La reflexión antropológica, como hemos visto en el
capítulo anterior, permite comprender que la sexualidad humana va más allá de
la genitalidad, afecta a cada una de las células y de los deseos humanos,
informa toda la realidad del individuo desde el comienzo de la existencia,
configurándolo como varón o mujer. Y
esta reflexión humana ilumina también la dimensión ética del comportamiento
sexual.
Pero la teología moral no se detiene en esta base antropológica.
Necesariamente el compromiso moral del cristiano tiene que confrontarse con la
palabra de Dios, testimoniada en la Biblia y enseñada por la tradición: “a
nosotros los cristianos, Dios nos ha hecho conocer, por su revelación, su
designio de salvación; y a Jesucristo, Salvador y Santificador, nos lo ha
propuesto, en su doctrina y en su ejemplo, como la ley suprema e inmutable de
la vida” (PH3).
Hemos de
situar, pues, el planteamiento moral sobre la sexualidad en la perspectiva
bíblica, buscando y acogiendo su enseñanza. Esto implica una exigencia de
fidelidad y, al mismo tiempo, una preocupación hermenéutica que haga posible
comprender el significado actual del mensaje salvífico y acogerlo en la fe. Es
está una tarea ardua; como en otros muchos campos del comportamiento humano,
también en el de la sexualidad, no siempre resulta fácil discernir lo que es
permanente palabra de Dios y lo que es condicionamiento histórico y cultural.
Por ello, el contenido moral de la Sagrada Escritura ha de interpretarse en
comunión con la Tradición y bajo la guía del magisterio.
Ese es el
enfoque preciso de este capítulo. Queremos expresar la dimensión moral que
sobre la sexualidad humana ofrece la Sagrada Escritura y la transmisión
realizada por la tradición y el magisterio eclesial. Pero no intentamos un
análisis exegético; nuestro propósito es, más bien, ofrecer una síntesis
reflexiva sobre el dato bíblico para llegar a descubrir los elementos
esenciales que aporta la Escritura a la moral sexual cristiana. Del mismo modo,
la representación de la enseñanza de la Tradición tendrá también un carácter
sintético, considerando especialmente el magisterio de los últimos Papas.
1.
La Enseñanza del Antiguo Testamento
Las primeras y las últimas palabras de la Sagrada
Escritura, observa Gatti, se refieren a la realidad sexual. En efecto, las
primeras palabras de Adán son una exclamación gozosa ante la presencia de la
mujer: “Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne.” (Gen 2,23). Y
en la última página del Apocalipsis, la Esposa junto al Espíritu dicen al
Esposo: “¡ven!”; con este grito que espera un encuentro último y definitivo se
cierra la historia de la salvación narrada en la Biblia.
Sin
embargo, los textos bíblicos que directamente se refieren a la sexualidad no
son muchos; más bien lo que encontramos en la Escritura son alusiones sobre
distintas cuestiones que suelen tener un carácter ocasional. Por ello no se
puede pretender buscar en la Biblia un presentación sistemática de la moral
sexual. Además, como veremos, su enseñanza está condicionada por la época y la
cultura en que se escriben los distintos libros sagrados, siendo imprescindible
fijar la atención en su evolución progresiva.
1.1
El proyecto de Dios sobre la Sexualidad
El discurso bíblico sobre la sexualidad humana comienza
con los relatos de la creación. Los primeros capítulos del Génesis manifiestan
de modo claro y profundo el proyecto de Dios; llenos de extraordinario
optimismo expresan la bondad de las cosas creadas. Dios se complace en las
obras de sus manos; creadas por Él, quedan consagradas desde su nacimiento. De
manera especial se recrea en el hombre que crea “a imagen suya” (Gen 1.27),
bendiciéndole y llamándole a continuar su tarea creadora (Gen 1,28-29).
De esta visión optimista no
puede excluirse la sexualidad. Creada y querida por Dios, por su mismo origen
es buena y santa. No existe en los relatos de la creación ningún rastro de
desprecio hacia la sexualidad humana. No es algo de lo que el hombre deba
avergonzarse; en el proyecto de Dios forma parte de las cosas buenas creadas
por Él. Es un don de Dios, fruto de su benevolencia y solicitud.
Por otra parte, en el plan de
Dios, el ser humano es creado como un varón y mujer; es decir, está marcado
desde el principio por la diferenciación y complementariedad sexual. El texto
bíblico refleja de manera muy precisa este sentido fundamental, al afirmar
tanto la necesidad de apertura, relación y unión que existe en el hombre (Gen
2,18), como al constituirlo en sujeto de una bendición especial, la de
fecundidad (Gen 1.28).
