lunes, 29 de junio de 2015

PROBLEMAS ÉTICOS PRINCIPALES Y MODELOS DE SOLUCIONES

La complejidad propia del ethos, determina un gran número de problemas. Buena parte de la reflexión ética (o sea de la “tematización” del ethos) consiste en la problematización: hay que descubrirlos y hay que hallarles, planteamientos claros y correctos, indispensables para orientar las investigaciones. Ante todo, hay que distinguir las preguntas éticas de las preguntas de otro tipo.
Esas preguntas y los problemas que ellas implican, constituyen los “temas” de los que se ocupa la ética como disciplina filosófica. El planteamiento critico de los problemas exige que éstos no se determinen a través de soluciones previas, o prefiguradas. Antes de “investigar” y sobre todo antes de “teorizar”, es necesario haber comprendido en qué consiste cada problema. El problema es lo primero; los intentos de solución, las propuestas teóricas, tienen que venir después.
Con respecto a la clasificación de los diversos problemas éticos, hay muchos y distintos criterios. Se intentara presentar de modo esquemático y tentativo una clasificación basada en diversos criterios, con especial atención en la ética normativa.
Un problema y especialmente un problema ético, es comprendido cabalmente solo cuando se ha percibido, en toda su intensidad, la exigencia racional de hallarle alguna solución satisfactoria, y a la vez, la dificultad intrínseca del problema como tal, la “resistencia” del mismo a ser resuelto, la falta de adecuación a los moldes racionales que uno trata de imponerle.
A menudo se intenta buscar las vinculaciones que existen entre todos los problemas éticos y llegar así a formular alguno que los abarque, o al menos los represente a todos.
Aquí se enumeran algunos problemas importantes:
1.      Problema de la naturaleza del pensamiento practico: ¿hay realmente un conocimiento práctico y, como se lo distingue del teórico? Es una pregunta que puede plantearse con intenciones epistemológicas o con intenciones éticas, y cuando se trata de lo último, puede desenvolverse en el nivel ético-normativo.
2.      Problema del obrar racional: lo que aquí se indaga es cuando y como la razón determina formas de acción moral, e incluso si solo la razón puede dar lugar a una acción semejante.
3.      Problema de la consistencia en la acción y en el pensamiento moral: se relaciona con los problemas anteriores, y ha conducido al desarrollo de una lógica de las proposiciones normativas, es decir, de una lógica deóntica.
4.      Problema del conflicto moral: la cuestión del conflicto moral, que no se reduce a la de su porqué, representa una especie de núcleo del que derivan todas las cuestiones éticas.
5.      Problema de la noción de “regla”: Williams se restringe al “porqué” de la importancia de esa noción en ciertas “partes” de la moralidad.
6.      Problema de la distinción entre “moral” y “no moral”.
Es de por si un problema el de los criterios según los cuales pueden clasificarse los problemas éticos y determinarse el grado de importancia de cada uno de ellos. Los diversos problemas se vinculan entre sí, porque sus planteamientos presentan conceptos comunes y porque a menudo unos quedan subsumidos en otros. Se distinguen por su importancia pero asimismo por su mayor o menor generalidad.
Aranguren escribe: “El sentido de la vida y lo que, a través de la existencia hemos hecho y estamos haciendo de nosotros mismos, y no solo cada uno en sí, sino también de los otros, porque somos corresponsables del ser moral y el destino de los demás: he aquí el tema verdadero, unitario y total de la ética”.
La complejidad del ethos hace que la ética sea particularmente difícil, y esa dificultad comienza ya cuando se trata de distinguir sus problemas específicos.
PROBLEMAS DE LA ÉTICA NORMATIVA
Lo que la ética normativa hace, es aplicar la razón de una manera reflexiva, endógena, al fenómeno moral. Y la razón exige, ante todo, saber “por qué”. Frente a esa pregunta la primera opción se da en el nivel metaético: la afirmación de que hay alguna respuesta posible, o la de que no la hay. Solo en el primer caso, la reflexión ético-normativa puede tener lugar. En el segundo se reducirá a la proyección de lo acotado en el otro nivel.
Si se parte de la afirmación de que la fundamentación es posible, entonces la reflexión ético-normativa tiene que desarrollar una fundamentación, que seguramente será de alguno de estos dos tipos:
1.- Fundamentación deontológica:
·         El porqué está en un principio moral básico
·         También se plantea como “ética de la convicción” (o de la “intención”). Ejemplos: la ética de Kant, la ética cristiana
2.- Fundamentación teleológica (o consecuencialista):
·         El porqué depende de las consecuencias
·         También se plantea como “ética de la responsabilidad”. El ejemplo clásico es la ética del utilitarismo (en sus dos formas, utilitarismo del acto y utilitarismo de la regla).
