viernes, 6 de mayo de 2016

VISION CRISTIANA DE LA SEXUALIDAD I

TRADICIÓN Y ENSEÑANZA ECLESIAL

Dice el Vaticano II que “la predicación apostólica expresada de un modo especial en los libros sagrados, se ha de conservar por transmisión continua hasta el fin de los tiempos” (DV 8). Y en esta responsabilidad de transmitir el mensaje cristiano tiene una importancia especial el magisterio que tiene la misión “de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral y escrita” (DV 10). Por ello después de exponer la enseñanza bíblica sobre la sexualidad emprendemos la tarea de presentar su transmisión y desarrollo eclesial.
Pero, del mismo modo que no hemos intentado un análisis exegético respecto a la Sagrada Escritura, tampoco ahora abordamos la cuestión siguiendo el proceso histórico. Se concentras la atención en algunos aspectos más importantes, señalando el desarrollo doctrinal que han tenido.
            La enseñanza sobre el amor y la sexualidad en la Iglesia ha seguido un proceso muy complejo. En los primeros siglos tiene relativamente poca importancia en la predicación eclesial. Los Padres de la Iglesia, por ejemplo, están más preocupados por otras cuestiones dogmáticas o pastorales. En general, el comportamiento moral de los cristianos se rige por las orientaciones bíblicas, aunque progresivamente va a sentir el influjo estoico y gnóstico. Muy pronto la reflexión sobre la sexualidad se integra a la reflexión sobre el matrimonio, y esta relación se mantiene de forma constante. Entre los Padres alcanza una importancia especial San Agustín y en el medioevo, Santo Tomás, que logra una exposición sistemática en torno a la virtud de la castidad. El influjo de ambos teólogos llega hasta nuestro siglo, en el que junto a grandes maestros, hay que resaltar la enseñanza magisterial de Pío XI (Casti connubii), del vaticano II (Gaudium et spes), de Pablo VI (Humanae vitae) y de Juan Pablo II (Familiaris consortio).
Aquí se busca ofrecer de forma sintética, la enseñanza de esta tradición eclesial a lo largo de estos veinte siglos, concentrándola en algunos puntos específicos considerados de mayor importancia.