Es importante detenernos en
este aspecto de la diferenciación y complementariedad expresado ya en el relato
de la creación. Según el texto bíblico, en una bella narración antropomórfica,
Yahvé forma al hombre con arcilla del suelo y hace de él un ser vivo, insuflándole
el aliento de vida. Lo coloca en un jardín en Edén, pero constata muy pronto
que “no es bueno que el hombre esté solo”, y decide darle una ayuda adecuada:
forma a la mujer de su mismo cuerpo. Cuando se la presenta al hombre, éste
reconoce lo que confusamente deseaba y grita lleno de alegría: “Esta sí que es
hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Gen 2,23). Se expresa así el valor de
la relación y reciprocidad sexual, de la sociedad íntima que están llamados a
formar: “por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y
se hacen una sola carne” (Gen 2,24). Se trata de una unión íntima y profunda,
no sólo “carnal”, porque el término
carne en hebreo designa al ser humano entero. Es decir, la unión sexual del
hombre y la mujer es el signo de una vida en común que se extiende a toda la
existencia. Mientras que en el mito del andrógino de Platón, al que nos
referíamos en el capítulo anterior, la existencia de sexos separados procede de
la envidia de la envidia de los dioses, en el relato bíblico se debe a la
bondad del Creador. Yahvé crea al ser humano no destinado a la soledad, sino a
la relación, el encuentro y la compañía. La tendencia de ambos a la unión no se
debe al deseo de restaurar la unidad anterior, sino al mismo plan del Creador,
que dona la mujer al hombre y el hombre a la mujer, para que ambos lleguen a la
comunión mutua. Y es esta comunión interpersonal la que es bendecida con la
fecundidad; y el lugar en el que y desde el que surgirán las otras personas
humanas.
Pero esta dualidad sexual
fecunda, propia del hombre, no es propia de Dios. El mismo carácter creatural
de la sexualidad excluye cualquier intento de divinizarla o sacralizarla. Es
éste un rasgo distintivo y característico del Antiguo Testamento. Si bien se describe
a Dios bajo rasgos humanos, la idea de la sexualidad de Dios es ajena a Israel.
Según Von Rad, esto resulta “asombroso”, especialmente si se tiene en cuenta el
ambiente religiosos que circunda al pueblo elegido: el culto cananeo a Baal,
por ejemplo, era un culto de fecundidad y exaltaba el matrimonio sagrado como
el misterio creativo por excelencia de la divinidad. Sin embargo, la revelación
bíblica se sitúa por encima de la polaridad sexual; para Israel, la dualidad
sexual pertenece a la esfera de las criaturas, no a la del Creador.
Así pues, para Israel, el sexo
no es algo sagrado. Es una realidad humana que Dios ha donado a las criaturas y
que debe ser vivido de acuerdo a su proyecto. Hombre y mujer están llamados a
ser “una sola carne” (Gen 2, 24). Pero Dios Creador es único y trascendente. Y
esta fe fundamental expresada en el Antiguo Testamento lleva a la ruptura con
todos los ritos y mitos sexuales, propios de las religiones circunvecinas. La
fe en un Dios trascendente es, pues, el origen de una nueva comprensión de la
sexualidad humana.
1.2
Antropología unitaria
Al describir el proyecto de Dios sobre la sexualidad, el
Antiguo Testamento, a diferencia de la antropología griega, no expresa una
visión dualista entre cuerpo y alma. Para el pensamiento judío, el hombre no
tiene un cuerpo, sino que es cuerpo. La corporeidad aparece como el elemento a
través del cual el hombre se identifica, se expresa y manifiesta.
El término utilizado más
frecuentemente es basar. Se emplea para designar el cuerpo
humano, pero no en cuanto principio material opuesto a otro principio
espiritual, sino para señalar al cuerpo animado, es decir, al hombre en su
totalidad. Es la manifestación exterior o sensible del ser profundo; no va
nunca sin la nefesh (soplo, vida, alma), de manera que, por
ejemplo, a un cadáver nunca se le llama basar. Para un hebreo, basar
y nefesh constituyen una misma realidad y las expresiones kol
basar (toda carne) y kol nefesh (toda alma) son
sinónimos. Para designar al hombre viviente se podrían utilizar indistintamente
dichos términos.
