naturaleza” al padre y a la madre en virtud de la
generación, en cambio “se une” a la mujer (o al marido) por elección. El hijo
esta naturalmente unido a sus padres, independientemente de su voluntad, es una
relación fundada solo en al naturaleza sin que intervenga la libertad. La unión
conyugal por el contrario aunque se funde en al naturaleza, la establece la
libertad.
El entrelazamiento
entre naturaleza y libertad explica porque la unión conyugal es tan fuerte e
intima. La voluntad la actúa y la naturaleza la consolida. Lo que es conyugal
en el ahombre y en la mujer se refiere a la relación de complementariedad y de
unidad entre los sexos: esta no la inventan los esposos, sino que surge de la
naturaleza humana, por lo que la unión que establece su libre consentimiento
les convierte en “una sola carne”. Puesto que implica el don de las personas,
no puede presentar un carácter mutable y provisional.
Algunos Padres de la Iglesia y escritores eclesiásticos
de los primeros siglos acudían a esta unidad de los esposos para mostrar que
disolver el matrimonio seria como cortar en dos, romper la carne de un cuerpo,
algo perversamente antinatural.
Decían San Ambrosio
y San Juan Crisóstomo: “Como resulta malvado (enages) cortar la carne (mutilarse), del mismo modo es inicuo (paranomon) separar de si a la mujer”.
Con mucho vigor
expresaba san pablo la fuerza natural de la unidad conyugal: “Así deben amar
los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer se
ama a si mismo. Porque nadie aborreció jamás su propia carene, antes bien, la alimenta
y la cuida con cariño” (Ef 5, 28-29).
La característica
totalidad tanto del amor conyugal como de la ayuda mutua entre los cónyuges
incluye, entre las responsabilidades comunes, que asuman de modo común la
atención del bienestar material. Deben preocuparse de que no les falte lo
necesario para vivir.
El modo en que
ambos contribuyen a las necesidades materiales puede variar pero la
responsabilidad recae sobre ambos y el tenor de vida debe ser igual para los
dos.
Dice el catecismo
de la Iglesia Católica :
“Ambos cónyuges tienen igual obligación y derecho respecto a todo aquello que
pertenece al consorcio de la vida conyugal” (can 1135). Esta se configura como
norma moral además de jurídica.
La negligencia
culpable que causa un grave daño al otro cónyuge en esta materia constituye un
pecado grave. Al contrario la solicitud por el bienestar material del cónyuge,
si se realiza ordenadamente, constituye un verdadero ejercicio del amor
conyugal, el cual se orienta al bien de toda la persona, tanto al bien
espiritual como al material.
EL DEBER DE LA CONVIVENCIA CONYUGAL
La unidad conyugal
implica la convivencia entre los cónyuges para alcanzar los fines del
matrimonio. La ayuda mutua (su bien) les obliga a la obra común de edificar,
día a día, la vida familiar, en todos sus aspectos, desde los externos y
materiales a los afectivos y de comunión; el bien de la prole, su generación y
educación, requiere la convivencia de los padres.
La interrupción
voluntaria de la convivencia conyugal sin una causa proporcionalmente grave
constituye un pecado mortal.
Hay que distinguir
entre la simple interrupción voluntaria de la convivencia de la separación en
sentido estricto. Quien por ejemplo va a trabajar al extranjero para obtener el
sustento necesario para la familia, interrumpe la convivencia pero no se separa
en sentido estricto del cónyuge. Quien la abandona y comienza a vivir por su
cuenta, establece una verdadera separación. En la separación verdadera y propia
se excluye el derecho-deber de la convivencia.
Expresa el
catecismo de la Iglesia Católica :
“Existen situaciones en que la convivencia matrimonial se hace prácticamente
imposible por razones muy diversas. En tales casos la Iglesia admite la separación
física de los esposos y el fin de la cohabitación. Los esposos no cesan de ser
marido y mujer delante de Dios, ni son libres de contraer una nueva unión. En
esta situación difícil, la mejor solución seria si es posible, la
reconciliación. La comunidad cristiana esta llamada a ayudar a estas personas a
vivir cristianamente su situación en la fidelidad al vinculo de su matrimonio
que permanece indisoluble” (1649).
La justa conducta moral
esta determinada por un doble principio: el primero relativo a la causa legítima
de separación; el segundo al bien de los cónyuges y de toda la familia, que
mueve a mantener la convivencia.
La primera causa legítima
de separación es el adulterio de la otra parte. Otras causas legitimas las
indica el can 1153: “Si uno de los cónyuges p0one en grave peligro espiritual o
corporal al otro o a la prole. O de otro modo hace demasiado dura la vida en común”.
Son causas legítimas porque constituyen un atentado contra los fines del matrimonio.
Para que la causa sea legitima, la gravedad del daño causado por el conyuge
culpable debe valorarse en proporción al daño que sufren tanto los hijos como
los esposos por la posible separación. Para que esta sea moralmente lícita se
requiere además de la causa legítima la intervención de la autoridad.
