EXISTENCIA DE LA LEY MORAL
Un acto determinado
es bueno o es malo si su objeto, finalidad y sus circunstancias son buenos o
malos. Viene de inmediato a la cabeza la pregunta: buenos o malos, ¿en relación
a qué?, ¿cuál es la norma o el criterio para señalar la bondad o la malicia de
un acto? La ley moral es la que regula y mide los actos humanos en orden a su
fin último.
La conformidad o
disconformidad de un acto con la ley moral constituye la bondad o malicia
material; y en relación a la conciencia, la bondad o malicia formal. De acuerdo con esto, un acto puede ser:
a)
material y formalmente bueno:
cuando hay conformidad con la ley y la conciencia (p. Ej., cuando ayudo al
prójimo – ley de la caridad- teniendo en la conciencia la certeza de estar
actuando bien);
b)
material y formalmente malo: cuando hay disconformidad con la ley y la
conciencia (p. ej, si odio a alguien – oposición a la ley de la caridad-
sabiendo en conciencia que está mal);
c)
materialmente bueno y formalmente
malo: cuando uno cree mala una acción
que la ley no prohíbe (p. ej., comer carne los lunes);
d)
materialmente malo y formalmente
bueno: cuando uno cree buena una acción
prohibida por la ley (p. ej., robar para dar limosna)
Definición y Naturaleza de la Ley Moral
Conjunto de
preceptos que Dios ha promulgado para que, con su cumplimiento, la criatura
racional alcance su fin último sobrenatural.
Analizando la
definición, encontramos los siguientes elementos:
1)
La ley moral es un conjunto de
preceptos. No es tan sólo una actitud o una genérica decisión de actuar de
acuerdo con la opción de preferir a Cristo, sino de cumplir en la práctica
preceptos concretos, derivados del precepto fundamental del amor a Dios.
2)
Ha sido promulgada por Dios. La
ley moral es dada al hombre por una autoridad distinta de él mismo; no es el
hombre creador de la ley moral sino que ésta es objetiva, y su autor es Dios.
3)
El objeto propio de la ley moral
es mostrar al hombre el camino para lograr su fin sobrenatural eterno. No
pretende indicar metas temporales o finalidades terrenas.
Sólo puede existir
un código de moralidad objetivo (cfr. Documento de Puebla, n. 335), porque de
lo contrario cada hombre podría decidir o cambiar, a su gusto y capricho, lo
que es bueno o es malo, y consecuentemente, nada en realidad sería bueno ni
malo, y podrían los hombres realizar impunemente cualquier acto. Esto acabaría
con la vida social y convertiría al individuo en un pequeño tirano que dicta su
propia ley.
Si como algunos
pretenden, la ley moral es algo cambiante, que varía con los tiempos, que
depende de las diversas circunstancias de cada época, que resulta de un acuerdo
entre los hombres, cualquier acto inmoral que fuera considerado así- en
conformidad con las costumbres de una época determinada-, se consideraría lícito.
Según este relativismo, los actos serían buenos cuando se les considera como
buenos.
No podemos olvidar
que hay acciones que siempre y en todas partes han sido consideradas malas por
la mayoría (p. ej., matar al inocente; robar lo ajeno), lo que quiere decir que
no son sino aplicaciones concretas de unos principios generales que no es
posible eludir: haz el bien y evita el mal; no hagas a los demás lo que no
quieras que te hagan a ti; principios que están en la base y son de origen de
toda moralidad, y son anteriores al consenso de los hombres, es decir, proceden
de una norma previa que Dios ha inscrito en el interior de cada individuo.
Con la sola fuerza
de su razón el hombre comprueba que el origen de esa ley moral está en Dios,
autor de la naturaleza y que, a la vez, es accesible a su razón.
