viernes, 16 de enero de 2015

NATURALEZA Y MISIÓN DEL SACERDOCIO MINISTERIAL

La Asamblea ordinaria del Sínodo de los Obispos (celebrada en 1990), como la reciente Exhortación apostólica Pastores dabo vobis que es su fruto ultimo, se han propuesto, como objeto de sus reflexiones, “la formación de los sacerdotes en la situación actual”. Cualquier proyecto de formación ha de tener claros sus objetivos. Si se desea formar sacerdotes, es indispensable saber que queremos formar, y redescubrir “toda la profundidad de la identidad sacerdotal”
. Como tarea previa en el desarrollo de la misma Asamblea Sinodal, numerosas intervenciones en las reuniones plenarias y en los grupos lingüísticos de trabajo se han preocupado de construir una sólida teología de la naturaleza del sacerdocio ministerial y de la misión propia que se deriva de esa naturaleza.
El Papa, por su parte, ha creído irrenunciable dedicar todo el capitulo segundo de su Exhortación apostólica a esta materia, consciente de que sin dilucidarla previamente, seria imposible enfocar bien  la problemática de la formación sacerdotal. Al clausurar la Asamblea, recogiendo el sentir común de los Padres sinodales, el Papa señalaba que estos “han manifestado la ligazón ontológica especifica que une al sacerdote con Cristo, Sumo Sacerdote y Buen Pastor”. Por ser Cristo el único Sacerdote del Nuevo Testamento, todo otro concepto de sacerdote en la Iglesia solo puede explicarse en relación a El, de modo que no oscurezca la centralidad y unicidad del sacerdocio de Cristo.

Pero el tema del Sínodo no estaba enunciado simplemente como estudio de la formación sacerdotal, sino que planteaba como ha de ser esa formación “en la situación actual”. Esta alusión a las circunstancias actuales no debe omitirse nunca, pues “es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda ella responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la futura y sobre la mutua relación de ambas. Es necesario conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia lo caracteriza”. Con respecto a la formación sacerdotal, esta no podrá ignorar que “hay una fisonomía esencial del sacerdote que no cambia: el sacerdote de mañana, no menos que el de hoy, deberá asemejarse a Cristo. Cuando vivía en la tierra, Jesús reflejo en si mismo el rostro definitivo del presbítero, realizando un sacerdocio ministerial del que los apóstoles fueron los primeros investidos y que esta destinado a durar, a continuarse incesantemente en todos los periodos de la historia. El presbítero del tercer milenio osera el continuador de los presbíteros que, en los milenios precedentes, han animado la vida de la Iglesia. También en el dos mil la vocación sacerdotal continuara siendo la llamada a vivir el único y permanente sacerdocio de Cristo”. Deberá simultáneamente tener presente que el modo concreto de vivir el sacerdocio deberá “adaptarse a casa época y a cada ambiente de vida. Por ello, por nuestra parte debemos procurar abrirnos a la iluminación superior del Espíritu Santo para descubrir las orientaciones de la sociedad moderna, reconocer las necesidades espirituales mas profundas, determinar las tareas concretas mas importantes, los métodos pastorales que habrá que adoptar y así responder de manera adecuada a las esperanzas humanas”.

No creo, sin embargo que esta apelación a la situación actual, en el caso del Sínodo de 1990 y de la  actual Exhortación apostólica, este postulada solo por la necesaria atención que hay que prestar siempre a los signos de los tiempos; existe además el convencimiento de que en la Iglesia en los años del postconcilio se ha vivido una aguda crisis de identidad sacerdotal. Las crisis de identidad se caracterizan por una dificultad para percibir con nitidez por donde pasa la línea divisoria que separa lo permanente y lo mudable, lo que es intangible por proceder del mismo Señor y lo que es mero añadido de origen contingente y cultural. Parece por ello claro que en tales situaciones difíciles el primer paso ha de ser el esclarecimiento que señale los elementos de origen divino. En el caso concreto del sacerdocio “el conocimiento recto y profundo de la naturaleza y misión del sacerdocio ministerial es el camino a seguir y que el Sínodo ha seguido de hecho para salir de la crisis sobre la identidad sacerdotal”.

