jueves, 26 de febrero de 2015

EL MATRIMONIO EN LA TRADICION DE LA IGLESIA

“No es el amor pasional y sensible, sino la caridad que viene de Dios, la que afianza las buenas relaciones entre los casados”. (San Agustín de Hipona)
LA ENSEÑANZA DE LOS PADRES DE LA IGLESIA
Los ángeles lo proclaman, el Padre celestial lo ratifica... ¡Qué matrimonio el de dos cristianos, unidos por una sola esperanza, un solo deseo, una sola disciplina, el mismo servicio!
Los dos hijos de un mismo Padre, servidores de un mismo Señor; nada los separa, ni en el espíritu ni en la carne; al contrario, son verdaderamente dos en una sola carne. Donde la carne es una, también es uno el espíritu (Tertuliano, ux. 2,9; cf. FC 13).
El matrimonio en el plan de Dios
En los primeros siglos los escritores cristianos tienen que salir al paso de la permisividad sexual del mundo greco–romano y de los distintos movimientos heréticos que plantean que el matrimonio es algo malo, ya que la materia es mala en sí misma.
Los encratitas (herejía cristiana surgida a mitad del s. II), profesaban el más rígido ascetismo prohibiendo el uso de la carne y del vino en las comidas y oponiéndose al matrimonio. Sostenían que todo cristiano debe guardar continencia.
Los maniqueos a semejanza de los gnósticos, mandeos y mazdeistas, eran dualistas: creían que había una eterna lucha entre dos principios opuestos e irreductibles, el Bien y el Mal, y, por tanto, consideraban que el espíritu del hombre es de Dios pero el cuerpo del hombre es del demonio.
Por tanto tenían una visión negativa de la realidad del sexo y del matrimonio Los montanistas y novacianos despreciaban las segundas nupcias.
En las primeras comunidades cristianas se va manifestando una preferencia por la virginidad y el celibato. Incluso se llega a ofrecer una imagen peyorativa o desestimativa del matrimonio. Sin embargo, el magisterio actuó de regularizador.
Ignacio de Antioquia (Padre Apostólico s. I-II) es el primero en hablar del matrimonio en la Iglesia; así dice "...los varones y las mujeres que deseen casarse, deben realizar su enlace conforme a las disposiciones del obispo..." (Filipenses 5:2). Y si bien el matrimonio jurídicamente no lo impuso la iglesia hasta el siglo X, vemos por Ignacio que ya desde la antigüedad paleocristiana, se practicaba como sacramento teológico.
Los autores cristianos acentúan el bien de la procreación al salir en defensa del matrimonio. Argumentan que ha sido instituido por Dios y ha sido bendecido por la presencia de Cristo en las bodas de Caná:
“La comunidad matrimonial fue instituida desde el principio del mundo de modo que además de la unión de los sexos, incluye y contiene el misterio de Cristo y de la Iglesia” (San León Magno, 390-461).
“El Señor acepta, la invitación a la boda. El Hijo de la Virgen se digna acudir para adoctrinarlos. En este ejemplo debemos reconocer que El es el autor del matrimonio. El Hijo de Dios va pues a la boda para santificar con la bendición  de su presencia lo que ya desde antiguo había instituido con su poder” (San Máximo de Turín, obispo; 380-465)
San Agustín (354-430) sostiene claramente que el matrimonio es una cosa buena y que ha sido instituido por Dios desde «el principio»:
“Al aceptar el Señor la invitación a la boda, quiso con ello dar mayor fuerza y confirmar de nuevo que el matrimonio es obra suya… Quien esté bien adoctrinado en la fe católica sabrá que Dios instituyó el matrimonio y que la unión procede de Dios mientras que el divorcio tiene su origen en el demonio”
El pecado original, dice San Agustín, no ha destruido la bondad originaria del matrimonio, aunque ha dado origen a la «concupiscencia», que afecta el ejercicio de la sexualidad y hace difícil subordinar esa actividad a la recta razón. Esto se consigue cuando se vive en el marco de los bienes propios del matrimonio: la procreación (proles), la fidelidad (fides), y el sacramento (sacramentum).
Para San Agustín la búsqueda de la procreación no hace que la unión del matrimonio lleve consigo falta o pecado alguno. No ocurre lo mismo si la unión se intentara para satisfacer la concupiscencia, ya que entonces se incurriría en pecado venial.
Aunque la visión cristiana del matrimonio en los primeros tiempos era positiva y equilibrada, también es cierto que el matrimonio, o una de sus finalidades, era considerado a partir de las consecuencias del pecado original, como un “remedio a la concupiscencia (tendencia natural a pecar)” según expresión de San Agustín.
Así la doctrina cristiana consideraba al matrimonio en relación con la finalidad procreativa, como cauce para equilibrar el desorden por debilidad sexual que los hombres llevan tras el pecado original.
