TRADICIÓN Y ENSEÑANZA ECLESIAL
Dice el Vaticano II que “la
predicación apostólica expresada de un modo especial en los libros sagrados, se
ha de conservar por transmisión continua hasta el fin de los tiempos” (DV 8). Y
en esta responsabilidad de transmitir el mensaje cristiano tiene una
importancia especial el magisterio que tiene la misión “de interpretar
auténticamente la palabra de Dios, oral y escrita” (DV 10). Por ello después de
exponer la enseñanza bíblica sobre la sexualidad emprendemos la tarea de
presentar su transmisión y desarrollo eclesial.
Pero, del mismo modo que no
hemos intentado un análisis exegético respecto a la Sagrada Escritura, tampoco
ahora abordamos la cuestión siguiendo el proceso histórico. Se concentras la
atención en algunos aspectos más importantes, señalando el desarrollo doctrinal
que han tenido.
La
enseñanza sobre el amor y la sexualidad en la Iglesia ha seguido un proceso muy
complejo. En los primeros siglos tiene relativamente poca importancia en la
predicación eclesial. Los Padres de la Iglesia, por ejemplo, están más
preocupados por otras cuestiones dogmáticas o pastorales. En general, el
comportamiento moral de los cristianos se rige por las orientaciones bíblicas,
aunque progresivamente va a sentir el influjo estoico y gnóstico. Muy pronto la
reflexión sobre la sexualidad se integra a la reflexión sobre el matrimonio, y
esta relación se mantiene de forma constante. Entre los Padres alcanza una
importancia especial San Agustín y en el medioevo, Santo Tomás, que logra una
exposición sistemática en torno a la virtud de la castidad. El influjo de ambos
teólogos llega hasta nuestro siglo, en el que junto a grandes maestros, hay que
resaltar la enseñanza magisterial de Pío XI (Casti connubii), del vaticano II (Gaudium
et spes), de Pablo VI (Humanae vitae) y de Juan Pablo II (Familiaris
consortio).
Aquí se busca
ofrecer de forma sintética, la enseñanza de esta tradición eclesial a lo largo
de estos veinte siglos, concentrándola en algunos puntos específicos
considerados de mayor importancia.
1. Fuentes de la moral sexual
cristiana
Según el Concilio Vaticano II,
las fuentes del conocimiento moral son “la luz del evangelio y la experiencia
humana” (GS 46). De esta manera se refiere a la revelación bíblica y al
conocimiento racional. La comunidad cristiana a lo largo de los siglos, ha
orientado el comportamiento moral desde estos dos principios: la palabra de
dios y la reflexión racional.
Respecto
a la moral sexual, en los primeros siglos los escritos de los Padres de la
Iglesia están transidos de la Sagrada Escritura.. a ella acuden y desde ella
exhortan. Realmente, el imperativo cristiano nace de la vida en Cristo y busca
la plena identificación con el Señor. No encontramos en ellos una ética sexual
desarrollada; proponen literalmente los textos del Nuevo Testamento.
Progresivamente llega el influjo de la filosofía y de la cultura, y se
consolida una sistematización en torno a la virtud de la castidad (Santo Tomás)
o en torno al sexto mandamiento (San Alfonso).
Las
declaraciones del magisterio sobre la moral sexual han sido, más bien, escasas
y ocasionales; sólo en los recientes documentos ha llegado a una presentación
orgánica y sistemática. Pero, de todos modos, es posible afirmar que “la
Iglesia católica bajo la guía del magisterio ha conservado siempre lo esencial
del mensaje bíblico”. Y esta doctrina magisterial se ha fundamentado en la
revelación bíblica y en la reflexión humana. Según Persona humana, las normas
de la moral sexual deben su origen “al conocimiento de la ley divina y de la
naturaleza humana” (PH 5). Hoy estos principios, palabra de dios y ley natural,
están sometidos a una seria revisión.
