El valor de la vida
El cristianismo, fiel a un Dios que crea y ama la
vida, ha sido y es un agente educador de la conciencia humana a favor de un
respeto creciente a la vida.
a)
Dignidad de la vida en sí misma: no sólo desde
el don de Dios
En la tradición cristiana hay un núcleo de
pensamiento sobre la vida que se aduce con frecuencia para subrayar la dignidad
del ser humano: la vida como don de Dios, el hombre creado a imagen y semejanza
de Dios, la presencia de un alma espiritual, infundida por Dios. Hay que tener
presente que en el AT lo que nosotros llamamos vida física no es evocada en sí
misma, sino que aparece integrada por esa unidad total que es el hombre, creado
a imagen y semejanza de Dios.
La vida se ve siempre desde Dios, ante Dios y
hacia Dios. Una ulterior confirmación del valor de toda vida humana nos viene
del hecho de la encarnación del Verbo, que asume nuestra naturaleza y nuestra
historia: la fe en Cristo hombre refuerza y consagra todo lo humano.
El cristiano que acepte vivencialmente estas
realidades no podrá menos que respetar toda vida humana, que, desde nuestra fe
en Dios Creador y en Cristo hombre, aparece rodeada de la solicitud de Dios y
portadora de una vocación divina.
Pero esta fundamentación religiosa ha de ser
presentada sin dar lugar a equívocos. La vida del hombre, independientemente de
cualquier enfoque religioso, tiene un valor en sí misma y por sí misma.
Constituye la base y fundamento para que cualquier otro valor del ser humano
pueda desarrollarse en su proyección personal y social. La vida física no
garantiza automáticamente una vida en libertad, en solidaridad con los demás y
abierta a Dios, pero sin ella queda radicalmente comprometido todo proyecto
personal y todo servicio a la sociedad. Por eso, la dignidad de la vida en sí
misma no debe sufrir cuando se apela a Dios. La fe cristiana ha de suponer el
sentimiento, fuertemente anclado en toda conciencia humana, de que la vida es
un valor básico, a promover por su contenido intrínseco; partiendo de esta
base, se evitará la impresión, que a veces damos los cristianos, de que la vida
humana, sin la fe en Dios, está totalmente a la intemperie. Hay que afirmar el
don de Dios, pero sin infravalorar la dignidad inherente a toda vida humana.
b)
La vida como entrega
El tema de la intangibilidad de la vida ha sido
integrado en la moral cristiana con tal fuerza, que otro aspecto del misterio
cristiano ha quedado muy oscurecido: el ejemplo de Cristo, que da su vida por
amor. Las obras de espiritualidad y de devoción se encargaban de desarrollar
más esta inspiración evangélica. Si la moral hubiera asumido con más energía
esta línea, quizá las conclusiones sobre la disposición radical de la propia
vida hubieran sido diferentes de las defendidas comúnmente.
Si la vida es
un don precioso que debe suscitar en el hombre un eco de agradecimiento y una
voluntad decidida de aprecio, el ejemplo de Cristo integra otra dimensión. Él
es el buen pastor que da la vida por sus ovejas (Jn 10,11). “En esto hemos
conocido la caridad: en que aquél dio su vida por nosotros” (1 Jn 3,16). El
ejemplo de Cristo debe inspirar actitudes semejantes en sus seguidores: “Nadie
tiene un amor mayor que éste: dar uno su vida por sus amigos” (Jn 15,13).
Aún tratándose de un valor
importante, fundamental, la vida no es un valor absoluto. El ejemplo de Cristo
nos manifiesta con toda claridad que el respeto a la vida, exigencia ética
inaplazable, no ha de adoptar formas idólatras, absolutizadoras. El Evangelio
nos enseña que la fe y el seguimiento de Cristo – y lo mismo podría decirse de
algunos valores humanos – merecen todo tipo de sacrificios, incluido el de la
propia vida: “El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su
vida por mí y el evangelio, la salvará” (Mc 8,35). Esta posibilidad de
sacrificar la vida, que aparece suficientemente clara desde el ejemplo de
Cristo, ha sido legitimada por la moral desde otras perspectivas.
