La complejidad
propia del ethos, determina un gran
número de problemas. Buena parte de la reflexión ética (o sea de la
“tematización” del ethos) consiste en
la problematización: hay que descubrirlos y hay que hallarles, planteamientos
claros y correctos, indispensables para orientar las investigaciones. Ante
todo, hay que distinguir las preguntas éticas de las preguntas de otro tipo.
Esas preguntas y
los problemas que ellas implican, constituyen los “temas” de los que se ocupa
la ética como disciplina filosófica. El planteamiento critico de los problemas
exige que éstos no se determinen a través de soluciones previas, o
prefiguradas. Antes de “investigar” y sobre todo antes de “teorizar”, es
necesario haber comprendido en qué consiste cada problema. El problema es lo
primero; los intentos de solución, las propuestas teóricas, tienen que venir
después.
Con respecto a la clasificación de los diversos problemas éticos, hay
muchos y distintos criterios. Se intentara presentar de modo esquemático y
tentativo una clasificación basada en diversos criterios, con especial atención
en la ética normativa.
Un problema y
especialmente un problema ético, es comprendido cabalmente solo cuando se ha
percibido, en toda su intensidad, la exigencia racional de hallarle alguna
solución satisfactoria, y a la vez, la dificultad intrínseca del problema como
tal, la “resistencia” del mismo a ser resuelto, la falta de adecuación a los
moldes racionales que uno trata de imponerle.
A menudo se intenta
buscar las vinculaciones que existen entre todos los problemas éticos y llegar
así a formular alguno que los abarque, o al menos los represente a todos.
Aquí se enumeran
algunos problemas importantes:
1.
Problema de la naturaleza del pensamiento practico: ¿hay
realmente un conocimiento práctico y, como se lo distingue del teórico? Es una
pregunta que puede plantearse con intenciones epistemológicas o con intenciones
éticas, y cuando se trata de lo último, puede desenvolverse en el nivel ético-normativo.
2.
Problema del obrar racional: lo que aquí se indaga es cuando y como la razón
determina formas de acción moral, e incluso si solo la razón puede dar lugar a
una acción semejante.
3.
Problema de la consistencia en la acción y en el
pensamiento moral: se relaciona con los problemas anteriores, y ha
conducido al desarrollo de una lógica de las proposiciones normativas, es
decir, de una lógica deóntica.
4.
Problema del conflicto moral: la cuestión del conflicto moral, que no se reduce
a la de su porqué, representa una especie de núcleo del que derivan todas las
cuestiones éticas.
5.
Problema de la noción de “regla”: Williams se
restringe al “porqué” de la importancia de esa noción en ciertas “partes” de la
moralidad.
6.
Problema de la distinción entre “moral” y “no moral”.
Es de por si un
problema el de los criterios según los cuales pueden clasificarse los problemas
éticos y determinarse el grado de importancia de cada uno de ellos. Los
diversos problemas se vinculan entre sí, porque sus planteamientos presentan
conceptos comunes y porque a menudo unos quedan subsumidos en otros. Se
distinguen por su importancia pero asimismo por su mayor o menor generalidad.
Aranguren escribe:
“El sentido de la vida y lo que, a través de la existencia hemos hecho y
estamos haciendo de nosotros mismos, y no solo cada uno en sí, sino también de
los otros, porque somos corresponsables del ser moral y el destino de los
demás: he aquí el tema verdadero, unitario y total de la ética”.
La complejidad del ethos hace que la ética sea particularmente
difícil, y esa dificultad comienza ya cuando se trata de distinguir sus
problemas específicos.
PROBLEMAS DE LA ÉTICA NORMATIVA
Lo que la ética
normativa hace, es aplicar la razón de una manera reflexiva, endógena, al
fenómeno moral. Y la razón exige, ante todo, saber “por qué”. Frente a esa
pregunta la primera opción se da en el nivel metaético: la afirmación de que
hay alguna respuesta posible, o la de que no la hay. Solo en el primer caso, la
reflexión ético-normativa puede tener lugar. En el segundo se reducirá a la
proyección de lo acotado en el otro nivel.
Si se parte de la
afirmación de que la fundamentación es posible, entonces la reflexión ético-normativa
tiene que desarrollar una fundamentación, que seguramente será de alguno de
estos dos tipos:
1.- Fundamentación
deontológica:
·
El porqué está en un principio
moral básico
·
También se plantea como “ética de
la convicción” (o de la “intención”). Ejemplos: la ética de Kant, la ética
cristiana
2.- Fundamentación
teleológica (o consecuencialista):
·
El porqué depende de las
consecuencias
·
También se plantea como “ética de
la responsabilidad”. El ejemplo clásico es la ética del utilitarismo (en sus
dos formas, utilitarismo del acto y utilitarismo de la regla).