La fundamentación “deontológica” es el desarrollo sistemático de una actitud que, a grandes rasgos, suele darse también en el nivel de la “reflexión moral”, a saber, la actitud de quien dice, o piensa o siente que tal o cual línea de acción ha de seguirse “por cuestión de principios”. Al margen de que se indique o no cuáles son esos principios, ello puede (y suele) sostenerse sin pretensiones estrictamente filosóficas. Es una actitud moral basada en la convicción de que el único criterio valido para el obrar moral se encuentra en la dignidad humana y en la justicia. Ser “inmoral” resulta casi equivalente a ser “injusto”. Importa saber que se ha obrado con justicia y “con buena intención”, al margen de las consecuencias efectivas que se deriven de ese obrar. Cuando la ética filosófica asume esa actitud, tiene que proporcionar  argumentos que justifiquen la prevalencia de las intenciones por encima de los efectos; tiene que mostrar esos “principios” y demostrar que son validos. La asunción del criterio “deontológico” tiñe prácticamente todos los detalles de una teoría ética, como ocurre en el paradigmático caso de la ética del “imperativo categórico” de Kant. Ahí el carácter moral de una acción está determinado por la posibilidad de que la norma a la que esa acción responde se convierta en ley universal. De Kant deriva una larga línea de teorías éticas deontológicas, distintas entre sí, pero que comparten la idea de que las normas morales son validas si son “justas”, con independencia de las consecuencias que pueda acarrear su observancia.
La fundamentación “teleológica” o “consecuencialista” representa también el desarrollo sistemático de un tipo de actitud moral, consistente en otorgar mayor importancia a las consecuencias (efectivas o previsibles) que a los “principios”. Estos son “respetables” solo en la medida en que su respeto u observancia no acarree “malas consecuencias”. Se suele recurrir también a un peculiar “principio” como lo es el “principio de utilidad”. El utilitarismo, cuyos representantes principales son Bentham y Stuart Mill, ha sido y sigue siendo una de las doctrinas éticas principales. Los actos morales, según el principio de utilidad, son aquellos que proporcionan la mayor cantidad posible de felicidad a la mayor cantidad posible de seres humanos, entendiendo a su vez por “felicidad” la maximización de placer y la minimización de dolor. Esto constituye una socialización  del hedonismo, defendido ya desde la antigüedad por Aristipo y Epicuro, quienes habían concebido formas de hedonismo egoísta. Desde Epicuro el hedonismo ha estado ligado a la idea de “calculo” moral, que será ampliamente desarrollada por Bentham a fines del siglo XVIII. Mill discrepa con Bentham en dos puntos principales: 1) no cree que baste el aspecto cuantitativo (hay cualidades de placer), y 2) cree que debe considerarse especialmente la relación entre la utilidad y la justicia. Esto último implica el intento de dar respuesta a una objeción dirigida al utilitarismo, la de que si la moralidad de una acción se evalúa solo por sus consecuencias, podría llegar a considerarse “moral” a un acto “injusto” siempre que las consecuencias del mismo trajeran una mayor felicidad. Mill responde que la justicia tiene que ver con las necesidades morales “superiores”, y que, en definitiva, el respeto de las reglas de justicia promueve la felicidad publica mas que la violación de las mismas. Esta idea anticipa lo que se conoce como “utilitarismo de la regla”. A diferencia del “utilitarismo del acto”, que solo hace cálculos de las posibles consecuencias de una acción determinada, el de la “regla” toma en cuenta las consecuencias que, a largo plazo, se derivan del prestigio o desprestigio de las reglas según las cuales se efectúan las acciones.
El deontologismo y el consecuencialismo, suelen formularse también como “ética de la convicción” y “ética de la responsabilidad” respectivamente. Según Max Weber, las dos posiciones son irreconciliables. La ética de la convicción dice, es propia de Kant, pero también del Sermón de la Montaña, cuando dice que “no hay que resistir el mal con la fuerza”. La ética de la responsabilidad en cambio, propone asumir la responsabilidad hacia el futuro, y es sostiene Weber, la única que cabe al político profesional. Esa “responsabilidad” incluye la necesidad de resistir el mal con la fuerza, para evitar que el mal triunfe.
