viernes, 6 de mayo de 2016

VISION CRISTIANA DE LA SEXUALIDAD II

MENSAJE DEL NUEVO TESTAMENTO

Respecto a las Escrituras precedentes, el Nuevo Testamento no ofrece elementos esencialmente originales. Lo que hay de nuevo, dice Dubarle, es el modo en que cuestiones hasta entonces dispersas, es el modo en que cuestiones hasta entonces dispersas, se ponen en relación esclareciéndose y reforzándose mutuamente. El punto central es el acontecimiento de Cristo. Amor y sexualidad reciben una luz nueva de este misterio escondido durante muchos siglos y revelado al llegar la plenitud de los tiempos (Ef. 3, 9).

Pero, como sucedía en el Antiguo Testamento, ni los evangelios ni los escritos paulinos intentan establecer un tratado sistemático de moral sexual.   Le enseñanza de los escritos del Nuevo Testamento sobre la sexualidad tiene también un carácter ocasional y está condicionada por la época y la cultura imperante, no obstante, ofrecen las orientaciones fundamentales para plantear la moral cristiana del amor y de la sexualidad.

1. La novedad evangélica

La buena nueva anunciada por Jesús se extiende a todas las realidades humanas, también la realidad sexual.  Su enseñanza moral culmina en el mandamiento del amor:  “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt. 22.39).  El amor es el resumen de todos los preceptos y de él pende toda la Ley: “el que ama al prójimo ha cumplido la ley” (Rm 13, 8). Aunque  directa y explícitamente el precepto del señor no encierra ninguna alusión sexual, es cierto, sin embargo, que debe ser el principio inspirador y la referencia obligada de la actividad sexual, como lo es de toda relación humana. El mandamiento del amor, extendido a todas las gentes de cualquier raza y condición, incluyendo los enemigos, manifestado en el servicio, se convierte en criterio de identidad del cristiano y de toda su conducta moral (cf. Jn 13, 34-35). Desde el amor al prójimo está llamado a vivir el discípulo de Cristo, testimoniando en todas las realidades y actividades humanas, el amor con el que es amado: un amor que procede de Dios.
Y, si el amor es el contenido esencial de la moral evangélica, el rasgo que mejor la describe es la interiorización. Jesús manifiesta siempre una actitud muy crítica ante la moral y la justicia de los escribas y fariseos: dan mayor importancia a la acción exterior que a la disposición interior. A la moral del obrar, opone la moral del ser. Y enseña con vigor que no son las acciones externas las que hacen bueno al hombre, sino que el hombre bueno, precisamente porque es bueno, realiza acciones buenas: “El hombre bueno, del buen tesoro saca cosas buenas; el hombre malo, del tesoro malo, saca cosas malas” (Mt 12, 35); “no es lo que entra en la boca lo que hace impuro al hombre, sino lo que sale de la boca, eso es lo que hace impuro al hombre” )Mt 15, 11); “¡ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que purificáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro estáis llenos de rapiña e intemperancia” (Mt 23, 25). Frente a una moral que valora la observancia exterior, Jesús invita a fijarse y cuidar la actitud interior.
Este carácter interior de la moral evangélica se manifiesta también en algunos ejemplos del comportamiento sexual. Así, Jesús recuerda que el matrimonio no debe regirse solamente por prescripciones jurídicas, y señala más allá de la tolerancia adoptada por Moisés debido a la dureza del corazón de los hombres, la verdadera intención del Creador. Se manifiesta también en la abolición de la pureza ritual: “Lo que sale del hombre, eso es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro del corazón del hombre salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, adulterios...” (Mc 7, 20-23). Pero es sobre todo en el discurso del monte, al proclamar las bienaventuranzas, donde encontramos el testimonio más claro: “Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pues yo digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón” (Mt 5, 27-28).
Desde esta perspectiva se comprende la condena que hace Jesús en algunos textos, no sólo de las malas acciones, sino también de los malos pensamientos y deseos. Más que expresión de una moral radical y exigente, constituye una manifestación de su carácter interior.
Finalmente, una moral que se fundamenta en el amor y manifiesta un carácter interior es una moral radical. Toda la moral cristiana lo es. Una y otra vez declara Jesús que el camino y la puerta que conducen a la vida son estrechos (cf. Mt 7, 13). Quien le sigue, ha de estar dispuesto a duras exigencias y grandes sacrificios. Superando las exigencias de la ley, el discípulo no sólo no debe matar, sino que tiene que evitar la cólera y la injuria (Mt 5, 21-25; no juzgará (Mt 7.1); no condenará al prójimo (Lc 6, 36); no devolverá mal por mal (Mt 5, 39); estará siempre dispuesto al perdón (Mc 11, 25). Y, sobre todo, las bienaventuranzas expresan también el signo de las exigencias radicales.  Pero lo más propio del evangelio está, sin duda, en que, mientras Jesús proclama unos principios muy exigentes, manifiesta, al mismo tiempo, una conducta sorprendentemente acogedora hacia las personas que no lo siguen (cf. Mt 9, 10-13; Mt 18, 12-14; Lc 7, 36-50). Se sienta a comer con los pecadores, perdona a la mujer adúltera y, ante la presencia atónita de los guardianes de la Ley declara: “las prostitutas os precederán en el reino de los cielos” (Mt 21, 3).