1. Fuentes de la moral sexual cristiana

Según el Concilio Vaticano II, las fuentes del conocimiento moral son “la luz del evangelio y la experiencia humana” (GS 46). De esta manera se refiere a la revelación bíblica y al conocimiento racional. La comunidad cristiana a lo largo de los siglos, ha orientado el comportamiento moral desde estos dos principios: la palabra de dios y la reflexión racional.
            Respecto a la moral sexual, en los primeros siglos los escritos de los Padres de la Iglesia están transidos de la Sagrada Escritura.. a ella acuden y desde ella exhortan. Realmente, el imperativo cristiano nace de la vida en Cristo y busca la plena identificación con el Señor. No encontramos en ellos una ética sexual desarrollada; proponen literalmente los textos del Nuevo Testamento. Progresivamente llega el influjo de la filosofía y de la cultura, y se consolida una sistematización en torno a la virtud de la castidad (Santo Tomás) o en torno al sexto mandamiento (San Alfonso).
Las declaraciones del magisterio sobre la moral sexual han sido, más bien, escasas y ocasionales; sólo en los recientes documentos ha llegado a una presentación orgánica y sistemática. Pero, de todos modos, es posible afirmar que “la Iglesia católica bajo la guía del magisterio ha conservado siempre lo esencial del mensaje bíblico”. Y esta doctrina magisterial se ha fundamentado en la revelación bíblica y en la reflexión humana. Según Persona humana, las normas de la moral sexual deben su origen “al conocimiento de la ley divina y de la naturaleza humana” (PH 5). Hoy estos principios, palabra de dios y ley natural, están sometidos a una seria revisión.
Existe un amplio debate, en primer lugar, sobre el valor y función de la Sagrada Escritura en la elaboración de una moral cristiana de la sexualidad. Mientras algunos parecen seguir empeñados en mostrar el carácter bueno o pecaminoso de las acciones humanas apoyados en una cita bíblica, como hacían los antiguos manuales de moral, otros declaran que “en la Biblia no hay que buscar normas absolutas con respecto al sexo”.
Dar una respuesta equilibrada a este problema no es fácil. Creo que se debe empezar por afirmar que toda reflexión moral sobre la sexualidad, como sobre otras realidades humanas, ha de estar bajo el juicio de la palabra de Dios; y ello implica el reconocimiento de que la Sagrada Escritura contiene la verdad sobre el hombre y su destino, y que en ella se encuentran formulados los principios, valores y normas morales que deben regular la conducta cristiana.
En relación con las normas morales, la Biblia aporta, ante todo, las llamadas normas fundamentales o trascendentales, es decir, las normas que expresan la intencionalidad profunda de la existencia moral y que orientan a la persona en el seguimiento de la llamada de Dios. Podrían resumirse en la fe-caridad, como expresión de la responsabilidad y del compromiso ético del creyente. Este compromiso debe orientar también el ejercicio de la sexualidad, ayudando al discernimiento de aquellas modalidades del comportamiento sexual que resultan aberrantes, incoherentes o negativas, así como proporcionando las motivaciones de fondo, relacionadas con la visión cristiana del hombre, de la vida o de la misma realidad sexual. Se podría pensar, por ejemplo, en 1 Cor 6, 12-20: la norma moral que prohíbe la fornicación está motivada en la pertenencia radical del cristiano a Cristo. Del mismo modo, la prohibición del divorcio se fundamenta en el proyecto divino de unidad de los cónyuges (cf. Mt 19, 3-12).