Evocando una visión hegeliana, Spaemann hace la siguiente reflexión:
“La alternativa ética de la responsabilidad-ética de la convicción, lo mismo que la alternativa deontología-utilitarismo, contribuye más bien a oscurecer las cosas de que se está tratando. A su vista se acuerda uno de las palabras de Hegel; “el principio que lleva a despreciar las consecuencias de los actos y el que conduce a juzgarlos por sus consecuencias, convirtiéndolas en norma de lo bueno y de lo malo, son, por igual, principios abstractos”.
Según otro criterio puede hablarse de:
1.- Fundamentación empírica evolucionista
·         Por ejemplo, ética utilitarista, ética evolucionista

2.- Fundamentación trascendental
·         Por ejemplo, la ética discursiva de Apel.

Quienes se empeñan en una fundamentación empírica, argumentan que la ética no puede divorciarse de la experiencia. Esta indica para los utilitaristas, que todos los seres humanos buscan la felicidad, hecho del cual hay que inferir la validez del principio de utilidad. También los representantes de la ética evolucionista, refieren la fundamentación ética a la experiencia.
Se han dado en la historia de la ética intentos de fundamentación transempírica, que proponen principios metafísicos o teológicos.
Puede decirse que a partir de Kant, ha quedado en claro la independencia de la ética con respecto a la metafísica. La fundamentación teológica es una forma de recurso a la autoridad, una manera de esquivar el difícil problema de la fundamentación. No es que la fundamentación ética implique ateísmo, sino que el recurso a los mandamientos divinos deja abierta la pregunta de por qué “deben” cumplirse tales mandamientos, que es lo que interesa en una fundamentación.
La fundamentación trascendental sin acudir a recursos metafísicos comprende que la experiencia resulta insuficiente, y se apoya en lo que constituye las condiciones  de posibilidad de la experiencia.
En la cuestión de la fundamentación hay tres problemas generales: su sentido, su posibilidad y su método. Ninguno de ellos es estrictamente ético-normativo; pero la ética normativa es la que se ocupa de elaborar fundamentaciones con sentido, que sean posibles y en las que se emplee un método determinado (o varios que sean compatibles entre sí).
Las negaciones de la posibilidad de fundamentación, escapan al ámbito de la ética normativa, pero pueden clasificarse como sigue:
1.        Relativismo moral:        Confusión de “vigencia” con “validez”
Ejemplos: la mayorías de los sofistas griegos
Historicismo, psicologismo, sociologismo, etc.
2.        Escepticismo moral:     Dos formas: negación de la “vigencia” o negación de la “validez”.
Ejemplos: algunos escépticos antiguos y modernos
Feyerabend, postmodernos, etc.
3.        Falibilismo moral:         Concepción de una “validez” “provisoria”
            Ejemplos: “moral provisional” (Descartes), racionalismo critico (H. Albert).

El relativismo moral se remonta a los sofistas. Ellos vienen a denunciar que las normas provienen de las convenciones humanas.
Protágoras lo expresa en la formula según la cual “el hombre es la medida de todas las cosas”. En lo moral esto implica, que el “bien” o la “virtud” dependen de quien juzgue, y de donde y cuando lo haga. Hippias, sostiene la prioridad de la “naturaleza” sobre la “convención”. El verdadero peligro del relativismo se ve en sofistas como Calicles y Trasímaco, defensores del “derecho de la fuerza”. Esta derivación más que un relativismo representa la pretensión acrítica de imponer un fundamento arbitrario. El relativismo moral es simplemente una confusión de la vigencia fáctica con la validez: se cree que las normas son validas, es decir, que deben respetarse, donde y cuando efectivamente se las respeta. Lo que se llama “subjetivismo” puede considerarse como una especie del genero “relativismo”. El subjetivismo es un relativismo subjetivo, un relativismo que confunde la validez de los principios con las creencias personales del sujeto de la acción, en cuanto agente y juez de la misma. Semejante restricción de la validez hace del subjetivismo una especie de posición intermedia entre el relativismo y le escepticismo.
El escepticismo moral es una posición más radical que el relativismo. También se dio ya entre los griegos, y a partir de los sofistas. Las formas del escepticismo moral pueden reducirse a dos: la negación de la vigencia y la negación de la validez. Nietzsche decía que hay dos especies de “negadores de la moralidad”: los que niegan que los hombres obren realmente por motivos morales, y los que niegan que los juicios morales se apoyen en verdades. A diferencia de los relativistas, los escépticos pueden y suelen ser conscientes de que la validez no coincide con la vigencia.
