“No es el amor pasional y sensible, sino la caridad
que viene de Dios, la que afianza las buenas relaciones entre los casados”. (San
Agustín de Hipona)
LA ENSEÑANZA DE LOS PADRES DE LA
IGLESIA
Los ángeles lo proclaman, el Padre celestial lo
ratifica... ¡Qué matrimonio el de dos cristianos, unidos por una sola
esperanza, un solo deseo, una sola disciplina, el mismo servicio!
Los dos hijos
de un mismo Padre, servidores de un mismo Señor; nada los separa, ni en el
espíritu ni en la carne; al contrario, son verdaderamente dos en una sola
carne. Donde la carne es una, también es uno el espíritu (Tertuliano, ux.
2,9; cf. FC 13).
El matrimonio en el plan de Dios
En los primeros siglos los escritores cristianos
tienen que salir al paso de la permisividad sexual del mundo greco–romano y de
los distintos movimientos heréticos que plantean que el matrimonio es algo
malo, ya que la materia es mala en sí misma.
Los encratitas (herejía cristiana surgida a mitad
del s. II), profesaban el más rígido ascetismo prohibiendo el uso de la carne y
del vino en las comidas y oponiéndose al matrimonio. Sostenían que todo
cristiano debe guardar continencia.
Los maniqueos a semejanza de los gnósticos, mandeos
y mazdeistas, eran dualistas: creían que había una eterna lucha entre dos
principios opuestos e irreductibles, el Bien y el Mal, y, por tanto,
consideraban que el espíritu del hombre es de Dios pero el cuerpo del hombre es
del demonio.
Por tanto tenían una visión negativa de la realidad
del sexo y del matrimonio Los montanistas y novacianos despreciaban las
segundas nupcias.
En las primeras comunidades cristianas se va
manifestando una preferencia por la virginidad y el celibato. Incluso se llega
a ofrecer una imagen peyorativa o desestimativa del matrimonio. Sin embargo, el
magisterio actuó de regularizador.
Ignacio de Antioquia (Padre
Apostólico s. I-II) es
el primero en hablar del matrimonio en la Iglesia; así dice "...los
varones y las mujeres que deseen casarse, deben realizar su enlace conforme a
las disposiciones del obispo..." (Filipenses 5:2). Y si bien el matrimonio
jurídicamente no lo impuso la iglesia hasta el siglo X, vemos por Ignacio que
ya desde la antigüedad paleocristiana, se practicaba como sacramento teológico.
Los autores cristianos acentúan el bien de la
procreación al salir en defensa del matrimonio. Argumentan que ha sido
instituido por Dios y ha sido bendecido por la presencia de Cristo en las bodas
de Caná:
“La comunidad matrimonial fue instituida desde el
principio del mundo de modo que además de la unión de los sexos, incluye y
contiene el misterio de Cristo y de la Iglesia” (San León Magno, 390-461).
“El Señor acepta, la invitación a la boda. El Hijo
de la Virgen se digna acudir para adoctrinarlos. En este ejemplo debemos
reconocer que El es el autor del matrimonio. El Hijo de Dios va pues a la boda
para santificar con la bendición de su
presencia lo que ya desde antiguo había instituido con su poder” (San Máximo
de Turín, obispo; 380-465)
San Agustín (354-430) sostiene
claramente que el matrimonio es una cosa buena y que ha sido instituido por
Dios desde «el principio»:
“Al aceptar el Señor la
invitación a la boda, quiso con ello dar mayor fuerza y confirmar de nuevo que
el matrimonio es obra suya… Quien esté bien adoctrinado en la fe católica sabrá
que Dios instituyó el matrimonio y que la unión procede de Dios mientras que el
divorcio tiene su origen en el demonio”
El pecado original, dice San Agustín, no ha
destruido la bondad originaria del matrimonio, aunque ha dado origen a la
«concupiscencia», que afecta el ejercicio de la sexualidad y hace difícil
subordinar esa actividad a la recta razón. Esto se consigue cuando se vive en
el marco de los bienes propios del matrimonio: la procreación (proles), la
fidelidad (fides), y el sacramento (sacramentum).
Para San Agustín la búsqueda de la
procreación no hace que la unión del matrimonio lleve consigo falta o pecado
alguno. No ocurre lo mismo si la unión se intentara para satisfacer la
concupiscencia, ya que entonces se incurriría en pecado venial.
Aunque la visión cristiana del matrimonio en los
primeros tiempos era positiva y equilibrada, también es cierto que el
matrimonio, o una de sus finalidades, era considerado a partir de las
consecuencias del pecado original, como un “remedio a la concupiscencia
(tendencia natural a pecar)” según expresión de San Agustín.
Así la doctrina cristiana consideraba al matrimonio
en relación con la finalidad procreativa, como cauce para equilibrar el
desorden por debilidad sexual que los hombres llevan tras el pecado original.
Los Padres de la Iglesia se detuvieron especialmente
en reflexionar sobre la relación entre concupiscencia y matrimonio subrayando
en especial el fin procreador.
