La Asamblea
ordinaria del Sínodo de los Obispos (celebrada en 1990), como la reciente Exhortación
apostólica Pastores dabo vobis que es su fruto ultimo, se han propuesto,
como objeto de sus reflexiones, “la formación de los sacerdotes en la situación
actual”. Cualquier proyecto de formación ha de tener claros sus objetivos. Si
se desea formar sacerdotes, es indispensable saber que queremos formar, y
redescubrir “toda la profundidad de la identidad sacerdotal”
. Como tarea previa
en el desarrollo de la misma Asamblea Sinodal, numerosas intervenciones en las
reuniones plenarias y en los grupos lingüísticos de trabajo se han preocupado
de construir una sólida teología de la naturaleza del sacerdocio ministerial y
de la misión propia que se deriva de esa naturaleza.
El Papa, por su parte, ha creído
irrenunciable dedicar todo el capitulo segundo de su Exhortación apostólica a
esta materia, consciente de que sin dilucidarla previamente, seria imposible
enfocar bien la problemática de la
formación sacerdotal. Al clausurar la Asamblea, recogiendo el sentir común de
los Padres sinodales, el Papa señalaba que estos “han manifestado la ligazón
ontológica especifica que une al sacerdote con Cristo, Sumo Sacerdote y Buen
Pastor”. Por ser Cristo el único Sacerdote del Nuevo Testamento, todo otro concepto
de sacerdote en la Iglesia solo puede explicarse en relación a El, de modo que
no oscurezca la centralidad y unicidad del sacerdocio de Cristo.
Pero el tema
del Sínodo no estaba enunciado simplemente como estudio de la formación
sacerdotal, sino que planteaba como ha de ser esa formación “en la situación
actual”. Esta alusión a las circunstancias actuales no debe omitirse nunca,
pues “es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de los
tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a
cada generación, pueda ella responder a los perennes interrogantes de la
humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la futura y sobre la mutua relación
de ambas. Es necesario conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus
esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia lo
caracteriza”. Con respecto a la formación sacerdotal, esta no podrá ignorar que
“hay una fisonomía esencial del sacerdote que no cambia: el sacerdote de
mañana, no menos que el de hoy, deberá asemejarse a Cristo. Cuando vivía en la
tierra, Jesús reflejo en si mismo el rostro definitivo del presbítero,
realizando un sacerdocio ministerial del que los apóstoles fueron los primeros
investidos y que esta destinado a durar, a continuarse incesantemente en todos
los periodos de la historia. El presbítero del tercer milenio osera el
continuador de los presbíteros que, en los milenios precedentes, han animado la
vida de la Iglesia. También en el dos mil la vocación sacerdotal continuara
siendo la llamada a vivir el único y permanente sacerdocio de Cristo”. Deberá
simultáneamente tener presente que el modo concreto de vivir el sacerdocio
deberá “adaptarse a casa época y a cada ambiente de vida. Por ello, por nuestra
parte debemos procurar abrirnos a la iluminación superior del Espíritu Santo
para descubrir las orientaciones de la sociedad moderna, reconocer las
necesidades espirituales mas profundas, determinar las tareas concretas mas
importantes, los métodos pastorales que habrá que adoptar y así responder de
manera adecuada a las esperanzas humanas”.
No creo, sin
embargo que esta apelación a la situación actual, en el caso del Sínodo de 1990
y de la actual Exhortación apostólica,
este postulada solo por la necesaria atención que hay que prestar siempre a los
signos de los tiempos; existe además el convencimiento de que en la Iglesia en
los años del postconcilio se ha vivido una aguda crisis de identidad sacerdotal.
Las crisis de identidad se caracterizan por una dificultad para percibir con
nitidez por donde pasa la línea divisoria que separa lo permanente y lo
mudable, lo que es intangible por proceder del mismo Señor y lo que es mero
añadido de origen contingente y cultural. Parece por ello claro que en tales
situaciones difíciles el primer paso ha de ser el esclarecimiento que señale
los elementos de origen divino. En el caso concreto del sacerdocio “el conocimiento
recto y profundo de la naturaleza y misión del sacerdocio ministerial es el
camino a seguir y que el Sínodo ha seguido de hecho para salir de la crisis
sobre la identidad sacerdotal”.