El falibilismo moral tiene su primera expresión sistemática en el Discurso del método de Descartes, cuando se refiere a una “moral provisional”, con algunas normas que pueden ser observadas mientras se esté buscando, en las cuestiones metafísicas, una evidencia absoluta. Si se piensa que la fundamentación ética es necesaria para la acción, pero depende de una evidencia metafísica, y aun no se dispone de una evidencia semejante, entonces no queda otra alternativa que la de recurrir a fundamentos éticos provisionales, y por tanto, falibles. Este recurso puede servir también cuando se piensa que la razón no busca evidencias, sino refutación de hipótesis. Es lo que sostiene el “racionalismo crítico” encabezado por Popper: la razón misma es “falible”, y lo es tanto en lo teórico como en lo práctico. Por eso Albert se ha opuesto a la “fundamentación última” de las normas morales que propone Apel, sosteniendo que todo intento semejante desemboca en un triple callejón sin salida, al que denomina “trilema de Münchhausen”: la necesidad de optar por un regreso infinito, un circulo lógico o una interrupción arbitraria de la exigencia de fundamentación al llegar a un determinado punto (dogmatización). Podría decirse que hay grados de falibilismo: toda posición no dogmatica tiene que admitir la posibilidad del error en muchas de sus propias proposiciones. Pero precisamente en esa afirmación ya no puede admitir la posibilidad de error no puede ser “falible” la afirmación de que hay proposiciones falibles. Un falibilismo irrestricto se autocontradice, se destruye a sí mismo.
Otro problema ético-normativo es el del “origen” de lo moral. ¿De dónde salen los principios morales?, ¿donde residen? Las respuestas clásicas son dos:
1.        Heteronomismo:
Los principios provienen de una autoridad (por ejemplo ética, religiosa); o de la vida (ética evolucionista, ética de la filosofía de la vida, etc.), o de la sociedad, etc.

2.        Autonomismo:
Los principios morales provienen del propio agente moral, del “sujeto” de la acción moral (“autonomía” = darse a sí mismo la ley). Ejemplo: ética de Kant.
Los esencial de las posiciones heteronomistas o autonomistas esta, respectivamente, en la creencia de que el agente encuentra fuera de sí mismo, o en sí mismo, los elementos que legitiman su acción, es decir, que le dan carácter de acción moral. No se trata de buscar la ley, ni de mostrarla, ni de demostrarla, sino de remitirla a una instancia exterior, o de asumirla como propia. Los heteronomistas piensan que la moral, para ser efectiva, necesita un fundamento fuera de la voluntad: la moralidad misma es concebida como una especie de adecuación entre la voluntad y la ley; por tanto, la ley no puede originarse en la voluntad, pues, si así fuera, la voluntad se regiría automática y constantemente por esa ley, y no habría criterio para distinguir lo moral de lo inmoral. Los autonomistas contestan que, por el contrario, una voluntad sometida a una ley ajena a ella misma no sería una voluntad libre, y precisamente la libertad de la voluntad es el presupuesto básico de la moralidad. La inmoralidad es una especie de renuncia a la propia libertad. Mientras el heteronomismo sostiene que lo moral no puede consistir en que el agente “haga lo que quiere”, el autonomismo nos recuerda que el agente es un ser racional, y que su voluntad es la de un ser racional, y que por tanto, la acción moral es aquella que el agente efectúa cuando realmente “hace lo que quiere”.
El problema de la aplicabilidad de las normas incumbe también a la reflexión ético-normativa. La pregunta es: suponiendo que hay normas efectivamente aplicables, ¿en qué extensión lo son? ¿pueden (o tienen que) aplicarse siempre?. Las respuestas son:
1.         Casuismo:
Si las normas son validas, tiene que (o pueden) aplicarse a particular. Los hechos morales, aunque difieran entre sí, son de posible aplicación. El código moral tiene que prever, de alguna manera, todos los casos posibles. Ejemplo: estoicos en general escolásticos, ética jesuítica.
2.        Situacionismo:

Las situaciones son siempre distintas, de modo que no puede haber normas validas para todas. Las normas solo proporcionan una orientación prima facie. Ejemplos: algunos estoicos. Kierkegaard, Grisebach, filosofía de la existencia (Sartre).