Pero la Sagrada Escritura ofrece también normas más concretas y particulares, normas categoriales. Su existencia es evidente en los libros sagrados: son numerosas, concretas y detalladas. Algunas revisten un carácter general y negativo (por ejemplo, la prohibición del adulterio, de la fornicación, la reprobación de la homosexualidad). Otras parecen, en cambio, más vinculadas a la cultura y a la época bíblica (por ejemplo, las normas que se refieren a la “pureza legal”). Todas representan una palabra de Dios, portadora de un mensaje. Pero todas precisan también un análisis hermenéutico. Este análisis hará posible valorar la mayor o menor conexión entre estas normas particulares y las orientaciones fundamentales. Además, ayudará a percibir su carácter histórico y provisional, condicionado por el ambiente socio-cultural.
Todo ello es un problema arduo; constituye la tarea de la teología moral que, en su quehacer científico, cuenta además con el magisterio, bajo cuya guía y en comunión con la Tradición debe interpretarse el mensaje bíblico.
Por otra parte, también el recurso a la razón humana como fuente de la ética cristiana está sometido a revisión. La enseñanza eclesial se ha referido a la razón humana, recurriendo a la ley natural, especialmente en las cuestiones que tocan a la sexualidad. San Pablo condena la homosexualidad como contraria a la naturaleza. Santo Tomás encuadra y valora los pecados de sexualidad según la distinción extendida luego en la moral cristiana, entre pecados secundum y contra naturam. El recurso a la ley natural ha estado siempre presente en el magisterio.
A pesar de todo, la ley natural ha sido frecuentemente contestada desde distintos enfoques y perspectivas: desde el positivismo jurídico, que sitúa la fuente del derecho únicamente en la autoridad y en la sociedad; desde la ética de situación, que niega todo valor y toda ley objetiva y universal; e incluso desde la teología moral, defendiendo que la gracia y el espíritu la transforman. Pero la contestación alcanza a su mismo sentido, achacándole un carácter fixista y esencialista, cierta deshumanización y racionalismo, y especialmente un fuerte naturalismo y olvido de la cultura.
Esta profunda crítica a la que se ha visto sometida ha conducido a una mejor comprensión de la ley natural como fuente del conocimiento moral. Necesariamente tiene que tener en cuenta toda la realidad del hombre dentro de la variedad y complementariedad de sus elementos estructurales. Abarca, no sólo los elementos biológicos, sino también los psicológicos y espirituales. Y, al referirse a la totalidad de la persona, que es un ser evolutivo y dinámico, no puede considerarse como una realidad ya hecha y acabada. Así es como se puede comprender, dice Juan Pablo II, “el verdadero significado de la ley natural, la cual se refiere a la naturaleza propia y originaria del hombre, a la naturaleza de la persona humana que es la persona misma en la unidad de alma y cuerpo” (VS 50).
Esto es válido también para la sexualidad, lo que implica que, en definitiva, la moral sexual debe fundarse en una auténtica antropología sexual capaz de superar todo planteamiento puramente biológico, naturalista o dualista, para llegar a comprender la sexualidad como valor de la persona, como realidad que participa de su mismo dinamismo evolutivo y que compromete su desarrollo.