Dado que Dios es autor del matrimonio no puede ser
despreciado: «Al contemplar esos hogares, Cristo se alegra, y les envía su paz;
donde están dos, allí está también Él, y donde Él está no puede haber nada
malo» (Tertuliano, 160-220).
Se abre paso la consideración del matrimonio como un
estado de vida bendecido por Dios, hasta tal punto que Él mismo lo ratifica.
En continuidad con la patrística, en la teología de
la época es común justificar las relaciones conyugales cuando se buscan con la
intención de la procreación, y afirmar que habría pecado venial en el caso de
que se pretendiera tan sólo evitar la fornicación.
Santo Tomás (1224-1274), en continuidad con San
Agustín (354-430), se refiere a los bienes del matrimonio: la prole, la
fidelidad y el sacramento, como una expresión adecuada de la bondad integral
del matrimonio.
Los dos primeros determinan la bondad natural del
matrimonio y lo hacen perfecto en su orden. El sacramento presupone esa bondad
primera y la eleva a un orden superior, el sobrenatural.
“Triple es el bien del matrimonio: fidelidad, hijos
y sacramento. La fidelidad significa que los hijos son aceptados con amor,
cuidados con bondad de corazón y educados en el temor de Dios. El sacramento
significa que el matrimonio no puede ser disuelto y que el cónyuge separado no
puede convivir con otro para engendrar hijos; este debe ser el fundamento del
matrimonio, con lo que se ennoblece la fecundidad natural y a la vez se pone
limite al deseo desenfrenado” (San Agustín)
San Alberto Magno (1193-1280) y Tomás de Aquino consideran
que la gracia propia del sacramento está relacionada con la vivencia de éste:
la fidelidad, el amor y entendimiento mutuo, la educación religiosa de los
hijos, etc.
Se abre paso la consideración del matrimonio como un
estado de vida bendecido por Dios, de manera que se subraya su indisolubilidad.
La Doctrina de la Escritura acerca de la ilegalidad
del divorcio está completamente confirmada por la tradición constante de la
Iglesia. Los testimonios de los Padres y los concilios no han dejado lugar a
dudas. Ni aún en el caso de adulterio puede disolverse el vínculo matrimonial o
la parte inocente pasar a un nuevo matrimonio.
San Justino Mártir (d. 176) dice (Apolog., I, xv,
P.G., VI, 349), simplemente y sin excepción: “Aquel que se case con la que ha
sido repudiada por otro hombre comete adulterio”
De la misma manera Atenágoras (cerca del 177/
en su “Legatio pro Christ”, XXXIII dice: “Cualquiera que repudie a su mujer y
se case con otra, comete adulterio”.
Clemente de Alejandría (d. 217), “Strom”, II,
XXIII, menciona la ordenanza de la Sagrada Escritura con las siguientes
palabras: “No se debe repudiar a la mujer, excepto por fornicación, y la
Sagrada Escritura considera como adulterio el volver a casarse mientras la otra
persona separada sobrevive”.
Expresiones similares se encuentran en el curso de
las siguientes centurias, tanto en los Padres griegos como en los latinos.
Los grandes padres de Occidente, San Ambrosio, San
Jerónimo y San Agustín, se referirán a la enseñanza firme en contra del
divorcio y de la posibilidad de volverse a casar tras la separación.
“El vinculo del matrimonio es tan ensalzado en la
Santa Escritura, que una mujer repudiada por su marido no puede casarse
mientras el viva, ni un marido abandonado por su mujer puede convivir con otra
antes de que la primera haya muerto” (San Agustín).
La virginidad y el celibato por
el Reino de Dios
Desde los comienzos de la Iglesia ha habido hombres
y mujeres que han renunciado al gran bien del matrimonio para seguir al Cordero
dondequiera que vaya (Ap 14,4), para ocuparse de las cosas del Señor, para
tratar de agradarle (1 Co 7,32), para ir al encuentro del Esposo que viene (Mt
25,6).
Como atestigua el conjunto de los evangelios Jesús
de Nazaret escogió una vida de celibato apostólico que fue imitada por los Doce.
Los textos evangélicos nos muestran como Jesús pide
a los Doce el completo abandono de todo, incluidas las esposas (Lc 18,29) si
quieren ser sus discípulos, y recomienda hacerse “eunucos por el Reino de los
cielos” (Mt 19,12).
Ante estas peticiones del Señor, los Doce
contestaron afirmativamente, asumieron el celibato apostólico que vivía su
Maestro y dejándolo todo, le siguieron, como atestiguan las palabras del propio
Pedro: “He aquí que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido”
(Mt 19, 27).
Ninguno de los Padres de la Iglesia, intérpretes
autorizados de la Escritura, en cuya tradición debe ésta leerse, ha puesto en
duda que los apóstoles vivieron en perfecta continencia tras la llamada del
Señor. En este sentido el testimonio de la tradición es impresionantemente
unánime.
