Las
desviaciones de la copulación
El
término engloba a todas aquellas modalidades del acto sexual efectuado fuera de
la vagina. Estas copulaciones pueden ser practicadas con una finalidad
anticonceptiva, por vicio o por una perturbación del instinto sexual que
conduce a la perversión, si gozan de un habitual. En otros casos es un acto
episódico y más raramente fruto de la ignorancia. Estas desviaciones o
perturbaciones sexuales han de ser combatidas por sus consecuencias degradantes.
Hay
muchas formas de vivir y ejercer la sexualidad, conforme a la sensibilidad de
las culturas contemporáneas, y se las presenta como indiferentes desde el punto
de vista moral. Parecería que el único criterio es la pura y simple opción
personal, determinada por diferentes corrientes culturales, por intereses o el
goce individualista del momento. Pero no debe olvidarse que hay formas
regresivas y degeneradas de ejercer la sexualidad, que han de ser calificadas
como inmorales, porque niegan y rechazan los valores y bienes fundamentales de
la sexualidad integrada en la persona humana.
En
la mayoría de casos el responsable es el hombre, que es quien ordinariamente
conduce el juego erótico. Estas prácticas viciosas tienen graves efectos,
físicos y psicológicos. El hombre que de manera habitual exige una copulación
desviada presenta sin duda una anomalía, sin olvidar los riesgos que hace
correr a la pareja al imponerle hábitos contra natura.
Hombres
y mujeres acuciados por este problema, deben confiarse a un médico, que de
preferencia ha de ser un psiquiatra.
Moralmente
es evidente que estas desviaciones representan una aberración bastante más
seria que cualquier método onanista. La culpabilidad depende de la mayor o
menor libertad que haya. Desde el punto de vista de la culpabilidad objetiva se
les considera faltas graves.
El adulterio
Designa
la infidelidad conyugal. Cuando un hombre y una mujer, de los cuales al menos
uno está casado, establecen una relación sexual, aunque ocasional, cometen un
adulterio. Cristo condena incluso el deseo del adulterio (cf. Mt 5, 27-28). El
sexto mandamiento y el Nuevo Testamento prohíben absolutamente el adulterio
(cf. Mt 5,32; 19,9; Mc 10,11; 1 Cor 6,9-10). Los profetas denuncian su
gravedad; ven en el adulterio el pecado de idolatría (CEC, 2380). El
cristianismo ha considerado siempre el adulterio como uno de los pecados más
graves.
El
adulterio es un pecado gravísimo contra la castidad, la fidelidad, la justicia,
la caridad, así como un atentado contra el sacramento del matrimonio. La mejor
salvaguarda es el amor.
Actitud pastoral
No
es difícil encontrarse en la confesión, con cualquiera de los tres lados del
triángulo (marido-mujer-amante) y es uno de los casos en que se ve, que el
pecado no da la felicidad.
Con
el marido (que es generalmente el adúltero), acogerle benignamente y
perdonarle. Si su mujer o sus hijos no lo saben, hacerle ver las consecuencias
desastrosas para su vida familiar, si llegan a enterarse.
Lo
mejor que puede hacer es romper esa relación inmediatamente, sobre todo por sus
hijos y, además, para que ellos no pierdan la estima de su padre. Hacerle ver
que Dios es quien le ha hecho acercarse al confesionario y absolverle siempre,
aunque sea reincidente, pues la confesión es también para recibir gracia y fuerza
para superar las situaciones difíciles. Es un sacramento para pecadores, no
para ángeles. Es decir, como en los demás casos, tener con él una gran
comprensión y cariño, empujándole por la vía del bien.
La
amiga suele ser digna de nuestra comprensión; generalmente es una persona
hambrienta de amor. Debe entender que su relación amorosa causa la ruina de la
felicidad familiar de otra mujer, de unos niños y también de su propio amante.
Hay que hacerle ver que su renuncia puede salvar a una familia. Hay que hacerle
comprender que Dios está y también con ella, que la ama y que la belleza de la
vida está en dar y en este caso darse es renunciar. Si el matrimonio está ya
roto, hacerle comprender que el amor tiene un orden y que ella debe aspirar a
ser más que una mera amiga, procurando ser una mujer casada normal o dando a su
soltería un sentido más vivo de amor al prójimo.
La
esposa suele ser la victima de la situación (a veces puede ser al revés). A
veces es totalmente inocente y a veces es parcialmente culpable. Es
recomendable que la mujer examine fríamente, las causas que han podido incitar
el adulterio y corregirlas.
Si
la esposa nos confía su desesperación por la infidelidad, es sensato
recomendarle que evite divulgar la falta de su esposo, porque al derrumbarse su
prestigio, pierde el corsé moral que limita su conducta a la clandestinidad.