La fundamentación
“deontológica” es el desarrollo sistemático de una actitud que, a grandes
rasgos, suele darse también en el nivel de la “reflexión moral”, a saber, la
actitud de quien dice, o piensa o siente que tal o cual línea de acción ha de
seguirse “por cuestión de principios”. Al margen de que se indique o no cuáles
son esos principios, ello puede (y suele) sostenerse sin pretensiones
estrictamente filosóficas. Es una actitud moral basada en la convicción de que
el único criterio valido para el obrar moral se encuentra en la dignidad humana
y en la justicia. Ser “inmoral” resulta casi equivalente a ser “injusto”.
Importa saber que se ha obrado con justicia y “con buena intención”, al margen
de las consecuencias efectivas que se deriven de ese obrar. Cuando la ética
filosófica asume esa actitud, tiene que proporcionar argumentos que justifiquen la prevalencia de
las intenciones por encima de los efectos; tiene que mostrar esos “principios”
y demostrar que son validos. La asunción del criterio “deontológico” tiñe
prácticamente todos los detalles de una teoría ética, como ocurre en el
paradigmático caso de la ética del “imperativo categórico” de Kant. Ahí el
carácter moral de una acción está determinado por la posibilidad de que la
norma a la que esa acción responde se convierta en ley universal. De Kant
deriva una larga línea de teorías éticas deontológicas, distintas entre sí,
pero que comparten la idea de que las normas morales son validas si son
“justas”, con independencia de las consecuencias que pueda acarrear su
observancia.
La fundamentación
“teleológica” o “consecuencialista” representa también el desarrollo sistemático
de un tipo de actitud moral, consistente en otorgar mayor importancia a las
consecuencias (efectivas o previsibles) que a los “principios”. Estos son “respetables”
solo en la medida en que su respeto u observancia no acarree “malas
consecuencias”. Se suele recurrir también a un peculiar “principio” como lo es
el “principio de utilidad”. El utilitarismo, cuyos representantes principales
son Bentham y Stuart Mill, ha sido y sigue siendo una de las doctrinas éticas
principales. Los actos morales, según el principio de utilidad, son aquellos
que proporcionan la mayor cantidad posible de felicidad a la mayor cantidad
posible de seres humanos, entendiendo a su vez por “felicidad” la maximización
de placer y la minimización de dolor. Esto constituye una socialización del hedonismo, defendido ya desde la antigüedad
por Aristipo y Epicuro, quienes habían concebido formas de hedonismo egoísta.
Desde Epicuro el hedonismo ha estado ligado a la idea de “calculo” moral, que
será ampliamente desarrollada por Bentham a fines del siglo XVIII. Mill
discrepa con Bentham en dos puntos principales: 1) no cree que baste el aspecto
cuantitativo (hay cualidades de placer), y 2) cree que debe considerarse
especialmente la relación entre la utilidad y la justicia. Esto último implica
el intento de dar respuesta a una objeción dirigida al utilitarismo, la de que
si la moralidad de una acción se evalúa solo por sus consecuencias, podría
llegar a considerarse “moral” a un acto “injusto” siempre que las consecuencias
del mismo trajeran una mayor felicidad. Mill responde que la justicia tiene que
ver con las necesidades morales “superiores”, y que, en definitiva, el respeto
de las reglas de justicia promueve la felicidad publica mas que la violación de
las mismas. Esta idea anticipa lo que se conoce como “utilitarismo de la
regla”. A diferencia del “utilitarismo del acto”, que solo hace cálculos de las
posibles consecuencias de una acción determinada, el de la “regla” toma en
cuenta las consecuencias que, a largo plazo, se derivan del prestigio o
desprestigio de las reglas según las cuales se efectúan las acciones.
El deontologismo y
el consecuencialismo, suelen formularse también como “ética de la convicción” y
“ética de la responsabilidad” respectivamente. Según Max Weber, las dos
posiciones son irreconciliables. La ética de la convicción dice, es propia de
Kant, pero también del Sermón de la Montaña, cuando dice que “no hay que
resistir el mal con la fuerza”. La ética de la responsabilidad en cambio,
propone asumir la responsabilidad hacia el futuro, y es sostiene Weber, la
única que cabe al político profesional. Esa “responsabilidad” incluye la
necesidad de resistir el mal con la fuerza, para evitar que el mal triunfe.