Los Padres de la Iglesia se detuvieron especialmente en reflexionar sobre la relación entre concupiscencia y matrimonio subrayando en especial el fin procreador.
Dado que Dios es autor del matrimonio no puede ser despreciado: «Al contemplar esos hogares, Cristo se alegra, y les envía su paz; donde están dos, allí está también Él, y donde Él está no puede haber nada malo» (Tertuliano, 160-220).
Se abre paso la consideración del matrimonio como un estado de vida bendecido por Dios, hasta tal punto que Él mismo lo ratifica.
En continuidad con la patrística, en la teología de la época es común justificar las relaciones conyugales cuando se buscan con la intención de la procreación, y afirmar que habría pecado venial en el caso de que se pretendiera tan sólo evitar la fornicación.
Santo Tomás (1224-1274), en continuidad con San Agustín (354-430), se refiere a los bienes del matrimonio: la prole, la fidelidad y el sacramento, como una expresión adecuada de la bondad integral del matrimonio.
Los dos primeros determinan la bondad natural del matrimonio y lo hacen perfecto en su orden. El sacramento presupone esa bondad primera y la eleva a un orden superior, el sobrenatural.
“Triple es el bien del matrimonio: fidelidad, hijos y sacramento. La fidelidad significa que los hijos son aceptados con amor, cuidados con bondad de corazón y educados en el temor de Dios. El sacramento significa que el matrimonio no puede ser disuelto y que el cónyuge separado no puede convivir con otro para engendrar hijos; este debe ser el fundamento del matrimonio, con lo que se ennoblece la fecundidad natural y a la vez se pone limite al deseo desenfrenado” (San Agustín)
San Alberto Magno (1193-1280) y Tomás de Aquino consideran que la gracia propia del sacramento está relacionada con la vivencia de éste: la fidelidad, el amor y entendimiento mutuo, la educación religiosa de los hijos, etc.
Se abre paso la consideración del matrimonio como un estado de vida bendecido por Dios, de manera que se subraya su indisolubilidad.
La Doctrina de la Escritura acerca de la ilegalidad del divorcio está completamente confirmada por la tradición constante de la Iglesia. Los testimonios de los Padres y los concilios no han dejado lugar a dudas. Ni aún en el caso de adulterio puede disolverse el vínculo matrimonial o la parte inocente pasar a un nuevo matrimonio.
San Justino Mártir (d. 176) dice (Apolog., I, xv, P.G., VI, 349), simplemente y sin excepción: “Aquel que se case con la que ha sido repudiada por otro hombre comete adulterio”
De la misma manera Atenágoras (cerca del 177/ en su “Legatio pro Christ”, XXXIII dice: “Cualquiera que repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio”.
Clemente de Alejandría (d. 217), “Strom”, II, XXIII, menciona la ordenanza de la Sagrada Escritura con las siguientes palabras: “No se debe repudiar a la mujer, excepto por fornicación, y la Sagrada Escritura considera como adulterio el volver a casarse mientras la otra persona separada sobrevive”.
Expresiones similares se encuentran en el curso de las siguientes centurias, tanto en los Padres griegos como en los latinos.
Los grandes padres de Occidente, San Ambrosio, San Jerónimo y San Agustín, se referirán a la enseñanza firme en contra del divorcio y de la posibilidad de volverse a casar tras la separación.
“El vinculo del matrimonio es tan ensalzado en la Santa Escritura, que una mujer repudiada por su marido no puede casarse mientras el viva, ni un marido abandonado por su mujer puede convivir con otra antes de que la primera haya muerto” (San Agustín).
La virginidad y el celibato por el Reino de Dios
Desde los comienzos de la Iglesia ha habido hombres y mujeres que han renunciado al gran bien del matrimonio para seguir al Cordero dondequiera que vaya (Ap 14,4), para ocuparse de las cosas del Señor, para tratar de agradarle (1 Co 7,32), para ir al encuentro del Esposo que viene (Mt 25,6).
Como atestigua el conjunto de los evangelios Jesús de Nazaret escogió una vida de celibato apostólico que fue imitada por los Doce.
Los textos evangélicos nos muestran como Jesús pide a los Doce el completo abandono de todo, incluidas las esposas (Lc 18,29) si quieren ser sus discípulos, y recomienda hacerse “eunucos por el Reino de los cielos” (Mt 19,12).
Ante estas peticiones del Señor, los Doce contestaron afirmativamente, asumieron el celibato apostólico que vivía su Maestro y dejándolo todo, le siguieron, como atestiguan las palabras del propio Pedro: “He aquí que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido” (Mt 19, 27).
Ninguno de los Padres de la Iglesia, intérpretes autorizados de la Escritura, en cuya tradición debe ésta leerse, ha puesto en duda que los apóstoles vivieron en perfecta continencia tras la llamada del Señor. En este sentido el testimonio de la tradición es impresionantemente unánime.