2. Matrimonio y virginidad: dos formas de vivir la sexualidad

Sobre el matrimonio y la virginidad la tradición cristiana ha desarrollado desde los primeros siglos una reflexión muy rica, reconociendo ambas instituciones como formas válidas de vivir el misterio del amor de Cristo y llegando a señalar también una viva relación entre los dos estados. Sobre todo en los primeros siglos la comparación entre matrimonio y virginidad es constante. Si el matrimonio es el signo de la unión  de Cristo con la Iglesia (Ef 5, 22-32), la virginidad manifiesta el desposorio del/de la virgen con el Señor. Pero en cada uno de los periodos se van destacando aspectos particulares según las necesidades, los errores de la época o el influjo cultural.
            Para entender la doctrina de los Padres de la Iglesia, hay que tener en cuenta no sólo la decadencia de las costumbres del mundo al que se dirigen, sino también la filosofía que muchos de ellos profesan (el dualismo platónico, que no es quizás la más adecuada para tratar de la sexualidad y del matrimonio) y los errores que combaten (gnosticismo, encratismo, maniqueísmo, etc.). A pesar  de las ambigüedades, su enseñanza reafirma el valor del matrimonio y rechaza aquellas posturas que exaltaban la virginidad, a costa de un desprecio del matrimonio. Puede decirse que, en general, la doctrina de los Padres sobre el matrimonio y la virginidad en los primeros siglos, resulta equilibrada. Contribuyen a la exaltación de la virginidad, pero también al progresivo desarrollo del matrimonio cristiano como símbolo de la unión mística de Cristo con su esposa la Iglesia.
Sin embargo, surgen también muy pronto concepciones negativas del matrimonio. Así, Tertuliano en su obra Ad uxorem, lo justifica simplemente por la necesidad de evitar la concupiscencia y defiende que el matrimonio había dejado de ser necesario ante la inminencia del fin del mundo. Una visión pesimista tiene también en oriente San Basilio y San Gregorio de Nisa, para quien el matrimonio constituye una miseria; pero aún prefiriendo la virginidad no se debe despreciar a los que usan de el con templanza y moderación. En occidente tienen una importancia notable San Ambrosio y San Jerónimo; a ambos se les puede considerar defensores intrépidos de la virginidad.
A comienzos del siglo V San Agustín presenta una doctrina más elaborada en diversas obras: De continentia, De sancta virginitate, De bono viduitatis, De nuptiis et concupiscentia. El eje de su reflexión, frente a los maniqueos, es el valor moral del matrimonio: fue instituido y bendecido por Dios, y elevado por Cristo a la función de representar su propia unión con la Iglesia. Su bondad proviene de tres bienes, que implica: proles, fides, sacramentum.
Después de San Agustín, los últimos padres latinos se contentan con conservar su doctrina. Inculcan que las relaciones conyugales sólo se justifican plenamente por la intención de procrear, y que fuera de tal intención conllevan cierta culpa venial, por efecto de la concupiscencia.
A comienzos del siglo XII están asentados ya algunos puntos sobre la doctrina del matrimonio: su valor moral, la unidad e indisolubilidad, la licitud de las segundas nupcias; y se mantiene también la superioridad de la virginidad y del celibato. Tres cuestiones todavía no suficientemente aclaradas van a recibir precisiones doctrinales: la formación del matrimonio, su finalidad y sacramentalidad.
Cuando se reúne el Concilio de Trento es universalmente admitido el carácter sacramental del matrimonio. El concilio lo reconoce y declara que el matrimonio es uno de los siete sacramentos de la nueva Ley instituidos por Cristo (DS 1601).