Si las
situaciones en que el hombre ha de actuar fueran puras, si en cada acción se promovieran
sólo valores sin sacrificar ninguno, las opciones éticas serían evidentes. Pero
la realidad es más confusa y complicada: en una misma acción muy
frecuentemente, están implicados valores y contravalores. Desde aquí se
comprende la afirmación de que “todas las normas éticas relativas al
comportamiento interhumano se basan en un juicio de preferencias.
La vida humana
puede entrar en conflicto con valores morales o con valores no morales. A este
último grupo pertenecen la salud, el placer, la alegría, la técnica, el arte,
el conocimiento, etc. El poseer estos valores no hace al hombre bueno
moralmente, ni su falta le convierte en un inmoral. Los valores morales son los
que pertenecen al campo de la conciencia correctamente formada. Si la vida
entra en conflicto con un valor moral, éste tiene prioridad ética sobre
aquélla. En el caso de Cristo, la realización del designio de Dios tenía
precedencia sobre la conservación de la propia vida. Cuando el conflicto se
establece entre la vida y un valor no moral, la decisión correcta supondrá una
comparación de todos los valores en juego. La opción tomada será moral en la
medida en que vele por la afirmación del valor o de los valores que, dentro de
una apreciación global y en una determinada situación sean considerados como
prioritarios por la conciencia formada.
El cristiano
se enfrenta con una doble exigencia: por una parte, una tarea de concienciación
siempre perfectible sobre la dignidad de toda vida humana, concienciación que
ha de traducirse en una acogida fervorosa de toda iniciativa a favor de la vida
y en una denuncia de toda manipulación en sentido contrario; por otra, evitar
un culto idolátrico a la vida. Las dos exigencias salen al paso de dos abusos
de signo opuesto, pero frecuentes en nuestra sociedad, atravesada de tantas
contradicciones. Estas orientaciones no nos dan la solución clara a los muchos
problemas que se presentan en este campo, especialmente a los casos más
conflictivos. Para ello será necesario tener en cuenta lo que se dirá en su momento
sobre el derecho del hombre a disponer de la propia vida, sobre los medios
“ordinarios y extraordinarios”, sobre el suicidio y la eutanasia, etc. lo que
sí podemos afirmar es que una solución correcta a estos problemas no se
encontrará de espaldas a estas exigencias o indicaciones.
La mediación de principios y criterios generales
La moral cristiana no se ha contentado con
afirmaciones generales sobre el deber de proteger la vida humana y la salud; a
lo largo de los siglos, en un esfuerzo que ha ido cristalizando en
formulaciones más claras, se ha llegado a una normativa concreta. Al no ser la
vida un valor absoluto, a veces no era obligatorio ni lícito el defenderla a
toda costa; era, por lo tanto, una necesidad el definir con la mayor claridad
posible la frontera que separaba lo lícito de lo ilícito en las acciones de
apoyo a la vida, en las agresiones contra ella y cuando se desistía de
defenderla. Tratándose de un bien tan básico era comprensible el interés por no
dejar zonas oscuras en este terreno.
Los principios
y planteamientos que han servido para precisar la moralidad en relación con la
vida y la salud son múltiples. Un primer principio dice relación a una creencia
básica compartida por todos los cristianos: el señorío de Dios. Todos los seres
creados, sin excluir la vida humana, quedan bajo el dominio absoluto de Dios.
Dios, Señor absoluto de la vida, puede autorizar o mandar acciones contra la
vida que se convierten en actos de obediencia. Con la autoridad o mandato de
Dios ninguna agresión a la vida humana es inmoral.
Cuando no se
cuenta con esta autorización divina, intervienen otras consideraciones para
señalar qué acciones en concreto están permitidas o prohibidas. Aquí
intervienen tres binomios. El primero se refiere a la persona, víctima de una
agresión a la vida: la distinción entre inocente y culpable representa un hito
moral. El segundo mira al autor de la agresión: autoridad pública o persona
privada. El tercero atiende al modo en que se produce la agresión:
directo-indirecto. El inocente es mucho más intocable que el culpable. A la
autoridad pública se le permiten intervenciones prohibidas a personas privadas.