El hombre, al
analizar con su razón su propia naturaleza y descubrir esos principios
generales que rigen su vida moral, se da cuenta también que son principios
propios sólo de él, que lo distinguen claramente de las otras criaturas, y que,
por lo tanto, la ley moral sólo puede tener su origen en la misma naturaleza
racional.
a)
La ley moral no aparece en el
mundo físico inanimado, pues está completamente sometido a la necesidad física,
y en él no hay libertad;
b)
No se encuentra en el mundo animal
irracional; los animales actúan por instintos.
c)
La ley moral se descubre solamente
en la criatura racional, al contemplarla dotada de inteligencia y voluntad
libre. Por la ley moral sabe que no
todo lo que puede físicamente hacer, se debe hacer.
Los preceptos que
integran la ley moral se contienen:
1)
En la ley eterna.
2)
En la ley natural,
3)
En la ley divino positiva y
4)
En las leyes humanas (eclesiástica
y civil)
DEFINICION Y DIVISIÓN DE LA LEY
La ley, dice Santo
Tomás de Aquino (S. Th. I-II, q. 90.
a .4) en una definición clásica, es la ordenación de la
razón dirigida al bien común, promulgada por quien tiene autoridad. Desglosando, encontramos como elementos:
a)
ordenación (establecimiento de un
orden de medios conducentes a un fin);
b)
de la razón (no fruto del
capricho);
c)
dirigida al bien común (no al
particular);
d)
promulgada (para que tenga fuerza
obligatoria);
e)
por quien tiene autoridad (no por
cualquiera).
Para que la ley
obligue a los hombres debe reunir algunas condiciones; en concreto debe ser:
1)
posible, física y moralmente, para
el común de los súbditos;
2)
honesta: sin oposición alguna a
las normas superiores; en último término, concordando con la ley divina;
3)
útil para el bien común, aunque
perjudique a algunos particulares;
4)
justa: conforme a la justicia
conmutativa y promulgada: debe llegar al conocimiento de todos y cada uno de
los súbditos.
La división que más
nos interesa de la ley, viene dada por el autor que la promulga:
Si
el autor es Dios se llama ley Divina y
puede ser:
·
eterna (se encuentra en la mente
de Dios)
·
natural (ley divina impresa en el
corazón de los hombres)
·
positiva (ley divina contenida en la Revelación )
Si el autor es el hombre, la ley es
humana y puede ser:
·
eclesiástica
·
civil
Contemplando, las
cosas creadas observamos que siguen unas leyes naturales, la tierra da vueltas
alrededor del sol, las plantas dan flores en primavera, el hombre siente
remordimientos, cuando ha hecho algo mal, etc.
Este ordenamiento a leyes naturales no se da por casualidad, sino que
está perfectamente pensado por la sabiduría Divina. Dios ha ordenado todas las cosas de modo que
cada una cumpla su fin: los minerales, las plantas, los animales y el hombre.
Como ese orden está pensado y proyectado por Dios desde toda la eternidad, se
llama ley eterna.
Definición de Ley Eterna
La ley eterna es
definida por San Agustín (contra Faustum 22, 28; PL 42, 418) como “la razón y
voluntad divinas que mandan observar y prohíben alterar el orden natural” y por
Santo Tomás (S.Th., I-II. Q- 93,
a .1) como “el plan de la divina sabiduría que dirige
todas las acciones y movimientos de las criaturas en orden al bien común de
todo el universo”.
“Eterna”, porque es
anterior a la creación, “ley” porque es una ordenación normativa que hace la
inteligencia divina para el recto ser y obrar de todo lo que existe.
Cuando explica su
definición, Santo Tomás de Aquino dice que así como en la mente del pintor
preexiste el boceto que luego plasmará en su pintura, así en el entendimiento
divino preexiste desde toda la eternidad el plan que dirigirá todas las
acciones y los movimientos de sus criaturas hasta el fin del mundo; ese plan es
la ley eterna.
Es razonable pensar
que Dios dirige a sus criaturas a un fin y que, además, las guía de un modo
acorde con su propia naturaleza. Así,
los seres inanimados son dirigidos por leyes físicas con necesidad básica e
ineludible; los animales irracionales por las leyes del instinto con necesidad
también básica e ineludible; el hombre por la intimación de una norma que,
brillando en su razón y plegando su voluntad, lo conduce por la vía que le es
propia.