Constituye un fenómeno paradójico que después del esfuerzo clarificador y enriquecedor del Concilio Vaticano II para ofrecer una visión más amplia del presbiterado, se incurriera en los años inmediatamente posteriores al Concilio en una crisis dolorosa bastante difundida que ponía en duda el sentido del ministerio sacerdotal. Se trata de un caso concreto dentro de una crisis teológica mucho más amplia a la que hemos asistido en los años del postconcilio (la cual suele presentar rasgos parecidos de paradoja: ¿no ha sido la eclesiología el punto en que ha comenzado la crisis precisamente después del Concilio que más se había ocupado del tema de la Iglesia?). Ahora bien, con respecto al punto concreto de identidad sacerdotal y en orden a ofrecer solución a su crisis, es fundamental subrayar que “el presbiterio encuentra la plena verdad de su identidad en ser una derivación, una participación especifica y una continuación del mismo Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote de la nueva y eterna Alianza: es una imagen viva y transparente de Cristo Sacerdote”. Esto obliga a mirar a Cristo para, a partir de El, entender el sentido del sacerdocio ministerial, participación especifica del sacerdocio de Cristo.

El capitulo dedicado por el Papa en su Exhortación apostólica, a exponer la naturaleza y la misión del sacerdocio ministerial se abre con una escena evangélica que se sitúa muy en los comienzos de la vida publica de Jesús; la escena en si y la declaración solemne que el mismo Señor hace en ella, permiten enfocar toda la teología del sacerdocio. Se trata de la visita de Jesús a la Sinagoga de Nazaret. Cuando después de la lectura de un conocido pasaje del Profeta Isaías (61,1-2), “en la Sinagoga todos los ojos estaban fijos en El” (Lc 4,20), Jesús declara con solemnidad: “esta escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy” (Lc 4,21). El texto leído por Jesús decía: “el Espíritu del Señor sobre mi, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la buena nueva, me ha enviado a proclamar la liberación de los cautivos y la vista a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4,18-19). En este pasaje que Jesús se aplica a si  mismo, hay dos elementos: una unción que lo consagra (“el Espíritu del Señor…me ha ungido”) y una misión (“me ha enviado”); pero ambos elementos están íntimamente trabajados entre si en el sentido de que la unción se ordena a la misión: “me ha ungido para anunciar a los pobres la buena nueva”.

Jesús es en realidad el único Sacerdote del Nuevo Testamento, pero “el sacerdocio de Cristo es participado tanto por los ministros sagrados cuanto por el pueblo fiel, en forma diversa”. La idea de participación es un concepto fundamental, que implica dos notas: cuanto hay en el ser que participa, procede de Aquel que es la fuente, pero además la perfección del ser participado juntamente con la perfección del ser que es fuente de participación, no es superior a la perfección de este ultimo considerada sola o en si misma. Toda la perfección que existe en cualquier sacerdocio cristiano es participación del sacerdocio de Cristo, es decir, procede de El y no añade perfección alguna a la infinita suficiencia ye eficacia del sacerdocio único de Cristo.

En todo caso todo sacerdocio participado del sacerdocio de Cristo, tiene que ser a imagen de este sacerdocio que es la fuente de todo otro. Por ello, siempre encontraremos en las participaciones del sacerdocio de Cristo, unción y misión como elementos esenciales que nunca pueden faltar.

Todo cristiano recibe una primera participación del sacerdocio de Cristo en su bautismo; es aquella por la que somos “el linaje escogido, el sacerdocio real, la nación santa, el pueblo que Dios se ha adquirido” (1 P 2,9). La unción (la consagración) propia de este sacerdocio regio se recibe en el bautismo como señal indeleble (carácter bautismal). Se trata de una consagración que “es propia de todos los cristianos. Esta claro que somos el Cuerpo de Cristo ya que todos hemos sido ungidos, y en El somos cristos y Cristo, porque en cierta manera la cabeza y el cuerpo forman el Cristo en su integridad”. Pero este sacerdocio tiene una misión o tarea a la que se ordena: recibimos este “sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo (1 P 2,5). Es la entrega completa de si mismo a Cristo y al establecimiento de su Reino, de que habla san Pablo: “os ruego, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, grata a Dios; este es vuestro culto espiritual” (Rm 12,1).