Evocando una visión
hegeliana, Spaemann hace la siguiente reflexión:
“La alternativa
ética de la responsabilidad-ética de la convicción, lo mismo que la alternativa
deontología-utilitarismo, contribuye más bien a oscurecer las cosas de que se está
tratando. A su vista se acuerda uno de las palabras de Hegel; “el principio que
lleva a despreciar las consecuencias de los actos y el que conduce a juzgarlos
por sus consecuencias, convirtiéndolas en norma de lo bueno y de lo malo, son,
por igual, principios abstractos”.
Según otro criterio
puede hablarse de:
1.- Fundamentación
empírica evolucionista
·
Por ejemplo, ética utilitarista,
ética evolucionista
2.- Fundamentación
trascendental
·
Por ejemplo, la ética discursiva
de Apel.
Quienes se empeñan
en una fundamentación empírica, argumentan que la ética no puede divorciarse de
la experiencia. Esta indica para los utilitaristas, que todos los seres humanos
buscan la felicidad, hecho del cual hay que inferir la validez del principio de
utilidad. También los representantes de la ética evolucionista, refieren la
fundamentación ética a la experiencia.
Se han dado en la
historia de la ética intentos de fundamentación transempírica, que proponen
principios metafísicos o teológicos.
Puede decirse que a
partir de Kant, ha quedado en claro la independencia de la ética con respecto a
la metafísica. La fundamentación teológica es una forma de recurso a la
autoridad, una manera de esquivar el difícil problema de la fundamentación. No
es que la fundamentación ética implique ateísmo, sino que el recurso a los
mandamientos divinos deja abierta la pregunta de por qué “deben” cumplirse tales mandamientos, que es lo que
interesa en una fundamentación.
La fundamentación
trascendental sin acudir a recursos metafísicos comprende que la experiencia
resulta insuficiente, y se apoya en lo que constituye las condiciones de posibilidad
de la experiencia.
En la cuestión de
la fundamentación hay tres problemas generales: su sentido, su posibilidad y su
método. Ninguno de ellos es estrictamente ético-normativo; pero la ética
normativa es la que se ocupa de elaborar fundamentaciones con sentido, que sean
posibles y en las que se emplee un método determinado (o varios que sean
compatibles entre sí).
Las negaciones de
la posibilidad de fundamentación, escapan al ámbito de la ética normativa, pero
pueden clasificarse como sigue:
1.
Relativismo moral: Confusión de “vigencia” con “validez”
Ejemplos: la mayorías de los sofistas
griegos
Historicismo, psicologismo,
sociologismo, etc.
2.
Escepticismo moral: Dos formas: negación de la “vigencia” o negación de la
“validez”.
Ejemplos: algunos
escépticos antiguos y modernos
Feyerabend,
postmodernos, etc.
3.
Falibilismo moral: Concepción de una “validez” “provisoria”
Ejemplos: “moral provisional”
(Descartes), racionalismo critico (H. Albert).
El relativismo moral se remonta a los sofistas. Ellos vienen a
denunciar que las normas provienen de las convenciones humanas.
Protágoras lo expresa en la formula según la cual “el hombre es la
medida de todas las cosas”. En lo moral esto implica, que el “bien” o la
“virtud” dependen de quien juzgue, y
de donde y cuando lo haga. Hippias, sostiene la prioridad de la “naturaleza”
sobre la “convención”. El verdadero peligro del relativismo se ve en sofistas
como Calicles y Trasímaco, defensores del “derecho de la fuerza”. Esta
derivación más que un relativismo representa la pretensión acrítica de imponer
un fundamento arbitrario. El relativismo moral es simplemente una confusión de
la vigencia fáctica con la validez: se cree que las normas son validas, es
decir, que deben respetarse, donde y cuando efectivamente se las respeta. Lo
que se llama “subjetivismo” puede considerarse como una especie del genero
“relativismo”. El subjetivismo es un relativismo subjetivo, un relativismo que confunde
la validez de los principios con las creencias personales del sujeto de la acción,
en cuanto agente y juez de la misma. Semejante restricción de la validez hace
del subjetivismo una especie de posición intermedia entre el relativismo y le
escepticismo.
El escepticismo moral es una posición más radical que el relativismo.
También se dio ya entre los griegos, y a partir de los sofistas. Las formas del
escepticismo moral pueden reducirse a dos: la negación de la vigencia y la
negación de la validez. Nietzsche decía que hay dos especies de “negadores de
la moralidad”: los que niegan que los hombres obren realmente por motivos
morales, y los que niegan que los juicios morales se apoyen en verdades. A
diferencia de los relativistas, los escépticos pueden y suelen ser conscientes
de que la validez no coincide con la vigencia.