2. Dignidad del cuerpo sexuado

La misma antropología unitaria que domina los escritos del Antiguo testamento está presente también en los libros neotestamentarios. Quizás los sinópticos son poco explícitos sobre este aspecto. Pero mantiene las grandes afirmaciones de los relatos veterotestamentarios sobre la creación por Dios del cuerpo sexuado y sobre su dignidad; y algunos pasajes, que abordan de manera dialéctica la relación entre corazón y cuerpo, manifiesta la concepción positiva de Jesús respecto al cuerpo: no es fuente de pecado. El pecado procede del corazón, es decir, de la intimidad del hombre (Mt 15, 11.17-19; 12, 34).
Esta visión unitaria, así como una concepción positiva del cuerpo humano sexuado, es más evidente en los escritos paulinos. A pesar de las apariencias de algunos pasajes, Pablo no expresa ningún desprecio hacia la “carne”, sino que refleja, más bien, una concepción muy unitaria de la persona humana.
Desde el punto de vista semántico, la antropología paulina se articula en torno a los términos soma (cuerpo), sarx (carne) y pneuma (espíritu); y tienen menos importancia  anthropos (hombre) y psiche (alma). El centro de su concepción antropológica tiene un contenido soteriológico. Es decir, sustituye el dualismo clásico alma-cuerpo por el de pecado-redención; y lo expresa a través de la confrontación entre sarx-pneuma, , exterior-interior, viejo-nuevo. San Pablo parte de un monismo creatural y de un dualismo de carácter ético-religioso. Para el lo importante es determinar si el hombre está o no en Cristo. Por eso, la distinción fundamental se establece entre el hombre “espiritual” y el hombre “carnal”; entre el hombre nuevo y el hombre viejo, entre el hombre interior y el exterior. Por esto no se opone a que el hombre sea considerado siempre como una persona, cuya corporeidad no es algo accesorio, sino sustancial y radicalmente positivo.
Soma y sarx, en Pablo, son términos globales, integran al ser humano. La situación de alejamiento de Dios no proviene de la sarx por sí  misma, sino que se manifiesta en ella y en el cuerpo, a través de la rebeldía contra el espíritu. Cuando menciona en sus cartas los frutos de la carne (cf. Gal 5, 19-21), se refiere al orgullo, la envidia, las discordias, es decir, pecados que deberían ser atribuidos al espíritu. Y es que, sarx no designa simplemente el cuerpo, sino la condición humana; y de lo íntimo del hombre provienen, junto con el orgullo y la ira, la fornicación, la impureza y el libertinaje. De manera que, incluso en los textos en que parece que Pablo critica la “vida según la carne” no hay que entenderlos como desvalorización del cuerpo humano sexuado. Al contrario, los escritos paulinos manifiestan gran estima hacia el cuerpo: está íntimamente unido a la persona y participa, por tanto, de su dignidad. Con y por medio de su cuerpo y sexualidad, la persona se inserta en el plan salvífico de Dios.