Las acciones directamente agresivas son mucho más difíciles de aceptar que las
indirectas.
Además de
éstos intervienen algunos principios, como el principio de totalidad, la
distinción entre medios ordinarios y extraordinarios, acción/omisión, calidad
de vida, doble efecto, conflicto de valores, etc.
¿Con la autorización de Dios
todo es lícito?
La moral tradicional no ha excluido absolutamente
que el hombre tomara las decisiones más radicales sobre la vida propia o ajena,
pero siempre con una condición: que ese atentado material fuera un acto de
obediencia a Dios. Por orden, autorización, mandato, permiso, inspiración, etc.,
de Dios es lícita cualquier acción contra la vida propia o ajena, trátese de
personas inocentes o de malhechores, realizada por la autoridad pública o por
decisión privada, directa e indirectamente. En cambio, en ausencia de tal
inspiración, orden, etc., hay severas restricciones para atentar contra la
vida.
Para no ser
injustos con quienes han defendido durante siglos la validez de esta
distinción, hemos de tratar de comprender su génesis. El punto de partida lo
constituyen ciertos hechos bíblicos desconcertantes de cuya autenticidad no se
tenía la menor duda y a los que era necesario encontrar una explicación. En la
Biblia hay varios relatos en los que se describen suicidios u homicidios
directos, al parecer con la aprobación divina. La orden dada a Abrahán: “Toma a
tu hijo, tu unigénito, que tanto amas, a Isaac, y vete al país de Moria y
ofrécelo allí en holocausto sobre una de las montañas que yo te indicaré” (Gén
22,2), fue entendida con todo realismo. Entre los casos de suicidio que al
parecer podrían contar con una autorización divina están los de Sansón (Jue
16,27-30), de Eleazar Avarán (1Mac 6,43-46) y Razias (2 Mac 14,37-46). En
relación con ciertas consignas atribuidas a Dios, que parecen invitar a
exterminios indiscriminados, en los que se trataba por igual al inocente y al
culpable, F. De Vitoria las explica por un mandato especial de Dios: “Respondo
diciendo que aquello de las Escrituras que traen a colación (Dt 20) se hizo por
mandato especial de Dios [...]. pero esto fue un decreto especial y no una ley
general”.
Junto a estos
textos bíblicos, otros hechos, atribuidos a cristianos de los primeros siglos,
presentaban problemas análogos. Se alude a algunas mujeres que se quitaron la
vida por no ceder ante amenazas para su fe o su castidad. Ya san Agustín
sostiene que estos hechos, lejos de ser condenados moralmente, constituyen un
acto de obediencia a Dios. Y santo Tomás, recogiendo la explicación de san
Agustín, afirma que el suicidio de Sansón junto con sus enemigos entre las
ruinas del templo, “sólo se excusa por alguna secreta orden del Espíritu
Santo”.
En aquella
sociedad, en la que se tenía un concepto muy absorbente de la soberanía de Dios
y una idea muy recortada de la autonomía del hombre, careciendo, además, de los
recursos interpretativos de la Biblia hoy a nuestro alcance, no es de extrañar
la solución que dieron a hechos que no cuadraban a primera vista con sus
esquemas morales.
Esta doctrina
tal como está formulada, se explica por las circunstancias en que surgió, pero
resulta extraordinariamente chocante y de difícil comprensión para los no
creyentes e incluso para bastantes creyentes. A primera vista, parece dejar
traslucir una imagen de Dios semejante a la de un monarca absolutista y
arbitrario. Esta distinción tiene una importancia práctica nula, en cuanto que
la existencia de órdenes, inspiraciones divinas, etc., no se reivindica más que
para casos reducidos del pasado; apenas si se considera su aplicabilidad a
nuestro mundo. Pero, simbólicamente, su significado es importante en cuanto que
conlleva una particular interpretación de la soberanía de Dios y una especial
visión del hombre.