El falibilismo moral tiene su primera expresión sistemática en el
Discurso del método de Descartes, cuando se refiere a una “moral provisional”,
con algunas normas que pueden ser observadas mientras se esté buscando, en las
cuestiones metafísicas, una evidencia absoluta. Si se piensa que la
fundamentación ética es necesaria para la acción, pero depende de una evidencia
metafísica, y aun no se dispone de una evidencia semejante, entonces no queda
otra alternativa que la de recurrir a fundamentos éticos provisionales, y por
tanto, falibles. Este recurso puede
servir también cuando se piensa que la razón no busca evidencias, sino
refutación de hipótesis. Es lo que sostiene el “racionalismo crítico”
encabezado por Popper: la razón misma es “falible”, y lo es tanto en lo teórico
como en lo práctico. Por eso Albert se ha opuesto a la “fundamentación última”
de las normas morales que propone Apel, sosteniendo que todo intento semejante desemboca
en un triple callejón sin salida, al que denomina “trilema de Münchhausen”: la
necesidad de optar por un regreso infinito, un circulo lógico o una
interrupción arbitraria de la exigencia de fundamentación al llegar a un
determinado punto (dogmatización). Podría decirse que hay grados de falibilismo:
toda posición no dogmatica tiene que admitir la posibilidad del error en muchas
de sus propias proposiciones. Pero precisamente en esa afirmación ya no puede
admitir la posibilidad de error no puede ser “falible” la afirmación de que hay
proposiciones falibles. Un falibilismo irrestricto se autocontradice, se
destruye a sí mismo.
Otro problema ético-normativo es el del “origen” de lo moral. ¿De dónde
salen los principios morales?, ¿donde residen? Las respuestas clásicas son dos:
1.
Heteronomismo:
Los principios
provienen de una autoridad (por ejemplo ética, religiosa); o de la vida (ética evolucionista,
ética de la filosofía de la vida, etc.), o de la sociedad, etc.
2.
Autonomismo:
Los principios morales
provienen del propio agente moral, del “sujeto” de la acción moral (“autonomía”
= darse a sí mismo la ley). Ejemplo: ética de Kant.
Los esencial de las posiciones heteronomistas o autonomistas esta,
respectivamente, en la creencia de que el agente encuentra fuera de sí mismo, o
en sí mismo, los elementos que legitiman su acción, es decir, que le dan
carácter de acción moral. No se trata de buscar la ley, ni de mostrarla, ni de demostrarla,
sino de remitirla a una instancia exterior, o de asumirla como propia. Los
heteronomistas piensan que la moral, para ser efectiva, necesita un fundamento
fuera de la voluntad: la moralidad misma es concebida como una especie de
adecuación entre la voluntad y la ley; por tanto, la ley no puede originarse en
la voluntad, pues, si así fuera, la voluntad se regiría automática y constantemente
por esa ley, y no habría criterio para distinguir lo moral de lo inmoral. Los
autonomistas contestan que, por el contrario, una voluntad sometida a una ley
ajena a ella misma no sería una voluntad libre, y precisamente la libertad de
la voluntad es el presupuesto básico de la moralidad. La inmoralidad es una
especie de renuncia a la propia libertad. Mientras el heteronomismo sostiene
que lo moral no puede consistir en que el agente “haga lo que quiere”, el
autonomismo nos recuerda que el agente es un ser racional, y que su voluntad es
la de un ser racional, y que por tanto, la acción moral es aquella que el
agente efectúa cuando realmente “hace lo que quiere”.
El problema de la aplicabilidad de las normas incumbe también a la
reflexión ético-normativa. La pregunta es: suponiendo que hay normas efectivamente
aplicables, ¿en qué extensión lo son? ¿pueden (o tienen que) aplicarse siempre?.
Las respuestas son:
1.
Casuismo:
Si las normas son validas, tiene que (o pueden) aplicarse a particular.
Los hechos morales, aunque difieran entre sí, son de posible aplicación. El
código moral tiene que prever, de alguna manera, todos los casos posibles.
Ejemplo: estoicos en general escolásticos, ética jesuítica.
2.
Situacionismo:
Las situaciones son
siempre distintas, de modo que no puede haber normas validas para todas. Las
normas solo proporcionan una orientación prima
facie. Ejemplos: algunos estoicos. Kierkegaard, Grisebach, filosofía de la
existencia (Sartre).
