MENSAJE DEL NUEVO TESTAMENTO
Respecto a las Escrituras
precedentes, el Nuevo Testamento no ofrece elementos esencialmente originales.
Lo que hay de nuevo, dice Dubarle, es el modo en que cuestiones hasta entonces
dispersas, es el modo en que cuestiones hasta entonces dispersas, se ponen en
relación esclareciéndose y reforzándose mutuamente. El punto central es el
acontecimiento de Cristo. Amor y sexualidad reciben una luz nueva de este
misterio escondido durante muchos siglos y revelado al llegar la plenitud de
los tiempos (Ef. 3, 9).
Pero, como
sucedía en el Antiguo Testamento, ni los evangelios ni los escritos paulinos
intentan establecer un tratado sistemático de moral sexual. Le enseñanza de los escritos del Nuevo Testamento
sobre la sexualidad tiene también un carácter ocasional y está condicionada por
la época y la cultura imperante, no obstante, ofrecen las orientaciones
fundamentales para plantear la moral cristiana del amor y de la sexualidad.
1. La novedad evangélica
La buena nueva anunciada por
Jesús se extiende a todas las realidades humanas, también la realidad
sexual. Su enseñanza moral culmina en el
mandamiento del amor: “Amarás a tu prójimo
como a ti mismo” (Mt. 22.39). El amor es
el resumen de todos los preceptos y de él pende toda la Ley: “el que ama al
prójimo ha cumplido la ley” (Rm 13, 8). Aunque
directa y explícitamente el precepto del señor no encierra ninguna
alusión sexual, es cierto, sin embargo, que debe ser el principio inspirador y
la referencia obligada de la actividad sexual, como lo es de toda relación
humana. El mandamiento del amor, extendido a todas las gentes de cualquier raza
y condición, incluyendo los enemigos, manifestado en el servicio, se convierte
en criterio de identidad del cristiano y de toda su conducta moral (cf. Jn 13,
34-35). Desde el amor al prójimo está llamado a vivir el discípulo de Cristo,
testimoniando en todas las realidades y actividades humanas, el amor con el que
es amado: un amor que procede de Dios.
Y, si el amor
es el contenido esencial de la moral evangélica, el rasgo que mejor la describe
es la interiorización. Jesús manifiesta siempre una actitud muy crítica ante la
moral y la justicia de los escribas y fariseos: dan mayor importancia a la
acción exterior que a la disposición interior. A la moral del obrar, opone la
moral del ser. Y enseña con vigor que no son las acciones externas las que
hacen bueno al hombre, sino que el hombre bueno, precisamente porque es bueno,
realiza acciones buenas: “El hombre bueno, del buen tesoro saca cosas buenas;
el hombre malo, del tesoro malo, saca cosas malas” (Mt 12, 35); “no es lo que
entra en la boca lo que hace impuro al hombre, sino lo que sale de la boca, eso
es lo que hace impuro al hombre” )Mt 15, 11); “¡ay de vosotros, escribas y
fariseos hipócritas, que purificáis por fuera la copa y el plato, mientras por
dentro estáis llenos de rapiña e intemperancia” (Mt 23, 25). Frente a una moral
que valora la observancia exterior, Jesús invita a fijarse y cuidar la actitud
interior.
Este carácter
interior de la moral evangélica se manifiesta también en algunos ejemplos del
comportamiento sexual. Así, Jesús recuerda que el matrimonio no debe regirse
solamente por prescripciones jurídicas, y señala más allá de la tolerancia
adoptada por Moisés debido a la dureza del corazón de los hombres, la verdadera
intención del Creador. Se manifiesta también en la abolición de la pureza
ritual: “Lo que sale del hombre, eso es lo que hace impuro al hombre. Porque de
dentro del corazón del hombre salen las intenciones malas: fornicaciones,
robos, adulterios...” (Mc 7, 20-23). Pero es sobre todo en el discurso del
monte, al proclamar las bienaventuranzas, donde encontramos el testimonio más
claro: “Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pues yo digo: Todo el
que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón”
(Mt 5, 27-28).
Desde esta
perspectiva se comprende la condena que hace Jesús en algunos textos, no sólo
de las malas acciones, sino también de los malos pensamientos y deseos. Más que
expresión de una moral radical y exigente, constituye una manifestación de su
carácter interior.