Existe un
amplio debate, en primer lugar, sobre el valor y función de la Sagrada
Escritura en la elaboración de una moral cristiana de la sexualidad. Mientras
algunos parecen seguir empeñados en mostrar el carácter bueno o pecaminoso de
las acciones humanas apoyados en una cita bíblica, como hacían los antiguos
manuales de moral, otros declaran que “en la Biblia no hay que buscar normas
absolutas con respecto al sexo”.
Dar una
respuesta equilibrada a este problema no es fácil. Creo que se debe empezar por
afirmar que toda reflexión moral sobre la sexualidad, como sobre otras
realidades humanas, ha de estar bajo el juicio de la palabra de Dios; y ello
implica el reconocimiento de que la Sagrada Escritura contiene la verdad sobre
el hombre y su destino, y que en ella se encuentran formulados los principios,
valores y normas morales que deben regular la conducta cristiana.
En relación
con las normas morales, la Biblia aporta, ante todo, las llamadas normas
fundamentales o trascendentales, es decir, las normas que expresan la
intencionalidad profunda de la existencia moral y que orientan a la persona en
el seguimiento de la llamada de Dios. Podrían resumirse en la fe-caridad, como
expresión de la responsabilidad y del compromiso ético del creyente. Este
compromiso debe orientar también el ejercicio de la sexualidad, ayudando al
discernimiento de aquellas modalidades del comportamiento sexual que resultan
aberrantes, incoherentes o negativas, así como proporcionando las motivaciones
de fondo, relacionadas con la visión cristiana del hombre, de la vida o de la
misma realidad sexual. Se podría pensar, por ejemplo, en 1 Cor 6, 12-20: la
norma moral que prohíbe la fornicación está motivada en la pertenencia radical
del cristiano a Cristo. Del mismo modo, la prohibición del divorcio se
fundamenta en el proyecto divino de unidad de los cónyuges (cf. Mt 19, 3-12).
Pero la
Sagrada Escritura ofrece también normas más concretas y particulares, normas
categoriales. Su existencia es evidente en los libros sagrados: son
numerosas, concretas y detalladas. Algunas revisten un carácter general y
negativo (por ejemplo, la prohibición del adulterio, de la fornicación, la
reprobación de la homosexualidad). Otras parecen, en cambio, más vinculadas a
la cultura y a la época bíblica (por ejemplo, las normas que se refieren a la
“pureza legal”). Todas representan una palabra de Dios, portadora de un
mensaje. Pero todas precisan también un análisis hermenéutico. Este análisis
hará posible valorar la mayor o menor conexión entre estas normas particulares
y las orientaciones fundamentales. Además, ayudará a percibir su carácter histórico
y provisional, condicionado por el ambiente socio-cultural.
Todo ello es
un problema arduo; constituye la tarea de la teología moral que, en su quehacer
científico, cuenta además con el magisterio, bajo cuya guía y en comunión con
la Tradición debe interpretarse el mensaje bíblico.
Por otra
parte, también el recurso a la razón humana como fuente de la ética cristiana
está sometido a revisión. La enseñanza eclesial se ha referido a la razón
humana, recurriendo a la ley natural, especialmente en las cuestiones
que tocan a la sexualidad. San Pablo condena la homosexualidad como contraria a
la naturaleza. Santo Tomás encuadra y valora los pecados de sexualidad según la
distinción extendida luego en la moral cristiana, entre pecados secundum
y contra naturam. El recurso a la ley natural ha estado siempre presente
en el magisterio.
A pesar de
todo, la ley natural ha sido frecuentemente contestada desde distintos enfoques
y perspectivas: desde el positivismo jurídico, que sitúa la fuente del
derecho únicamente en la autoridad y en la sociedad; desde la ética de
situación, que niega todo valor y toda ley objetiva y universal; e incluso
desde la teología moral, defendiendo que la gracia y el espíritu la
transforman. Pero la contestación alcanza a su mismo sentido, achacándole un
carácter fixista y esencialista, cierta deshumanización y racionalismo, y
especialmente un fuerte naturalismo y olvido de la cultura.