La casuística moral presupone que las normas legitimadas tienen que poder aplicarse en toda circunstancia. En ella se supone que un código moral como el de la ley mosaica, por ejemplo, tiene validez absoluta precisamente porque sus preceptos pueden aplicarse en todos los casos. El casuismo es la exageración de esto mismo, hasta el punto de perder de vista la estructura conflictiva de los fenómenos morales. Por eso se oponen a esta concepción las teorías éticas que ostentan una clara conciencia de dicha estructura. Decía Dewey, la ética no puede presentar un cuadro de mandamientos en un catecismo en el que las respuestas sean tan definidas como las preguntas que se hacen. Puede hacer más inteligente la elección personal, pero no puede tomar el lugar de la decisión personal a que debe llegarse en todo caso de perplejidad. El intento de fijar conclusiones preestablecidas contradice la naturaleza misma de la moralidad reflexiva.
La ética filosófica no es casuística, y jamás le es lícito convertirse en algo semejante, con ello eliminaría en el hombre aquello que debería despertar y educar: lo creador, lo espontaneo, el íntimo contacto viviente del hombre con lo que debe ser, con lo valioso en sí.
¿Qué pasa con el situacionismo? ¿Puede la ética de la situación resolver el problema de la aplicabilidad? El argumento predilecto de la “ética de la situación” es el de que cada situación es única, inédita, irrepetible, incomparable con otras, y por tanto ninguna norma puede prever todas las situaciones. Las normas no resultan aplicables, y por tanto no se puede concebir lo moral por referencia a la observancia de ellas. Los actos morales provienen de alguna otra instancia, como puede ser la “voz de la conciencia”, la intuición, la inspiración divina, la firmeza puesta en la decisión, etc. Los existencialistas destacan la libertad inherente a la existencia, convirtiendo a esta en una praxis moral. Entre la filosofía de la existencia y la ética de la situación hay un paralelismo: el existencialismo rechaza una esencia anterior a la existencia; no hay mas esencia que la esencia concreta conquistada por cada libertad existencial, existiendo. Análogamente, la ética de la situación rechaza una norma anterior a la situación: no hay mas norma que la norma concreta hallada desde dentro de cada situación única viviéndola.
Para Sartre, una acción es moral si deriva de una elección libremente asumida. Ninguna moral puede dictarle a alguien lo que debe hacer ante un conflicto.
Decía Grisebach, cada ser humano concreto se encuentra siempre ante su presente concreto, en el que tiene que tomar una decisión concreta, para lo cual no hay ni puede haber formulas generales. Grisebach, llamaba “critica” a su ética situacional, e impugnaba como “dogmáticas” a todas las teorías éticas que desconocen esa inevitable sujeción al “presente”.
Lo que en definitiva se revela en la contraposición entre el casuismo y el situacionismo, es una estructura conflictiva del Ethos: la tensión permanente entre lo universal y lo particular, tensión que juega un papel central en la cuestión de la aplicabilidad. Parece tan unilateral pretender que las normas se puedan aplicar siempre como pretender que no pueden aplicarse nunca.
Con el problema anterior, se relaciona estrechamente el de la “rigurosidad” de las normas morales: si las normas son validas, ¿hay que cumplirlas estrictamente o existen ciertos márgenes de flexibilidad? Se puede responder esto desde las siguientes posiciones:
1.       Rigorismo:
En la moral no puede haber términos medios, ni indiferencia, ni “mezclas” de cumplimiento e incumplimiento. Tanto los actos como las personas son “buenos” o son “malos”, según cumplan o no con las normas. Ejemplos: estoicos, Kant, ética “pietista” (que influyo decisivamente en Kant)

2.      Latitudinarismo:
De latitud o “amplitud”
Hay que cumplir las normas, pero entendiendo que ellas son flexibles. Tolerancia con los casos de incumplimiento. Ejemplos: algunos teólogos anglicanos, platonistas de Cambridge.
Hay dos formas:
a)      Indiferentismo (algunas acciones son indiferentes)
b)      Sincretismo (algunas acciones son a la vez “buenas” y “malas”).
El concepto de moralidad tiene que ir ligado a cierto grado de disciplina. La legitimación de normas significa admitir que ellas al menos deberían ser tomadas en serio, y tomarlas en serio significa admitir que se las debe observar o cumplir. Un incumplimiento reiterado, rutinario, la falta de seriedad frente a lo normativo, produce inevitablemente el desprestigio de las normas y la disolución de su legitimidad. El rigorismo es, la comprensión de que la validez tiene que traducirse en vigencia.