3. La igualdad hombre y mujer

No existe en los evangelios ninguna afirmación de Jesús sobre la naturaleza o dignidad de la mujer. Se apropia la enseñanza y valoración del libro del Génesis cuando los fariseos le plantean la cuestión del divorcio: “Dios les hizo varón y hembra. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De manera que no son dos, sino una sola carne” (Mc 10, 6-8). Pero fuera de esto, los evangelios sólo trasmiten algunas frases suyas y su comportamiento respecto a algunas mujeres concretas.
Es, quizás, el comportamiento y actitud de Jesús la afirmación más diáfana del Nuevo Testamento sobre la igualdad fundamental que Él establece entre los sexos. Hombre y mujer son iguales ante Dios. Jesús no discrimina; se dirige indistintamente a unos y a otros. No existe distinción alguna entre hombres y mujeres ni en las curaciones milagrosas que realiza, ni en el perdón de los pecados que otorga. Tampoco pueden percibirse preferencias a favor de los hombres en las llamadas al seguimiento. En una sociedad en que las mujeres estaban excluidas de las actividades públicas, de los actos de culto en las sinagogas, llama la atención que Jesús las asocie activamente a la predicación y formen parte de su comitiva (cf. Lc 8, 1-3). Los mismos apóstoles se sorprenden del trato y conversación con la mujer samaritana a la que convierte en misionera de su propia gente; y, sin duda, estaban también sorprendidos de su amistad con Marta y María, las hermanas de Lázaro.
Schnackenburg, estudiando la postura de Jesús ante la mujer, concluye que prestó una atención particularmente afectuosa a las mujeres en cuanto grupo postergado en el judaísmo. Y cita, en este sentido, la prohibición del divorcio y su compasión hacia las adúlteras que casi siempre eran declaradas culpables.
Una de las enseñanzas morales más características de Jesús se encuentra, sin duda en la cuestión del divorcio (Mc 10, 2-12; Mt 5, 31-32; Lc 16, 18). La ley mosaica permitía al marido repudiar a la mujer, entregándole un libelo de repudio ( Dt 24,1). Jesús, al prohibir el divorcio, lo que pretende es proteger a las mujeres frente a una posible explotación; prohíbe tratarla como una propiedad de la que el varón podía deshacerse arbitrariamente. En el fondo, tal prohibición constituye una afirmación rotunda de la igualdad del varón y la mujer en la vida matrimonial.

San Pablo se hace eco de una larga tradición cuando proclama: “Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gal 3, 28). La salvación se dirige a todos indistintamente; hombre y mujer están en relación a Cristo e insertados en su cuerpo al mismo nivel. En ello, ambos tienen la misma dignidad en cuanto a persona humana.
En contra de la dignidad de los sexos se recurre a veces a algunos textos de San Pablo (1 Co 11, 2-16; 14, 34; Ef 5, 22-23). Se trata de las opiniones vertidas sobre la igualdad o sumisión social de las mujeres a propósito del velo que deberían llevar en las celebraciones, de la recomendación a mantener silencio en ellas, y en la sumisión que se le pide respecto al marido en el matrimonio.
En 1 Co 11, 2-16, Pablo manifiesta su intención práctica y concreta de las mujeres de Corintio, de acuerdo con las costumbres vigentes, se cubran la cabeza en los actos del culto. Y para motivar tal costumbre introduce una argumentación oscura y extraña en la que recurre a las concepciones tradicionales de la subordinación de la mujer. Sin embargo, el apóstol se detiene en la afirmación sociológica; dando un giro a todo el argumento concluye diciendo: “Ni la mujer sin el hombre, ni el hombre sin la mujer, en el Señor. Porque si la mujer procede del hombre, el hombre a su vez nace mediante la mujer. Y todo proviene de Dios” (1 Co 11, 1-12).
Por lo que se refiere a las celebraciones litúrgicas, la recomendación “ como en todas las Iglesias de los santos, las mujeres cállense en las asambleas, que no les está permitido tomar la palabra; antes bien, estén sumisas como también la ley dice” (1 Co 14, 34), parece manifestar una discriminación hacia la mujer. No es fácil situar adecuadamente este texto que contrasta abiertamente con otros pasajes del mismo San Pablo. Para Schnackenburg, se trata de una inserción postpaulina, que supondría un cambio de perspectiva en la enseñanza del apóstol, y que se introduce, quizás, ante el abuso de algunas mujeres de Corintio en tomar la palabra, lo que contrastaría con lo que ocurría en otras comunidades.
Finalmente, la relación entre los esposos, que aborda San Pablo refiriéndose a la grandeza del matrimonio, suscitan también algunos problemas: “Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo. Las mujeres a sus maridos, como el Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia, el Salvador del Cuerpo” (Ef 5, 21-23). Ha de entenderse este texto desde el paralelismo establecido entre el matrimonio humano y la unión de Cristo con la Iglesia. Y, aunque supone y expresa la condición social entonces vivida, la enseñanza tiene más bien, una orientación teológica que trasciende todo sentido discriminatorio.
En general, estos textos críticos que se encuentran en los escritos paulinos, manifiestan, más que una valoración discriminatoria del apóstol sobre la igualdad de los sexos, la mentalidad, ideología y costumbres sociales de la época. En este texto se sitúa la enseñanza teológica de San Pablo. Es decir, sobre las concepciones sociales tradicionales expresa Pablo la nueva experiencia cristiana de la igualdad de los sexos.