No hay, sin embargo, ninguna tradición constante que nos diga si antes habían estado casados o no. Solamente en el caso de Juan y de Pablo, la tradición es constante en afirmar su virginidad. En el caso de Pablo él mismo afirma la excelencia del celibato, más aún, quisiera que todos fueran célibes como él. (1 Cor 7,7.32).
San Jerónimo  consideraba que el matrimonio impide dedicarse a la vida de oración y de santificación (cf. Adversus Jovinianum 1 7).
Poco a poco se fue imponiendo la necesidad de la virginidad en especial para aquellos que por el ministerio que les ha sido confiado, deben ser testimonio también de vida cristiana en la comunidad. Así desde el siglo IV se encuentran diversas prescripciones de celibato para quienes accedían al sacerdocio o al episcopado.
San León Magno en una carta al Obispo Rustico de Narbona (458-9) define perfectamente en qué consiste la ley de la continencia:
“La ley de la continencia es la misma para todos los ministros del altar, obispos y sacerdotes. Mientras ellos son laicos o lectores, pueden libremente tener mujer e hijos, pero una vez que reciben el rango antes mencionado, no pueden permitírselo más”.
Los textos que tenemos sobre la extensión de facto de esta ley son muy amplios. De ella hablan el Papa Siriaco, san Jerónimo y muchos otros como Eusebio de Cesarea, Cirilo de Jerusalén, Efrén, Epifanio, Ambrosio y el Ambrosiaster, entre otros.
Todo esto nos permite pensar que no sólo estuvo en uso en el siglo IV, sino mucho antes. En concreto los mismos textos patrísticos dicen que es de origen apostólico.
La estima de la virginidad por el Reino (cf LG 42; PC 12; OT 10) y el sentido cristiano del Matrimonio son inseparables y se apoyan mutuamente:
“Denigrar el matrimonio es reducir a la vez la gloria de la virginidad; elogiarlo es realzar a la vez la admiración que corresponde a la virginidad...” (S. Juan Crisóstomo, virg. 10,1)
San Ambrosio de Milán dedicó un tratado a la virginidad. En sus sermones, alababa con frecuencia el estado y la virtud de la virginidad por amor a Dios. Afirmaba también que el matrimonio es un estado por el que se colabora con Dios en la obra de la creación.
“Buena obra hace la que se casa; pero la que no se casa hace mejor. Aquella, no peca escogiendo matrimonio, mas la virgen gozara de la eternidad, brillando perpetuamente en la gloria… No condeno a la casada, pero alabo fervorosamente a la virgen” (San Ambrosio).
“La virginidad no es para mandada, sino para aconsejada y deseada” (San Ambrosio, Trat. sobre las vírgenes).
Las madres impedían que sus hijas fuesen a oír predicar a San Ambrosio, y aun llegó a acusársele de que quería despoblar el Imperio. El santo respondía: “Quisiera que se me citase el caso de un hombre que haya querido casarse y no haya encontrado esposa", y sostenía que en los sitios en que se tiene en alta estima la virginidad la población es mayor.  Según él, la guerra y no la virginidad era el gran enemigo de la raza humana.
La Virgen es el ejemplo acabado de toda vida dedicada por completo a Dios. Dice San Ambrosio que: «Ella era Virgen no sólo en el cuerpo, sino también en el alma; exenta totalmente de cualquier engaño que manchase la sinceridad del espíritu, humilde de corazón, grave en su lenguaje, prudente en su pensamiento, parca en palabras. Ponía su esperanza no en la incertidumbre de las riquezas, sino en la oración del pobre. Era siempre laboriosa, reservada en sus conversaciones, habituada a buscar a Dios como juez de su conciencia. A nadie ofendía, quería bien a todos., huía de la ostentación, seguía la razón, amaba la virtud: tal es la imagen de la virginidad. Tan perfecta fue María, que sólo su vida es norma para todos» (Trat. sobre las vírgenes, 2).
La virginidad misma no merece honores por ser virginidad, sino por estar dedicada al Señor. Ni tampoco nosotros elogiamos en las vírgenes el que sean vírgenes, sino el que lo sean con pía continencia por estar consagradas a Dios (San Agustín, Sobre la santa virginidad, 8).
Dice Santo Tomás (Suma Teológica, 2-2, q. 152, a. 4) que es preferible la virginidad al matrimonio, cuando Dios concede ese don, porque es medio más fácil para llegar a la unión con Dios y a la vida contemplativa. Es una verdad de fe definida.

Hay que recorrer este camino con la mirada puesta en Dios y en la propia fragilidad, pero también hay que recorrerlo con la seguridad confiada de algo que se posee y se goza como anticipo de la gloria: «Custodiad, oh vírgenes, lo que sois, escribía San Cipriano. Custodiad lo que seréis. Os espera una magnífica corona. Habéis comenzado a ser lo que todos seremos. Tenéis ya en este mundo la gloria de la resurrección» (Sobre el modo de proceder de las vírgenes, 22).

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