En la sesión XXIV, que establece la doctrina sobre el sacramento del matrimonio, lo define como verdadero y propio sacramento (DS 1801), al mismo tiempo que define también la superioridad de la virginidad: “si alguno dijere que el estado conyugal se ha de anteponer al estado de la virginidad o del celibato, y que no es mejor ni más feliz permanecer en la virginidad o en el celibato que unirse en matrimonio (cf. Mt 19, 11; 1Cor 7, 25 s. 38-40) sea anatema” (DS 1810).
La declaración de Trento hay que entenderla en relación con la condena de la concepción de los reformadores que, defendiendo la superioridad del matrimonio, reprobaban casi por completo el valor de la virginidad. Para los protestantes, el único estado de vida posible para el hombre después del pecado original era el matrimonio. Rechazando la doctrina protestante, Trento pretende defender la pureza de la fe católica tanto respecto al matrimonio como a la virginidad. Respecto al matrimonio, el Concilio significó la fijación de su doctrina teológica; respecto a la virginidad, la definición conciliar contribuye extraordinariamente a elevar su estima.
En los siglos posteriores el esfuerzo pastoral se concentra en la aplicación de las normas y orientaciones emanadas del Concilio. Especialmente relacionada con el matrimonio florece enseguida una literatura teológica que tiene sus principales representantes en Melchor Cano, Pedro Lombardo, Roberto Belarmino, Tomás Sánchez y San Alfonso. A partir del siglo XIX encontramos ya un conjunto de documentos importantes, tanto sobre la teología del matrimonio como sobre la virginidad y el celibato.
En un clima no exento de polémica publica Pío XII la Encíclica Sacra Virginitas (1954), que retoma la enseñanza tridentina sobre las ventajas y excelencias de la virginidad respecto al matrimonio. En cambio, los documentos del Vaticano II no se pronuncian sobre esta cuestión, y lo mismo sucede en algunos documentos del postconcilio. Así, Pablo VI en Sacerdotalis coelibatus confirman su validez y defiende que está unido al ministerio eclesiástico, pero no se refiere en absoluto a la cuestión de su superioridad respecto al matrimonio. Sin embargo, Juan Pablo II, después de afirmar que la virginidad no sólo no contradice la dignidad del matrimonio, sino que la presupone y confirma, vuelve a repetir la doctrina tradicional: “la Iglesia durante toda su historia ha defendido siempre la superioridad de este carisma frente al matrimonio, por razón del vínculo singular que tiene con el reino de Dios” (FC 16).
Detrás de este debate sobre la superioridad de la virginidad existe, quizás, una concepción antropológica ya superada. La mayor perfección dependerá siempre de la vivencia personal de la caridad y del seguimiento fiel de la vocación a la que Dios llama. En este sentido, creo que el Catecismo de la Iglesia Católica logra exponer admirablemente la tradición cristiana:

La virginidad por el Reino de los cielos es un desarrollo de la gracia bautismal, un signo poderoso de la preeminencia del vínculo con Cristo, de la ardiente espera de su retorno, un signo que recuerda también que el matrimonio es una realidad que manifiesta el carácter pasajero de este mundo (cf. 1 Cor 7, 31; Mc 12, 25) (n. 1619).
Estas dos realidades, el sacramento del matrimonio y la virginidad por el Reino de Dios, vienen del Señor mismo. Es Él quien les da sentido y les concede la gracia indispensable para vivirlos conforma a su voluntad (cf. Mt 19, 3-12). La estima de la virginidad por el Reino (cf. LG 42; PC 12; OT 10) y el sentido cristiano del matrimonio son inseparables y se apoyan mutuamente (n. 1620).