La casuística moral presupone que las normas legitimadas tienen que
poder aplicarse en toda circunstancia. En ella se supone que un código moral
como el de la ley mosaica, por ejemplo, tiene validez absoluta precisamente
porque sus preceptos pueden aplicarse en todos los casos. El casuismo es la exageración
de esto mismo, hasta el punto de perder de vista la estructura conflictiva de
los fenómenos morales. Por eso se oponen a esta concepción las teorías éticas
que ostentan una clara conciencia de dicha estructura. Decía Dewey, la ética no
puede presentar un cuadro de mandamientos en un catecismo en el que las
respuestas sean tan definidas como las preguntas que se hacen. Puede hacer más
inteligente la elección personal, pero no puede tomar el lugar de la decisión
personal a que debe llegarse en todo caso de perplejidad. El intento de fijar
conclusiones preestablecidas contradice la naturaleza misma de la moralidad
reflexiva.
La ética filosófica no es casuística, y jamás le es lícito convertirse
en algo semejante, con ello eliminaría en el hombre aquello que debería
despertar y educar: lo creador, lo espontaneo, el íntimo contacto viviente del
hombre con lo que debe ser, con lo valioso en sí.
¿Qué pasa con el situacionismo? ¿Puede la ética de la situación
resolver el problema de la aplicabilidad? El argumento predilecto de la “ética
de la situación” es el de que cada situación es única, inédita, irrepetible,
incomparable con otras, y por tanto ninguna norma puede prever todas las
situaciones. Las normas no resultan aplicables, y por tanto no se puede
concebir lo moral por referencia a la observancia de ellas. Los actos morales provienen
de alguna otra instancia, como puede ser la “voz de la conciencia”, la
intuición, la inspiración divina, la firmeza puesta en la decisión, etc. Los
existencialistas destacan la libertad inherente a la existencia, convirtiendo a
esta en una praxis moral. Entre la filosofía de la existencia y la ética de la situación
hay un paralelismo: el existencialismo rechaza una esencia anterior a la
existencia; no hay mas esencia que la esencia concreta conquistada por cada
libertad existencial, existiendo. Análogamente, la ética de la situación
rechaza una norma anterior a la situación: no hay mas norma que la norma
concreta hallada desde dentro de cada situación única viviéndola.
Para Sartre, una acción es moral si deriva de una elección libremente
asumida. Ninguna moral puede dictarle a alguien lo que debe hacer ante un
conflicto.
Decía Grisebach, cada ser humano concreto se encuentra siempre ante su presente
concreto, en el que tiene que tomar una decisión concreta, para lo cual no hay
ni puede haber formulas generales. Grisebach, llamaba “critica” a su ética
situacional, e impugnaba como “dogmáticas” a todas las teorías éticas que
desconocen esa inevitable sujeción al “presente”.
Lo que en definitiva se revela en la contraposición entre el casuismo y
el situacionismo, es una estructura conflictiva del Ethos: la tensión permanente entre lo universal y lo particular,
tensión que juega un papel central en la cuestión de la aplicabilidad. Parece
tan unilateral pretender que las normas se puedan aplicar siempre como
pretender que no pueden aplicarse nunca.
Con el problema anterior, se relaciona estrechamente el de la
“rigurosidad” de las normas morales: si las normas son validas, ¿hay que cumplirlas
estrictamente o existen ciertos márgenes de flexibilidad? Se puede responder
esto desde las siguientes posiciones:
1.
Rigorismo:
En la moral no
puede haber términos medios, ni indiferencia, ni “mezclas” de cumplimiento e
incumplimiento. Tanto los actos como las personas son “buenos” o son “malos”,
según cumplan o no con las normas. Ejemplos: estoicos, Kant, ética “pietista”
(que influyo decisivamente en Kant)
2.
Latitudinarismo:
De latitud o
“amplitud”
Hay que cumplir
las normas, pero entendiendo que ellas son flexibles. Tolerancia con los casos
de incumplimiento. Ejemplos: algunos teólogos anglicanos, platonistas de Cambridge.
Hay dos formas:
a)
Indiferentismo (algunas acciones
son indiferentes)
b)
Sincretismo (algunas acciones son
a la vez “buenas” y “malas”).
El concepto de moralidad tiene que ir ligado a cierto grado de
disciplina. La legitimación de normas significa admitir que ellas al menos
deberían ser tomadas en serio, y tomarlas en serio significa admitir que se las
debe observar o cumplir. Un incumplimiento reiterado, rutinario, la falta de
seriedad frente a lo normativo, produce inevitablemente el desprestigio de las
normas y la disolución de su legitimidad. El rigorismo es, la comprensión de
que la validez tiene que traducirse en vigencia.
Sin embargo, la vida moral es lo suficientemente compleja como para
determinar la necesidad de algunas excepciones, sobre todo por el hecho de que
esa complejidad se expresa frecuentemente en forma de conflictos entre normas.