Inocente – culpable
La distinción inocente-malhechor recoge un
sentimiento espontáneo en los pueblos e individuos, sentimiento que les mueve a
protegerse contra las personas consideradas una amenaza para los demás. Esta
distinción puede tener aplicación tanto en el campo de la “legítima defensa”
individual como en el tema de la guerra. Otro campo en el que ha tenido
particular vigencia es el del derecho penal. La distinción entre inocente y
culpable es fundamental para que una persona se vea libre de las penas, en
muchos casos la pena de muerte. Me fijo exclusivamente en la distinción
inocente-culpable en la medida en que de ella puede depender la vida de una persona. Esta
distinción, que a primera vista no parece ofrecer problemas mayores, en cuanto
que es eco de un sentimiento difundido en la conciencia de los individuos y de
los pueblos, puede encerrar algunas ambigüedades. Los moralistas dieron respaldo
moral a algunas consecuencias de esta distinción. Hoy en cambio, asimilando los
resultados de las ciencias humanas, se advierte la necesidad de purificar el
concepto de inocente y culpable, criminal o malhechor.
No se puede
negar a la sociedad el derecho a tipificar así ciertos comportamientos, pero
algunas preguntas relativizan el valor de la distinción. ¿Quién establece que
determinadas conductas sean consideradas como criminales y otras no? ¿A qué
criterios e intereses obedece la distinción. ¿Qué tanto por ciento en la
criminalidad ha de atribuirse al malhechor o a los condicionamientos sociales?
Se ha dicho que a veces la acción implacable contra los criminales parece un
exorcismo fácil, con el que la sociedad se tranquiliza y se evade de las propias
responsabilidades en relación con la génesis del crimen. No falta quien piensa
que las acciones duras enmascaran la crueldad, venganza, pereza o incapacidad
de la sociedad; otros siguen viéndolas como una necesidad de autodefensa
social.
Autoridad pública-persona privada
Los poderes públicos se han visto dotados de grandes
facultades para actuar contra la vida de las personas desde la distinción entre
inocente y culpable y también en el campo específico de la guerra. En relación
con ésta las prerrogativas concedidas a los poderes públicos eran excesivamente
generosas. En la práctica, sólo ellos eran los que juzgaban de la justicia de
una guerra y apenas existía espacio legítimo reconocido para disentir, no sólo
legalmente, sino incluso moralmente, a pesar de algunas proclamaciones en
sentido contrario. Hoy en día, el derecho a disentir en este campo, tan
celosamente reservado a los poderes públicos, va encontrando expresiones más
fuertes, no sólo por el reconocimiento legal de la objeción de conciencia, sino
también en una esfera propiamente moral. A ello han contribuido en parte los
estudios del fenómeno de la guerra, que han puesto más al descubierto los
intereses y pretensiones inconfesables que se enmascaran frecuentemente tras
una apelación a la justicia.
No se pretende
minar las bases del derecho penal, sino indicar las ambigüedades e injusticias
que han podido introducirse en él bajo la presión de intereses de grupos que
poco tienen que ver con la justicia. Se apunta también a que la defensa de la
justicia por la violencia, que engendra la muerte aun cuando se haga en nombre
de los poderes públicos, no es la mejor pedagogía para sensibilizar en el
respeto al valor de la vida.
Directo-indirecto
La distinción directo-indirecto ha tenido una gran importancia
en múltiples sectores de la historia de la moral, incluyendo las acciones
relativas a la vida y a la salud humanas.
Según esta
distinción son lícitos el aborto indirecto, el suicidio indirecto, el homicidio
indirecto de inocentes, etc.; pero el suicidio indirecto, el homicidio directo
–aquí entran la eutanasia y el aborto directos- son siempre condenables. Para
determinar si un efecto era imputable o no, en el caso de una acción con varios
efectos, se acudía al principio llamado del “doble efecto”, que ha tenido
diversas formulaciones.