La concepción cristiana ha de mantener, pues, al mismo tiempo, la estima por la virginidad y por el matrimonio, como dos formas válidas y dignas de vivir el amor y la sexualidad. Y es que, como dice Juan Pablo II citando a San Juan Crisóstomo: “quien condena al matrimonio, priva también la virginidad de su gloria; en cambio, quien lo alaba, hace la virginidad más admirable y luminosa” (FC 16).

3. Sentido unitivo y sentido procreativo

Al considerar la visión bíblica de la sexualidad resaltábamos ya esa dimensión unitiva y procreadora con la que aparece marcada en el designio de Dios. Esto es más perceptible en el Antiguo Testamento; el Nuevo apenas se refiere a este argumento. Pero está presente en toda la enseñanza cristiana posterior. Aún privilegiando la dimensión procreativa, es posible distinguir en estos veinte siglos  una corriente viva que afirma la existencia d los valores de comunión. Y, a pesar de los vaivenes y conflictos, se ha llegado a una postura de armonía y equilibrio que postula y afirma como criterio moral importante en el comportamiento sexual la exigencia de esta doble dimensión.
Bajo el influjo del estoicismo algunos Padres de la Iglesia manifiestan una visión unilateral de la sexualidad, justificando el acto conyugal únicamente por la finalidad procreativa. La aportación de San Agustín a la teología del matrimonio se concentra especialmente en su valor ético. Desde un contexto maniqueo se esfuerza por defender la bondad moral del matrimonio, que proviene de los bienes que implica (prole, fe y sacramento). Entre ellos, San Agustín establece una jerarquía, concediendo el primer lugar a la procreación y educación de los hijos; y defiende que la institución matrimonial no tiene más que un fin natural: la procreación. Para fundamentar esta tesis recurre a la ley eterna que ha establecido el orden natural y que prohíbe turbarlo, y el orden natural de la relación sexual establece “intencionadamente, que la relación sexual humana no tenga lugar sino en vistas a la propagación de la especie”.
En el siglo XII los teólogos y canonistas hablan generalmente de doble finalidad en el matrimonio: procreación y remedio de la concupiscencia. Santo Tomás desde una visión más positiva que la agustiniana, realiza un planteamiento sistemático de la moral sexual. Sitúa la unión sexual ordenada por la naturaleza  a la generación y transmisión de la vida; pero destaca, además, que la misma naturaleza ordena al hombre y la mujer a ayudarse en la vida de todos los días; es decir, ve también en el matrimonio un valor propio, ya que se encamina a crear la sociedad del hombre y de la mujer. Se trata de un verdadero fin, aunque sea secundario, que la naturaleza exige en función de la finalidad procreadora. Debido a su autoridad, esta doctrina sobre los fines se hará clásica en la teología católica.
Uno de los primeros documentos importantes sobre el matrimonio es la encíclica Arcanum (1880) de León XIII. Representa la base de la teología moderna sobre el matrimonio. Para León XIII, el matrimonio es, especialmente, una institución social, cuyas propiedades esenciales son la unidad e indisolubilidad. Aunque no habla de “fines” del matrimonio, ve la institución matrimonial en la perspectiva de la finalidad procreativa, pero afirma también que está ordenado a la felicidad de los mismos esposos. Sitúa en el centro de la vida matrimonial el amor conyugal que, según la encíclica, es al mismo tiempo natural y divino. La caridad debe regular las relaciones entre marido y mujer.
Para celebrar el 50 aniversario de esta encíclica leonina, Pío XI promulga en 1939 la encíclica Casti connubii, que confirma la enseñanza de su predecesor e introduce también algunos puntos de novedad. Sigue la división agustiniana de los bienes del matrimonio. Habla explícitamente de los fines del matrimonio: “La procreación y educación de la prole es el fin primario del matrimonio; la ayuda mutua y el remedio de la concupiscencia es su fin secundario”; y defiende que el uso de la facultad procreativa es derecho y prerrogativa sólo del matrimonio.
El Concilio Vaticano II tiene una importancia decisiva en la teología del matrimonio, y, desde esta perspectiva, también en el asunto que tratamos. Su aportación principal es la doctrina sobre la alianza conyugal (foedus coniugii). No habla de fines; se refiere al matrimonio como comunidad de vida y de amor, situando en el amor conyugal su verdadera esencia (cf. GS 49). Y, precisamente en virtud de este amor conyugal, los esposos deben estar dispuestos a aceptar la invitación del Creador que les llama a colaborar y enriquecer la comunidad humana, porque “el amor conyugal está ordenado por su propia naturaleza a la procreación y educación de la prole” (GS 50).
En 1968 publica Pablo VI la encíclica Humane vitae, que fue objeto de un amplio debate en la comunidad cristiana. El centro doctrinal es la afirmación de la apertura a la vida de todo acto sexual en el matrimonio (HV 11) y la condena, por tanto, de los métodos anticonceptivos artificiales. Por encima de la enseñanza concreta, a nosotros nos interesa ahora la argumentación que introduce el documento pontificio: “ la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal, el significado unitivo y el significado procreador” (HV 12). Esta argumentación señala de forma clara y precisa, la coordinación y no subordinación de los valores unitivo y procreativo de la relación sexual. Por su íntima estructura, el acto conyugal  une profundamente a los esposos y los hace también aptos para la generación de la vida humana, “según las leyes inscritas en el ser mismo del hombre y de la mujer” (HV 12). Se ha superado, pues, la distinción entre fin primario y secundario del matrimonio; y se sitúa en el centro el amor conyugal, que es por su propia naturaleza, un amor fecundo. La relación sexual que une a los esposos en el amor, posee también una dimensión procreadora. Esta doble dimensión unitiva y procreativa, no puede el hombre separarla: “sólo salvaguardando ambos aspectos esenciales, el acto conyugal conserva íntegro el sentido de amor mutuo y verdadero y su ordenación a la altísima vocación del hombre a la paternidad” (HV 12).
Esta argumentación sigue estando presente con la misma precisión en el magisterio de Juan Pablo II (especialmente FC-32), y en esta perspectiva se sitúa hoy la comunidad cristiana. De manera que, sin entrar en la valoración concreta de un determinado comportamiento sexual, es posible afirmar que la concepción cristiana de la sexualidad postula la integración de estos dos valores: la procreación y la unión amorosa.