Constituye un
fenómeno paradójico que después del esfuerzo clarificador y enriquecedor del
Concilio Vaticano II para ofrecer una visión más amplia del presbiterado, se
incurriera en los años inmediatamente posteriores al Concilio en una crisis
dolorosa bastante difundida que ponía en duda el sentido del ministerio
sacerdotal. Se trata de un caso concreto dentro de una crisis teológica mucho más
amplia a la que hemos asistido en los años del postconcilio (la cual suele
presentar rasgos parecidos de paradoja: ¿no ha sido la eclesiología el punto en
que ha comenzado la crisis precisamente después del Concilio que más se había
ocupado del tema de la Iglesia?). Ahora bien, con respecto al punto concreto de
identidad sacerdotal y en orden a ofrecer solución a su crisis, es fundamental
subrayar que “el presbiterio encuentra la plena verdad de su identidad en ser
una derivación, una participación especifica y una continuación del mismo
Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote de la nueva y eterna Alianza: es una imagen
viva y transparente de Cristo Sacerdote”. Esto obliga a mirar a Cristo para, a
partir de El, entender el sentido del sacerdocio ministerial, participación
especifica del sacerdocio de Cristo.
El capitulo
dedicado por el Papa en su Exhortación apostólica, a exponer la naturaleza y la
misión del sacerdocio ministerial se abre con una escena evangélica que se sitúa
muy en los comienzos de la vida publica de Jesús; la escena en si y la declaración
solemne que el mismo Señor hace en ella, permiten enfocar toda la teología del
sacerdocio. Se trata de la visita de Jesús a la Sinagoga de Nazaret. Cuando
después de la lectura de un conocido pasaje del Profeta Isaías (61,1-2), “en la
Sinagoga todos los ojos estaban fijos en El” (Lc 4,20), Jesús declara con
solemnidad: “esta escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy” (Lc 4,21).
El texto leído por Jesús decía: “el Espíritu del Señor sobre mi, porque me ha
ungido para anunciar a los pobres la buena nueva, me ha enviado a proclamar la liberación
de los cautivos y la vista a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y
proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4,18-19). En este pasaje que Jesús se
aplica a si mismo, hay dos elementos:
una unción que lo consagra (“el Espíritu del Señor…me ha ungido”) y una misión
(“me ha enviado”); pero ambos elementos están íntimamente trabajados entre si
en el sentido de que la unción se ordena a la misión: “me ha ungido para
anunciar a los pobres la buena nueva”.
Jesús es en
realidad el único Sacerdote del Nuevo Testamento, pero “el sacerdocio de Cristo
es participado tanto por los ministros sagrados cuanto por el pueblo fiel, en
forma diversa”. La idea de participación es un concepto fundamental, que
implica dos notas: cuanto hay en el ser que participa, procede de Aquel que es
la fuente, pero además la perfección del ser participado juntamente con la perfección
del ser que es fuente de participación, no es superior a la perfección de este
ultimo considerada sola o en si misma. Toda la perfección que existe en
cualquier sacerdocio cristiano es participación del sacerdocio de Cristo, es
decir, procede de El y no añade perfección alguna a la infinita suficiencia ye
eficacia del sacerdocio único de Cristo.
En todo caso
todo sacerdocio participado del sacerdocio de Cristo, tiene que ser a imagen de
este sacerdocio que es la fuente de todo otro. Por ello, siempre encontraremos
en las participaciones del sacerdocio de Cristo, unción y misión como elementos
esenciales que nunca pueden faltar.
Todo cristiano
recibe una primera participación del sacerdocio de Cristo en su bautismo; es aquella
por la que somos “el linaje escogido, el sacerdocio real, la nación santa, el
pueblo que Dios se ha adquirido” (1 P 2,9). La unción (la consagración) propia
de este sacerdocio regio se recibe en el bautismo como señal indeleble
(carácter bautismal). Se trata de una consagración que “es propia de todos los
cristianos. Esta claro que somos el Cuerpo de Cristo ya que todos hemos sido
ungidos, y en El somos cristos y Cristo, porque en cierta manera la cabeza y el
cuerpo forman el Cristo en su integridad”. Pero este sacerdocio tiene una misión
o tarea a la que se ordena: recibimos este “sacerdocio santo, para ofrecer
sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo (1 P 2,5).