Esta profunda
crítica a la que se ha visto sometida ha conducido a una mejor comprensión de
la ley natural como fuente del conocimiento moral. Necesariamente tiene que
tener en cuenta toda la realidad del hombre dentro de la variedad y
complementariedad de sus elementos estructurales. Abarca, no sólo los elementos
biológicos, sino también los psicológicos y espirituales. Y, al referirse a la
totalidad de la persona, que es un ser evolutivo y dinámico, no puede
considerarse como una realidad ya hecha y acabada. Así es como se puede
comprender, dice Juan Pablo II, “el verdadero significado de la ley natural, la
cual se refiere a la naturaleza propia y originaria del hombre, a la naturaleza
de la persona humana que es la persona misma en la unidad de alma y cuerpo” (VS
50).
Esto es válido
también para la sexualidad, lo que implica que, en definitiva, la moral sexual debe
fundarse en una auténtica antropología sexual capaz de superar todo
planteamiento puramente biológico, naturalista o dualista, para llegar a
comprender la sexualidad como valor de la persona, como realidad que participa
de su mismo dinamismo evolutivo y que compromete su desarrollo.
2. Matrimonio y virginidad:
dos formas de vivir la sexualidad
Sobre el matrimonio y la
virginidad la tradición cristiana ha desarrollado desde los primeros siglos una
reflexión muy rica, reconociendo ambas instituciones como formas válidas de
vivir el misterio del amor de Cristo y llegando a señalar también una viva
relación entre los dos estados. Sobre todo en los primeros siglos la
comparación entre matrimonio y virginidad es constante. Si el matrimonio es el
signo de la unión de Cristo con la
Iglesia (Ef 5, 22-32), la virginidad manifiesta el desposorio del/de la virgen
con el Señor. Pero en cada uno de los periodos se van destacando aspectos
particulares según las necesidades, los errores de la época o el influjo cultural.
Para
entender la doctrina de los Padres de la Iglesia, hay que tener en cuenta no
sólo la decadencia de las costumbres del mundo al que se dirigen, sino también
la filosofía que muchos de ellos profesan (el dualismo platónico, que no es
quizás la más adecuada para tratar de la sexualidad y del matrimonio) y los
errores que combaten (gnosticismo, encratismo, maniqueísmo, etc.). A pesar de las ambigüedades, su enseñanza reafirma el
valor del matrimonio y rechaza aquellas posturas que exaltaban la virginidad, a
costa de un desprecio del matrimonio. Puede decirse que, en general, la
doctrina de los Padres sobre el matrimonio y la virginidad en los primeros
siglos, resulta equilibrada. Contribuyen a la exaltación de la virginidad, pero
también al progresivo desarrollo del matrimonio cristiano como símbolo de la
unión mística de Cristo con su esposa la Iglesia.
Sin embargo,
surgen también muy pronto concepciones negativas del matrimonio. Así,
Tertuliano en su obra Ad uxorem, lo justifica simplemente por la necesidad
de evitar la concupiscencia y defiende que el matrimonio había dejado de ser
necesario ante la inminencia del fin del mundo. Una visión pesimista tiene
también en oriente San Basilio y San Gregorio de Nisa, para quien el matrimonio
constituye una miseria; pero aún prefiriendo la virginidad no se debe
despreciar a los que usan de el con templanza y moderación. En occidente tienen
una importancia notable San Ambrosio y San Jerónimo; a ambos se les puede
considerar defensores intrépidos de la virginidad.
A comienzos
del siglo V San Agustín presenta una doctrina más elaborada en diversas obras: De
continentia, De sancta virginitate, De bono viduitatis, De nuptiis et
concupiscentia. El eje de su reflexión, frente a los maniqueos, es el valor
moral del matrimonio: fue instituido y bendecido por Dios, y elevado por Cristo
a la función de representar su propia unión con la Iglesia. Su bondad proviene
de tres bienes, que implica: proles, fides, sacramentum.
Después de San
Agustín, los últimos padres latinos se contentan con conservar su doctrina.
Inculcan que las relaciones conyugales sólo se justifican plenamente por la
intención de procrear, y que fuera de tal intención conllevan cierta culpa
venial, por efecto de la concupiscencia.