Es necesario ser conscientes de que el cristiano necesita el auxilio de la gracia para poder realizar esa entrega total de si que constituye el ejercicio y la misión ultima de su sacerdocio regio, y de que esa gracia la obtiene a través de los sacramentos. Se comprende que Cristo haya instituido para ello el sacerdocio ministerial que esta, de este modo, intrínsecamente ordenado al sacerdocio común. El sacerdocio ministerial, los ministerios ordenados –antes que para las personas que los reciben- son una gracia para la Iglesia entera. Expresan y llevan a  cabo una participación en el sacerdocio de Jesucristo que es distinta, no solo por grado sino por esencia, de la participación otorgada con el bautismo  con la confirmación a todos los fieles. Por otra parte el sacerdocio ministerial, como ha recordado el Concilio vaticano II, esta esencialmente finalizado al sacerdocio real de todos los fieles y ordenado a este”. La doctrina conciliar sobre las diferencias no solo de grado, sino esencial, entre sacerdocio ministerial y el común o regio, se hace intangible en este contexto ya que en el aparece que se encuentran en planos diferentes y tienen un sentido distinto: respectivamente realizar el sacrificio espiritual de la entrega de sí y conferir a los otros hermanos la gracia que les permita realizar esa entrega. Esta doctrina obliga a afirmar que ser sacerdote ordenado no es un grado superior de ser cristiano: “el sacerdocio ministerial no significa de por si un mayor grado de santidad respecto al sacerdocio común de los fieles; pero por medio de el los presbíteros reciben de Cristo en el Espíritu un don particular para que puedan ayudar al pueblo de Dios a ejercitar con fidelidad y plenitud el sacerdocio común que les ha sido conferido”.

Convendría advertir que en los textos del Magisterio que voy citando, se dice que el sacerdocio ministerial se ordena al sacerdocio común de todos los fieles y no simplemente de los seglares. No olvidemos que el sacerdocio regio esta en conexión con el sello indeleble recibido en el bautismo. También los presbíteros recibieron un día ese sacerdocio en su bautismo y no lo han perdido por su ordenación sacerdotal. Siguen teniendo la misma obligación de ofrecer a Dios “sacrificios espirituales” (1P 2,5) y de hacer la entrega completa de si mismo (Rm 12,1). Por ello, los sacerdotes ordenados tienen necesidad de otros sacerdotes que les administren los sacramentos, y a través de ellos, les confieran la gracia que necesitan para poder realizar su sacerdocio regio. En este sentido, todo sacerdote ordenado debe aplicarse a si mismo la profunda frase de san Agustín: “para vosotros soy Obispo, con vosotros soy cristiano”.

            Si queremos definir la especificad de la participación del sacerdocio único de Cristo, que es propia del sacerdocio ministerial y concretamente del presbiterado, podemos encontrarla muy concisamente en la reciente Exhortación apostólica del Papa: “los presbíteros son, en la Iglesia y para la Iglesia, una representación sacramental de Jesucristo Cabeza y Pastor, proclaman con autoridad su palabra; renuevan sus gestos de perdón y de ofrecimiento de la salvación, especialmente con el Bautismo, la Penitencia y la Eucaristía; ejercen, hasta el don total de si mismos, el cuidado amoroso del rebaño, al que congregan en la unidad y conducen al Padre por medio de Cristo en el Espíritu. Mas concretamente para explicar en que consiste la participación en el sacerdocio de Cristo que es propia de los ministros ordenados, podemos decir que “el Espíritu Santo, mediante la unción sacramental del Orden, los configura con u titulo nuevo y especifico a Jesucristo Cabeza y Pastor”. Consecuentemente el sacerdote queda “marcado en su ser de una manera indeleble y para siempre como ministro de Jesús y de la Iglesia, inserto en una condición de vida permanente e irreversible”; por ello, ha de ser también consciente de que “se le confía un ministerio pastoral, que enraizado en su propio ser y abarcando toda su existencia es también permanente”. La Exhortación apostólica se esta refiriendo, con toda claridad a la teología del carácter, aun sin utilizar esta palabra. En toda caso será necesario retener esta idea de configuración ontológica y permanente a Cristo, recibida en el Sacramento del Orden, porque de ella se deducen consecuencias de suma importancia para la espiritualidad sacerdotal: el sacerdote, porque esta configurado ontológicamente a Cristo, deberá también asumir un estilo de vida por el que tenga una configuración moral a Jesús.