Propiedades de la Ley Eterna
Las principales
propiedades de la ley eterna son:
a)
es inmutable, y lo es por su
identificación con el entendimiento y la voluntad de Dios, aunque su
conocimiento sea mudable en el hombre porque no la conoce totalmente y en sí
misma como Dios y los bienaventurados en el cielo, sino por cierta
participación en las cosas creadas;
b)
es la norma suprema de toda
moralidad y, consecuentemente, todas las demás leyes lo serán en cuanto la
reflejan con fidelidad; es decir, ninguna otra ley puede ser justa ni racional
si no es conforme a la ley eterna;
c)
es universal, pues todas las
criaturas le están sujetas: unas de manera puramente instintiva, en cuanto que
están dirigidas por su misma naturaleza a actuar de determinado modo; y otras,
las criaturas libres, por un sometimiento voluntario.
Se entiende por ley
natural la misma ley eterna en cuanto se refiere a las criaturas racionales.
Los minerales, las
plantas y los animales obedecen siempre a la ley de Dios, ya que están guiados
por leyes físicas y biológicas. Pero al
hombre Dios le ha dado la inteligencia para conocer su ley, que descubre dentro
de sí mismo. A esa ley grabada por Dios en el corazón del hombre, la llamamos
ley natural, y obliga a todos los hombres de todos los tiempos.
Por eso dice Santo
Tomás de Aquino que la ley natural no es otra cosa que la participación de la
ley eterna en al criatura racional (cfr. S.
Th., I-II, q. 91, a.2).
Al crear al hombre,
Dios dota a su naturaleza de una ordenación concreta que le posibilite
conseguir el fin para el cual fue creado.
Por el solo hecho
de nacer, el hombre es súbdito de esta ley, aunque las heridas del pecado
puedan oscurecer su conocimiento (p. ej., pueblos atrasados que permiten la
poligamia, los sacrificios humanos, etc.).
En su Epístola a
los Romanos habla Pablo con toda claridad de la ley natural: “En efecto, cuando
los gentiles, que no tienen ley (se refiere a la ley mosaica, que les fue
entregada sólo a los judíos), practican por naturaleza lo que manda la ley, son
para sí mismos ley y muestran que la realidad de la ley está escrita en su corazón,
atestiguándolo su conciencia con los juicios contrapuestos que los acusan o los
excusan”. (cfr. Rom 2, 14.15 y
también Rom 1, 20 ss.).
Contenido de la Ley Natural
Bajo el ámbito de
la ley natural cae todo lo que es necesario para conservar el orden natural de
las cosas establecido por Dios, y que puede ser conocido por la razón natural,
independientemente de toda ley positiva. Es decir, la ley natural abarca todas aquellas normas de moralidad
tan claras y elementales que todos los hombres pueden conocer con su sola
razón.
Sin embargo, a
pesar de su simplicidad, podemos distinguir en la ley natural tres grados o
categorías de preceptos:
a)
Preceptos primarios y universalísimos, cuya
ignorancia es imposible a cualquier hombre con uso de razón. Se han expresado
de diversas formas: “no hagas a otro lo que no quieras para ti”, “da a cada
cual lo suyo”, “vive conforme a la recta razón”, etc., pero pueden todos ellos
reducirse a uno solo: Haz el bien y evita
el mal (cfr. S. Th., I-II, q. 94, a .2);
b)
Principios secundarios o conclusiones próximas, que fluyen directa y claramente de los primeros principios y pueden ser
conocidos por cualquier hombre casi sin esfuerzo o raciocinio. A este grado
pertenecen todos los preceptos del decálogo:
c)
Conclusiones remotas, que se deducen de los
principios primarios y secundarios luego de un raciocinio más elaborado (p.
ej., la indisolubilidad del matrimonio, la ilicitud de la venganza, etc.).