4. La revelación de la virginidad

El Antiguo Testamento no conoce el ideal y el valor de la virginidad; su revelación constituye uno de los aspectos de mayor novedad del Nuevo Testamento respecto al amor y la sexualidad. La misma persona de Jesús, virgen y célibe, es ya una revelación, pero, además, Jesús lo reconoce, acepta y defiende positivamente. No lo presenta como un mandamiento exigible, ni tampoco como un ideal, sino como una gracia que Dios hace a algunos: “No todos entienden este lenguaje, sino solamente aquellos a quienes se les ha concedido. Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el reino de los cielos. Quien pueda entender, que entienda” (Mt 19, 11-12).
Jesús se limita a constatar que hay algunos que están dispuestos a seguir la virginidad, se trata, pues, de una opción libre de la persona que decide voluntariamente abstenerse del matrimonio. El fundamento de la motivación radical que lo legitima, es: “por el reino de los cielos”. Y, en la realidad, más que pura decisión humana, es la respuesta a un don gratuito. Por eso, no todos lo entienden; sólo “aquellos a quienes se les ha concedido”.
Fruto de su propia decisión personal es el celibato de San Pablo, que afirmando el “derecho a llevar con nosotros a una mujer creyente” (1 Co 9, 4), abraza, sin embargo, el celibato. Y, ante la consulta que le hacen los corintios sobre el matrimonio y la virginidad (1 Co 7), aceptando y aprobando uno y otro estado reconoce: “Acerca de la virginidad no tengo precepto del Señor” (1 Co 7, 25).
En un clima de sencillez y espontaneidad Pablo expone su opinión acerca de la opción virginal: “mi deseo sería que todos los hombres fueran como yo; más cada cual tiene de Dios su gracia particular: unos de una manera, otros de otra ... Entiendo que a causa de la inminente necesidad, lo que conviene es quedarse como uno está. ¿Estás ligado a una mujer? No busques la separación. ¿No estás ligado a mujer? No la busques. Mas, si te casas no pecas. Y, si la joven se casa, no peca. Pero todos ellos tendrán su tribulación en la carne, que yo quisiera evitaros. Os digo pues hermanos: El tiempo es corto. Por tanto, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen... porque la apariencia de este mundo pasa. Yo os quisiera libre de preocupaciones. El no casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer, está por tanto dividido... Os digo esto por vuestro provecho, no para tenderos un lazo, sino para moveros a lo más digno y al trato asiduo con el Señor, sin división” (1 Co 7, 7.29-35).
Después de manifestar su deseo y preferencia por la virginidad, pero reconociendo de una manera realista que no todos son llamados a ella, Pablo motiva su poción. Hay, para algunos exegetas, un fuerte sentido escatológico y una espera acuciante de la parusía; existe también la instancia de ser santos “en cuerpo y alma” y a vivir libres de preocupaciones terrenas. Pero, como señala Schnackenburg, la motivación más profunda y más genuinamente paulina es el deseo de pertenecer sólo al Señor.
Sin detenernos a valorar ahora la argumentación paulina, hay que reconocer que el Nuevo Testamento junto a la valoración del amor conyugal vivido en el matrimonio revela también el valor de la virginidad como forma de vivir el amor y la sexualidad. Tanto el amor conyugal como el virginal proceden de la misma fuente: el misterio de Cristo en cuanto misterio de amor virginal y nupcial con la Iglesia.