Hay que preguntarle al adúltero, que razones han motivado su conducta y hacerle
ver las consecuencias que trae para ellos y para los hijos. Evitar decisiones
precipitadas. El perdón puede permitir una renovación de la vida conyugal.
Ante
la cuestión sobre si conviene confesar a la otra parte una infidelidad pasada,
generalmente se contesta negativamente, pues pueden originarse daños
irreparables. Recordemos que el hombre es más complejo que cualquier norma o
regla, y en muchos casos sólo nos queda pedirle a Dios que nos inspire para que
nuestras palabras no aumenten el mal sino que ayuden a hacer el bien.
Lujuria sacrílega
Es
sacrílego el acto venéreo practicado con persona ligada por el voto de
castidad, y obligada al celibato por amor del reino de los cielos. Es pecado
contra la virtud de la religión para los dos cómplices.
Las dificultades del matrimonio
Hay
males que se pueden prevenir. La primera prevención es la preparación para el
matrimonio. Hay que evitar hacerse una concepción excesivamente romántica de la
vida conyugal. El amor entre los novios que lleva al matrimonio es sólo un
punto de partida que debe desarrollarse a lo largo de la vida de los cónyuges.
Es necesario por
esto que el enfoque del amor cristiano no esté falto de realismo y que la
fidelidad sea el principio inspirador de la vida conyugal, ya que los esposos
no han entrado ni mucho menos en el paraíso y todo matrimonio corre el riesgo
de verse lejos del ideal trazado por Cristo y su Iglesia, envueltos en la
discordia. Hay una tensión entre la carne y el espíritu (Rom 7, 14-25), ya que
la convivencia tan intima que exige la vida matrimonial nunca es fácil. Los impulsos ciegos del instinto, el desencanto
progresivo de un amor cuyo ardor se extingue, el repliegue egoísta sobre sí
mismo, el silencio, la impaciencia excesiva ante sus defectos, la infidelidad y
el adulterio, son eventualidades de las que los cristianos no están
necesariamente libres.
La crisis del matrimonio
El
número cada día creciente de separaciones y divorcios hace que se diga que el
matrimonio esta en crisis. Entre las causas sociales está que no se quebranta
solamente esta o aquella norma, sino que la misma institución matrimonial se
discute y no se reconoce por muchos como ideal, buscándose nuevas formas de
vida, el amor libre, el matrimonio a prueba, las comunas. Ninguna de estas
formas logra alcanzar una estabilidad, tal vez por subestimar demasiado el
valor de la vida familiar.
Aparte
hay que tener en cuenta la transformación que ha experimentado la vida
familiar. En los siglos pasados la familia reunía a tres generaciones, en
estrecha relación. Cada matrimonio se veía inserto en una gran familia que le
ayudaba a estabilizarse, dándole seguridad. Hoy nos encontramos con la pequeña
familia burguesa compuesta solo de padres e hijos que viven en el anonimato del
bloque de vivienda de la gran ciudad. Vivimos además en un momento de cambio de
mentalidad que afecta también la relación entre hombre y mujer, las formas de
vivir la sexualidad y la estructura familiar.
Toda
vida matrimonial tiene sus roces y choques, no proviniendo la mayor parte de
las dificultades para el entendimiento conyugal de una voluntad deliberada de
hacer daño, sino de nuestra incapacidad de amor y comprensión. Pese a ello, el
amor debe dominar siempre y los esposos no deben terminar la jornada como
enemigos: “si se enojan, no lleguen a pecar; que la puesta del sol no los
sorprenda con su enojo” (Ef 4,26).
Una
de las causas frecuentes de dificultades, es la falta de diálogo entre los
esposos. La ayuda de la gracia de Dios y la oración son fundamentales en los
momentos difíciles.
Todos
los matrimonios han de pasar por momentos de crisis que de superarse refuerzan la
unión, pero de ahondarse llevan al matrimonio al fracaso. Ante las familias en
dificultad conviene reavivar la confianza en la misteriosa fuerza del
matrimonio cristiano y sacramental que penetra toda la vida de la familia. Han
de colocarse junto a las familias heridas, para compartir sus sufrimientos y
para ayudarles a salir de su estado.
La
causa fundamental de la mayor parte de los fracasos es en definitiva, la
no-preparación, precocidad y superficialidad con que se acude al matrimonio,
forzado en ocasiones por el afán de regularizar situaciones delicadas, pues
para poder cumplir con las cargas matrimoniales, es necesaria una madurez
psicosexual que haga posible un amor de entrega y un vencimiento de las
tendencias instintivas egoístas.