Puesto que el bien
de la prole y de los cónyuges exigen en principio la convivencia conyugal, si
cesa la causa se separación se debe restablecer la convivencia. Solo en el caso
de adulterio la separación se puede alargar indefinidamente; la causa debe
llevarse ante la autoridad eclesiástica competente. El CIC recomienda
encarecidamente “que el cónyuge, movido por la caridad cristiana y teniendo
prsent6e el bien de la familia, no niegue el perdón a la comparte adultera ni
interrumpa la vida matrimonial” (1152). Es una obligación moral perdonar al conyuge
que vuelve arrepentido y restablecer la convivencia.
DEBERES MUTUOS MORALES Y ESPIRITUALES DE LOS CONYUGES
Desarrollo y maduración del amor conyugal
Las palabras del
consentimiento matrimonial expresan abiertamente la asunción de la precisa
obligación de amar al cónyuge: “prometo serte fiel, en las alegrías y en las
penas, en la salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días
de mi vida”.dice el Apóstol Pablo: “Así como la Iglesia esta sumisa a
Cristo, así también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo. Maridos
amad a vuestras mujeres como Cristo amo a la Iglesia y se entrego a si mismo por ella” (Ef 5,
22, 24-25). No se trata de un simple consejo sino que expresa un mandamiento
preciso.
El amor después del
matrimonio se convierte en algo debido. Desde que se vinculan recíprocamente
mediante la alianza conyugal, este acto de entrega mutua total funda un grave
deber moral de amor y de fidelidad hacia el otro cónyuge.
El amor que une a
los esposos debe crecer y madurar. Esto requiere el empeño constante de los dos
esposos para que el amor vivifique continuamente su vida cotidiana y supere las
insidias del egoísmo, siempre al acecho. Habrá dificultades que superar,
dolores y contrariedades, el transcurso del tiempo que consume los cuerpos y
agria los caracteres, la aparente monotonía de los días siempre iguales.
Tendría un pobre
concepto del matrimonio y del cariño humano quien pensara que al tropezar con
esas dificultades el amor y el contento se acaban. Precisamente entonces cuando
los sentimientos que animaban a aquellas criaturas revelan su verdadera naturaleza,
la donación y la ternura se arraigan y se manifiestan como un afecto autentico
y hondo, más poderoso que la muerte.
Se trata de renovar
continuamente el proceso del enamoramiento, en la conquista del amor de la
persona amada a traves del don efectivo de si mismo.
No puede faltar lo
que es característico del autentico amor de amistad, que busca crear la unión
real entre los dos que se aman, unión de reciproca presencia. El amor mueve al
conocimiento cada vez mas profundo de la persona amada, todo lo que le
pertenece interesa verdaderamente al otro, que intenta conocerlo mejor; con el
pensamiento penetra en la intimidad de la persona amada. El agrado de estar
juntos, el deseo de encontrarse en intimidad, de dedicar las mejores energías
al bien de la persona amada, mantiene vivo el amor y lo hacen crecer.
El sentido
vocacional del matrimonio ayuda a comprender como el cultivo del amor conyugal
debe prevalecer sobre otros intereses (profesionales, culturales, materiales,
etc.), ya que siempre deben subordinarse
al interés mas alto de la comunión personal entre los esposos.
Al amor conyugal se
oponen los maltratamientos físicos y morales, las injurias, los insultos, etc.
Estos actos opuestos de por si a la virtud de la justicia, adquieren un a
particular gravedad si se realizan contra el propio cónyuge.
La ayuda reciproca en orden a la vida espiritual
El bien de los
esposos al que esta ordenado el matrimonio comprende también la vida espiritual
y a ella se extiende la ayuda reciproca. Como enseña el Concilio Vaticano II,
“se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal” (LG, 11b). El
crecimiento en el amor es ya un aspecto del progreso hacia la santidad. Los
esposos y padres cristianos, siguiendo su propio camino, mediante la fidelidad
en el amor, deben sostenerse mutuamente en la gracia (LG, 41e). La ayuda mutua
espiritual puede asumir formas muy variadas y no añade nuevas obligaciones a
las comunes a todos los cristianos. Es aconsejable alguna oración en común como
indica la Familiaris
consortio: “La comunión en la plegaria es a la vez fruto y exigencia de esa
comunión que deriva de los sacramentos del bautismo y del matrimonio (FC, 59).
Más aconsejable es la participación de los dos juntos en la
Santa Misa , sobre todo el domingo.
La oración en común
contribuye a reforzar la unidad conyugal, especialmente en lasa circunstancias más
significativas de la vida familiar. Si uno de los cónyuges encuentra lejos de
la fe, el otro esta obligado de modo particular a poner en practica la tarea de
evangelización que la
Familiaris consortio presenta como un deber de todos los
miembros de la familia: “Una cierta forma de actividad misionera puede ser
desplegada ya en el interior de la familia. Cuando alguno de los componentes de
la misma no tiene fe o no la practica con coherencia, los parientes deben
ofrecerles tal testimonio de vida que los estimule y sostenga en el camino
hacia la plena adhesión a Cristo Salvador” (FC, 54).
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