A comienzos
del siglo XII están asentados ya algunos puntos sobre la doctrina del
matrimonio: su valor moral, la unidad e indisolubilidad, la licitud de las
segundas nupcias; y se mantiene también la superioridad de la virginidad y del
celibato. Tres cuestiones todavía no suficientemente aclaradas van a recibir
precisiones doctrinales: la formación del matrimonio, su finalidad y
sacramentalidad.
Cuando se
reúne el Concilio de Trento es universalmente admitido el carácter sacramental
del matrimonio. El concilio lo reconoce y declara que el matrimonio es uno de
los siete sacramentos de la nueva Ley instituidos por Cristo (DS 1601).
En la sesión XXIV, que establece
la doctrina sobre el sacramento del matrimonio, lo define como verdadero y
propio sacramento (DS 1801), al mismo tiempo que define también la superioridad
de la virginidad: “si alguno dijere que el estado conyugal se ha de anteponer
al estado de la virginidad o del celibato, y que no es mejor ni más feliz
permanecer en la virginidad o en el celibato que unirse en matrimonio (cf. Mt
19, 11; 1Cor 7, 25 s. 38-40) sea anatema” (DS 1810).
La declaración
de Trento hay que entenderla en relación con la condena de la concepción de los
reformadores que, defendiendo la superioridad del matrimonio, reprobaban casi
por completo el valor de la virginidad. Para los protestantes, el único estado
de vida posible para el hombre después del pecado original era el matrimonio.
Rechazando la doctrina protestante, Trento pretende defender la pureza de la fe
católica tanto respecto al matrimonio como a la virginidad. Respecto al
matrimonio, el Concilio significó la fijación de su doctrina teológica;
respecto a la virginidad, la definición conciliar contribuye
extraordinariamente a elevar su estima.
En los siglos
posteriores el esfuerzo pastoral se concentra en la aplicación de las normas y
orientaciones emanadas del Concilio. Especialmente relacionada con el
matrimonio florece enseguida una literatura teológica que tiene sus principales
representantes en Melchor Cano, Pedro Lombardo, Roberto Belarmino, Tomás
Sánchez y San Alfonso. A partir del siglo XIX encontramos ya un conjunto de
documentos importantes, tanto sobre la teología del matrimonio como sobre la
virginidad y el celibato.
En un clima no
exento de polémica publica Pío XII la Encíclica Sacra Virginitas (1954),
que retoma la enseñanza tridentina sobre las ventajas y excelencias de la
virginidad respecto al matrimonio. En cambio, los documentos del Vaticano II no
se pronuncian sobre esta cuestión, y lo mismo sucede en algunos documentos del
postconcilio. Así, Pablo VI en Sacerdotalis coelibatus confirman su
validez y defiende que está unido al ministerio eclesiástico, pero no se
refiere en absoluto a la cuestión de su superioridad respecto al matrimonio.
Sin embargo, Juan Pablo II, después de afirmar que la virginidad no sólo no
contradice la dignidad del matrimonio, sino que la presupone y confirma, vuelve
a repetir la doctrina tradicional: “la Iglesia durante toda su historia ha
defendido siempre la superioridad de este carisma frente al matrimonio, por
razón del vínculo singular que tiene con el reino de Dios” (FC 16).
Detrás de este
debate sobre la superioridad de la virginidad existe, quizás, una concepción
antropológica ya superada. La mayor perfección dependerá siempre de la vivencia
personal de la caridad y del seguimiento fiel de la vocación a la que Dios
llama. En este sentido, creo que el Catecismo de la Iglesia Católica
logra exponer admirablemente la tradición cristiana:
La virginidad por el Reino
de los cielos es un desarrollo de la gracia bautismal, un signo poderoso de la
preeminencia del vínculo con Cristo, de la ardiente espera de su retorno, un
signo que recuerda también que el matrimonio es una realidad que manifiesta el
carácter pasajero de este mundo (cf. 1 Cor 7, 31; Mc 12, 25) (n. 1619).