A menudo el cumplimiento de una norma solo puede hacerse a costa de la
violación de otra. El rigorismo ético es ciego frente a la conflictividad. Kant
admite conflictos entre deberes e inclinaciones, pero no conflictos entre un
deber y otro deber.
No obstante, es peligrosa cualquier exageración de la amplitud. Donde
se pierde todo rigor, impera la relajación de la moral, y se justifica entonces
la asunción de actitudes como la representada por el “escepticismo de la
vigencia”. El problema de la rigurosidad de las normas reside en la dificultad
de hallar criterios o patrones de medida, según los cuales, determinar el grado
de rigurosidad que cabe asignar a las exigencias contenidas en las diversas
normas.
El problema de la esencia de lo moral corresponde a la ética normativa
cuando se lo plantea aproximadamente en estos términos: ¿Qué es lo que
determina el carácter moral de un acto? ¿el contenido o la forma? ¿el que se
hace o el cómo se lo hace? Según se conciba la respuesta tendremos:
1.
Éticas “materiales”
a)
Empíricas:
-
De “bienes”: hedonismo,
eudemonismo, utilitarismo, etc.
-
De “fines”: evolucionismo,
perfeccionismo, etc.
b) A priori:
-
“ética material de los valores”
2.
Formalismo ético:
a)
Ética kantiana
b)
Sartre
c)
Ética discursiva
La diferencia entre teorías materiales y formales debe entenderse en el
sentido de que ellas asignan, respectivamente, una mayor relevancia a los
contenidos o a las formas de la acción para determinar el carácter moral de
esta última.
Las éticas de bienes se caracterizan por sostener que existe un determinado
“bien” (placer, felicidad, etc.) que permite reconocer los actos como morales
según su adecuación para obtenerlo. Son éticas ligadas a propuestas
teleológicas de fundamentación, y coinciden con las llamadas éticas de fines.
Aristóteles sostiene, basándose en el consenso general, que ese “bien”
(o fin, telos) es la felicidad
(endemonia). Aristóteles empleando una argumentación que le permite desechar
las propuestas inadecuadas (como el placer, que también es perseguido por los
animales; o la riqueza, que es un medio y no un fin; el honor, que esta mas en
quien lo da que en quien lo recibe), dirá que la felicidad, en cuanto meta de
la actividad propia del hombre, no puede ser otra cosa. Además del eudemonismo,
hay otras éticas de bienes, como el hedonismo (de hedoné = placer), representado en la antigüedad primero por los
cirenaicos (de la escuela de Cirene), y más tarde por los epicúreos (seguidores
de Epicuro). En ninguno de esos pensadores se recomienda el desenfreno, sino
las formas de vida que proporcionen serenidad. Lo que sobre todo importa es
vivir de tal manera que se evite o minimice el dolor.
El utilitarismo representa una socialización del hedonismo, ya que el
carácter moral es referido a la posibilidad de que el bien alcanza a la mayoría.
En un sentido algo distinto suele hablarse también de ética de fines, para
designar teorías que interpretan el carácter moral de una acción como lo que en
ésta contribuye de alguna manera al mejoramiento de la humanidad, ya sea en
relación con la evolución biológica o con algún determinado criterio de perfección.
La ética cristiana, en cuanto ética orientada en la idea de una felicidad o
beatitud (bienaventuranza eterna) representa un tipo peculiar de eudemonismo.
Dicha bienaventuranza se concibe como un premio a que se hace acreedora,
después de la existencia terrena, un alma orientada en el amor al prójimo
durante dicha existencia. Para Hartmann, la estructura básica de la ética
cristiana es, al margen de la tendencia ético-social del cristianismo primitivo,
un eudemonismo individual. El individuo no tiene que procurar la salvación del
alma del prójimo, sino en primer lugar la propia. El hombre al preocuparse por
el prójimo se preocupa a la vez por la salvación de su propia alma. El
altruismo del más acá es a la vez un egoísmo del mas allá. Este es el punto en el
que el cristiano tiene que ser necesariamente egoísta y eudemonista, a causa de
su metafísica religiosa del más allá.
La ética material de los valores, que en el caso de Scheler (no así de
Hartmann) está ligada a una concepción cristiana, reconociendo como valores
supremos a los valores de lo sagrado, se desarrolla sobre la base del supuesto
de que Kant ha superado ya toda ética del éxito y por tanto, toda forma de
teoría ético-normativa que vincule la moralidad con premios y/o castigos.