Principios generales
Cuando
un matrimonio va mal, excepcionalmente la culpa recae en uno solo. El gran
cáncer de la vida matrimonial es el tedio, que hace que no se le encuentre
sentido al hogar. Hay que procurar estimularles a que no se resignen a la
desilusión sino que traten de conocer las causas, en un clima de perdón.
Para
la pervivencia del matrimonio es importante luchar contra la rutina y mantener
el interés por el otro. La base de toda esta problemática está en una verdad
muy elemental: el amor matrimonial hay que fabricarlo todos los días. La
fidelidad es una vocación a la que los cónyuges han sido llamados y que implica
una serie de cuidados. Algunos estudiosos de las relaciones de familia ven un
ciclo de cuatro fases (enamoramiento, rutina, crisis, nuevo enamoramiento) que
se repiten en el matrimonio con más o menos intensidad. El amor y la fidelidad
tienen que ir constantemente adaptándose y esa adaptación es el crecimiento y
desarrollo que impide morir al amor, reforzando lo auténtico.
El
amor es la única regla que permite la total solución, por ello es importante
que el amor humano encuentre su apoyo y punto de equilibrio en la caridad divina que el Espíritu Santo pone en el
corazón de los esposos: “La caridad es paciente, es benigna, no es envidiosa,
no es jactanciosa, no se hincha, no es descortés, no es interesada, no se
irrita, no piensa mal, no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad,
todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera” (1 Cor 13, 4-7).
Donde hay un amor verdadero, Dios no puede estar ausente porque Dios es amor y
el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4, 16). La
mayor ayuda para superar las crisis matrimoniales sería la experiencia
existencial de la fe.
Actitud a tener
El
sacerdote debe esforzarse ante todo en amar y comprender a la persona o
personas que tiene ante sí, escuchándolos y no ignorando la gran complejidad de
los problemas personales y familiares.
A la hora de aconsejar, se ha de tener gran
tacto y respetar la conciencia personal de modo que nuestra ayuda apunte a que
busquen y encuentren su propio camino y lo sigan fielmente.
Hay
que evitar el rigorismo y el autoritarismo, como el laxismo, y tampoco ser
discretos hasta el mutismo. La tarea de aconsejar es uno de los puntos más
difíciles pero también más bonito de la labor sacerdotal.
Algunos consejos prácticos:
a)
No hay que creer rápidamente que
el conflicto ha surgido por lo que los cónyuges dicen. Hay que estudiar el
problema a fondo
b)
Conviene ser cautos a la hora de
proferir un juicio sobre el cónyuge ausente. Se debe oír a las dos partes en
litigio.
c)
La pastoral de los conflictos
matrimoniales tiene que sembrar en la conciencia de los jóvenes las nuevas
exigencias que a lo largo de la vida matrimonial van apareciendo. Debe haber
siempre un diálogo sincero.
d)
En la práctica pastoral hay que
tener en cuenta que incluso el mismo hijo puede ser a veces ocasión de
conflicto que mantiene a los padres alejados entre sí. No se debe centrar el
amor en los hijos descuidando al cónyuge.
e)
El fin esencial de la moral es
ayudar a conseguir la plenitud humana, convertirse al amor supone aceptar que
el otro sea centro y no yo, es hacerse prójimo del otro (Lc 10,36). La moral
cristiana, la moral de las bienaventuranzas, es una moral de alegría y
felicidad que supone ciertamente renuncias, pero para permitir la verdadera
realización, la significada por el Reino de Dios y que Cristo evoca en términos
de fiesta, alegría y banquete (cf. Mt 8,11;22,1-14), sin olvidar la importancia
que tiene en nuestro caminar el sacrificio, la cruz y el perdón.
Las separaciones matrimoniales
El
ideal es la reconciliación, pero como muchas veces esta es imposible, no queda
otro remedio sino la separación. Esta aunque no rompe el vínculo matrimonial,
está claro que lo hiere seriamente. Su bondad o malicia dependen
fundamentalmente de sus razones y motivos que la impulsan, no siendo lo mismo
haber tenido que padecerla, que haberla causado. La separación debe
considerarse como un remedio extremo, después de que cualquier intento
razonable haya sido inútil (FC, 83). La pastoral debe intentar que la situación
no empeore a fin de que no se transforme en divorcio, con nuevo matrimonio. Si
el separado permanece fiel a su matrimonio anterior, su ejemplo de fidelidad y
coherencia cristiana asume un particular valor de testimonio frente al mundo y
la Iglesia, siendo todavía más necesaria por parte de ésta una acción continua
de amor y ayuda (FC 83).
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