Sin embargo, la vida moral es lo suficientemente compleja como para determinar la necesidad de algunas excepciones, sobre todo por el hecho de que esa complejidad se expresa frecuentemente en forma de conflictos entre normas. A menudo el cumplimiento de una norma solo puede hacerse a costa de la violación de otra. El rigorismo ético es ciego frente a la conflictividad. Kant admite conflictos entre deberes e inclinaciones, pero no conflictos entre un deber y otro deber.
No obstante, es peligrosa cualquier exageración de la amplitud. Donde se pierde todo rigor, impera la relajación de la moral, y se justifica entonces la asunción de actitudes como la representada por el “escepticismo de la vigencia”. El problema de la rigurosidad de las normas reside en la dificultad de hallar criterios o patrones de medida, según los cuales, determinar el grado de rigurosidad que cabe asignar a las exigencias contenidas en las diversas normas.
El problema de la esencia de lo moral corresponde a la ética normativa cuando se lo plantea aproximadamente en estos términos: ¿Qué es lo que determina el carácter moral de un acto? ¿el contenido o la forma? ¿el que se hace o el cómo se lo hace? Según se conciba la respuesta tendremos:
1.       Éticas “materiales”
a)      Empíricas:
-          De “bienes”: hedonismo, eudemonismo, utilitarismo, etc.
-          De “fines”: evolucionismo, perfeccionismo, etc.
b)     A priori:
-          “ética material de los valores”

2.      Formalismo ético:
a)      Ética kantiana
b)      Sartre
c)      Ética discursiva
La diferencia entre teorías materiales y formales debe entenderse en el sentido de que ellas asignan, respectivamente, una mayor relevancia a los contenidos o a las formas de la acción para determinar el carácter moral de esta última.
Las éticas de bienes se caracterizan por sostener que existe un determinado “bien” (placer, felicidad, etc.) que permite reconocer los actos como morales según su adecuación para obtenerlo. Son éticas ligadas a propuestas teleológicas de fundamentación, y coinciden con las llamadas éticas de fines.
Aristóteles sostiene, basándose en el consenso general, que ese “bien” (o fin, telos) es la felicidad (endemonia). Aristóteles empleando una argumentación que le permite desechar las propuestas inadecuadas (como el placer, que también es perseguido por los animales; o la riqueza, que es un medio y no un fin; el honor, que esta mas en quien lo da que en quien lo recibe), dirá que la felicidad, en cuanto meta de la actividad propia del hombre, no puede ser otra cosa. Además del eudemonismo, hay otras éticas de bienes, como el hedonismo (de hedoné = placer), representado en la antigüedad primero por los cirenaicos (de la escuela de Cirene), y más tarde por los epicúreos (seguidores de Epicuro). En ninguno de esos pensadores se recomienda el desenfreno, sino las formas de vida que proporcionen serenidad. Lo que sobre todo importa es vivir de tal manera que se evite o minimice el dolor.
El utilitarismo representa una socialización del hedonismo, ya que el carácter moral es referido a la posibilidad de que el bien alcanza a la mayoría. En un sentido algo distinto suele hablarse también de ética de fines, para designar teorías que interpretan el carácter moral de una acción como lo que en ésta contribuye de alguna manera al mejoramiento de la humanidad, ya sea en relación con la evolución biológica o con algún determinado criterio de perfección. La ética cristiana, en cuanto ética orientada en la idea de una felicidad o beatitud (bienaventuranza eterna) representa un tipo peculiar de eudemonismo. Dicha bienaventuranza se concibe como un premio a que se hace acreedora, después de la existencia terrena, un alma orientada en el amor al prójimo durante dicha existencia. Para Hartmann, la estructura básica de la ética cristiana es, al margen de la tendencia ético-social del cristianismo primitivo, un eudemonismo individual. El individuo no tiene que procurar la salvación del alma del prójimo, sino en primer lugar la propia. El hombre al preocuparse por el prójimo se preocupa a la vez por la salvación de su propia alma. El altruismo del más acá es a la vez un egoísmo del mas allá. Este es el punto en el que el cristiano tiene que ser necesariamente egoísta y eudemonista, a causa de su metafísica religiosa del más allá.
La ética material de los valores, que en el caso de Scheler (no así de Hartmann) está ligada a una concepción cristiana, reconociendo como valores supremos a los valores de lo sagrado, se desarrolla sobre la base del supuesto de que Kant ha superado ya toda ética del éxito y por tanto, toda forma de teoría ético-normativa que vincule la moralidad con premios y/o castigos.