Al insistir
tanto en que el efecto bueno no provenga a través del malo, sino que los dos
procedan de una acción al menos con la misma inmediatez, se cree establecer una
norma objetiva. Al dar una importancia tan decisiva al modo físico de
producirse los efectos, se impide la introducción de valoraciones objetiva, que
pudieran dar lugar a apreciaciones arbitrarias. La gran aportación positiva de
este principio radicaría en esa intención de objetividad para decisiones
importantes que afectan a la vida o a la salud.
Con todo las críticas
dirigidas a este principio, en su formulación más rígida por los moralistas de
hoy, son tan fundadas que se lo considera de gran utilidad para aclarar la
solución de casos conflictivos.
La primera
viene de lo problemático que resulta el concepto de acción cuando queremos
precisarlo. Cualquier acción aun la más simple puede ser fragmentada en varias,
o por el contrario ser integrada en una acción más amplia. Lo que para unos es
efectos para otros puede ser parte integrante de la acción. Desde aquí se puede
ver la ineficacia del principio en orden de una clarificación moral de los
comportamientos.
La principal
acusación a este enfoque es la de fisicismo: da excesivo importancia a la naturaleza
física de la acción a la hora de decidir la moralidad; el modo de conexión
física entre el efecto y la causa es determinante para la bondad o malicia de
la acción. Este principio revela una actitud muy frecuente en la moral
tradicional, en el respeto a la naturaleza física como criterio moral. El
respeto a la naturaleza debe ser tenido en cuenta pero parece exagerado
constituirlo en arbitro de moralidad dejando a un lado las facultades
espirituales de hombre a través de las cuales percibe y da sentido a las cosa.
Hoy se
prefiere un enfoque de comparación de los valores en juego. En primer lugar es
necesario una labor sincera de análisis para detectar los valores en juego,
para lo que ha de tenerse en cuenta los valores inmediatos y una cierta perspectiva
en lejanía; es obvio que los valores mas inmediatos se percibirán con mayor
facilidad pero esta circunstancia no nos legitima para quedarnos en un
inmediatismo que mutila la realidad. No hay que caer tampoco en actitudes
obsesivas de búsqueda de los valores más lejanos y problemáticos que
paralizarían la acción.
Cuando la
conciencia personal tiene ante si el conjunto de valores comprometidos en una
determinada acción debe compararlos a la luz de la propio jerarquía de valores
para, decidir el rumbo a seguir optando por los que aparecen como más
imperativos en un momento determinado.
La propia
jerarquía de valores es el resultado de diversos factores: formación recibida,
comunidad en que se viva, influjos históricos, fidelidad a la conciencia, carácter
personal, etc. Pero para un cristiano, para que su conciencia este orientada
rectamente, la jerarquía de valores ha de estar abierta al examen y al influjo
de la comunidad cristiana a la luz del magisterio de la Iglesia.
Principio de totalidad
El principio
de totalidad viene invocándose como justificante moral para aprobar unas
acciones y condenar otras. El principio de totalidad lo aducen unos para
fundamentar la licitud de los métodos artificiales de natalidad, mientras que
la encíclica Humanae vitae excluye expresamente su aplicabilidad en este
campo.
La utilización
del mismo principio para conclusiones divergentes pone en relieve, que en el
fondo de este principio hay una realidad compleja. Los conceptos de parte y de
todo los aplicamos a realidades muy heterogéneas. Es cierto que existe un
aspecto común en esos todos y partes: la necesidad de ayuda del todo a las
partes, la colaboración de alguna de las partes para el bien del todo. El
organismo humano es un todo mientras que los órganos funciones, miembros son
parte del mismo; la vida reproductiva de una pareja forma un todo, cada acto
sexual es parte de ese todo; la sociedad humana, la nación, la Iglesia, son un
todo y las personas son parte de las mismas. Lo importante es el modo de
concebir la relación entre una parte y un todo concretos. Pío XII lo formula
así: el principio “afirma que la parte existe para el todo y que, por
consiguiente, el bien de la parte queda subordinado al bien del conjunto; que
el todo es determinante para la parte y puede disponer de ella en interés
propio”. Estas pretensiones de absolutez de Pío XII no son tan evidentes en la
realidad. Es un principio útil pero no puede resolvernos los casos concretos;
la solución ha de tener presentes otros aspectos.
a) Situaciones dentro de una misma persona
·
Todos los órganos y funciones orgánicas,
miembros, tejido, etc., están ordenados al bien del todo. En caso de necesidad
o conveniencia proporcionada para el conjunto es lícita la extirpación de los
órganos y la suspensión de las funciones orgánicas.