Estas dos realidades, el
sacramento del matrimonio y la virginidad por el Reino de Dios, vienen del
Señor mismo. Es Él quien les da sentido y les concede la gracia indispensable
para vivirlos conforma a su voluntad (cf. Mt 19, 3-12). La estima de la
virginidad por el Reino (cf. LG 42; PC 12; OT 10) y el sentido cristiano del
matrimonio son inseparables y se apoyan mutuamente (n. 1620).
La concepción
cristiana ha de mantener, pues, al mismo tiempo, la estima por la virginidad y
por el matrimonio, como dos formas válidas y dignas de vivir el amor y la
sexualidad. Y es que, como dice Juan Pablo II citando a San Juan Crisóstomo:
“quien condena al matrimonio, priva también la virginidad de su gloria; en
cambio, quien lo alaba, hace la virginidad más admirable y luminosa” (FC 16).
3. Sentido unitivo y sentido
procreativo
Al considerar la visión bíblica
de la sexualidad resaltábamos ya esa dimensión unitiva y procreadora con la que
aparece marcada en el designio de Dios. Esto es más perceptible en el Antiguo
Testamento; el Nuevo apenas se refiere a este argumento. Pero está presente en
toda la enseñanza cristiana posterior. Aún privilegiando la dimensión
procreativa, es posible distinguir en estos veinte siglos una corriente viva que afirma la existencia d
los valores de comunión. Y, a pesar de los vaivenes y conflictos, se ha llegado
a una postura de armonía y equilibrio que postula y afirma como criterio moral
importante en el comportamiento sexual la exigencia de esta doble dimensión.
Bajo el influjo
del estoicismo algunos Padres de la Iglesia manifiestan una visión unilateral
de la sexualidad, justificando el acto conyugal únicamente por la finalidad
procreativa. La aportación de San Agustín a la teología del matrimonio se
concentra especialmente en su valor ético. Desde un contexto maniqueo se
esfuerza por defender la bondad moral del matrimonio, que proviene de los
bienes que implica (prole, fe y sacramento). Entre ellos, San Agustín
establece una jerarquía, concediendo el primer lugar a la procreación y
educación de los hijos; y defiende que la institución matrimonial no tiene más
que un fin natural: la procreación. Para fundamentar esta tesis recurre a la
ley eterna que ha establecido el orden natural y que prohíbe turbarlo, y el
orden natural de la relación sexual establece “intencionadamente, que la
relación sexual humana no tenga lugar sino en vistas a la propagación de la
especie”.
En el siglo
XII los teólogos y canonistas hablan generalmente de doble finalidad en el
matrimonio: procreación y remedio de la concupiscencia. Santo Tomás desde una
visión más positiva que la agustiniana, realiza un planteamiento sistemático de
la moral sexual. Sitúa la unión sexual ordenada por la naturaleza a la generación y transmisión de la vida;
pero destaca, además, que la misma naturaleza ordena al hombre y la mujer a
ayudarse en la vida de todos los días; es decir, ve también en el matrimonio un
valor propio, ya que se encamina a crear la sociedad del hombre y de la mujer.
Se trata de un verdadero fin, aunque sea secundario, que la naturaleza exige en
función de la finalidad procreadora. Debido a su autoridad, esta doctrina sobre
los fines se hará clásica en la teología católica.
Uno de los
primeros documentos importantes sobre el matrimonio es la encíclica Arcanum (1880)
de León XIII. Representa la base de la teología moderna sobre el matrimonio.
Para León XIII, el matrimonio es, especialmente, una institución social, cuyas
propiedades esenciales son la unidad e indisolubilidad. Aunque no habla de
“fines” del matrimonio, ve la institución matrimonial en la perspectiva de la
finalidad procreativa, pero afirma también que está ordenado a la felicidad de
los mismos esposos. Sitúa en el centro de la vida matrimonial el amor conyugal
que, según la encíclica, es al mismo tiempo natural y divino. La caridad debe
regular las relaciones entre marido y mujer.