Finalmente,
una moral que se fundamenta en el amor y manifiesta un carácter interior es una
moral radical. Toda la moral cristiana lo es. Una y otra vez declara Jesús que
el camino y la puerta que conducen a la vida son estrechos (cf. Mt 7, 13).
Quien le sigue, ha de estar dispuesto a duras exigencias y grandes sacrificios.
Superando las exigencias de la ley, el discípulo no sólo no debe matar, sino
que tiene que evitar la cólera y la injuria (Mt 5, 21-25; no juzgará (Mt 7.1);
no condenará al prójimo (Lc 6, 36); no devolverá mal por mal (Mt 5, 39); estará
siempre dispuesto al perdón (Mc 11, 25). Y, sobre todo, las bienaventuranzas expresan
también el signo de las exigencias radicales.
Pero lo más propio del evangelio está, sin duda, en que, mientras Jesús
proclama unos principios muy exigentes, manifiesta, al mismo tiempo, una
conducta sorprendentemente acogedora hacia las personas que no lo siguen (cf.
Mt 9, 10-13; Mt 18, 12-14; Lc 7, 36-50). Se sienta a comer con los pecadores,
perdona a la mujer adúltera y, ante la presencia atónita de los guardianes de
la Ley declara: “las prostitutas os precederán en el reino de los cielos” (Mt 21,
3).
2. Dignidad del cuerpo sexuado
La misma antropología unitaria
que domina los escritos del Antiguo testamento está presente también en los
libros neotestamentarios. Quizás los sinópticos son poco explícitos sobre este
aspecto. Pero mantiene las grandes afirmaciones de los relatos
veterotestamentarios sobre la creación por Dios del cuerpo sexuado y sobre su
dignidad; y algunos pasajes, que abordan de manera dialéctica la relación entre
corazón y cuerpo, manifiesta la concepción positiva de Jesús respecto al
cuerpo: no es fuente de pecado. El pecado procede del corazón, es decir, de la
intimidad del hombre (Mt 15, 11.17-19; 12, 34).
Esta visión
unitaria, así como una concepción positiva del cuerpo humano sexuado, es más
evidente en los escritos paulinos. A pesar de las apariencias de algunos
pasajes, Pablo no expresa ningún desprecio hacia la “carne”, sino que refleja,
más bien, una concepción muy unitaria de la persona humana.
Desde el punto
de vista semántico, la antropología paulina se articula en torno a los términos
soma (cuerpo), sarx (carne) y pneuma
(espíritu); y tienen menos importancia anthropos
(hombre) y psiche (alma). El centro de su concepción
antropológica tiene un contenido soteriológico. Es decir, sustituye el dualismo
clásico alma-cuerpo por el de pecado-redención; y lo expresa a través de la
confrontación entre sarx-pneuma, , exterior-interior,
viejo-nuevo. San Pablo parte de un monismo creatural y de un dualismo de
carácter ético-religioso. Para el lo importante es determinar si el hombre está
o no en Cristo. Por eso, la distinción fundamental se establece entre el hombre
“espiritual” y el hombre “carnal”; entre el hombre nuevo y el hombre viejo,
entre el hombre interior y el exterior. Por esto no se opone a que el hombre
sea considerado siempre como una persona, cuya corporeidad no es algo
accesorio, sino sustancial y radicalmente positivo.
Soma
y sarx, en Pablo, son términos globales, integran al ser humano.
La situación de alejamiento de Dios no proviene de la sarx por
sí misma, sino que se manifiesta en ella
y en el cuerpo, a través de la rebeldía contra el espíritu. Cuando menciona en
sus cartas los frutos de la carne (cf. Gal 5, 19-21), se refiere al orgullo, la
envidia, las discordias, es decir, pecados que deberían ser atribuidos al
espíritu. Y es que, sarx no designa simplemente el cuerpo, sino
la condición humana; y de lo íntimo del hombre provienen, junto con el orgullo
y la ira, la fornicación, la impureza y el libertinaje. De manera que, incluso
en los textos en que parece que Pablo critica la “vida según la carne” no hay
que entenderlos como desvalorización del cuerpo humano sexuado. Al contrario,
los escritos paulinos manifiestan gran estima hacia el cuerpo: está íntimamente
unido a la persona y participa, por tanto, de su dignidad. Con y por medio de
su cuerpo y sexualidad, la persona se inserta en el plan salvífico de Dios.