Por lo tanto no se encuentra en
la revelación bíblica ningún atisbo de valoración negativa del “principio
material”. Si todas las funciones se atribuyen al hombre como totalidad,
también la sexualidad. Los textos bíblicos enseñan que el ser humano es un ser
sexuado y que la sexualidad es digna y buena, forma parte del plan original de
Dios sobre la humanidad. Esta afirmación de la dignidad del cuerpo sexuado está
muy lejos de la visión negativa de la
filosofía griega, que llegó a considerarlo como cárcel del hombre y lugar de
pecado. En el fondo, si en el pensamiento griego subyace una concepción
dualista del mundo en la que “espíritu” y “materia” son principios
absolutamente incompatibles, en la mentalidad semita, en cambio, encontramos
una antropología unitaria que permite descubrir un horizonte más positivo y
esperanzador.
1.3 Doble dimensión de la sexualidad humana
Los relatos de la creación subrayan que Dios crea al
hombre a su imagen y, además, que lo crea macho y hembra. Es preciso leer no
como opuestos, sino como complementarios, los dos relatos del libro del
Génesis, para captar cómo hombre y mujer han sido creados para formar comunidad
y cómo la unión conyugal entra en el designio divino sobre el mundo.
La narración sacerdotal (Gen 1,
26-28) sitúa al hombre y a la mujer como culmen de toda la creación y los hace
beneficiarios de una bendición especial: “Sed fecundos y multiplicaos, y llenad
la tierra y sometedla; dominad en los peces del mar, en las aves del cielo y en
todo animal que serpea sobre la tierra” (Gen 1, 28). Se acentúa así el aspecto
procreador de la sexualidad: está ordenada a la procreación, de manera que la
fecundidad es fruto de la bendición divina.
A. M. Dubarle advierte que esta
bendición puede parecer idéntica a la que Yahvé dirige también a las bestias, a
los peces y a las aves (Gen 1, 22). Lo es, ciertamente, en los términos. En
realidad, la bendición de la fecundidad no añade a la sexualidad una capacidad
que le fuera extraña; explícita, más bien, lo que le pertenece normalmente.
Dios Creador ha previsto la conservación de los seres, otorgándoles la facultad
de engendrar. La bendición específica del hombre y de la mujer radica en haber
sido creados a imagen de Dios, y llevan adelante este proyecto mediante la
procreación. De esta manera la sexualidad se vive y realiza en el ser humano
como expresión de su dignidad, de aquélla dignidad con la que ha sido creado en
medio de todos los demás seres.
Pero además, el segundo relato
(fuente yahvista) no se detiene en la dimensión procreativa y apunta al valor
de la comunión mutua: “No es bueno que el hombre esté sólo...Por eso deja el
hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne”
(Gen 2, 4-24). De una manera muy sugerente explica el texto bíblico en la
fórmula “una sola carne” , la atracción y proyección recíproca de los sexos, la
complementariedad entre varón y mujer,
su igualdad radical, y, sobre todo, la unión que están llamados a formar.
Sí, como decía más arriba, hacemos
una lectura complementaria de las dos versiones podemos percibir con claridad
que la sexualidad humana aparece marcada en el designio creador de Dios por
esta doble valencia: se orienta a la unión íntima y amorosa entre el hombre y
la mujer, al mismo tiempo que se abre a la fecundidad.
Esta
doble dimensión de la sexualidad humana que ofrecen las narraciones de la
creación se encuentra presente a lo largo del Antiguo Testamento y será, como
veremos, una constante en la enseñanza de la tradición. En general, se puede
afirmar que el valor de la fecundidad aparece como dominante, especialmente en
la mayor parte de los textos que hablan del matrimonio. Los hijos son
considerados una alegría y una gran riqueza (Sal 127; 128; Pr 17, 6; Si 30,
1-6); una gran descendencia es el signo de una intensa bendición de Dios, del
mismo modo que la esterilidad se consideraba como maldición. Tanto la poligamia
como la ley del levirato se inscriben en esta perspectiva de valorar la
descendencia.
Pero, por
otra parte, persiste también la afirmación de los valores relacionales, de la
dimensión comunicativa y amorosa que es sustancial en la sexualidad. Se afirma
en la experiencia vivida por tantas parejas (Abrahán y Sara, Isaac y rebeca,
Jacob y Raquel, Sansón y Dalila, David y Mikal). Los libros sapienciales
ensalzan la dicha que una mujer proporciona a su marido (Pr 18, 22; Si 26, 1-4;
26, 13-18); celebran la fidelidad del amor conyugal, sin mencionar a los hijos
(Pr 11, 16; Si 7, 19; 36, 21-24; 40, 23). La realidad humana del amor nupcial
es la imagen que utilizan los profetas para referirse a la actitud de Yahvé
hacia su pueblo.