La ética propuesta por Scheler está pensada por él como una ética material, pero cuyo contenido no es un bien determinado, sino los valores que, en todo caso, sirven de fundamento a los bienes. La ética material de los valores representa la más sistemática aplicación del método fenomenológico a la ética. En ella se intenta describir todas las relaciones dadas entre esas “esencias” que son los valores, los cuales se aprehenden intuitivamente, en ciertos actos emocionales intencionales como el “sentir”, el “preferir” o el “amar”. Los valores y tales interrelaciones constituyen, el contenido de lo moral: los valores morales (que son valores de las personas y de sus conductas respectivas), o sea, los valores de lo bueno, se dan, según Scheler, en la coincidencia del valor intentado con el valor preferido. Una de las relaciones más importantes entre los valores es la de la jerarquía. Preferir un determinado valor (extramoral) a otro valor (extramoral)  equivale a captar su altura jerárquica, o sea, a aprehender el hecho (fenomenológico) de que aquel es superior a este. Intentar un valor (extramoral), equivale a  apuntar, volitivamente, a la realización de ese valor. Con independencia de que tal realización se logre, si el valor al que se apunta es el mismo que se ha preferido (captado como superior), entonces se da a espaldas del acto volitivo correspondiente, el valor moral.
El formalismo ético, en cambio, desvincula el carácter moral de todo contenido. Para Kant, dicho carácter depende de que la máxima por la que se decide efectuar un determinado acto pueda ser universalizada sin contradicción. Para Sartre, depende de que el agente asuma su propia elección. Para Apel, de que sea posible el consenso de todos los afectados. En ninguno de estos ejemplos se atiende, para saber si un determinado acto es moral, al “qué” de ese acto, sino solo a su forma, a su “cómo”. Es claro para el formalismo ético, que un acto moral siempre tiene un determinado contenido: el agente hace “algo”. Desde el punto de vista formal, no es ese “algo” lo que determina la moralidad de dicho acto, o por lo menos, ese “algo” reviste siempre una relevancia moral mucho menor que la que corresponde a la forma.
Ciertos problemas de índole metafísica, están muy vinculados a la ética normativa. Kant hablaba de problemas que la razón no puede resolver, pero que no pueden dejar de plantearse. El de la libertad es uno de ellos. Si no se supone la libertad del agente moral, no puede atribuírsele a éste responsabilidad por sus actos. Y si no puede atribuírsele responsabilidad (o imputabilidad), ya no puede considerárselo agente moral. Ni siquiera podría considerárselo agente, ya que, si sus actos no fueran libres, no dependerían de su voluntad. No habría agentes sino autómatas, o marionetas, movidas por alguna fuerza que les es extraña y que no pueden resistir.
El problema de la libertad se plantea a menudo en conexión con el del carácter necesario de las leyes de la naturaleza, y particularmente el de la ley de causalidad.
Parecería que si todo fenómeno tiene su causa fuera de él, entonces nada puede iniciar una serie causal, y la libertad resulta imposible. Por un lado tendemos al determinismo, afirmación de que en la naturaleza todo está determinado, y que nada puede modificarse: todo es, fue y será como tiene que ser, como desde el principio de los tiempos tenía que ser. Por otro lado, tendemos a afirmar nuestra condición de seres libres, es decir, nuestra capacidad de modificar de alguna manera el curso de los acontecimientos, y así nos sentimos atraídos por el indeterminismo, afirmación de que no todo es necesario en el Universo, de que también hay indeterminación, contingencia.
Desde la antigüedad se ha buscado alguna manera de conciliar esas dos evidencias que parecen estar en contradicción. Los estoicos, que eran decididos deterministas concibieron una conciliación entre la necesidad y la libertad: esta última fue pensada como conciencia de la necesidad. Kant intento otro tipo de conciliación. La filosofía de Kant es impensable sin causalidad, pero es también impensable sin libertad. La propuesta de Kant viene a decir, que mientras la causalidad es la legalidad propia del mundo fenoménico, la libertad es la legalidad propia del mundo inteligible (nouménico). El hombre como ciudadano de dos mundos, participa de ambas legalidades, y su acción puede derivarse de cualquiera de ellas, pero solo podrá considerarse moral si ocurre según la libertad. Esta no es demostrable, pero tiene que ser postulada por la razón práctica, pues sin ella no sería posible la ley moral. Parecería que un planteamiento correcto del problema de la libertad tiene que hacerse desvinculándolo de las cuestiones de la física. De todos modos, cualquier derivación del problema de la libertad a ese contexto de las interpretaciones físicas desconoce el aporte decisivo de Kant, consistente en su enfatización de la indemostrabilidad de la libertad. El principal error pre y postkantiano se encuentra, como sostenía Hartmann, en ver el determinismo como una coacción de la libertad moral, en lugar de advertir que los procesos causales no excluyen necesariamente la irrupción de un determinante ajeno a ellos. La libertad no es indeterminación, sino una determinación sui generis, un plus de determinación; la libertad representa la introducción de un nexo teleológico en un universo caracterizado por la determinación meramente causal.