Propiedades de la Ley Natural
La ley natural
tiene unas características que la distinguen claramente de otras leyes:
a)
Universalidad: que quiere decir que la ley
natural tiene vigencia en todo el mundo y
para todas las gentes.
Esta
característica se explica diciendo que la naturaleza humana es esencialmente la
misma en cualquier hombre; las variaciones étnicas, regionales, etc., son sólo
accidentales. Por eso, las leyes de su naturaleza son también comunes.
Lo
anterior no impide que algunos hombres no la cumplan, y esas transgresiones no
perjudican la vigencia de la ley.
b)
Inmutabilidad: es característica de la ley
natural que no cambien con los tiempos
ni con las condiciones históricas o culturales. La razón es clara: la
naturaleza humana no cambia en su esencia con el paso de los años.
El
evolucionismo ético postula que la moralidad está sujeta a un cambio constante,
que alcanza también a sus fundamentos. No tiene en cuenta que la ley natural
“obra siempre según el orden del ser” y que, como el hombre y la naturaleza
sólo cambien de modo accidental, las variaciones en la moral son también accidentales.
c)
No admite dispensa: indica que ningún
legislador humano puede dispensar de la observancia de la ley natural, pues es
propio de la ley poder ser dispensada sólo por el legislador, que en este caso
es Dios.
Esta
característica se explica considerando que al ser Dios legislador sapientísimo,
su ley alcanza a prever todas las eventualidades.
Las
aparentes excepciones de la ley que establece la moral en los casos de
homicidio (ver 11.2.3.b) y hurto (ver 13.3.1.c) no son dispensas de la ley
natural, sino interpretaciones auténticas que responden a la verdadera idea de
la ley y no a su expresión más o menos acertada en preceptos escritos. La breve
fórmula “no matarás” (o “no hurtarás”) no expresa, por la conveniencia de su
brevedad, el contenido entero del mandato que más bien se debería expresar: “no
cometerás un homicidio (o un robo) injusto”.
Cuando
una legislación humana establece una norma o permite determinadas conductas que
contradicen a la ley natural, es sólo apariencia de ley y no hay obligación de
seguirla, sino más bien de rechazarla o de oponerse a ella (p. ej., una
legislación que aprobara el aborto).
d)
Evidencia: todos los hombres conocen la ley
natural con sólo tener uso de razón, y su promulgación coincide con la
adquisición de ese uso. Contra la evidencia parece que existen ciertas
costumbres contrarias a la ley natural (p. ej., en pueblos de cultura
inferior), pero eso lo único que significa es que la evidencia de la razón
puede ser oscurecida por el pecado y las pasiones.
Ignorancia de la Ley Natural
Es imposible la ignorancia de los primeros principios en ningún hombre
dotado de uso de razón.
Podría equivocarse
al apreciar lo que es bueno o lo que es
malo, pero no puede menos de saber que lo bueno ha de hacerse y lo malo
evitarse.
Los principios secundarios o conclusiones
próximas, que constituyen en gran parte los preceptos del decálogo, pueden ser ignorados al menos durante algún
tiempo.
Aunque se deducen
fácilmente con un simple raciocinio, por el ambiente, por ignorancia, etc.,
puede suceder que se desconozcan algunas consecuencias inmediatas de los
primeros principios de la ley natural. (p. ej., la malicia de los actos
meramente internos, de la mentira oficiosa para evitarse algún disgusto, del
perjurio para salvar la vida o la fama, del aborto para salvar a la madre, de
la masturbación, etc.).
Sin embargo, esta
ignorancia no puede prolongarse mucho tiempo sin que el hombre sospeche –por sí
mismo o por otros- la malicia de sus actos.
Las conclusiones remotas, que
suponen un razonamiento lento y difícil, pueden
ser ignoradas de buena fe, incluso por largo tiempo, sobre todo entre la gente
inculta (p. ej., la malicia de la sospecha temeraria, o de la omisión de
los deberes cívicos, etc.).