Para celebrar
el 50 aniversario de esta encíclica leonina, Pío XI promulga en 1939 la
encíclica Casti connubii, que confirma la enseñanza de su predecesor e introduce
también algunos puntos de novedad. Sigue la división agustiniana de los bienes
del matrimonio. Habla explícitamente de los fines del matrimonio: “La
procreación y educación de la prole es el fin primario del matrimonio; la ayuda
mutua y el remedio de la concupiscencia es su fin secundario”; y defiende que
el uso de la facultad procreativa es derecho y prerrogativa sólo del
matrimonio.
El Concilio
Vaticano II tiene una importancia decisiva en la teología del matrimonio, y,
desde esta perspectiva, también en el asunto que tratamos. Su aportación
principal es la doctrina sobre la alianza conyugal (foedus coniugii). No
habla de fines; se refiere al matrimonio como comunidad de vida y de amor,
situando en el amor conyugal su verdadera esencia (cf. GS 49). Y, precisamente
en virtud de este amor conyugal, los esposos deben estar dispuestos a aceptar
la invitación del Creador que les llama a colaborar y enriquecer la comunidad
humana, porque “el amor conyugal está ordenado por su propia naturaleza a la
procreación y educación de la prole” (GS 50).
En 1968
publica Pablo VI la encíclica Humane vitae, que fue objeto de un amplio
debate en la comunidad cristiana. El centro doctrinal es la afirmación de la
apertura a la vida de todo acto sexual en el matrimonio (HV 11) y la condena,
por tanto, de los métodos anticonceptivos artificiales. Por encima de la
enseñanza concreta, a nosotros nos interesa ahora la argumentación que
introduce el documento pontificio: “ la inseparable conexión que Dios ha
querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos
significados del acto conyugal, el significado unitivo y el significado
procreador” (HV 12). Esta argumentación señala de forma clara y precisa, la
coordinación y no subordinación de los valores unitivo y procreativo de la
relación sexual. Por su íntima estructura, el acto conyugal une profundamente a los esposos y los hace
también aptos para la generación de la vida humana, “según las leyes inscritas
en el ser mismo del hombre y de la mujer” (HV 12). Se ha superado, pues, la
distinción entre fin primario y secundario del matrimonio; y se sitúa en el
centro el amor conyugal, que es por su propia naturaleza, un amor fecundo. La
relación sexual que une a los esposos en el amor, posee también una dimensión procreadora.
Esta doble dimensión unitiva y procreativa, no puede el hombre separarla: “sólo
salvaguardando ambos aspectos esenciales, el acto conyugal conserva íntegro el
sentido de amor mutuo y verdadero y su ordenación a la altísima vocación del
hombre a la paternidad” (HV 12).
Esta
argumentación sigue estando presente con la misma precisión en el magisterio de
Juan Pablo II (especialmente FC-32), y en esta perspectiva se sitúa hoy la
comunidad cristiana. De manera que, sin entrar en la valoración concreta de un
determinado comportamiento sexual, es posible afirmar que la concepción
cristiana de la sexualidad postula la integración de estos dos valores: la
procreación y la unión amorosa.
4. Gravedad del pecado sexual
La Sagrada Escritura cita y se
refiere a algunos pecados sexuales. Advierte sobre la gravedad de algunos, por
ejemplo, de la fornicación. A veces estos pecados se valoran junto a otros de
carácter muy distinto y aunque pese sobre ellos una dura condena, no resulta
fácil discernir en qué medida se refiere a cada uno de ellos: “Ni los impuros,
ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni
los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los
rapaces heredarán el reino de Dios” (1 Cor 6, 9). Por ello, la tradición
cristiana se ha preocupado de examinar cuáles son los pecados que, de acuerdo
con la Biblia, son graves; y en dónde reside su gravedad.