La ética propuesta por Scheler está pensada por él como una ética
material, pero cuyo contenido no es un bien determinado, sino los valores que,
en todo caso, sirven de fundamento a los bienes. La ética material de los
valores representa la más sistemática aplicación del método fenomenológico a la
ética. En ella se intenta describir todas las relaciones dadas entre esas
“esencias” que son los valores, los cuales se aprehenden intuitivamente, en
ciertos actos emocionales intencionales como el “sentir”, el “preferir” o el
“amar”. Los valores y tales interrelaciones constituyen, el contenido de lo
moral: los valores morales (que son valores de las personas y de sus conductas respectivas),
o sea, los valores de lo bueno, se dan, según Scheler, en la coincidencia del
valor intentado con el valor preferido. Una de las relaciones más importantes
entre los valores es la de la jerarquía. Preferir un determinado valor
(extramoral) a otro valor (extramoral)
equivale a captar su altura jerárquica, o sea, a aprehender el hecho
(fenomenológico) de que aquel es superior a este. Intentar un valor
(extramoral), equivale a apuntar,
volitivamente, a la realización de ese valor. Con independencia de que tal
realización se logre, si el valor al que se apunta es el mismo que se ha
preferido (captado como superior), entonces se da a espaldas del acto volitivo
correspondiente, el valor moral.
El formalismo ético, en cambio, desvincula el carácter moral de todo
contenido. Para Kant, dicho carácter depende de que la máxima por la que se
decide efectuar un determinado acto pueda ser universalizada sin contradicción.
Para Sartre, depende de que el agente asuma su propia elección. Para Apel, de
que sea posible el consenso de todos los afectados. En ninguno de estos
ejemplos se atiende, para saber si un determinado acto es moral, al “qué” de
ese acto, sino solo a su forma, a su “cómo”. Es claro para el formalismo ético,
que un acto moral siempre tiene un determinado contenido: el agente hace “algo”.
Desde el punto de vista formal, no es ese “algo” lo que determina la moralidad
de dicho acto, o por lo menos, ese “algo” reviste siempre una relevancia moral
mucho menor que la que corresponde a la forma.
Ciertos problemas de índole metafísica, están muy vinculados a la ética
normativa. Kant hablaba de problemas que la razón no puede resolver, pero que
no pueden dejar de plantearse. El de la libertad es uno de ellos. Si no se
supone la libertad del agente moral, no puede atribuírsele a éste responsabilidad
por sus actos. Y si no puede atribuírsele responsabilidad (o imputabilidad), ya
no puede considerárselo agente moral. Ni siquiera podría considerárselo agente,
ya que, si sus actos no fueran libres, no dependerían de su voluntad. No habría
agentes sino autómatas, o marionetas, movidas por alguna fuerza que les es
extraña y que no pueden resistir.
El problema de la libertad se plantea a menudo en conexión con el del
carácter necesario de las leyes de la naturaleza, y particularmente el de la
ley de causalidad.
Parecería que si todo fenómeno tiene su causa fuera de él, entonces
nada puede iniciar una serie causal, y la libertad resulta imposible. Por un
lado tendemos al determinismo,
afirmación de que en la naturaleza todo está determinado, y que nada puede
modificarse: todo es, fue y será como tiene que ser, como desde el principio de
los tiempos tenía que ser. Por otro lado, tendemos a afirmar nuestra condición
de seres libres, es decir, nuestra capacidad de modificar de alguna manera el
curso de los acontecimientos, y así nos sentimos atraídos por el indeterminismo, afirmación de que no
todo es necesario en el Universo, de que también hay indeterminación,
contingencia.
Desde la antigüedad se ha buscado alguna manera de conciliar esas dos
evidencias que parecen estar en contradicción. Los estoicos, que eran decididos
deterministas concibieron una conciliación entre la necesidad y la libertad:
esta última fue pensada como conciencia de la necesidad. Kant intento otro tipo
de conciliación. La filosofía de Kant es impensable sin causalidad, pero es
también impensable sin libertad. La propuesta de Kant viene a decir, que
mientras la causalidad es la legalidad propia del mundo fenoménico, la libertad
es la legalidad propia del mundo inteligible (nouménico). El hombre como
ciudadano de dos mundos, participa de ambas legalidades, y su acción puede
derivarse de cualquiera de ellas, pero solo podrá considerarse moral si ocurre
según la libertad. Esta no es demostrable, pero tiene que ser postulada por la
razón práctica, pues sin ella no sería posible la ley moral. Parecería que un
planteamiento correcto del problema de la libertad tiene que hacerse
desvinculándolo de las cuestiones de la física. De todos modos, cualquier
derivación del problema de la libertad a ese contexto de las interpretaciones
físicas desconoce el aporte decisivo de Kant, consistente en su enfatización de
la indemostrabilidad de la libertad. El principal error pre y postkantiano se
encuentra, como sostenía Hartmann, en ver el determinismo como una coacción de
la libertad moral, en lugar de advertir que los procesos causales no excluyen
necesariamente la irrupción de un determinante ajeno a ellos. La libertad no es
indeterminación, sino una determinación sui
generis, un plus de determinación; la libertad representa la introducción
de un nexo teleológico en un universo caracterizado por la determinación
meramente causal.