LA LEY DIVINO-POSITIVA
Es la ley que,
procediendo de la libre voluntad de Dios legislador, es comunicada al hombre por medio de una revelación divina.
Su conveniencia se
pone de manifiesto al considerar dos cosas:
a)
Todos los hombres tienen la ley
natural impresa en sus corazones, de manera que pueden conocer con la razón sus
principios básicos. Sin embargo, el pecado original y los pecados personales
con frecuencia oscurecen su conocimiento, por lo que Dios ha querido revelarnos
su Voluntad, de modo que todos los hombres pudieran conocer lo que debían hacer
para agradarle con mayor facilidad, con firme certeza y sin ningún error.
Así,
Dios no se contentó con grabar su ley en la naturaleza humana, sino que se la
ha anunciado al hombre claramente: en el Monte Sinaí, cuando ya el pueblo
elegido había salido de Egipto, Dios reveló a Moisés los diez mandamientos para
que nunca se olvidaran de cumplirlos (ver cap. 6). Los mandamientos nos señalan
de manera cierta y segura el camino de la felicidades esta vida y en la otra.
En ellos nos dice Dios lo que es bueno y lo que es malo, lo que es verdadero y
lo que es falso, lo que le agrada y lo que le desagrada.
b)
El hombre está destinado a un fin
sobrenatural, y para dirigirse a él debe cumplir también – con ayuda de la
gracia – otros preceptos, además de los naturales. Por eso Jesucristo llevó a
la perfección la ley que Dios dictó a Moisés en el Sinaí, al ponerse a Sí mismo
como modelo y camino para alcanzar ese fin al que nos llama.
Esa
perfección que Cristo ha traído a la tierra se revela sobre todo en el
mandamiento nuevo del amor: en primer lugar, el amor de Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la
mente y con todas las fuerzas; y en segundo término, el amor a los demás como Él nos ha amado.
Vemos, por tanto,
que de hecho Dios nos ha revelado leyes en tres períodos de la historia:
1)
a los patriarcas, desde Adán hasta
Moisés;
2)
al pueblo elegido, con aquellas
leyes recogidas en algunos libros del Antiguo Testamento;
3)
en el Nuevo Testamento, que
contiene la ley evangélica. Algunas leyes positivas de los dos primeros
períodos fueron después abolidas por el mismo Dios ya que eran meramente
circunstanciales, mientras que la ley evangélica es definitiva, y aunque fue
dada inmediatamente para los cristianos, afecta directamente a todos los
hombres.
Por ejemplo, las
leyes judiciales y ceremoniales dadas por los israelitas durante su éxodo
nómada por el desierto eran prescripciones para ese pueblo en esas
circunstancias. El precepto de la caridad enseñado por Jesucristo, sin embargo,
es para todo hombre de todo lugar y época.
LAS LEYES HUMANAS
Son, como ya quedó
dicho, las dictadas por la legítima autoridad – ya eclesiástica, ya civil -, en
orden al bien común.
Que la legítima
autoridad tenga verdadera potestad – dentro de su específica competencia – para
dar leyes que obliguen, no es posible ponerlo en duda: surge de la misma
naturaleza de la sociedad humana, que exige la dirección y el control de
algunas leyes (cfr. Rom 13, 1ss; Hechos 5,29).
De suyo, pues, es obligatoria ante Dios toda ley humana legítima y justa; es
decir, toda ley que:
a)
se ordena al bien común
b)
sea promulgada por la legítima
autoridad y dentro de sus atribuciones;
c)
sea buena en sí misma y en sus
circunstancias.
d)
se imponga a los súbditos obligados
a ella en las debidas proporciones.
Sin embargo, cuando la ley es injusta porque fallen
algunas de estas condiciones, no obliga, y
en ocasiones puede ser incluso obligatorio desobedecerla abiertamente.
La ley injusta, al
no tener la rectitud necesaria y esencial a toda ley, ya no es ley, porque
contradice al bien divino.