·
En una moral que distinguía de una manera quizás
excesiva entre cuerpo y espíritu se planteo el problema de la licitud de
subordinar las funciones somáticas al bien del espíritu. Pío XII fue tajante:
“Pero a al subordinación de los órganos particulares al organismo y a su
finalidad propia, se añade también la del organismo a la finalidad espiritual
de las persona misma.
b) Situaciones que implican a dos personas
La extirpación de un órgano sano no vital de una
persona para transplantárselo a un enfermo. Pío XII parecía excluir tal
comportamiento como inmoral.
El mensaje cristiano de caridad y solidaridad,
iluminado desde el ejemplo de Cristo, era más que suficiente para justificar
una donación de órganos a favor de otro ser humano. Pero un principio abstracto
como el de totalidad pudo llevar a situaciones tan poco en línea con el mensaje
cristiano de la caridad. Poco a poco los moralistas tomaron conciencia de que
esos transplantes entre seres vivos podían ser perfectamente lícitos desde una
perspectiva moral. Pero en vez de acudir al ejemplo de Cristo, encontraron el
fundamento en la subordinación del cuerpo al espíritu, argumentación lejana de
lo que es el verdadero sentido de la caridad. Según estos autores, la donación
de un órgano contribuye al bien espiritual del donante y desde aquí se
convierte en un acto lícito en virtud del principio de totalidad. Esta donación
sería pues lícita no porque con ella se haga un bien a los demás, sino porque
gracias a ella el donante adquiere méritos para el cielo. Esto parece una
verdadera desfiguración de lo que debe ser la auténtica caridad cristiana.
El principio del doble efecto
Con él se pretende dar respuesta al interrogante
planteado ante una acción que produce dos o más efectos, unos buenos y otros
malos: ¿es lícita o ilícita?
El principio
trata de fijar cuando dicha acción es moralmente legítima aun siguiéndose
efectos malos de ella y cuando no lo es. Para la legitimidad moral de tal
acción se han de cumplir cuatro condiciones:
-
carácter moralmente bueno o indiferente de la acción
-
bondad en la intención del agente, es decir, buscar el
fin bueno y no intentar el malo
-
conexión causal del efecto bueno con la acción, al
menos tan inmediata como la del efecto malo;
-
razón proporcionalmente importante para permitir la
producción del efecto malo.
Si se cumplen
estas condiciones, el efecto malo es calificado de voluntario indirecto. Este
principio se ha aplicado para la extirpación de un útero canceroso en una mujer
embarazada, en el caso del escándalo, para acciones relacionadas con el matar y
con el uso de las facultades sexuales.
Santidad/calidad de vida
a)
Calidad de vida
Esta expresión es de frecuente uso en los países
desarrollados. De ella se han apoderado los políticos, la publicidad comercial,
el lenguaje popular, los científicos. La publicidad comercial la usa para
cualquier objeto que desea vender. En el lenguaje corriente se usa como
sinónimo de bienestar, felicidad... no raras veces se define por un contenido
económico cuantitativo. En el campo sociológico los objetivistas la quieren
definir a base de criterios objetivos, y los subjetivistas de satisfacción
personal. Es un concepto muy variable de persona a persona y dentro de un mismo
sujeto, en momentos y situaciones diferentes de la vida. Ciñéndonos al ámbito
de la medicina, se han dado diversos indicadores: cantidad de años o
prolongación de la vida, nivel de asistencia sanitaria, nivel de consumo
médico. En relación con la bioética, se apela a la calidad de vida para
problemas muy distintos: aborto, eutanasia, diagnóstico prenatal, prevención de
la vida por la anticoncepción o la esterilización, modificación de la
naturaleza por la ingeniería genética, salud pública, salud ambiental,
decisiones sobre prolongar o no una existencia, etc. el concepto es muy
variable, según se aplique a una situación u otra.