En consonancia con la complejidad del ethos, la libertad es un concepto muy complejo y por ello entraña uno de los problemas más difíciles de la filosofía.
Otro problema ético-metafísico se deriva de las dicotomías del ethos: la dicotomía ontodeóntica plantea la cuestión de hasta qué punto coinciden de hecho el “ser” y el “deber ser” (o el hecho y el valor). La dicotomía axiológica, a su vez, hace que existan dos interpretaciones generales contrapuestas de aquella coincidencia: el “optimismo” (que tiende a ver una gran coincidencia, o que, por lo menos, cree que es una coincidencia progresiva), y el “pesimismo” (que tiende a ver una mutua exclusión entre esos ámbitos o, al menos, una separación progresiva). Se pueden llamar optimistas a los estoicos, a Leibniz, a las filosofías dialécticas. Pesimistas hubo desde la antigüedad (como el cirenaico Heguesias) y sobre todo en el siglo XIX (Schopenhauer, Bahnsen, Deussen, Mainländer, o poetas como Byron y Leopardi, etc.)
Optimismo y pesimismo tienen que ver con maneras de valorar, y a menudo responden a específicos “temples de ánimo”. Windelband sostenía que optimismo y pesimismo no son sino ciertas disposiciones psíquicas, producidas por cualquier sentimiento, que luego imprimen fácilmente su sello a todas las nuevas vivencias. Estos estados de ánimo, que en un principio tiene de por si un carácter transitorio, pueden mostrarse más o menos tenaces por razones temperamento o de experiencia personal y siempre a consecuencia de ciertos hechos y tendencias exclusivamente psicológicos, de tal modo que se manifieste una determinada inclinación del individuo a ver las cosas de un modo optimista o pesimista.
Para un optimismo extremo (como el de los estoicos), todo lo que es debe ser, y todo lo que debe ser, es, o al menos llega a ser. Un pesimismo extremo (del tipo de Bahnsen o de Rensi) sostendrá que nada de lo que es debe ser y nada de lo que debería ser es. Formas más mesuradas de optimismo y pesimismo vienen a sostener, respectivamente, que la coincidencia entre ambas esferas es mayor o menor que lo que entre ellas no coincide, o bien que aquella coincidencia tiende a aumentar o a disminuir respectivamente.
Tanto el optimismo como el pesimismo suelen referirse sobre todo a las expectativas frente al futuro: el primero expresa la esperanza de que todo mejore, mientras que el segundo renuncia a tal esperanza y representa la sospecha (cuando no da convicción) de que todo habrá de empeorar.
El optimismo y el pesimismo, en cuanto actitudes morales, interesan a la ética normativa, así como el problema de la contraposición entre ellas. Es posible, desarrollar teorías ético-normativas optimistas o pesimistas, pero estas serán criticas o dogmaticas según tengan o no en cuenta el hecho de que derivan de actitudes morales. En su referencia al futuro, tales actitudes son formas de apuesta.
De modo semejante a lo que ocurre con la libertad, la ética normativa se ve, en lo que ella puede tematizar a partir de actitudes como el optimismo o el pesimismo, siempre envuelta en tamizaciones metafísicas, psicológicas, políticas, etc., y la ambigüedad resulta difícil de evitar. Tal dificultad no es una imposibilidad, y también en este caso el trabajo racional, sistemático, de la ética normativa será tanto más productivo cuanto mayor sea la univocidad que se logre.

La escisión de las respuestas clásicas, para cada cuestión, en nuevas dicotomías, o posiciones opuestas, no habla en contra de la ética normativa, ni la relativiza, sino que más bien sugiere que el camino verdaderamente crítico en ese nivel de reflexión tiene que ir en busca de síntesis o conciliaciones.  Las posiciones extremas siempre indican unilateralidad. Lo característico del ethos es su estructura conflictiva. Esta explica la constante posibilidad de interpretaciones contrapuestas y muestra porque es necesaria la aplicación del método dialectico, cuidando a la vez, que este no determine nuevas concepciones unilaterales.

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