3. La igualdad hombre y mujer
No existe en los evangelios
ninguna afirmación de Jesús sobre la naturaleza o dignidad de la mujer. Se
apropia la enseñanza y valoración del libro del Génesis cuando los fariseos le
plantean la cuestión del divorcio: “Dios les hizo varón y hembra. Por eso
dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De
manera que no son dos, sino una sola carne” (Mc 10, 6-8). Pero fuera de esto,
los evangelios sólo trasmiten algunas frases suyas y su comportamiento respecto
a algunas mujeres concretas.
Es, quizás, el
comportamiento y actitud de Jesús la afirmación más diáfana del Nuevo
Testamento sobre la igualdad fundamental que Él establece entre los sexos.
Hombre y mujer son iguales ante Dios. Jesús no discrimina; se dirige
indistintamente a unos y a otros. No existe distinción alguna entre hombres y
mujeres ni en las curaciones milagrosas que realiza, ni en el perdón de los
pecados que otorga. Tampoco pueden percibirse preferencias a favor de los
hombres en las llamadas al seguimiento. En una sociedad en que las mujeres
estaban excluidas de las actividades públicas, de los actos de culto en las
sinagogas, llama la atención que Jesús las asocie activamente a la predicación
y formen parte de su comitiva (cf. Lc 8, 1-3). Los mismos apóstoles se
sorprenden del trato y conversación con la mujer samaritana a la que convierte
en misionera de su propia gente; y, sin duda, estaban también sorprendidos de
su amistad con Marta y María, las hermanas de Lázaro.
Schnackenburg,
estudiando la postura de Jesús ante la mujer, concluye que prestó una atención
particularmente afectuosa a las mujeres en cuanto grupo postergado en el
judaísmo. Y cita, en este sentido, la prohibición del divorcio y su compasión
hacia las adúlteras que casi siempre eran declaradas culpables.
Una de las
enseñanzas morales más características de Jesús se encuentra, sin duda en la
cuestión del divorcio (Mc 10, 2-12; Mt 5, 31-32; Lc 16, 18). La ley mosaica
permitía al marido repudiar a la mujer, entregándole un libelo de repudio ( Dt
24,1). Jesús, al prohibir el divorcio, lo que pretende es proteger a las
mujeres frente a una posible explotación; prohíbe tratarla como una propiedad
de la que el varón podía deshacerse arbitrariamente. En el fondo, tal
prohibición constituye una afirmación rotunda de la igualdad del varón y la
mujer en la vida matrimonial.
San Pablo se
hace eco de una larga tradición cuando proclama: “Ya no hay judío ni griego; ni
esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo
Jesús” (Gal 3, 28). La salvación se dirige a todos indistintamente; hombre y
mujer están en relación a Cristo e insertados en su cuerpo al mismo nivel. En
ello, ambos tienen la misma dignidad en cuanto a persona humana.
En contra de
la dignidad de los sexos se recurre a veces a algunos textos de San Pablo (1 Co
11, 2-16; 14, 34; Ef 5, 22-23). Se trata de las opiniones vertidas sobre la igualdad
o sumisión social de las mujeres a propósito del velo que deberían llevar en
las celebraciones, de la recomendación a mantener silencio en ellas, y en la
sumisión que se le pide respecto al marido en el matrimonio.
En 1 Co 11,
2-16, Pablo manifiesta su intención práctica y concreta de las mujeres de
Corintio, de acuerdo con las costumbres vigentes, se cubran la cabeza en los
actos del culto. Y para motivar tal costumbre introduce una argumentación
oscura y extraña en la que recurre a las concepciones tradicionales de la
subordinación de la mujer. Sin embargo, el apóstol se detiene en la afirmación
sociológica; dando un giro a todo el argumento concluye diciendo: “Ni la mujer
sin el hombre, ni el hombre sin la mujer, en el Señor. Porque si la mujer procede
del hombre, el hombre a su vez nace mediante la mujer. Y todo proviene de Dios”
(1 Co 11, 1-12).