Atender a la
calidad de vida es una exigencia moral innegable si con ello nos referimos a
cualquier tipo de acción orientada a crear condiciones más favorables para la
expansión y desarrollo del ser humano.
Si se la entiende con una carga básicamente económica, se cae en una
visión muy parcial. Para una verdadera calidad de vida son más importantes los
consumos inmateriales que los materiales. Los factores afectivos tiene un gran
peso en este campo: aceptarse, ser aceptado, amistad, amor, etc.
b)
Santidad de vida
Aunque hace referencia al mundo religioso, existe
una interpretación laica de la santidad de vida. Al decir que toda vida es
sagrada, esta afirmación no posee necesariamente una base religiosa; esta
característica surge de la vida misma. El carácter sagrado de la vida, es la
primordial de las experiencias. Si la vida no es sagrada, nada es sagrado.
Existe otra
interpretación religiosa de la santidad de la vida. En la base de la
inviolabilidad de la vida humana está la doctrina de la creación, del hombre
como imagen de Dios, la alianza de Dios con su pueblo, la redención.
El tema de la
santidad de la vida o de su carácter sagrado, lo mismo que la calidad de vida,
se invoca en el campo de la medicina y fuera de él.
La apelación a
la sacralidad de la vida, en principio, parece ofrecer una garantía más segura
de protección para la vida, tratando de eliminar en estas decisiones el papel
de gustos, costumbres y leyes humanas.
c)
Calidad /santidad de vida
Algunos consideran estos conceptos como
contrapuestos cuando se refieren a decisiones sobre prolongar o no una vida
inicial o terminal. Las diferencias entre los dos planteamientos se sitúan en
sostener o no el carácter sagrado de la vida humana, de la vida corporal, el
carácter absoluto de la norma, o entre calidad/cantidad. Quizá la diferencia se
sitúa más bien en la base del juicio moral normativo, deontológico o
teleológico, en la teoría moral y en los límites y excepciones a las normas.
Las
diferencias entre los dos planteamientos no debieran llevar a verlos como
excluyentes mutuamente y por lo tanto a optar por un enfoque con olvido del
otro. Se puede mantener el carácter sagrado de la vida evitando juicios
arbitrarios y falsos y también defender el valor vida atendiendo a la calidad
de la vida personal.
Podemos
preguntarnos con razón si las diferentes opciones sobre prolongar una vida que
se remiten a la santidad/calidad de vida se deben en realidad a estos
planteamientos o más bien a ciertas líneas de fondo, de una cultura o creencia
religiosa, incorporadas de modo desigual por las personas.
CODIFICACIONES DE
ÉTICA MÉDICA
La ética
médica se ha plasmado en expresiones variadas a lo largo de la historia:
oraciones, juramentos, código deontológico, etc., que presentan diferencias en
diversos sentidos: índole global, sistematicidad, inspiración religiosa o
laica, carácter general, etc.
En las oraciones
de inspiración, se expresa el agradecimiento a la divinidad por las bendiciones
recibidas y se pide la ayuda divina para el recto ejercicio de la profesión.
Entre ellas destaca la oración diaria del médico, considerada hoy como obra de
un médico judío del siglo XVIII, Marcus Herz.
Durante siglos
la fórmula más importante trasmisora de una ética médica ha sido el juramento.
En el mundo antiguo eran frecuentes formas de expresar los conceptos éticos. En
ellos se manifiesta la idea de que la alianza con los dioses al tratar la
enfermedad es un elemento básico para tener éxito en el ejercicio de la
profesión. El más célebre es el de Hipócrates, de gran peso para le ética
médica. El juramento consta de dos partes: la primera se refiere a las
relaciones entre médicos; la segunda a las relaciones con el paciente. Sobre su
origen hay puntos oscuros. Aparece dentro de la colección hipocrática
catalogada y editada por bibliotecarios de Alejandría.