4. Gravedad del pecado sexual

La Sagrada Escritura cita y se refiere a algunos pecados sexuales. Advierte sobre la gravedad de algunos, por ejemplo, de la fornicación. A veces estos pecados se valoran junto a otros de carácter muy distinto y aunque pese sobre ellos una dura condena, no resulta fácil discernir en qué medida se refiere a cada uno de ellos: “Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el reino de Dios” (1 Cor 6, 9). Por ello, la tradición cristiana se ha preocupado de examinar cuáles son los pecados que, de acuerdo con la Biblia, son graves; y en dónde reside su gravedad.
Desde los primeros siglos, los pecados consumados contra la castidad fueron considerados graves y alguno, como el adulterio, aparece citado enseguida, junto a la idolatría y el asesinato, entre los pecados de especial gravedad. En general, el pecado sexual se describe como “satisfacción desordenada del apetito sexual”, o bien “abuso de la facultad sexual”, es decir, empleo contrario a su sentido y finalidad. Así lo explica Santo Tomás para quien, dentro de los actos humanos, “es pecado aquello que se opone al orden de la razón, el cual hace que cada cosa se oriente convenientemente a su fin”; y siendo la finalidad de la sexualidad la conservación de la especie humana, el “uso del placer venéreo debe orientarse hacia este fin”. Al imponerse en la investigación teológica el pensamiento de Santo Tomás, muy pronto la autoridad eclesiástica destaca la gravedad del pecado de lujuria (DS 897; 2060; 2148). También los manuales de teología moral condensan la doctrina sobre la gravedad afirmando que es siempre pecado grave “toda excitación libidinosa directa y totalmente voluntaria”, y que los pecados de lujuria “son graves ex toto genere suo”. De manera que se consideran siempre pecaminosos los actos de masturbación, homosexualidad, prostitución, fornicación o adulterio.
El punto más conflictivo sobre esta cuestión está precisamente en la uniformidad mantenida por los manuales de moral tradicional durante varios siglos, afirmando que en materia sexual todo es grave; no existe, por tanto, en los pecados de la sexualidad parvedad de materia. A pesar de no poder encontrar datos ni en la Sagrada Escritura ni en los Padres de la Iglesia que avalaran tal opinión, se aceptaba que, fuera del matrimonio, cualquier acto venéreo directamente voluntario debería considerarse materia grave. Es decir, supondría siempre una pecado mortal, a no ser que faltara el conocimiento o la libertad indispensables.
En la actualidad, este principio de la no parvedad de materia parece a muchos teólogos excesivamente riguroso y ha sido sometido a un estudio serio que ha llegado a ver, por una parte, que no se puede afirmar la pretendida uniformidad de los teólogos y, por otra, la escasa fundamentación científica así como algunas causas externas que influyeron en el predominio de dicha enseñanza. Todo ello lleva a la convicción teológica de la necesidad de revisar la doctrina casuista sobre la no parvedad, que se ve muy influida por el rigorismo moral de la época y por el miedo a las posibles consecuencias en el caso de admitir otros principios más abiertos.
Esta revisión no pretende negar la gravedad general de los pecados contra la sexualidad. Como dice Gruñidle, “la sexualidad posee una importancia tan decisiva para la maduración de la persona del hombre y para su integración en la comunidad humana, que en principio todo desenfoque teórico o práctico de la misma arrastra consigo un desorden notable, y por eso debe valorarse objetivamente como falta grave contra la estructura del ser y de la acción humana”.
Pero afirmada su gravedad general, no se puede valorar el pecado sexual con una medida idéntica: “En vistas a una mejor información de la tradición global de la Iglesia y de la sicología actual, los autores más representativos de la teología moral son del parecer de que en materia de sexto mandamiento o de castidad existe la parvitas materiae. No debemos poner diferencias entre la moral sexual y la justicia y otros mandamientos y virtudes”.
Esta parece ser la orientación de los documentos recientes del magisterio sobre cuestiones de sexualidad. El documento Persona humana (1975) llama la atención sobre la tendencia actual a reducir hasta el extremo la realidad del pecado grave e incluso a negarla y declara:

Según la tradición cristiana y ala doctrina de la Iglesia, y como también lo reconoce la recta razón, el orden moral de la sexualidad comporta para la vida humana valores tan elevados, que toda violación directa de este orden es objetivamente grave. Es verdad que en las faltas de orden sexual, vista su condición especial y sus causas, sucede más fácilmente que no se les dé un consentimiento plenamente libre; y esto invita a proceder con cautela en todo juicio sobre el grado de responsabilidad subjetiva de las mismas. Es el caso de recordar en particular aquellas palabras de la Sagrada Escritura: “El hombre mira las apariencias, pero Dios mira el corazón” (1 Sam 16, 17). Sin embargo, recomendar esa prudencia en el juicio sobre la gravedad subjetiva de un acto pecaminoso particular no significa en modo alguno sostener que en materia sexual no se cometen pecados mortales” (PH 10).