5. Pecados de sexualidad

Ante todo, hay que señalar que tanto las normas morales como los pecados de la sexualidad no ocupan un lugar importante en le Nuevo Testamento. Humbert afirma que la importancia que los tres primeros evangelistas dan a los pecados de sexualidad es relativamente mínima y no puede equipararse, por ejemplo, a la incredulidad de los judíos, a la falsa justicis de los escribas y fariseos, a los pecados contra la caridad, a los daños morales creados por la posesión o el deseo de riquezas. Resultan dignos de interés los pasajes en los que  a la autosuficiencia religiosa y moral de los representantes más calificados del judaísmo, los evangelistas oponen la actitud de aquellos que eran considerados como impuros y pecadores públicos (cf Mt 21, 31).
Normas concretas referidas al comportamiento sexual aparecen en los catálogos de vicios y virtudes (Rm 1, 29-31; 1 Co 6, 9-10; 2 Co 12, 20; Gál 5, 19-21; Ef 5, 3-5; Col 3, 5-8; 1 Tm 1, 9-10; 2 Tm 3, 2-4); los más antiguos proceden de la tradición judía, mientras que en los de las cartas pastorales se percibe, más bien el influjo helenista. Entre los vicios vituperados se citan con frecuencia algunos desórdenes sexuales, como el adulterio o la fornicación.
El Nuevo Testamento coincide con la ética de su tiempo en rechazar el adulterio, pero la fornicación (porneia) recibe un juicio más severo, aunque llama la atención la actitud de Jesús que recibe a las prostitutas, les hace ver su pecado y las perdona.
Con el término porneia se designa a veces la lujuria en general y sobre todo la prostitución y las relaciones sexuales extramatrimoniales. Es objeto de grave condena. San Pablo pone en guardia a la comunidad ante la posibilidad de caer en tal pecado (2 Co 12, 21); su santidad requiere de abstenerse de la fornicación (1 Ts 4, 3). La vitupera, citándola con frecuencia entre los catálogos de vicios y pecados. Es obra de la carne (Gál 5, 19) Y ninguna clase de impureza debe mencionarse siquiera entre los cristianos. Y, ante la situación de libertinaje que se vivía en Corinto, llama la atención con firmeza, haciendo ver la incoherencia que la fornicación supone para un cristiano (1 Co 6, 12-20).
La exhortación paulina a huir de la fornicación constituye una argumentación cristológica de gran interés. San Pablo rechaza el planteamiento permisivo de los libertinos, afirmando que “el cuerpo no es para la fornicación sino para el Señor”. No puede prostituirse el cristiano, porque su cuerpo pertenece a Cristo que lo ha resucitado, es templo del Espíritu Santo y debe glorificar a Dios en su cuerpo.
La enseñanza del Nuevo testamento rechaza también la forma explícita, la homosexualidad, que, para San Pablo, es un signo de injusticia de los gentiles (Rm 1, 18-27). Aparece con distintos términos en las listas paulinas de pecados (1 Co 6, 9; 1 Tm 1, 10), recibiendo siempre la grave amenaza de “no poseer el Reino de Dios”.

Finalmente, de acuerdo con el carácter interior y radical de la predicación moral de Jesús, la ética neotestamentaria condena no sólo los actos externos, sino también la intención y el deseo (Mt 5, 27-28).

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