Además de esta consagración o unción propia del sacerdocio ordenado, hay que hablar de su misión, la cual ha quedado insinuada al hablar de la relación entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común o real. “El ministerio del presbítero esta totalmente al servicio de la Iglesia; esta para la promoción del  ejercicio del sacerdocio común de todo el pueble de Dios”. Pero esta destinación al servicio de la totalidad del pueblo de Dios hace comprender que el presbítero “esta ordenado no solo para la Iglesia particular, sino también para la Iglesia universal, en comunión con el Obispo, con Pedro y bajo Pedro. Mediante el sacerdocio del obispo, el sacerdocio de segundo orden se incorpora a la estructura apostólica de la Iglesia. Así el presbítero como los apóstoles hace de embajador de Cristo (cfr. 2 Co 5, 20). En esto s funda el carácter misionero de todo sacerdote”. Se trata de una idea que ya había expresado el Concilio Vaticano II: “el don espiritual que los presbíteros recibieron en la ordenación; no los prepara a una misión limitada y restringida, sino a la misión universal y amplísima de salvación hasta los confines del mundo, pues cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los apóstoles”.


La mediación necesaria que tiene el sacerdocio del obispo en orden a hacer participar al presbítero en la estructura apostólica de la Iglesia, subraya la necesidad de comunión jerárquica con el propio Obispo (y, a través de la comunión con Pedro y bajo Pedro), y hace del Obispo vinculo de unión de todos los presbiterios que constituyen un determinado presbiterio: “el ministerio de los presbíteros es, ante todo, comunión y colaboración responsable y necesaria con el ministerio del Obispo. Por la comunión jerárquica que todos ellos tienen con el Obispo, adquieren también los presbíteros una estrecha relación vital entre si. “cada sacerdote, tanto diocesano, como religioso, esta unido a los demás miembros de este presbiterio, gracias al sacramento del Orden, con vínculos particulares de caridad apostólica de ministerio y de fraternidad”. De este modo, y manteniendo una cierta analogía con la colegialidad episcopal, también existe una colegialidad presbiteral que une a todos los presbíteros con su obispo y entre si. La comunión de los sacerdotes que constituyen un presbiterio con su obispo, considerada en todas sus dimensiones (de comunión con el obispo y entre si), debe ofrecer un rostro fraterno. “Para suscitar la fraternidad en la comunidad cristiana, los sacerdotes deben presentarse ante ella animados por esta fraternidad”. Solo si existe esta fraternidad sacerdotal, será posible otra mas amplia que se extienda también a los seglares. En esta ulterior y mas amplia fraternidad consiste la “relación positiva y animadora con los laicos”, y ella hace posible levar a la practica el papel especifico que los presbíteros en cuanto tales tienen en la comunidad, el cual “no sustituye sino que mas bien promueve el sacerdocio bautismal de todo el pueblo de Dios, conduciéndolo a su plena realización eclesial”; con respecto, por tanto, a los seglares que han de realizar el sacerdocio regio propio de todos los bautizados, en las mismas tareas laicales que desempeñan, los presbíteros “están al servicio de su fe y se su esperanza y de su caridad” y, en este sentido centrándose en su papel especifico de presbíteros, “les ayudan a ejercitar en plenitud su misión específica en el ámbito de la misión de la Iglesia”.

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