5. El valor de la castidad

Desde el mensaje de la Sagrada escritura, los Santos Padres testimonian la importancia de la virtud de la castidad, y la sitúan a la luz del misterio del sacramento del matrimonio y de la virginidad. Así, San Ambrosio distingue una triple virtud de la castidad: la conyugal, la virginal y la de los viudos; y San Agustín presenta los modelos de estos tipos en San José, Susana y María.
Por una parte, la ven unida íntimamente al ágape: “El amor divino constituye la fuerza más profunda de la castidad, de él dimana su dominio y su vida. Sin el divino amor sería imposible esa actitud de religioso respeto y el dominio del instinto quedaría informe y sin vida. Donde no hay amor de Dios, reina la concupiscencia”. Por otra parte, para realizarla es indispensable la disciplina y el control de sí mismo.
Parece que es este aspecto de disciplina, dominio y control el que se impone en la concepción de la castidad vigente durante siglos en la vida cristiana. Santo Tomás la inserta en la virtud de la templanza, y la entiende como la virtud por medio de la cual el hombre domina y regula el deseo sexual según las exigencias de la razón. Según Santo Tomás, “la palabra castidad indica que la concupiscencia es castigada mediante la razón, porque hay que dominarla igual que a un niño”; y la describe como “una virtud especial con una materia específica, es decir, los deseos de deleite que se dan en lo venéreo”. Bajo su influjo, los manuales de moral la presentan de una manera reductiva y negativa, dando la impresión de que consiste simplemente en renuncia y represión, describiéndola como la virtud que regula la concupiscencia de los deleites venéreos. Desde esta perspectiva, en la vida cristiana, a veces, se la ha identificado con continencia, abstención y represión de la sexualidad. Esto ha influido negativamente en la catequesis y en la educación y ha llevado también a un largo silencio en la proclamación de su valor.
Todavía hoy hay que realizar un esfuerzo por superar estas concepciones que carecen de sentido, y por llegar a situar la virtud de la castidad en el lugar que le corresponde. Es una tarea emprendida por el reciente magisterio eclesial: “Es importante que todos tengan un elevado concepto de la virtud de la castidad, de su belleza y de su fuerza de irradiación. Es una virtud que hace honor al ser humano y que le capacita para un amor verdadero, desinteresado, generoso y respetuoso de los demás” (PH 12).
La reflexión teológica actual insiste en que la castidad no se encamina tan sólo a evitar faltas; “se orienta a la consecución de metas más elevadas y positivas. Es una virtud que afecta a toda la personalidad” (PH 11). En efecto, la castidad capacita a la persona para transformar la potencia de la sexualidad en una fuerza integradora y creadora. Facilita la propia realización como hombre y mujer. Fomenta la integración personal en la comunidad humana. Hace posible el desarrollo intrapersonal e interpersonal. La represión de estas posibilidades constituye una desviación de esta virtud, del mismo modo que la búsqueda incontrolada del placer como finalidad última de la vida. La concepción que se abre camino ve en la castidad, “la capacidad de orientar el instinto sexual al servicio del amor, de integrarlo y armonizarlo en el desarrollo de la persona” (OE 18).

Según el Catecismo de la Iglesia Católica, “la castidad significa la integración lograda de la sexualidad en la persona... La sexualidad se hace personal y verdaderamente humana cuando está integrada en la relación de persona a persona, en el don mutuo total y temporalmente ilimitado del hombre y de la mujer. La virtud de la castidad, por tanto, entraña la integridad de la persona y la integralidad del don” (n. 2337). Desde esta perspectiva hay que afirmar que para que el valor de la sexualidad alcance su plena realización “es del todo irrenunciable la educación para la castidad como virtud que desarrolla la auténtica madurez de la persona y la hace capaz de respetar y promover el significado esponsal del cuerpo” (FC 37).

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