1.4 Orientación y normativa moral
El proyecto de Dios sobre la sexualidad se manifiesta
también en las normas que regulan la vida de Israel, especialmente en las leyes
que se refieren al matrimonio.
En
general, la normativa moral que vive el pueblo elegido respecto a la sexualidad
no presenta gran originalidad; se basa en un derecho consuetudinario,
prácticamente coincidente con el de las culturas vecinas. Sobre todo en los
comienzos de la revelación bíblica, la moral judía no difiere de la de los
pueblos semitas que le rodean. Así, es posible descubrir en Israel la
poligamia, el divorcio, la tolerancia de la prostitución. La pedagogía moral de
Yahvé, fundada en una dialéctica de exigencia-condescendencia eleva
gradualmente las costumbres morales del pueblo que, de manera progresiva,
ordena las leyes del matrimonio y de la vida sexual situándolas en el marco de
la alianza.
El
sentido de las normas jurídicas y morales que regulan el matrimonio tiende a
afirmar su subordinación del proyecto salvífico de Dios. Se ve, principalmente,
en orden a la propagación del pueblo. Pero no se puede olvidar que la
fecundidad es el signo de la bendición de Yahvé. Y sobre todo, hay que recordar
el mensaje de los grandes profetas que hablan del amor conyugal como imagen del
amor y de la alianza de Dios con su pueblo.
En el
marco de la alianza, el pecado colectivo de Israel asume carácter de adulterio.
Si la moral del Antiguo Testamento es una llamada a la observancia y fidelidad
a la alianza, la fidelidad conyugal adquiere también gran importancia. Estaba
protegida por la ley, y el adulterio estaba prohibido, en el sexto precepto del
decálogo: “No cometerás adulterio” (Ex 20, 14; Dt 5, 18). La ley pedía la pena
de muerte para los adúlteros (Lv 20, 10; Dt 22, 22), aunque en el caso del
marido sólo es castigado si perjudica el derecho ajeno y el adulterio se
realiza con una mujer casada.
Con el
mismo rigor y con la misma pena capital se condenan otras faltas, como
diferentes formas de incesto (Lv 20, 11-17), la homosexualidad (Lv 20, 13), la
bestialidad (Lv 20, 15-16) e incluso la
realización del acto conyugal “en tiempo de las reglas” (Lv 20, 18). La razón
de este rigor estriba quizás en que en todos estos casos la legislación bíblica
considera la sexualidad orientada a la procreación y rechaza firmemente
cualquier situación en que ésta sea negada o se vea comprometida.
Esa misma
perspectiva procreadora motiva la condena de la prostitución, especialmente la
prostitución sagrada, tanto femenina como masculina: “No habrá prostituta
sagrada entre las hijas de Israel, ni hieródulo entre los hijos de Israel” (Dt
23, 18). En cuanto a la prostitución profana, el acercarse a una prostituta no
era considerado delito punible por la ley. Sin embargo se prohíbe que un hombre
dedique a su hija a la prostitución (Lv 19, 29). En general, parece que es
tolerada en mujeres extranjeras, pero la prostitución de una mujer israelita
connotaba una fuerte carga peyorativa. Posteriormente, en los escritos d los
Profetas, aparece ya la gravedad moral de tal conducta a la luz de la alianza.
Finalmente,
a las normas morales apuntadas hay que añadir las prescripciones rituales
relacionadas con la sexualidad. Son muy numerosas y, en general, no guardan
relación directa con la moral; se refieren a la pureza ritual del hombre o de
la mujer. Dichas leyes nacen del afán de santidad de los miembros del pueblo
elegido, que deben estar libres de cualquier tipo de contaminación para poder
acercarse a Dios.
Son
muchos los fenómenos que producen la impureza. En relación a la sexualidad, la
ocasionan la menstruación y el parto en la mujer (Lv 12, 1-6; Lv 15, 19-23; Ex
36, 17); y en el hombre, la polución (Lv 15, 1-17). Quedan también impuros las
ropas y los utensilios que se tocan en estado de impureza. Desaparecía después
de cierto tiempo y con determinadas abluciones.
Todas
estas leyes relacionadas con la pureza ritual manifiestan cierto temor ante lo
sexual; reflejan cierto carácter misteriosos de la actividad sexual y pueden
ser residuos de una concepción tabuística. Son fruto de una época y del influjo
de los pueblos vecinos; van desapareciendo progresivamente y quedan abolidas en
el Nuevo Testamento.
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