Es la entrega completa de si mismo a Cristo y al establecimiento de su Reino,
de que habla san Pablo: “os ruego, pues, hermanos, por la misericordia de Dios,
que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, grata a Dios; este es
vuestro culto espiritual” (Rm 12,1).
Es necesario
ser conscientes de que el cristiano necesita el auxilio de la gracia para poder
realizar esa entrega total de si que constituye el ejercicio y la misión ultima
de su sacerdocio regio, y de que esa gracia la obtiene a través de los
sacramentos. Se comprende que Cristo haya instituido para ello el sacerdocio
ministerial que esta, de este modo, intrínsecamente ordenado al sacerdocio común.
El sacerdocio ministerial, los ministerios ordenados –antes que para las
personas que los reciben- son una gracia para la Iglesia entera. Expresan y
llevan a cabo una participación en el
sacerdocio de Jesucristo que es distinta, no solo por grado sino por esencia,
de la participación otorgada con el bautismo
con la confirmación a todos los fieles. Por otra parte el sacerdocio
ministerial, como ha recordado el Concilio vaticano II, esta esencialmente
finalizado al sacerdocio real de todos los fieles y ordenado a este”. La
doctrina conciliar sobre las diferencias no solo de grado, sino esencial, entre
sacerdocio ministerial y el común o regio, se hace intangible en este contexto
ya que en el aparece que se encuentran en planos diferentes y tienen un sentido
distinto: respectivamente realizar el sacrificio espiritual de la entrega de sí
y conferir a los otros hermanos la gracia que les permita realizar esa entrega.
Esta doctrina obliga a afirmar que ser sacerdote ordenado no es un grado superior
de ser cristiano: “el sacerdocio ministerial no significa de por si un mayor
grado de santidad respecto al sacerdocio común de los fieles; pero por medio de
el los presbíteros reciben de Cristo en el Espíritu un don particular para que
puedan ayudar al pueblo de Dios a ejercitar con fidelidad y plenitud el sacerdocio
común que les ha sido conferido”.
Convendría
advertir que en los textos del Magisterio que voy citando, se dice que el
sacerdocio ministerial se ordena al sacerdocio común de todos los fieles y no
simplemente de los seglares. No olvidemos que el sacerdocio regio esta en
conexión con el sello indeleble recibido en el bautismo. También los
presbíteros recibieron un día ese sacerdocio en su bautismo y no lo han perdido
por su ordenación sacerdotal. Siguen teniendo la misma obligación de ofrecer a
Dios “sacrificios espirituales” (1P 2,5) y de hacer la entrega completa de si
mismo (Rm 12,1). Por ello, los sacerdotes ordenados tienen necesidad de otros
sacerdotes que les administren los sacramentos, y a través de ellos, les
confieran la gracia que necesitan para poder realizar su sacerdocio regio. En
este sentido, todo sacerdote ordenado debe aplicarse a si mismo la profunda
frase de san Agustín: “para vosotros soy Obispo, con vosotros soy cristiano”.
Si
queremos definir la especificad de la participación del sacerdocio único de
Cristo, que es propia del sacerdocio ministerial y concretamente del
presbiterado, podemos encontrarla muy concisamente en la reciente Exhortación apostólica
del Papa: “los presbíteros son, en la Iglesia y para la Iglesia, una
representación sacramental de Jesucristo Cabeza y Pastor, proclaman con autoridad
su palabra; renuevan sus gestos de perdón y de ofrecimiento de la salvación,
especialmente con el Bautismo, la Penitencia y la Eucaristía; ejercen, hasta el
don total de si mismos, el cuidado amoroso del rebaño, al que congregan en la
unidad y conducen al Padre por medio de Cristo en el Espíritu. Mas
concretamente para explicar en que consiste la participación en el sacerdocio
de Cristo que es propia de los ministros ordenados, podemos decir que “el Espíritu
Santo, mediante la unción sacramental del Orden, los configura con u titulo
nuevo y especifico a Jesucristo Cabeza y Pastor”. Consecuentemente el sacerdote
queda “marcado en su ser de una manera indeleble y para siempre como ministro
de Jesús y de la Iglesia, inserto en una condición de vida permanente e irreversible”;
por ello, ha de ser también consciente de que “se le confía un ministerio pastoral,
que enraizado en su propio ser y abarcando toda su existencia es también permanente”.