Por lo que se
refiere a las celebraciones litúrgicas, la recomendación “ como en todas las
Iglesias de los santos, las mujeres cállense en las asambleas, que no les está
permitido tomar la palabra; antes bien, estén sumisas como también la ley dice”
(1 Co 14, 34), parece manifestar una discriminación hacia la mujer. No es fácil
situar adecuadamente este texto que contrasta abiertamente con otros pasajes del
mismo San Pablo. Para Schnackenburg, se trata de una inserción postpaulina, que
supondría un cambio de perspectiva en la enseñanza del apóstol, y que se
introduce, quizás, ante el abuso de algunas mujeres de Corintio en tomar la
palabra, lo que contrastaría con lo que ocurría en otras comunidades.
Finalmente, la
relación entre los esposos, que aborda San Pablo refiriéndose a la grandeza del
matrimonio, suscitan también algunos problemas: “Sed sumisos los unos a los
otros en el temor de Cristo. Las mujeres a sus maridos, como el Señor, porque
el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia, el
Salvador del Cuerpo” (Ef 5, 21-23). Ha de entenderse este texto desde el
paralelismo establecido entre el matrimonio humano y la unión de Cristo con la
Iglesia. Y, aunque supone y expresa la condición social entonces vivida, la
enseñanza tiene más bien, una orientación teológica que trasciende todo sentido
discriminatorio.
En general,
estos textos críticos que se encuentran en los escritos paulinos, manifiestan,
más que una valoración discriminatoria del apóstol sobre la igualdad de los
sexos, la mentalidad, ideología y costumbres sociales de la época. En este
texto se sitúa la enseñanza teológica de San Pablo. Es decir, sobre las
concepciones sociales tradicionales expresa Pablo la nueva experiencia
cristiana de la igualdad de los sexos.
4. La revelación de la
virginidad
El Antiguo Testamento no conoce
el ideal y el valor de la virginidad; su revelación constituye uno de los
aspectos de mayor novedad del Nuevo Testamento respecto al amor y la
sexualidad. La misma persona de Jesús, virgen y célibe, es ya una revelación,
pero, además, Jesús lo reconoce, acepta y defiende positivamente. No lo
presenta como un mandamiento exigible, ni tampoco como un ideal, sino como una
gracia que Dios hace a algunos: “No todos entienden este lenguaje, sino
solamente aquellos a quienes se les ha concedido. Porque hay eunucos que
nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos por los hombres, y hay
eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el reino de los cielos. Quien
pueda entender, que entienda” (Mt 19, 11-12).
Jesús se
limita a constatar que hay algunos que están dispuestos a seguir la virginidad,
se trata, pues, de una opción libre de la persona que decide voluntariamente
abstenerse del matrimonio. El fundamento de la motivación radical que lo
legitima, es: “por el reino de los cielos”. Y, en la realidad, más que pura
decisión humana, es la respuesta a un don gratuito. Por eso, no todos lo
entienden; sólo “aquellos a quienes se les ha concedido”.
Fruto de su
propia decisión personal es el celibato de San Pablo, que afirmando el “derecho
a llevar con nosotros a una mujer creyente” (1 Co 9, 4), abraza, sin embargo,
el celibato. Y, ante la consulta que le hacen los corintios sobre el matrimonio
y la virginidad (1 Co 7), aceptando y aprobando uno y otro estado reconoce:
“Acerca de la virginidad no tengo precepto del Señor” (1 Co 7, 25).
En un clima de
sencillez y espontaneidad Pablo expone su opinión acerca de la opción virginal:
“mi deseo sería que todos los hombres fueran como yo; más cada cual tiene de
Dios su gracia particular: unos de una manera, otros de otra ... Entiendo que a
causa de la inminente necesidad, lo que conviene es quedarse como uno está.
¿Estás ligado a una mujer? No busques la separación. ¿No estás ligado a mujer?
No la busques. Mas, si te casas no pecas. Y, si la joven se casa, no peca. Pero
todos ellos tendrán su tribulación en la carne, que yo quisiera evitaros. Os
digo pues hermanos: El tiempo es corto. Por tanto, los que tienen mujer, vivan
como si no la tuviesen... porque la apariencia de este mundo pasa. Yo os
quisiera libre de preocupaciones. El no casado se preocupa de las cosas del
mundo, de cómo agradar a su mujer, está por tanto dividido... Os digo esto por
vuestro provecho, no para tenderos un lazo, sino para moveros a lo más digno y
al trato asiduo con el Señor, sin división” (1 Co 7, 7.29-35).