En consonancia con la complejidad del ethos, la libertad es un concepto muy complejo y por ello entraña
uno de los problemas más difíciles de la filosofía.
Otro problema ético-metafísico se deriva de las dicotomías del ethos: la dicotomía ontodeóntica plantea
la cuestión de hasta qué punto coinciden de hecho el “ser” y el “deber ser” (o
el hecho y el valor). La dicotomía axiológica, a su vez, hace que existan dos
interpretaciones generales contrapuestas de aquella coincidencia: el
“optimismo” (que tiende a ver una gran coincidencia, o que, por lo menos, cree
que es una coincidencia progresiva), y el “pesimismo” (que tiende a ver una mutua
exclusión entre esos ámbitos o, al menos, una separación progresiva). Se pueden
llamar optimistas a los estoicos, a Leibniz, a las filosofías dialécticas. Pesimistas
hubo desde la antigüedad (como el cirenaico Heguesias) y sobre todo en el siglo
XIX (Schopenhauer, Bahnsen, Deussen, Mainländer, o poetas como Byron y
Leopardi, etc.)
Optimismo y pesimismo tienen que ver con maneras de valorar, y a menudo
responden a específicos “temples de ánimo”. Windelband sostenía que optimismo y
pesimismo no son sino ciertas disposiciones psíquicas, producidas por cualquier
sentimiento, que luego imprimen fácilmente su sello a todas las nuevas
vivencias. Estos estados de ánimo, que en un principio tiene de por si un
carácter transitorio, pueden mostrarse más o menos tenaces por razones
temperamento o de experiencia personal y siempre a consecuencia de ciertos
hechos y tendencias exclusivamente psicológicos, de tal modo que se manifieste
una determinada inclinación del individuo a ver las cosas de un modo optimista
o pesimista.
Para un optimismo extremo (como el de los estoicos), todo lo que es
debe ser, y todo lo que debe ser, es, o al menos llega a ser. Un pesimismo extremo
(del tipo de Bahnsen o de Rensi) sostendrá que nada de lo que es debe ser y
nada de lo que debería ser es. Formas más mesuradas de optimismo y pesimismo
vienen a sostener, respectivamente, que la coincidencia entre ambas esferas es
mayor o menor que lo que entre ellas no coincide, o bien que aquella
coincidencia tiende a aumentar o a disminuir respectivamente.
Tanto el optimismo como el pesimismo suelen referirse sobre todo a las
expectativas frente al futuro: el primero expresa la esperanza de que todo
mejore, mientras que el segundo renuncia a tal esperanza y representa la
sospecha (cuando no da convicción) de que todo habrá de empeorar.
El optimismo y el pesimismo, en cuanto actitudes morales, interesan a la ética normativa, así como el
problema de la contraposición entre ellas. Es posible, desarrollar teorías
ético-normativas optimistas o pesimistas, pero estas serán criticas o
dogmaticas según tengan o no en cuenta el hecho de que derivan de actitudes
morales. En su referencia al futuro, tales actitudes son formas de apuesta.
De modo semejante a lo que ocurre con la libertad, la ética normativa
se ve, en lo que ella puede tematizar a partir de actitudes como el optimismo o
el pesimismo, siempre envuelta en tamizaciones metafísicas, psicológicas,
políticas, etc., y la ambigüedad resulta difícil de evitar. Tal dificultad no
es una imposibilidad, y también en este caso el trabajo racional, sistemático,
de la ética normativa será tanto más productivo cuanto mayor sea la univocidad
que se logre.
La escisión de las respuestas clásicas, para cada cuestión, en nuevas
dicotomías, o posiciones opuestas, no habla en contra de la ética normativa, ni
la relativiza, sino que más bien sugiere que el camino verdaderamente crítico
en ese nivel de reflexión tiene que ir en busca de síntesis o
conciliaciones. Las posiciones extremas
siempre indican unilateralidad. Lo característico del ethos es su estructura conflictiva. Esta explica la constante
posibilidad de interpretaciones contrapuestas y muestra porque es necesaria la
aplicación del método dialectico, cuidando a la vez, que este no determine
nuevas concepciones unilaterales.
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