No hay, sin embargo, ninguna tradición constante que
nos diga si antes habían estado casados o no. Solamente en el caso de Juan y de
Pablo, la tradición es constante en afirmar su virginidad. En el caso de Pablo
él mismo afirma la excelencia del celibato, más aún, quisiera que todos fueran
célibes como él. (1 Cor 7,7.32).
San Jerónimo consideraba que el matrimonio impide dedicarse a la
vida de oración y de santificación (cf. Adversus Jovinianum 1 7).
Poco a poco se fue imponiendo la necesidad de la
virginidad en especial para aquellos que por el ministerio que les ha sido
confiado, deben ser testimonio también de vida cristiana en la comunidad. Así
desde el siglo IV se encuentran diversas prescripciones de celibato para
quienes accedían al sacerdocio o al episcopado.
San León Magno en una carta al Obispo
Rustico de Narbona (458-9) define perfectamente en qué consiste la ley de la
continencia:
“La ley de la continencia es la
misma para todos los ministros del altar, obispos y sacerdotes. Mientras ellos
son laicos o lectores, pueden libremente tener mujer e hijos, pero una vez que
reciben el rango antes mencionado, no pueden permitírselo más”.
Los textos que tenemos sobre la extensión de facto
de esta ley son muy amplios. De ella hablan el Papa Siriaco, san Jerónimo y
muchos otros como Eusebio de Cesarea, Cirilo de Jerusalén, Efrén, Epifanio,
Ambrosio y el Ambrosiaster, entre otros.
Todo esto nos permite pensar que no sólo estuvo en
uso en el siglo IV, sino mucho antes. En concreto los mismos textos patrísticos
dicen que es de origen apostólico.
La estima de la virginidad por el Reino (cf LG 42;
PC 12; OT 10) y el sentido cristiano del Matrimonio son inseparables y se
apoyan mutuamente:
“Denigrar el matrimonio es reducir a la vez la
gloria de la virginidad; elogiarlo es realzar a la vez la admiración que
corresponde a la virginidad...” (S. Juan Crisóstomo, virg. 10,1)
San Ambrosio de Milán dedicó un tratado a la
virginidad. En sus sermones, alababa con frecuencia el estado y la virtud de la
virginidad por amor a Dios. Afirmaba también que el matrimonio es un estado por
el que se colabora con Dios en la obra de la creación.
“Buena obra hace la que se casa; pero la que no se
casa hace mejor. Aquella, no peca escogiendo matrimonio, mas la virgen gozara
de la eternidad, brillando perpetuamente en la gloria… No condeno a la casada,
pero alabo fervorosamente a la virgen” (San Ambrosio).
“La virginidad no es para mandada, sino para
aconsejada y deseada” (San Ambrosio, Trat. sobre las vírgenes).
Las madres impedían que sus hijas fuesen a oír
predicar a San Ambrosio, y aun llegó a acusársele de que quería despoblar el
Imperio. El santo respondía: “Quisiera que se me citase el caso de un hombre
que haya querido casarse y no haya encontrado esposa", y sostenía que en
los sitios en que se tiene en alta estima la virginidad la población es
mayor. Según él, la guerra y no la
virginidad era el gran enemigo de la raza humana.
La Virgen es el ejemplo acabado de toda vida
dedicada por completo a Dios. Dice San Ambrosio que: «Ella era Virgen no
sólo en el cuerpo, sino también en el alma; exenta totalmente de cualquier
engaño que manchase la sinceridad del espíritu, humilde de corazón, grave en su
lenguaje, prudente en su pensamiento, parca en palabras. Ponía su esperanza no
en la incertidumbre de las riquezas, sino en la oración del pobre. Era siempre
laboriosa, reservada en sus conversaciones, habituada a buscar a Dios como juez
de su conciencia. A nadie ofendía, quería bien a todos., huía de la
ostentación, seguía la razón, amaba la virtud: tal es la imagen de la
virginidad. Tan perfecta fue María, que sólo su vida es norma para todos» (Trat.
sobre las vírgenes, 2).
La virginidad misma no merece honores por ser
virginidad, sino por estar dedicada al Señor. Ni tampoco nosotros elogiamos en
las vírgenes el que sean vírgenes, sino el que lo sean con pía continencia por
estar consagradas a Dios (San Agustín, Sobre la santa virginidad,
8).
Dice Santo Tomás (Suma Teológica, 2-2,
q. 152, a. 4) que es preferible la virginidad al matrimonio, cuando Dios
concede ese don, porque es medio más fácil para llegar a la unión con Dios y a
la vida contemplativa. Es una verdad de fe definida.
Hay que recorrer este camino con la mirada puesta en
Dios y en la propia fragilidad, pero también hay que recorrerlo con la
seguridad confiada de algo que se posee y se goza como anticipo de la gloria:
«Custodiad, oh vírgenes, lo que sois, escribía San Cipriano. Custodiad
lo que seréis. Os espera una magnífica corona. Habéis comenzado a ser lo que
todos seremos. Tenéis ya en este mundo la gloria de la resurrección» (Sobre
el modo de proceder de las vírgenes, 22).
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