Después de
manifestar su deseo y preferencia por la virginidad, pero reconociendo de una manera
realista que no todos son llamados a ella, Pablo motiva su poción. Hay, para
algunos exegetas, un fuerte sentido escatológico y una espera acuciante de la
parusía; existe también la instancia de ser santos “en cuerpo y alma” y a vivir
libres de preocupaciones terrenas. Pero, como señala Schnackenburg, la
motivación más profunda y más genuinamente paulina es el deseo de pertenecer
sólo al Señor.
Sin detenernos
a valorar ahora la argumentación paulina, hay que reconocer que el Nuevo
Testamento junto a la valoración del amor conyugal vivido en el matrimonio
revela también el valor de la virginidad como forma de vivir el amor y la
sexualidad. Tanto el amor conyugal como el virginal proceden de la misma
fuente: el misterio de Cristo en cuanto misterio de amor virginal y nupcial con
la Iglesia.
5. Pecados de sexualidad
Ante todo, hay que señalar que
tanto las normas morales como los pecados de la sexualidad no ocupan un lugar
importante en le Nuevo Testamento. Humbert afirma que la importancia que los
tres primeros evangelistas dan a los pecados de sexualidad es relativamente
mínima y no puede equipararse, por ejemplo, a la incredulidad de los judíos, a
la falsa justicis de los escribas y fariseos, a los pecados contra la caridad,
a los daños morales creados por la posesión o el deseo de riquezas. Resultan
dignos de interés los pasajes en los que
a la autosuficiencia religiosa y moral de los representantes más
calificados del judaísmo, los evangelistas oponen la actitud de aquellos que
eran considerados como impuros y pecadores públicos (cf Mt 21, 31).
Normas
concretas referidas al comportamiento sexual aparecen en los catálogos de
vicios y virtudes (Rm 1, 29-31; 1 Co 6, 9-10; 2 Co 12, 20; Gál 5, 19-21; Ef 5,
3-5; Col 3, 5-8; 1 Tm 1, 9-10; 2 Tm 3, 2-4); los más antiguos proceden de la
tradición judía, mientras que en los de las cartas pastorales se percibe, más
bien el influjo helenista. Entre los vicios vituperados se citan con frecuencia
algunos desórdenes sexuales, como el adulterio o la fornicación.
El Nuevo
Testamento coincide con la ética de su tiempo en rechazar el adulterio, pero la
fornicación (porneia) recibe un juicio más severo, aunque llama
la atención la actitud de Jesús que recibe a las prostitutas, les hace ver su
pecado y las perdona.
Con el término
porneia se designa a veces la lujuria en general y sobre todo la
prostitución y las relaciones sexuales extramatrimoniales. Es objeto de grave
condena. San Pablo pone en guardia a la comunidad ante la posibilidad de caer
en tal pecado (2 Co 12, 21); su santidad requiere de abstenerse de la
fornicación (1 Ts 4, 3). La vitupera, citándola con frecuencia entre los
catálogos de vicios y pecados. Es obra de la carne (Gál 5, 19) Y ninguna clase
de impureza debe mencionarse siquiera entre los cristianos. Y, ante la
situación de libertinaje que se vivía en Corinto, llama la atención con
firmeza, haciendo ver la incoherencia que la fornicación supone para un
cristiano (1 Co 6, 12-20).
La exhortación
paulina a huir de la fornicación constituye una argumentación cristológica de
gran interés. San Pablo rechaza el planteamiento permisivo de los libertinos,
afirmando que “el cuerpo no es para la fornicación sino para el Señor”. No
puede prostituirse el cristiano, porque su cuerpo pertenece a Cristo que lo ha
resucitado, es templo del Espíritu Santo y debe glorificar a Dios en su cuerpo.
La enseñanza
del Nuevo testamento rechaza también la forma explícita, la homosexualidad,
que, para San Pablo, es un signo de injusticia de los gentiles (Rm 1, 18-27).
Aparece con distintos términos en las listas paulinas de pecados (1 Co 6, 9; 1
Tm 1, 10), recibiendo siempre la grave amenaza de “no poseer el Reino de Dios”.
Finalmente, de
acuerdo con el carácter interior y radical de la predicación moral de Jesús, la
ética neotestamentaria condena no sólo los actos externos, sino también la intención
y el deseo (Mt 5, 27-28).
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