La tradición
cristiana acogió con satisfacción la ética hipocrática, introduciendo en ella
algunas modificaciones para mejor armonizarlas con los ideales y normas
cristianas: la referencia a los dioses griegos se transforma en una invocación
a la Trinidad; la alianza dentro del cuerpo médico se sitúa en términos de
gratuidad y se da un sentido más abierto a la transmisión de la enseñanza.
Siguiendo la
tradición iniciada en la Edad Media, en las escuelas de medicina se integran
conceptos hipocráticos en los juramentos hechos al graduarse. En el siglo XX ha
sido común al graduarse hacer el juramento. De el se han realizado algunas
adaptaciones para hacerlo aplicable a la situación actual, y al ejercicio de la
medicina en los tiempos recientes. No se ha de confundir el significado
histórico de este texto, ciertamente importante, y el sentido que hoy puede
tener en nuestra sociedad y en un ejercicio de la profesión médica con
características determinadas.
La
codificación de la ética médica más desarrollada y sistemática son los llamados
códigos deontológicos médicos. En el mundo moderno, los médicos piensan en
la necesidad de una codificación más completa y sistemática de las normas de
comportamiento del médico con sus pacientes y con los otros colegas. Los
códigos deontológicos son un todo heterogéneo que recoge un conjunto especifico
de deberes a los que están obligados los miembros de una profesión. Son deberes derivados del hecho de ejercer
una profesión. No son exclusiva ni predominantemente de índole moral, ni
siquiera de moral laica. Contiene normas de buen comportamiento, de etiqueta,
de buena relación. Sirven más directamente a los intereses del grupo e
indirectamente a los usuarios de sus servicios. Son reglas consideradas
esenciales para el ejercicio profesional correcto. Tienen como función
salvaguardar la dignidad de la práctica profesional y así lograr la confianza
del cliente. Son más que un reglamento, son casi un espíritu.
Hoy ha
decrecido sensiblemente el interés por este tipo de codificaciones, y las que
se siguen haciendo ofrecen rasgos particulares en relación con los códigos de
hace unas décadas.
Dado el
pluralismo social y moral y teniendo en cuenta la situación actual de las
profesiones médicas, hay una tendencia a regulaciones menos detalladas, de
índole más general. Por otro lado, la legislación, antes ausente en materias
médicas, se ha multiplicado en temas como el aborto, anticoncepción, nuevas
técnicas de reproducción humana, problemas en relación con el morir, secreto
profesional, consentimiento informado, etc.
Desde algunos
ángulos profesionales y políticos se mantienen actitudes marginales e incluso
beligerantes contra los códigos deontológicos. Algunos los consideran inútiles,
por la existencia de fuentes distintas y suficientes para un comportamiento
correcto: leyes, costumbres, entes profesionales de derecho público,
sindicatos, el sentido moral de la propia conciencia. Se les reprocha en
ocasiones, ser instrumento solapado de los intereses de la profesión más que
del bien social y de los pacientes. Se acusa a los códigos de que si se
mantienen en declaraciones de índole general son poco útiles, y si por el contrario,
desciendes a tomas de postura muy concretas constituyen un marco excesivamente
rígido y estricto para una sociedad tan plural, acaban con el sentido de
responsabilidad personal pretendiendo dar a las generaciones jóvenes un cuadro
muy definido de las conductas.
Han surgido
otras formas de expresar el talante médico en temas de medicina. Por su
autoridad destacan las declaraciones de las diversas
asambleas médicas mundiales o de otros organismos. Con frecuencia elaboran
documentos sobre temas monográficos de actualidad. Sus ventajas son claras pues
abordan un solo asunto: el proceso de elaboración y de eventual corrección es más
rápido y ágil. Este tipo de declaración suele reflejar un estilo
interdisciplinar y plural, abierto a diversos aspectos de la cuestión. Los
códigos deontológicos quedan en una cierta penumbra.
Entre las
expresiones de contenidos éticos se pueden señalar las llamadas declaraciones
de los derechos del paciente o de ciertas clases de enfermos.
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