Desde los
primeros siglos, los pecados consumados contra la castidad fueron considerados
graves y alguno, como el adulterio, aparece citado enseguida, junto a la
idolatría y el asesinato, entre los pecados de especial gravedad. En general,
el pecado sexual se describe como “satisfacción desordenada del apetito
sexual”, o bien “abuso de la facultad sexual”, es decir, empleo contrario a su
sentido y finalidad. Así lo explica Santo Tomás para quien, dentro de los actos
humanos, “es pecado aquello que se opone al orden de la razón, el cual hace que
cada cosa se oriente convenientemente a su fin”; y siendo la finalidad de la
sexualidad la conservación de la especie humana, el “uso del placer venéreo
debe orientarse hacia este fin”. Al imponerse en la investigación teológica el
pensamiento de Santo Tomás, muy pronto la autoridad eclesiástica destaca la
gravedad del pecado de lujuria (DS 897; 2060; 2148). También los manuales de
teología moral condensan la doctrina sobre la gravedad afirmando que es siempre
pecado grave “toda excitación libidinosa directa y totalmente voluntaria”, y
que los pecados de lujuria “son graves ex toto genere suo”. De manera
que se consideran siempre pecaminosos los actos de masturbación,
homosexualidad, prostitución, fornicación o adulterio.
El punto más
conflictivo sobre esta cuestión está precisamente en la uniformidad mantenida
por los manuales de moral tradicional durante varios siglos, afirmando que en
materia sexual todo es grave; no existe, por tanto, en los pecados de la
sexualidad parvedad de materia. A pesar de no poder encontrar datos ni
en la Sagrada Escritura ni en los Padres de la Iglesia que avalaran tal
opinión, se aceptaba que, fuera del matrimonio, cualquier acto venéreo
directamente voluntario debería considerarse materia grave. Es decir, supondría
siempre una pecado mortal, a no ser que faltara el conocimiento o la libertad
indispensables.
En la
actualidad, este principio de la no parvedad de materia parece a muchos
teólogos excesivamente riguroso y ha sido sometido a un estudio serio que ha
llegado a ver, por una parte, que no se puede afirmar la pretendida uniformidad
de los teólogos y, por otra, la escasa fundamentación científica así como
algunas causas externas que influyeron en el predominio de dicha enseñanza.
Todo ello lleva a la convicción teológica de la necesidad de revisar la
doctrina casuista sobre la no parvedad, que se ve muy influida por el rigorismo
moral de la época y por el miedo a las posibles consecuencias en el caso de
admitir otros principios más abiertos.
Esta revisión
no pretende negar la gravedad general de los pecados contra la sexualidad. Como
dice Gruñidle, “la sexualidad posee una importancia tan decisiva para la
maduración de la persona del hombre y para su integración en la comunidad
humana, que en principio todo desenfoque teórico o práctico de la misma
arrastra consigo un desorden notable, y por eso debe valorarse objetivamente
como falta grave contra la estructura del ser y de la acción humana”.
Pero afirmada
su gravedad general, no se puede valorar el pecado sexual con una medida
idéntica: “En vistas a una mejor información de la tradición global de la
Iglesia y de la sicología actual, los autores más representativos de la
teología moral son del parecer de que en materia de sexto mandamiento o de
castidad existe la parvitas materiae. No debemos poner diferencias entre
la moral sexual y la justicia y otros mandamientos y virtudes”.
Esta parece
ser la orientación de los documentos recientes del magisterio sobre cuestiones
de sexualidad. El documento Persona humana (1975) llama la atención sobre la
tendencia actual a reducir hasta el extremo la realidad del pecado grave e
incluso a negarla y declara:
Según la tradición cristiana y ala doctrina de la
Iglesia, y como también lo reconoce la recta razón, el orden moral de la
sexualidad comporta para la vida humana valores tan elevados, que toda violación
directa de este orden es objetivamente grave. Es verdad que en las faltas de
orden sexual, vista su condición especial y sus causas, sucede más fácilmente
que no se les dé un consentimiento plenamente libre; y esto invita a proceder
con cautela en todo juicio sobre el grado de responsabilidad subjetiva de las
mismas. Es el caso de recordar en particular aquellas palabras de la Sagrada
Escritura: “El hombre mira las apariencias, pero Dios mira el corazón” (1 Sam
16, 17). Sin embargo, recomendar esa prudencia en el juicio sobre la gravedad
subjetiva de un acto pecaminoso particular no significa en modo alguno sostener
que en materia sexual no se cometen pecados mortales” (PH 10).