La Exhortación apostólica se esta refiriendo, con toda claridad a la teología
del carácter, aun sin utilizar esta palabra. En toda caso será necesario
retener esta idea de configuración ontológica y permanente a Cristo, recibida
en el Sacramento del Orden, porque de ella se deducen consecuencias de suma
importancia para la espiritualidad sacerdotal: el sacerdote, porque esta
configurado ontológicamente a Cristo, deberá también asumir un estilo de vida
por el que tenga una configuración moral a Jesús.
Además de esta
consagración o unción propia del sacerdocio ordenado, hay que hablar de su misión,
la cual ha quedado insinuada al hablar de la relación entre el sacerdocio
ministerial y el sacerdocio común o real. “El ministerio del presbítero esta
totalmente al servicio de la Iglesia; esta para la promoción del ejercicio del sacerdocio común de todo el
pueble de Dios”. Pero esta destinación al servicio de la totalidad del pueblo
de Dios hace comprender que el presbítero “esta ordenado no solo para la
Iglesia particular, sino también para la Iglesia universal, en comunión con el Obispo,
con Pedro y bajo Pedro. Mediante el sacerdocio del obispo, el sacerdocio de
segundo orden se incorpora a la estructura apostólica de la Iglesia. Así el presbítero
como los apóstoles hace de embajador de Cristo (cfr. 2 Co 5, 20). En esto s
funda el carácter misionero de todo sacerdote”. Se trata de una idea que ya había
expresado el Concilio Vaticano II: “el don espiritual que los presbíteros
recibieron en la ordenación; no los prepara a una misión limitada y
restringida, sino a la misión universal y amplísima de salvación hasta los confines
del mundo, pues cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud
universal de la misión confiada por Cristo a los apóstoles”.
La mediación
necesaria que tiene el sacerdocio del obispo en orden a hacer participar al presbítero
en la estructura apostólica de la Iglesia, subraya la necesidad de comunión jerárquica
con el propio Obispo (y, a través de la comunión con Pedro y bajo Pedro), y
hace del Obispo vinculo de unión de todos los presbiterios que constituyen un
determinado presbiterio: “el ministerio de los presbíteros es, ante todo, comunión
y colaboración responsable y necesaria con el ministerio del Obispo. Por la
comunión jerárquica que todos ellos tienen con el Obispo, adquieren también los
presbíteros una estrecha relación vital entre si. “cada sacerdote, tanto diocesano,
como religioso, esta unido a los demás miembros de este presbiterio, gracias al
sacramento del Orden, con vínculos particulares de caridad apostólica de
ministerio y de fraternidad”. De este modo, y manteniendo una cierta analogía
con la colegialidad episcopal, también existe una colegialidad presbiteral que
une a todos los presbíteros con su obispo y entre si. La comunión de los
sacerdotes que constituyen un presbiterio con su obispo, considerada en todas
sus dimensiones (de comunión con el obispo y entre si), debe ofrecer un rostro
fraterno. “Para suscitar la fraternidad en la comunidad cristiana, los
sacerdotes deben presentarse ante ella animados por esta fraternidad”. Solo si
existe esta fraternidad sacerdotal, será posible otra mas amplia que se
extienda también a los seglares. En esta ulterior y mas amplia fraternidad
consiste la “relación positiva y animadora con los laicos”, y ella hace posible
levar a la practica el papel especifico que los presbíteros en cuanto tales
tienen en la comunidad, el cual “no sustituye sino que mas bien promueve el
sacerdocio bautismal de todo el pueblo de Dios, conduciéndolo a su plena
realización eclesial”; con respecto, por tanto, a los seglares que han de realizar
el sacerdocio regio propio de todos los bautizados, en las mismas tareas
laicales que desempeñan, los presbíteros “están al servicio de su fe y se su
esperanza y de su caridad” y, en este sentido centrándose en su papel especifico
de presbíteros, “les ayudan a ejercitar en plenitud su misión específica en el ámbito
de la misión de la Iglesia”.
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