Por tanto, si una
ley civil se opone manifiestamente a la ley natural, o a la ley
divino-positiva, o a la ley eclesiástica, no obliga, siendo en cambio
obligatorio desobedecerla por tratarse de una ley injusta, que atenta al bien
común.
EL ORDEN DE LO CONTINGENTE
El orden se
descubre como una razón o principio imperado, impuesto o propuesto en pro de lo
diverso. Se instala entre la razón o principio que lo sostiene y el fin que
explica y justifica su existencia.
El orden no da razón de si mismo sino en virtud
del legislador que lo impera, de la ley que lo sostiene y de la jerárquica
diversidad que lo recibe. El orden de lo contingente, se extiende a todo el
mundo natural y es la apoyatura de todo conocimiento científico.
Hay que
distinguir entre el orden ontológico, inmanente a la naturaleza de algo y el
ordenamiento operativo, que puede ser espontáneo o intencional. Cuando es
espontáneo el fin esta implícito en la ley impuesta que lo conduce; cuando es
intencional el fin es previsto y propuesto.
El orden
ontológico de lo contingente no es propio ni emerge de su acto, sino que
pertenece a la definición original de su naturaleza. El ordenamiento operativo
de lo contingente supone las disposiciones naturales para su cumplimiento;
pertenece y participa de su destino final. Todo lo contingente se encuentra
asido, por origen y destino, a la razón causal que lo crea, lo sostiene y lo
ordena a un fin.
El mundo
natural es por definición, orden ordenado a un fin previsto por la causa
original. El orden es esencial a todo lo
contingente, sea en su naturaleza, sea en su operación. Como es orden dinámico,
lo contingente no puede ser concluso en sí, sino ordenado, desde origen, a un
fin meta o perfección inmanente y a un fin destino.
EL
ORDEN DE LAS INTELIGENCIAS CONTINGENTES
El hombre
forma parte del mundo natural, puede instalarse en el y vivir un tiempo
biológico. A diferencia del mundo natural, orden ordenado por leyes naturales
impuestas y de cumplimiento necesario, el mundo humano, es orden intencional
que depende de la mimesis inteligente del mundo natural.
Es
inestable al estar siempre amenazado por la injusticia del obrar y del hacer
del hombre. Para poder recrear el mundo humano es necesario, primero, el
reconocimiento de la objetivad y valor insustituible del orden natural.
La segunda
condición para que la inteligencia racional pueda conservar el mundo humano, es
la sabia y humilde imitación del mundo natural.
La tercera
condición para que la persona pueda acrecentar el mundo humano es buscar el
desarrollo armónico de la creatividad intelectual, la eficiencia operativa y
las virtudes morales. Una existencia armónica y jerárquica entre el hombre y el
mundo natural.
La cuarta
condición es la aceptación del valor de la justicia, tanto del obrar como del
hacer y vivir en consecuencia.
Los actos
de las inteligencias contingentes son intencionales y por tanto son actos
ordenados a fines y sujetos a medios adecuados. Si la inteligencia contingente
se margina del orden natural, rechaza al mismo tiempo toda norma, toda
jerarquía y todo poder.
Se ha
intentado definir la libertad como la posibilidad humana de crear un nuevo
orden, de renunciar o rechazar todo aquello que sea escollo para el lanzamiento
de las propias ideas, planes y afectos.
Conocer,
aceptar y obrar conforme al orden natural imperante en el hombre y en el mundo,
es iniciar el verdadero y único camino de la liberación de todas aquellas
limitaciones potenciales que pueden y deben ser actualizadas.
Un acto
intencional es verdaderamente liberador, cuando alcanza el bien previsto en el
orden. La obligación moral de hacer lo justo es la fuente de todas las demás
virtudes o perfecciones. Ética, ciencia de la libertad en el orden.
EL
ORDEN EN LA LIBERTAD
Origen en
el sujeto inteligente que puede conocer, distinguir y evaluar lo verdadero, lo
bueno, lo bello y lo justo. La voluntad aparece como facultad consciente y
libre, ordenada al bien.