5. El valor de la castidad
Desde el mensaje de la Sagrada
escritura, los Santos Padres testimonian la importancia de la virtud de la
castidad, y la sitúan a la luz del misterio del sacramento del matrimonio y de
la virginidad. Así, San Ambrosio distingue una triple virtud de la castidad: la
conyugal, la virginal y la de los viudos; y San Agustín presenta los modelos de
estos tipos en San José, Susana y María.
Por una parte,
la ven unida íntimamente al ágape: “El amor divino constituye la fuerza
más profunda de la castidad, de él dimana su dominio y su vida. Sin el divino
amor sería imposible esa actitud de religioso respeto y el dominio del instinto
quedaría informe y sin vida. Donde no hay amor de Dios, reina la
concupiscencia”. Por otra parte, para realizarla es indispensable la disciplina
y el control de sí mismo.
Parece que es
este aspecto de disciplina, dominio y control el que se impone en la concepción
de la castidad vigente durante siglos en la vida cristiana. Santo Tomás la
inserta en la virtud de la templanza, y la entiende como la virtud por medio de
la cual el hombre domina y regula el deseo sexual según las exigencias de la
razón. Según Santo Tomás, “la palabra castidad indica que la concupiscencia es castigada
mediante la razón, porque hay que dominarla igual que a un niño”; y la
describe como “una virtud especial con una materia específica, es decir, los
deseos de deleite que se dan en lo venéreo”. Bajo su influjo, los manuales de
moral la presentan de una manera reductiva y negativa, dando la impresión de
que consiste simplemente en renuncia y represión, describiéndola como la virtud
que regula la concupiscencia de los deleites venéreos. Desde esta perspectiva,
en la vida cristiana, a veces, se la ha identificado con continencia,
abstención y represión de la sexualidad. Esto ha influido negativamente en la
catequesis y en la educación y ha llevado también a un largo silencio en la
proclamación de su valor.
Todavía hoy
hay que realizar un esfuerzo por superar estas concepciones que carecen de
sentido, y por llegar a situar la virtud de la castidad en el lugar que le corresponde.
Es una tarea emprendida por el reciente magisterio eclesial: “Es importante que
todos tengan un elevado concepto de la virtud de la castidad, de su belleza y
de su fuerza de irradiación. Es una virtud que hace honor al ser humano y que
le capacita para un amor verdadero, desinteresado, generoso y respetuoso de los
demás” (PH 12).
La reflexión
teológica actual insiste en que la castidad no se encamina tan sólo a evitar
faltas; “se orienta a la consecución de metas más elevadas y positivas. Es una
virtud que afecta a toda la personalidad” (PH 11). En efecto, la castidad
capacita a la persona para transformar la potencia de la sexualidad en una
fuerza integradora y creadora. Facilita la propia realización como hombre y
mujer. Fomenta la integración personal en la comunidad humana. Hace posible el
desarrollo intrapersonal e interpersonal. La represión de estas posibilidades
constituye una desviación de esta virtud, del mismo modo que la búsqueda
incontrolada del placer como finalidad última de la vida. La concepción que se
abre camino ve en la castidad, “la capacidad de orientar el instinto sexual al
servicio del amor, de integrarlo y armonizarlo en el desarrollo de la persona”
(OE 18).
Según el
Catecismo de la Iglesia Católica, “la castidad significa la integración lograda
de la sexualidad en la persona... La sexualidad se hace personal y
verdaderamente humana cuando está integrada en la relación de persona a
persona, en el don mutuo total y temporalmente ilimitado del hombre y de la
mujer. La virtud de la castidad, por tanto, entraña la integridad de la persona
y la integralidad del don” (n. 2337). Desde esta perspectiva hay que afirmar
que para que el valor de la sexualidad alcance su plena realización “es del
todo irrenunciable la educación para la castidad como virtud que desarrolla la
auténtica madurez de la persona y la hace capaz de respetar y promover el
significado esponsal del cuerpo” (FC 37).
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