El orden en
la libertad emerge del querer inteligente de la persona a la que pertenece y
del bien o perfección objetiva que lo manifiesta. La libertad es un medio para
alcanzar el bien, no un fin en sí; se plenifica en el encuentro con el bien.
La libertad
no es absoluta o indeterminada, sino ordenada y relativa al bien. No es la
simple capacidad de elegir, ya que la elección depende de la naturaleza y grado
de los bienes ofrecidos. No se opone a la necesidad sino a la incapacidad del
sujeto para autodeterminarse, ya que ante el Bien Absoluto y Perfecto la
voluntad adheriría sin dejar de ser libre.
Permite
distinguir entre la libertad física de hacer o no hacer algo y la libertad
psíquica de querer o no querer, de adherir o no adherir. La libertad física no
es absoluta, sino limitada y limitable físicamente. La psíquica en su orden, es
limitada y limitable.
La libertad
metafísica consiste en el compromiso ontológico que en toda criatura
inteligente se extiende entre el progreso debido y la degradación posible, entre
el ideal de perfección obligatoria y la tentativa de negarse a ser.
Para
sintetizar el sentido ontológico de la libertad hay que recordar algunos
conceptos de la metafísica. En primer lugar todo lo contingente tiene una
existencia de hecho, unida por origen y destino a su causa.
En segundo
lugar, una individualidad humana es una existencia contingente que tiene un fin
meta. La inmanente perfección de la naturaleza humana (madurez biológica y
psíquica), sobreviene con el tiempo, en el supuesto de una normalidad genética
y de un contexto psicofísico adecuado.
En tercer
lugar, la persona humana, como sujeto substancial subsistente, puede asumir el
fin meta de su naturaleza y servirse de el.
La autodeterminación inteligente de cada persona supera los limites de la justicia como equidad, para trasladarse a la justicia ontológica de ser en el Ser y para el Ser, como su imagen y semejanza. Este estado de santidad o de libertad perfecta transforma la historia en un tiempo de espera y preparación para la vida eterna.
La autodeterminación inteligente de cada persona supera los limites de la justicia como equidad, para trasladarse a la justicia ontológica de ser en el Ser y para el Ser, como su imagen y semejanza. Este estado de santidad o de libertad perfecta transforma la historia en un tiempo de espera y preparación para la vida eterna.
CONCLUSIÓN
Liberarse
de limitaciones potenciales para alcanzar el bien o perfección debida a cada
potencia, es intentar ser en plenitud.
Si el orden
en la libertad representa todas las características y modos de la libertad, el
orden natural que impera en las potencias superiores del hombre se convierten
en el cauce de la justicia operativa.
Ser libre
es la posibilidad que tiene el hombre de ser esclavo, con tal que el bien que
motiva la adhesión valga la pena (esclavo de la verdad, del bien, de un gran
amor, de un gran tesoro).
La libertad
es la posibilidad que tiene y exige para sí toda persona, de poder hacer lo que
es debido a su naturaleza, en vistas de un ideal trascendente y perfectivo.
La libertad
es la posibilidad que tiene el sujeto inteligente de conocer y ordenarse a su
fin destino, sinónimo de justicia ontológica o de ajuste de lo contingente
respecto de lo Absoluto.
Esto supone
la aceptación de una dependencia original y final con el Ser Absoluto.
Para los
hijos de Dios que por la Fe
y la razón natural han alcanzado sabiduría, ser libre es ser plenamente hombre,
es ser plenamente ser; ser libre es ser más.
Para la
verdadera sabiduría, ser libre es aceptar el orden ontológico, el orden
operativo y la jerarquía del bien, es vencer la tentación de negarse a ser en
el Ser.
La libertad
del hombre se convierte en la posibilidad de ser, en la mayor perfección y
santidad, semejante a Aquel de quien ya es su verdadera imagen.
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